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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (32 page)

BOOK: La zona
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—¡Voy a meter primera! —exclamó Eric—. ¡Hay que salir de aquí!

—¡Aguanta! —respondió Laura, mirando hacia atrás—. ¡Ya casi han llegado!

Escobar y su familia estaban a punto de atravesar la puerta del bar. Pero antes de alcanzar la furgoneta, el asa que llevaba Noelia se rompió.

—¡Que le den por culo! —gritó la muchacha con voz histérica, y subió de un salto a la furgoneta.

—¡Vuelve! —gritó Escobar.

Noelia llegó junto a Laura, se puso de rodillas en el asiento para mirar atrás y gritó:

—¡Dejadlo ya! ¡Vais a morir por esa mierda!

Escobar, pese a que caminaba como si él mismo llevara encima una mochila cargada de piedras, se agachó para coger los restos del asa y tiró de ella.

De pronto soltó un gruñido seco, se llevó la mano a la espalda y clavó la rodilla derecha en el suelo. Fue como si un francotirador le hubiera disparado en la columna vertebral.

—Joder, no. ¡Ahora no!

—¿Qué te pasa? —preguntó su esposa, tirando de la bolsa. Curiosamente, al verse sola sus fuerzas parecían haberse redoblado.

—La puta piedra… ¡Justo ahora no!

En la parte delantera de la furgoneta, la mujer que había agrandado el agujero del parabrisas sacó la mano, y embistió esta vez con su cabeza. Lo hizo con tanta violencia que todo el parabrisas terminó de romperse y se combó hacia dentro. La mujer metió los brazos por el hueco y trató de agarrar a Eric. Éste la apartó de un tirón, metió la primera marcha, dio un grito y soltó el embrague.

La furgoneta dio un salto hacia delante y estuvo a punto de calarse. Eric volvió a pisar el embrague. Temiendo que luego no pudieran arrancar si el motor se paraba, Laura acudió en su ayuda, estirando la mano para llevar la palanca de marchas a punto muerto.

—¿Qué haces? —dijo Madi—. ¡Aún no han subido todos!

—¡Han roto el parabrisas! —exclamó Eric—. ¡Se van a meter por delante!

Con el movimiento, las puertas de la furgoneta se habían separado de la pared del restaurante. El túnel de seguridad ya no era tal. Además, un infectado encaramado al techo cayó de bruces frente a ellos. Madi iba a dispararle, pero Davinia fue más rápida: le apoyó el cañón del fusil en la nuca y apretó el gatillo. Después se giró hacia la derecha y abrió fuego contra otro que había rodeado el vehículo para atacarlos.

—¡Tienes cojones, mujer! —exclamó Madi.

Ella le dedicó una sonrisa feroz, y luego se volvió hacia Carmela y su marido.

—¡Suelten eso de una vez! ¡Vamos!

Escobar le hizo un gesto a Davinia pidiéndole que se calmase, pero el dolor en el riñón lo obligó a doblarse sobre sí mismo.

—¡No podemos dejar esto! —exclamó Carmela—. ¡Es toda nuestra vida! ¡Ayúdenos, por favor!

—¡Maldita sea! —gritó Madi—. ¡Yo me encargo! ¡Ayúdalos a subir a ellos!

Con una sola mano, agarró la bolsa de lona. Debía pasar de los treinta kilos, pero él hacía curl de bíceps con mancuernas de ese peso, y la levantó sin demasiado esfuerzo y la soltó dentro del vehículo. Luego se volvió hacia Escobar, que se había incorporado a duras penas del suelo. Tiró de él hacia las puertas abiertas, lo sentó en el borde de la furgoneta, le alzó las piernas y lo hizo rodar como un saco, haciendo caso omiso de sus quejidos de dolor.

En realidad, los gritos y golpeteos de los infectados casi no le dejaban oír los gruñidos de Escobar. No quería mirar, pero por los ruidos que se oían, debía de haber más de veinte rodeándolos.

—¡Nos vamos! —gritó Adu desde dentro.

—¡Espera! —respondió Madi.

Pero no debieron escucharlo, porque la furgoneta se puso en marcha. Madi corrió tras ella. Carmela, que estaba trepando, casi se cayó fuera, pero el nigeriano le puso la mano en la espalda y la empujó. Después él mismo saltó dentro. A ambos lados se oyó
klong-klong-klong-klong
mientras los infectados aporreaban las paredes de la Transporter, y el vehículo dio un par de tumbos cuando las ruedas pasaron sobre varios cuerpos.

—¡Cierra! —gritó Adu.

—¡No! ¡Espera! —respondió Madi—. ¡Falta Davinia!

La sargento intentaba alcanzar la furgoneta. Desesperada al ver que se quedaba atrás, se colgó el fusil al hombro y corrió con todas sus fuerzas.

