La zona (25 page)

Read La zona Online

Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
11.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

El muchacho no contestó, pero cuando el neurólogo pasó una mano por delante de sus ojos siguió el movimiento.

—Siéntate en esa silla —ordenó Aguirre—. Muy bien, ahora extiende el brazo derecho.

Tony obedeció cada orden sin rechistar.

—Parece hipnotizado —dijo Laura.

—En su estado carece de voluntad propia, pero mantiene sus recuerdos y su personalidad, aunque la enfermedad no le permita manifestarla —dijo Aguirre.

—¿Cómo sabe que conserva sus recuerdos?

—He visto algo similar en sujetos afectados por tripanosomiasis. Pero en la enfermedad del sueño es una fase avanzada, mientras que ahora sólo nos encontramos en los pródromos. Tras esta docilidad, el paciente evolucionará hasta un comportamiento extremadamente violento. Fascinante.

—¿Cree que es seguro estar tan cerca de él? —preguntó Laura.

—La mujer se encuentra en un estadio más avanzado, y sin embargo todavía no ha manifestado conducta agresiva. Observe usted misma los ojos del joven.

Aguirre le pasó su móvil. Había activado una aplicación que usaba la lente de la cámara como una lupa. Laura volvió a comprobar el reflejo pupilar. Pero lo que más le llamó la atención se encontraba en la esclerótica. A simple vista no se observaban, pero con el aumento comprobó que el ojo estaba lleno de microderrames. Más que rojos se veían púrpura, casi negros.

La conclusión era evidente. Tony también se había infectado.

—¿Qué le están dando a mi nieto? —preguntó Remedios.

—Antibióticos y antipiréticos —respondió Laura. «Lo que es igual que no darle nada, porque no tenemos ni idea de qué es ese bicho», pensó—. Está bien atendido, no se preocupen.

—¿Que está bien atendido? —dijo Elías. La barbilla le temblaba de indignación; y también, sospechaba Laura, por un principio de Parkinson—. ¿Qué quiere decir con que está bien atendido? Mi nieto tendría que estar en un hospital, igual que esa pobre mujer. ¿Es que a nadie le importamos? Aquí nadie hace nada, y pasan las horas y vamos enfermando… ¡Qué está pasando aquí, por Dios santo!

Elías crispó los puños sobre la mesa.

—Tranquilícese, se lo ruego —dijo Laura, colocando sus manos sobre las del anciano—. Ahora mismo no podemos hacer otra cosa que esperar. Pero le aseguro que mi gente no nos va a abandonar.

—Perdónele —dijo Remedios en tono más suave—. Está muy nervioso por el muchacho. Perdimos a nuestra hija hace doce años por culpa de las drogas. Lo hemos criado nosotros.

—No lo sabía —respondió Laura—. Lo siento.

—Nuestra vida no ha sido un lecho de rosas. Y ahora nos pasa esto. ¿Cómo acabará?

—No es justo —se quejó Elías entre dientes—. No es justo.

«No, no lo es —pensó Laura—. Pero así es este mundo».

23

La brisa de la mañana movía la ropa tendida en las cuerdas. Eran sobre todo sábanas, que flameaban como banderas y restallaban con ocasionales latigazos. También había camisas que agitaban los brazos como si pidieran socorro, y una gruesa alfombra colgada entre varias cuerdas.

Se hallaban sobre la azotea del restaurante. Habían subido los expedicionarios que finalmente intentarían llegar hasta la furgoneta. Estaban allí Laura, Eric, Davinia, Noelia, Madi y el propio Márquez.

—¿Tu compañero no viene? —le había preguntado Laura al nigeriano.

—Adu vigila la retaguardia —había respondido él.

Laura miró hacia el sur. El sol acababa de salir, mientras que la luna aún se veía en el oeste, como dos piezas en un reloj gigantesco. La luz temprana rebotaba en la superficie de las olas, levantando cabrilleos deslumbrantes que se confundían con los reflejos en los techos de plástico de los invernaderos. Dentro de éstos, la vegetación apenas se intuía, como algas flotando sobre el lecho marino.

