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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (23 page)

BOOK: La zona
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«Me sobran dos o tres kilos», se había quejado ella un día que pagaba en la gasolinera. «Qué tontería, no pierdas ni uno solo», había contestado él, y lo decía en serio. ¡Ya quisieran muchas de las chicas con las que había estudiado la ESO estar tan buenas como Sol!

La pantallita del teléfono se apagó antes de que pudiera verle la cara. Decidió que no importaba ahora. Se lo guardó en el bolsillo y se dispuso a gozar del tacto más que de la vista.

Los brazos de Sol se extendieron hacia él. Irradiaba calor como un horno abierto. «Sí que tiene fiebre», pensó.

Pero Tony ya no estaba en situación de dudar. La abrazó con fuerza, la apretó contra él, y aplastó su boca contra la de la mujer.

El beso fue largo y cálido, y ella le metió la lengua hasta el fondo de la boca. Mientras tanto, Tony soltó a toda prisa la hebilla del cinturón. Los pantalones del uniforme de Repsol cayeron al suelo, y luego los siguieron los calzoncillos. Se dio cuenta de que tenía una erección del quince. La situación era tan morbosa —a oscuras, con gente en el piso de arriba que podía bajar en cualquier momento, rodeados de locos asesinos— que no recordaba haberse sentido tan excitado en toda su vida.

Sol dejó de besarlo y se deslizó hacia abajo. Se puso de rodillas frente a él, lo agarró por las caderas con esos dedos ardientes y atrapó su miembro entre los labios.

—¡Guau! —exclamó Tony.

Mientras se besaban, había pensado que la saliva de Sol era muy espesa. Demasiado espesa, casi como si fuera miel diluida. Ahora tenía un regusto extraño en la boca, entre metálico y dulzón. ¿Qué era?

Se llevó la mano a los labios y notó que algo le corría por la barbilla. Lo tocó con los dedos. Era un líquido pegajoso. Un poco asqueado, levantó la mano buscando una zona de luz para averiguar de qué se trataba.

Una oleada de placer le subió por el vientre, espantando cualquier asomo de aprensión. Sol le estaba dando mordisquitos en el glande. Muy suaves, muy cercanos uno de otro.

—Aaaah, tú sí que sabes, guapa… Qué gusto… ¡Ja ja, no tan fuerte!

—¿QUÉ ESTÁS HACIENDO?

El grito había llegado desde las escaleras. Tony se apartó de Sol, sobresaltado, se agachó y se subió los pantalones como pudo, pese a la erección.

La mujer que había gritado acababa de encender la bombilla de las escaleras. La luz no era muy intensa, pero después de pasar tanto rato a oscuras le deslumbró un poco y le hizo parpadear. Entrecerrando los ojos, reconoció a Davinia, la sudaca que había venido con los médicos.

—¿Es que te has vuelto loco? —exclamó, mientras bajaba el último tramo de peldaños, seguida por la doctora rubia y por aquel negrazo.

Tony iba a contestar con un improperio, pero al oír un gorgoteo se volvió hacia Sol. Lo que vio lo hizo estremecerse.

La mujer seguía de rodillas en el suelo, con los labios dibujando una O, como si no se hubiera dado cuenta de que su miembro ya no estaba entre ellos. Por la nariz y la boca le brotaba un fluido negro, pero también por las orejas y hasta por las comisuras de los ojos. Era como si se hubiera tragado una lata de aceite de motor reciclado y ahora lo expulsara en hilillos densos, una especie de chapapote repugnante que goteaba hasta el suelo.

Tony se miró los dedos. Los tenía negros de aquel líquido inmundo.

El mismo líquido que le llenaba de sabor metálico la boca. El mismo que sentía ahora debajo de sus pantalones.

21

—¡Déjeme pasar! ¡Le digo que me deje pasar! —exigió Elías Gálvez, apretando los puños temblorosos—. ¡Es mi nieto!

Se enfrentaba a Madi, interpuesto como un armario de cuatro puertas entre él y la puerta de la escalera que conducía a la planta baja. Aunque no pesaría ni la mitad que el nigeriano, el anciano parecía decidido a llegar a las manos si no se apartaba de su camino.

Detrás de él se encontraba Remedios, hecha un mar de lágrimas.

—Sólo pueden bajar los médicos —respondió Madi con su voz grave, casi retumbante—. No vamos a permitir que nadie más se contagie.

«Suena muy profesional», pensó Laura mientras pasaba junto a ellos y empezaba a bajar por las escaleras.

En el piso de abajo se había organizado otro pequeño drama. Tony, cerca de la barra del bar, se hallaba al borde de la histeria. Gritaba y agitaba los brazos como si espantara moscas para impedir que Eric se le acercara con el termómetro.

—¡No, no, no! ¡Que no estoy enfermo! ¡Déjenme subir con mis abuelos! ¡Joder, que no me pasa nada! ¡No ha sido nada!

—Si te estás quieto un momento, sólo quiero comprobar si tienes alguna herida.

—¡Ni se te ocurra! Sol estaba perfectamente hasta que la tocasteis. ¡Seguro que le habéis inyectado algo!

