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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (28 page)

BOOK: La zona
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—No están cerca de los ojos ni la nariz —dijo en voz alta, tratando de convencerse a sí misma mientras giraba la cabeza a un lado y otro—. Si la sangre no entra en contacto con las mucosas no puede pasar nada.

En un armario había dos grandes toallas blancas que parecían recién lavadas. Olían a detergente y se notaban ásperas como arpillera. ¿Acaso aquel hombre no veía anuncios en la tele para saber que existía un producto llamado suavizante? Laura eligió la más gruesa para secarse y la otra la tiró al fondo de la bañera. Si se salvaba de los virus, no quería pillar una infección de hongos.

Se metió en la bañera y abrió el grifo. Sin esperar a que saliera el agua caliente, se metió debajo. El chorro, en cualquier caso, no estaba demasiado frío. No había champú, tan sólo un gel barato de los que vendían en las tiendas de todo a un euro. «Tanto peinarse con cortinilla para luego lavarse el pelo con cualquier porquería», pensó.

En cualquier caso, pese al olor a jabón industrial que salía del bote, se echó gel en el cuenco de la mano y se embadurnó con él entera, rascándose a conciencia con las uñas —la esponja que había sobre la rinconera tenía aspecto de ser una próspera metrópolis de gérmenes—. Antes de aclararse el cuerpo, se enjabonó también el pelo.

Se giró bajo el chorro y se clavó los dedos en el cuero cabelludo. Tenía los ojos cerrados, pero a través de los párpados captó un oscurecimiento en la luz que entraba por la ventana. ¡Había alguien en el cuarto de la lavadora!

Se quitó el jabón de los ojos como pudo. Cuando los abrió, vio una gran figura negra al otro lado del cristal. A pesar del esmerilado, distinguió los rasgos y la ropa de Madi.

«Eso significa que él también puede verme a mí», pensó. Su primera reacción fue apartarse, darse la vuelta, salir de la ducha y cubrirse con la toalla. Sin embargo, se quedó con los brazos levantados, de frente al nigeriano. No podía verle bien los ojos, pero estaba segura de que la miraba.

—¡Madi! —Era la voz de Noelia—. ¡He encontrado unas llaves que parecen de coche!

Madi permaneció unos segundos más de cara a la ventana, como si no hubiera oído a Noelia. Por fin, se dio la vuelta y salió del cuarto de la lavadora.

Sólo entonces se dio cuenta Laura de que temblaba. Se sentía desnuda e indefensa, y al mismo tiempo un extraño calor le subía por el vientre. Se disculpó diciendo que, cuando uno se siente cerca de la muerte, los instintos y las hormonas pueden hacer cosas muy raras. Los que viven una guerra lo saben bien.

Terminó de enjuagarse, se secó a medias y se enrolló la toalla alrededor del cuerpo.

26

Madi bajó de nuevo al salón de la planta baja. Noelia estaba examinando varias llaves que había extendido sobre una mesa camilla, y las revolvía como si buscara gorgojos entre el grano.

—¡Hay un montón!

Madi se llevó el dedo índice a los labios.

—No grites —dijo cuando estuvo a su lado—. ¿Quieres que esos locos de fuera te oigan?

La muchacha enrojeció un poco y apartó la vista. Madi pensó que quizá había sido un poco brusco con ella; la chica intentaba agradarle en todo momento. Pero no dijo nada. Pedir disculpas a una mujer era mostrar debilidad.

Había muchas llaves, tal vez diez. Todas eran diferentes salvo en una cosa: la W de Volkswagen grabada en la cabeza de goma. Sin duda, el difunto Márquez era hombre fiel a una marca.

—¿Cuál es de la Transporter? —preguntó Madi.

—No tengo ni idea —respondió Noelia—. Habrá que probarlas todas.

—Cuando salgamos, los infectados se nos echarán encima —dijo Davinia. La mujer soldado venía del vestíbulo, donde había vuelto a asomarse tras la cortina de la puerta—. No tendremos tiempo de probar llaves.