Dos mares, uno de verdad y otro fabricado de alambre y polipropileno. Y ella contemplándolo desde una isla perdida en medio del océano.

Recordó unas vacaciones en el cabo de Gata, al otro lado de la bahía de Almería. Alex tenía tres años, y paseaba cogido de su mano por la playa, y ella a su vez iba de la mano de Rutger. Los tres desnudos, notando en su piel, en toda su piel, la brisa del mar, y la arena entre los dedos, y la caricia de la espuma en los talones en cada suave embate de la marea. ¡Quién pudiera volver a sentirse así, en contacto con el aire, el sol y el agua, en vez de esconderse tras cristales y capas de tejido y temer todo lo que tocaba o respiraba!

«Escapismo», le dijo a Laura la severa voz de la doctora Fuster. Aquella playa, a tan sólo cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro, estaba sin embargo fuera de la zona: tan lejos como la luna que se resistía a abandonar el cielo. Y aquella época de su vida era ya tan remota e irrecuperable como el Paleozoico.

Ocultarse la verdad no servía de nada. Se dio la vuelta y caminó hacia el borde norte de la terraza, donde Madi oteaba el panorama desde su atalaya humana de dos metros.

El murete que rodeaba la azotea parecía la dentadura de una piraña: estaba rematado con trozos puntiagudos de vidrio ocre y botellas rotas, adheridas con pegotes de cemento. Incluso allí era evidente la desconfianza que sentía Escobar por sus vecinos.

La calle seguía llena de cadáveres. Lógicamente, puesto que nadie se preocupaba de recogerlos. También de enfermos que caminaban como tristes figurantes. «Zombis», los había llamado Noelia. Una palabra no del todo apropiada: según el folclore de Haití, los zombis eran muertos a los que un brujo resucitaba mediante un ritual vudú para someterlos a su voluntad. Sin embargo, aquellas personas de allí abajo todavía continuaban vivas.

«Tal vez no sea tan malo llamarlos zombis», pensó. Por una parte, mientras no encontraran al patógeno, los infectados estaban muertos a efectos prácticos. Por otra parte, como había comprobado con Sol y con el chico de la gasolinera, no poseían voluntad propia. En cierto modo, si Aguirre tenía razón y el virus destruía el córtex cerebral, ya no eran tan siquiera personas.

«Es lo que quieres creer para no sentirte culpable cuando veas cómo les disparan», se dijo. Despersonalizar a los demás es el primer paso para justificar su asesinato: la misma táctica que habían seguido los nazis con los judíos o los comunistas rusos o chinos con los «enemigos de clase». Era lo último que debería hacer un médico.

Pero ahora se trataba de una cuestión de supervivencia. Si quería ser útil a los demás, si quería descubrir cuál era el origen de aquel mal devastador y evitar que se extendiese fuera de Matavientos, tenía que seguir viva.

Por un momento se imaginó las calles de La Haya sembradas de incendios, coches volcados, cadáveres y enfermos cubiertos de manchas púrpura y cuajarones de sangre. Y en esas calles vio a su hijo Alex, deambulando solo, hambriento y temblando de frío y de miedo.

«Eso no va a ocurrir», se prometió. Si algún loco fanático o milenarista había creado esa plaga para precipitar el fin de la civilización, no lo iba a conseguir.

—Ahí está el solar —dijo Márquez.

Laura se acercó al borde oeste de la terraza y se asomó, con cuidado de no cortarse con los cristales. Por allí estaba la zona que Márquez había llamado «residencial», formada por chalés unifamiliares pintados de vivos colores y con jardincitos cercados por verjas y setos. Aunque no eran propiamente adosados, pues cada uno había sido construido siguiendo un plano distinto, todos tenían paredes contiguas que los unían en la misma dirección de la calle principal, y estaban coronados por terrados típicamente andaluces en los que se veía ropa tendida, hamacas y también mesitas.