Eric le enseñó ambas manos en alto. Tan sólo llevaba el termómetro en la derecha.

—No tenemos jeringuillas —le explicó.

Además, pensó Laura, aunque las tuvieran no se atreverían a pincharle. Se hallaban ante una emergencia biológica de nivel 4, y ni se le pasaba por la cabeza extraer sangre plagada de patógenos letales fuera de una cámara de aislamiento y sin la protección de gruesos guantes y trajes especiales. Ahora que, además, habían comprobado que los enfermos no sólo eran peligrosos por la posibilidad de contagio sino porque ellos mismos mataban con manos y dientes, pensó que debería existir un nuevo nivel de emergencia, el 5.

Adu, que había bajado también, amenazó al chico con la culata del fusil.

—¡Cálmate! ¡Deja que te ponga el termómetro él o te lo pongo yo! ¡Y verás por dónde!

Laura se acercó a ellos y le susurró a Eric en inglés:

—Dejadle un rato. Es imposible que empiece a desarrollar síntomas tan rápido. Mantenedlo aislado, no os acerquéis a él y permitid que se tranquilice él solo. Cuando se le pase la histeria, podremos examinarlo.

—Está bien, jefa.

—Yo voy a comprobar qué le pasa a Sol.

En el otro extremo del bar, Sol estaba sentada en el suelo, con las piernas separadas y la espalda apoyada en una celosía de madera. Miraba al frente sin expresión, con el rostro manchado de rojo y negro y rastros de maquillaje. Parecía una muñeca abandonada por su dueña. Aguirre le había echado una sábana sobre los hombros, pero debajo de ella seguía desnuda.

El neurólogo se había sentado en una silla, a metro y medio de ella. Tenía las piernas separadas y la espalda inclinada, pero al mismo tiempo recta. A Laura le asombraba la capacidad que tenía aquel hombre de permanecer inmóvil. ¿Habría estudiado meditación en algún monasterio oriental o era un rasgo natural? Curiosamente, cuando se movía, toda su rigidez se convertía en flexibilidad, pese a que debía andar más cerca de los sesenta que de los cincuenta.

Aguirre tenía entre sus manos un pequeño cuaderno de notas en el que escribía concienzudamente. De vez en cuando le dirigía una mirada a Sol y volvía a anotar algo.

—¿Tiene alguna idea de lo que le ocurre a Sol? —preguntó, acercándose.

Aguirre levantó la vista hacia ella, mientras guardaba el cuaderno en un bolsillo de su pantalón. Había traído una lamparita de dormitorio para no estar del todo a oscuras y la había puesto sobre una silla. A su luz mortecina, Laura observó que el neurólogo tenía los ojos algo hinchados por el cansancio. «Menos mal, también es humano», pensó.

—Parece una fiebre hemorrágica viral que afecta sobre todo a su cerebro. Pero los síntomas y el desarrollo de la enfermedad no se parecen al ébola ni al marburgo, ni a nada que yo conozca.

—Yo tampoco —reconoció Laura—. ¿Qué estaba anotando en ese cuaderno? ¿Se puede saber?

Aguirre hizo un gesto vago con la mano.

—Nada importante. A veces pienso más claro si pongo algunas ideas por escrito.

—Por ejemplo…

—Que no conozco nada con un tiempo de incubación tan breve. ¿Cuándo pudo contagiarse esta mujer?

—Si fue por el arañazo que tiene en el costado, no han pasado ni veinticuatro horas. ¿Qué patógenos tienen un periodo tan corto?

—Muy pocos, y sus síntomas no se parecen nada a lo que estamos viendo. Pero eso no importa. Usted cree que es una enfermedad diseñada en un laboratorio, ¿no?

Laura asintió.

—Sé que suena paranoico, pero es lo que pienso. Supongo que por deformación profesional. Demasiados años en mi organización.

—En ese caso, debe poseer más información que yo. Antes de llegar a este infierno, nos explicó que la OPBW lleva un registro de las cepas infecciosas que circulan por el mundo.

—Sí. Pero lo más parecido a esto que conocemos es la encefalitis vírica, producida por un alfavirus desarrollado genéticamente a partir de la encefalitis equina venezolana. Los americanos y los rusos trabajaron con esa cepa como arma biológica, porque era muy infecciosa. Pero no tiene punto de comparación ni por su mortalidad ni por su periodo de incubación. —Laura sacudió la cabeza, desconcertada—. El caso es que un periodo de incubación tan corto es una desventaja para el virus.

—No si ese virus incita una conducta violenta.

Ambos se volvieron. Eric, que era quien había hablado, se acercaba con una Coca-Cola en cada mano. Laura tomó la suya, y observó que en la otra punta de la barra Tony se había sentado en un taburete y se estaba tomando una jarra de cerveza bajo la atenta vigilancia de Adu. Si se había contagiado, el alcohol no parecía la terapia más recomendable; pero prefirió no decir nada. De entrada, tal vez calmaría la histeria de aquel joven que, patógenos aparte, daba la impresión de ser propenso a la violencia. Sin embargo, a la larga podía resultar peor.