—No, no lo tendremos —asintió Madi.

La escalera de caracol volvió a crujir. Alguien bajaba. Madi volvió la mirada. Era la doctora rubia, la única que faltaba, porque Aguirre estaba sentado en una silla, inmóvil como una estatua.

Madi miró a Laura. Lo primero que vio fueron sus piernas desnudas, y al alzar la vista comprobó que la mujer iba envuelta en una gran toalla de baño. Comprendió que era lógico que no quisiera volver a ponerse su ropa sucia de sangre infectada, pero ¿qué pensaba hacer? ¿Salir así a la calle? Creyó que ella apartaría la mirada, pero no lo hizo. Durante unos segundos, los ojos de ambos permanecieron trabados.

—Doctora —le dijo Noelia—, debería probarse algo de Márquez.

—Sí —dijo Laura, subiéndose un poco la toalla sobre los pechos—. No me hace gracia ponerme nada de ese hombre, pero supongo que al final tendré que hacerlo.

—Es mejor, sí —dijo Madi con torpeza—. Algo que le valga.

¿Sabía ella que él la había visto? El esmerilado de la ventana dejaba intuir perfectamente sus formas, un cuerpo esbelto y de piel muy blanca. Madi no sabía qué edad tenía la doctora. Era mayor que él, seguro; treinta y cinco, tal vez alguno más o alguno menos. La delataban las pequeñas arrugas del rostro, y también esa mirada en la que se agazapaba algo oscuro, una herida en su alma que aún no le había cicatrizado del todo. Pero el cuerpo de la doctora parecía el de una muchacha más joven, y se movía con más agilidad que Noelia.

Madi no debería haberse quedado mirando, lo sabía. Pero cuando el fruto del
udara
cae junto al camino, es que está pidiendo «Cómeme». Además, aquella mujer, tan distinta a todas aquellas con las que había yacido en su vida —y habían sido muchas— le fascinaba. Tan pálida como la luna, con esas manos de dedos tan finos que podrían romperse entre los suyos. Al verla tras el cristal se había quedado clavado. Ella se lavaba el pelo, y el gesto, con los brazos alzados, levantaba también sus pechos, de puntas tan claras que su color, difuminado tras la rugosidad del cristal, apenas se distinguía del resto de la piel.

«No se va a dar cuenta», había pensado en aquel momen to. Ella se estaba enjabonando el pelo, seguro que tenía los ojos cerrados para que no le entrara champú. Así que, en lugar de apartar la vista y salir de aquel tendedero interior, como debería haber hecho, se había quedado mirando embobado. El cristal era como un velo de seda que insinuaba más que mostraba, y el hecho de que la doctora no supiera que la observaban y creyera estar a solas con su cuerpo desnudo, le daba a la situación un erotismo al que Madi no se había podido resistir.

En su país se decía que para un varón contemplar a una mujer casada en cueros era una especie de maldición que podía acarrear, entre otros daños, impotencia. Laura no llevaba anillo y no debía de estar casada, porque al recordar su imagen tras el cristal lo que sentía Madi no era precisamente que su virilidad lo hubiese abandonado.

«Deja de pensar con el
utu
», se dijo, y fue él quien apartó la mirada de la doctora.

Al ver a Laura, Aguirre se levantó del borde del sillón.

—¿Qué tal se encuentra, doctora Fuster? —preguntó, acercándose a Laura.

Ella extendió los brazos y los giró ante él, mostrándole bien las manos y las muñecas. Madi volvió a imaginarse esos mismos brazos en alto, ofreciéndole todo el cuerpo, y tuvo que sacudir la cabeza para ahuyentar ese pensamiento como si fuera un mal espíritu.

—No tengo ni un arañazo —dijo ella.

—Ha cometido una imprudencia —respondió Aguirre—. No debe volver a ponerse en contacto con la sangre de nadie que pueda estar infectado.