Más allá de las casas se hallaba el descampado donde aparcaban los camiones de la empresa de Márquez. Pasado el solar, la vista cambiaba por completo. Las casitas de colores daban paso a enormes naves industriales de color gris, casi sin ventanas y cubiertas de polvo.

Según les habían contado, aquéllos eran los dormitorios de los inmigrantes. A Laura le hicieron pensar en los barracones de los campos de concentración nazis. Para reforzar aquella impresión, una nube solitaria tapó el sol a su espalda y proyectó una sombra oscura sobre los chalés y las naves.

—Vamos. No tenemos tiempo de mirar el paisaje —dijo Madi. Acercándose a ella, añadió en voz baja—: Mejor si le dices a tu amiga que se porte bien.

Laura se volvió hacia Davinia. Ella y Eric habían descolgado la alfombra y la estaban doblando. «¿Qué pretenderán hacer con ella?», se preguntó. Al parecer, lo habían hablado entre ellos, pero Laura se encontraba tan abstraída en sus pensamientos que no se había enterado. «Debo estar más atenta», se dijo.

—Me cae bien la sargento —dijo Madi—. Es brava, pero si me causa problemas, lo va a lamentar.

—Ella ya sabe que, de momento, estamos juntos en esto —respondió Laura—. Lo importante ahora es salir de aquí.

—Eso está bien —dijo Madi, con una de aquellas sonrisas deslumbrantes que a ratos hacían olvidar a Laura que estaba ante un cínico traficante de carne humana—. Si colaboras conmigo hasta que lleguemos a la clínica, vas a descubrir que soy un hombre de honor. Nosotros llamamos al barco y nos vamos por nuestro lado. Luego tú avisas con la radio a tu gente. Tienes mi palabra.

«La palabra de un pirata», pensó Laura.

Con la culata del fusil, Madi despejó de cristales una parte del murete. Para tapar los restos, utilizaron la alfombra que Eric y Davinia habían quitado del tendedero. Después, el nigeriano saltó sobre el parapeto. Había un desnivel de unos dos metros entre la terraza del Saloon y la de la vivienda contigua, pero él lo salvó con la flexibilidad de un gato y cayó sin hacer un ruido.

—¡Bajad! ¡Yo os ayudo!

Salvo Eric, que saltó por su cuenta, los demás se descolgaron agarrándose del borde con las manos y deslizando los pies por la pared, hasta que Madi los cogía por la cintura para bajarlos hasta el suelo. Cuando le tocó el turno a Laura y notó las manos del nigeriano, sintió un escalofrío. «Qué fuerza tiene», pensó, mientras Madi la giraba en el aire como si fuera una pluma y la depositaba suavemente en el suelo.

—Gracias —murmuró.

—Ha sido un placer —respondió él.

Se miraron un segundo. Curiosamente, fue Madi quien apartó primero los ojos, como si le invadiera una súbita timidez.

Siguieron cruzando de un terrado a otro. No era difícil, pues no tuvieron que sortear grandes desniveles ni encontraron más parapetos sembrados de cristales. Eric y Davinia iban por delante empuñando las mazas. Madi cerraba la marcha, atento a los movimientos de los que iban delante.

—Eso es de Rosario y su familia. ¿Estarán bien? —dijo Noelia, señalando una cuerda con ropa tendida. Había un vestido verde que, por su talla, hizo pensar a Laura que la tal Rosario debía de pesar cerca de cien kilos.

—Quién sabe —dijo Márquez—. Su casa no tiene rejas y no vinieron a refugiarse al restaurante. Pero no pienso bajar a averiguarlo.

Típico del personaje, por lo que había ido comprobando Laura. Pero en ese momento no podía sino estar de acuerdo. Ahora mismo, acercarse a otros vecinos de Matavientos sin conocer su situación era como entrar en un laboratorio de nivel 4 descalza y en pijama.