—Es cierto que, si el contagiado enferma demasiado pronto —continuó Eric—, eso hace que se meta en la cama o se aísle, y el virus tiene menos posibilidades de propagarse a otras personas.

—Eso es elemental, joven —respondió Aguirre, cogiendo su propio refresco con la displicencia de un shogún que recibiera un homenaje de uno de sus samuráis.

—Pero si el vector de transmisión es la sangre de los infectados…

—¡Claro! —exclamó Laura—. La conducta violenta de los infectados favorece el contagio a través de las heridas, y es una forma mucho más efectiva que las hemorragias. Aunque la incubación sea muy breve y se produzca la muerte del afectado en pocas horas, si mientras tanto el virus le ha incitado a cometer agresiones y a morder y arañar, habrá hemorragias abundantes y contacto de fluidos…

—… y el patógeno se transmitirá a través de las heridas —completó Eric—. Esa conducta violenta es una ventaja evolutiva que compensa de sobra lo breve que es el periodo de incubación.

—Una ventaja evolutiva… o una característica desarrollada en laboratorio —insistió Laura.

—¿Sigue empeñada en que es un arma terrorista? —preguntó Aguirre—. Como su ayudante ha acertado a explicar, los mecanismos de la selección natural podrían desarrollar por sí solos una mutación de este tipo. Síntesis darwinista pura y dura.

—Gracias, eminencia —dijo Eric.

Laura chasqueó la lengua. Tal vez se estaba empecinando, pero seguía sorprendiéndole que la naturaleza hubiera creado una imitación tan perfecta de un arma capaz de desencadenar la anarquía en tan poco tiempo.

—En la Unión Soviética llevaron a cabo experimentos para infectar depósitos de agua con LSD y generar la locura en las ciudades enemigas.

Aguirre se frotó la barbilla, que sonó como una lima de uñas.

—Está sugiriendo que el patógeno controla la mente del individuo, como en las películas de ciencia ficción paranoica de los años cincuenta.

—No era del todo paranoica —se opuso Eric, que cuando alguien criticaba cualquiera de los géneros frikis que tanto le gustaban saltaba como un resorte—. Ya ha oído a Laura: los rusos y los americanos andaban investigando sobre la guerra biológica y el control de la mente.

—Mi argumento no iba por ahí, así que le ruego que no me aparte de él —dijo Aguirre—. Lo que quiero decir es que nuestro virulento amigo no necesita controlar la mente de sus víctimas. Le basta con destruirla para obtener el mismo resultado.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Laura.

—Mírela —dijo el neurólogo señalando a Sol, sentada en el suelo. Su respiración era rápida, una especie de espasmos breves y rápidos, pero aparte de eso no hacía ningún otro movimiento—. ¿Qué cree que le está pasando? No es violenta como los que se encuentran ahí fuera.

Como para recalcar sus palabras, el difuso coro de gritos que provenía del exterior y al que ya casi se habían acostumbrado subió de tono otra vez. Laura se estremeció.

—No, violenta no es, desde luego. Pero está fuera de sí.

—Precisamente. Ya no es ella. Está alienada. ¿Recuerda el aspecto del cerebro de aquel cadáver junto a la ambulancia?

Laura asintió. Aquel cuerpo tenía la cabeza abierta, y sus sesos parecían arroz hervido y muy pasado.

—Aquí está actuando algo que se come las neuronas como si fueran algodón de azúcar —prosiguió Aguirre—. Capa a capa, lentamente pero sin tregua, devorando desde el córtex hacia el interior.

—¿Un virus que devora el cerebro en primer lugar?

—Del mismo modo que actúa el estreptococo de la fascitis necrotizante con el tejido subcutáneo, o el ébola con todo lo que no sean huesos y músculos.

—Pero ¿cómo explica eso un comportamiento tan violento como el que hemos visto ahí fuera?

—¿Qué nos hace humanos, doctora?

—¿Va a ponerse filosófico ahora? —preguntó Eric.

Aguirre lo miró de reojo, tal vez pensando en alguna réplica mordaz. No se le debió de ocurrir, porque volvió a clavar en Laura aquellos ojos que apenas parpadeaban.

—En realidad, somos bestias, animales feroces con sólo una delgada corteza de racionalidad. Y es lógico, porque nuestra razón ha evolucionado tan sólo en los últimos tiempos, apenas un segundo en el reloj del tiempo. Nuestros sentimientos, nuestra imaginación, nuestras emociones, nuestros juicios y decisiones: todo está situado en una delgada capa gris que apenas tiene seis neuronas de espesor. Piénselo: ¡sólo seis neuronas!

—No es gran cosa, desde luego.

—Pues parece que ése es el alimento de nuestro patógeno. Por debajo de esa capa acecha nuestro origen animal. Primero está nuestro cerebro mamífero, que es responsable de instintos como la reproducción, la alimentación o el cuidado de las crías. En ese estadio todavía existe cierta conducta social. Pero por debajo anida el cerebro reptiliano, del que dependen impulsos mucho más primarios como la agresión o el instinto territorial. Y me temo que es el estadio en que se hallan esos desdichados que nos persiguieron allí fuera.

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