—¿Ni siquiera debo auxiliarle a usted, si alguien le muerde en el cuello como al pobre Márquez?

—Fue usted quien habló antes del bien de la mayoría sobre el del individuo.

—Él tiene razón —dijo Madi—. No debe usted ponerse en peligro.

«Ni yo hablar de forma tan impulsiva», añadió para sí. Una mujer no debe saber que le importa a un hombre: es una forma de darle poder, y sólo un
efulefu
, un tipejo sin títulos ni dignidad, se deja dominar por las mujeres.

Apartó de nuevo los ojos de Laura. Al hacerlo, se encontró con los de Aguirre, que le estaba mirando fijamente, con la cabeza un poco ladeada, como la de un perro que estudia a su presa. ¿Lo había reconocido por fin? No, no era por eso. Debía de haberse dado cuenta de su interés por la doctora, y eso era lo que le había llamado la atención.

Aunque Aguirre no se acordaba de Madi, Madi sí se acordaba de Aguirre.

Y lo prefería así. Desde su niñez había aprendido a ser reservado y a no contar todo lo que sabía. Cuando uno trepa a lo alto de una palmera para extraerle la savia, no se espera de él que cuente todo lo que ve.

Mientras se abstraía en sus pensamientos, todos los demás de la sala hablaban en susurros y se movían con cuidado, evitando producir el más leve ruido que provocase un ataque de los locos del exterior. Entonces, en medio de ese silencio sobrecogido, se oyó un estruendo espantoso en el piso superior.

KLANG-KLANG-KLANG, KLOOONG, KLANG, KLANG-KLANG, KLOOONG…

—¿Qué demonios pasa ahí arriba? —murmuró Davinia, apretando los dientes.

Era como si alguien hubiera atado con alambres varias baterías de cacerolas, sartenes y ollas y las arrastrara sobre una tarima metálica. Durante unos instantes todos se quedaron de piedra, conteniendo la respiración y sin saber qué hacer.

Fue Madi el primero en reaccionar. Corrió hacia las escaleras y apuntó con el fusil hacia arriba.

—¿Quién va? —gritó. Ya no valía la pena ser silencioso.

Por la revuelta de la escalera aparecieron unos pies metálicos. Por un segundo, pensó que la policía española les había mandado como refuerzo a Robocop. «Ves demasiadas películas», se dijo enseguida, mientras bajaba el arma. Había estado a punto de disparar a su compañero Adu.

—¿Es que te has vuelto loco, tío? —preguntó.

Adu bajaba lentamente por la escalera de caracol. Cada vez que doblaba una pierna, se oía un rechinar como el de un gozne mal engrasado. Después tenía que dar un pequeño saltito para llegar al siguiente peldaño, pues las junturas no daban más de sí, y ese saltito hacía crujir y temblar toda la escalera.

Madi reconoció la estructura brillante y metálica que rodeaba el cuerpo de su amigo. Era la armadura medieval que Escobar exhibía en la pared del Saloon. Sólo faltaba el yelmo. A cambio, Adu llevaba el fusil colgado en bandolera, lo que le daba un aspecto bastante incongruente.

—Si alguien se ríe, le aplasto la cabeza —dijo Adu.

Madi subió unos cuantos escalones y lo obligó a detenerse.

—Yo sí que te aplasto la cabeza a ti. ¿Por qué no tocas una trompeta para hacer más ruido? Ahí fuera está lleno de locos asesinos, y la puerta es de cristal.

Eric, que iba un poco detrás de Adu, dijo:

—Ya le advertí que no se pusiera la armadura hasta que llegáramos aquí, pero no me hizo caso.

—Yo dije: «Quiero dar una sorpresa».

—Pues la has dado, estúpido —repuso Madi, golpeando en un quijote con el cañón de su fusil—. ¿Para qué traes esto?