—¿Esa furgoneta tuya funciona bien? —le preguntó Madi a Márquez—. ¿Tiene gasolina?

—Pasó la revisión hace un mes y tiene el depósito a tope. Lo llené anteayer, antes de que empezase todo este lío.

—Espero que sea así —dijo el nigeriano—. No me apetece quedarme tirado en la calle rodeado por esos zombis.

El término propuesto por Noelia empezaba a calar entre los demás. Pero Laura se negaba a utilizarlo.

Cuando iban por la tercera terraza, Eric tocó la base de una enorme antena parabólica.

—Todo esto parece muy nuevo —comentó, dirigiéndose a Noelia—. ¿Cuánto tiempo llevan aquí estas casas?

La chica miró de reojo a Madi antes de responder. Laura se permitió una sonrisa. «Ya que tú pasas de mí —parecía decir con ese gesto—, voy a hacerle caso a este pardillo guiri al que le he gustado».

—Hace veinte años este pueblo ni siquiera existía —explicó Noelia, jadeando levemente por la caminata entre las azoteas—. Mis padres ya tenían el restaurante. También estaba la gasolinera, un par de fábricas de embalaje a ambos lados de la carretera y poco más. Pero con el
boom
de finales de los noventa, se construyeron edificios a toda velocidad para que sirvieran como dormitorios a los trabajadores que llegaban en masa.

—Los dormitorios de los ilegales —dijo Laura.

—Eso es. Aquí lo que se suele decir es: «Los inmigrantes sin papeles tienen trabajo. Los legales, no». No se firman contratos, nadie está asegurado y se paga una miseria. La gente vive en esas naves sólo mientras tiene trabajo en los invernaderos. Pero algunos ni eso. Por la noche duermen dispersos entre los invernaderos, como si fueran una maquinaria agrícola más. Es lo que se conoce como «gueto difuso».

La chica hablaba con vehemencia, pero utilizaba las palabras con la precisión de un bisturí. Laura pensó que, ahora que no estaba su padre delante, se había quitado un lastre de encima. Incluso iba un poco menos encorvada.

—Sabes mucho de esto —dijo Eric. Era obvio que buscaba agradarla.

—Me intereso por esta gente, aunque muchos actúan como si no fueran personas. Pero lo son.

«Al menos, lo eran», pensó Laura, dirigiendo la mirada a la derecha, donde los que habían bautizado como «zombis» vagaban sin rumbo.

—Empecé a estudiar Trabajo Social en la Universidad de Almería —continuó Noelia—. Pero cuando terminé segundo, mis padres me dijeron que era una pérdida de tiempo y que viniera a ayudarles al bar.

—Y tenían razón —intervino Márquez—. Eso del trabajo social sólo sirve para tocarnos las narices a los empresarios y al final llevar a la gente al paro.

—No diga tonterías —respondió Noelia.

—Además, ¿quién te iba a contratar a ti con esa pinta que llevas? Ni para trabajadora social ni para fregar escaleras.

—Mire quién va a hablar, con ese flequillo tan ridículo que lleva. ¿Por qué no se rapa como él? —preguntó Noelia, señalando a Aguirre. Éste sonrió de medio lado al oír el comentario.

—No seas insolente, niña.

—No lo sea usted.

—¡Vaya juventud! Disciplina y un buen palo, eso es lo que habría que daros a todos.

—Ya sé lo que le gustaría a usted darme a mí —dijo Noelia.

Ramón se paró en seco, jadeando. Había ido enrojeciendo, en parte por el esfuerzo y en parte por la indignación, como si le fuera a dar un síncope.

Other books

Bite Me, Your Grace by Brooklyn Ann
A Conspiracy of Paper by David Liss
What Lot's Wife Saw by Ioanna Bourazopoulou
Surrender by Rhiannon Paille
Guns At Cassino by Leo Kessler