Adu giró la mano derecha. Su guantelete empuñaba una cuchilla larga y estrecha. Madi la conocía bien: con ella habían abierto más de un coche, tanto aquí como en Marruecos o Nigeria.

—Ya entiendo. No es tan mala idea.

—Si lo entiendes, ¿nos lo puedes explicar? —dijo Davinia, acercándose.

—Soy bueno. Pero necesito por lo menos veinte segundos para abrir. —Adu se golpeó en el pecho, que sonó a lata—. La armadura me protege mientras. ¿O tenéis ya las llaves?

Madi señaló a la mesa camilla.

—Tenemos todas ésas.

—Son demasiadas. Tardo menos con esto —dijo Adu, levantando la cuchilla.

Entre Eric y Madi ayudaron a Adu a bajar los últimos escalones con el menor ruido posible. El inglés pelirrojo llevaba una bolsa de plástico en la mano y se acercó a la doctora para dársela. Madi lo agarró de la muñeca.

—¿Qué es eso?

—Ropa para Laura. ¿Qué creías que era, un lanzagranadas?

—Gracias, Eric —dijo ella desde detrás—. Siempre piensas en todo.

—Ya me conoces, jefa —dijo Eric con una sonrisa bobalicona—. Me preocupo por ti.

—Bueno —gruñó Madi, arrebatándole la bolsa—, ya se la doy yo.

Miró dentro. Había unas mallas y una camiseta. Todo era de color negro, y en la camiseta se leía «Scandelion». Ropa de Noelia, seguro.

—Toma, doctora —dijo Madi, entregándosela—. Estarás más cómoda que con ropa de Márquez.

—Gracias —dijo ella. Al coger la bolsa, desvió la mirada, y a Madi le dio la impresión de que se había ruborizado un poco. Era un problema para aquellos blancos tan blancos, Laura y Eric: su piel traicionaba sus sentimientos.

«Sabe que la he visto», pensó Madi. El pensamiento debería haberlo avergonzado, porque no estaba bien lo que había hecho: era una doctora, una mujer importante. Pero en lugar de ello, sentía una excitación peculiar que no afectaba tanto a su entrepierna como a la boca de su estómago.

Mientras pensaba eso, se oyó un nuevo estrépito, esta vez en la puerta. Todos se sobresaltaron. Madi hizo un gesto para que se callaran, y se acercó al vestíbulo preparado para disparar.

27

Al otro lado de la cortina se veía una sombra. Era un hombre alto y delgado que había plantado las manos en los cristales. Madi le apuntó a la frente. Fue precisamente ésta la que chocó contra la puerta, con un golpe sordo que hizo retemblar la hoja de cristal.

«Si se rompe, estamos perdidos», pensó Madi. A ese zombi podía volarle la cabeza; pero detrás de él había más que se movían por el descampado como en una manifestación ralentizada y absurda, una protesta sin objetivo, sin eslóganes ni pancartas.

«Zombis». Madi había comprado enseguida el término acuñado por Noelia. Tenía una ventaja. Siempre es más fácil matar a alguien si lo conviertes en algo distinto, en un animal, un espíritu maligno.

Recordó el primer hombre al que había asesinado. Él tenía diez años y su víctima era un enemigo, un hombre de otra etnia que no habría dudado en hacer lo mismo con él. Era un
hausa
, un musulmán, vestido con un albornoz marroquí, un mercenario venido del norte. Estaba de rodillas y con las manos atadas a la espalda. Matarlo a machetazos, delante de toda su compañía, había sido su rito de iniciación.

No se sentía orgulloso de aquel recuerdo. Pero formaba parte de su ser.

El zombi dio otro golpe en la puerta. Por suerte, el cristal resistió. Aburrido, el tipo se dio la vuelta y se marchó con aquel caminar torpón y engañoso que precedía al ataque de ira. En el cristal había quedado una mancha oscura. Sangre. Lo que contagiaba la enfermedad, según decían los dos médicos.

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