El maldito inglés debió de darse cuenta por fin de lo que pasaba y refrenó la marcha. Pero los infectados formaban ahora dos filas alrededor de Davinia. Cuando la joven estaba a punto de alcanzar la furgoneta, un muchacho la agarró por la camiseta. Davinia tropezó y cayó de bruces. Intentó empuñar de nuevo el arma. Lo único que pudo hacer fue dar un culatazo al rostro del chico, pero no bastó para detenerlo.

—¡Para! ¡Para! —gritó Madi. Quería saltar del vehículo, pero temía que Eric acelerara y lo dejara atrás con la horda de asesinos.

Era demasiado tarde. Madi vio a Davinia como si se hundiera en un pantano de arenas movedizas formado por rostros ensangrentados y por brazos que se retorcían como tentáculos, movidos por una ira animal. Unas uñas se clavaron en su rostro, y otros dedos como garfios le arrancaron un mechón de pelo y cuero cabelludo.

—¡Ayudadmeeee! —gritó Davinia, desesperada.

Sólo había algo que aún podía hacer por ella. Acurrucado en el fondo de la furgoneta, Madi levantó el fusil y apuntó cuidadosamente. Era la última bala que le quedaba en el cargador.

—¡No! ¡No lo hagas! —le suplicó Laura.

Madi apretó el gatillo.

Su hombro macizo apenas sintió el retroceso. En la frente de Davinia apareció una flor de sangre, y la joven militar dobló la cerviz como un buey abatido por el hacha del matarife.

Casi de inmediato, su cuerpo desapareció bajo aquella marea de miembros que habían dejado de ser humanos. Madi cerró las puertas y gritó:

—¡Acelera y sal de aquí!

No hacía falta que lo dijera. La furgoneta dio tal tirón que Madi se golpeó en la cabeza con el techo. Por el cristal vio cómo los infectados formaban una salvaje melé sobre el cadáver de Davinia.

—Adiós —murmuró entre dientes—. Que tus ancestros te acojan en el otro mundo.

Laura apenas podía respirar. La batalla en la parte delantera había sido brutal. Aunque no debía haber transcurrido ni un minuto desde que la mujer acabó de romper el limpiaparabrisas con la cabeza, se le había hecho eterno. Adu había saltado al asiento delantero junto a Eric y, prácticamente asomado sobre el capó, se había dedicado a repartir mazazos a diestro y siniestro, acompañados por gritos e insultos en español y en igbo.

Pese a que Madi le ordenaba lo contrario, al final Eric había hecho lo único que tenía en su mano si quería evitar que una horda homicida entrara por el hueco de la luna rota: meter primera y dar otro acelerón. Gracias a que el morro de la Transporter era corto y tenía un ángulo muy inclinado, los infectados resbalaron. Cuando notó bajo su cuerpo un bamboleo y un ruido sordo —
buummp—
, Laura comprendió que estaban pasando por encima de varios cuerpos. Sin llegar a verbalizarlo, pidió perdón mentalmente a Dios y a Hipócrates juntos, pero suspiró aliviada.

—Vamos a escapar. Hemos tenido suerte de salir con vida —oyó decir a su lado. Era Aguirre, que miraba hacia la parte trasera del vehículo. Por el tono de su voz, podría haber estado haciendo una crítica gastronómica.

Laura se giró hacia atrás en el asiento. Fue así como tuvo tiempo de ver los últimos segundos de Davinia. Le gritó a Madi para que no disparara, pero el nigeriano no le hizo caso y evitó que Davinia siguiera sufriendo.

«Es lo mejor —comprendió—. Es lo mejor». Pero se preguntó si ella habría tenido valor para hacerlo. Madi provenía de otro mundo, y de algún modo seguía viviendo en él. Un lugar en el que la lógica de la supervivencia era implacable, y en el que se acortaban los sufrimientos de un camarada de armas con un simple disparo sin plantearse ninguna otra cuestión ética que evitarle más dolor.

Madi cerró las puertas y gritó:

—¡Acelera y sal de aquí!

Eric no necesitaba esa orden. Cambió a segunda y pisó el pedal a tope. Las ruedas de la furgoneta volvieron a chirriar sobre el asfalto. Con la maniobra, Madi se dio un cabezazo y Escobar rodó por el suelo, gruñendo entre dientes.

El nigeriano se volvió, y su mirada se encontró con la de Laura.

—No ha sufrido —murmuró Madi.

Laura se tapó la cara con las manos y sollozó, con un hipido que tan sólo era un hilo de voz. Desde el compartimento trasero, Carmela le apretó el hombro y dijo:

—¡Ay, Dios! ¡Pobrecica! ¡Que el Señor la tenga en su seno!

«Esto es una pesadilla», pensó Laura. Las cosas no podían ir peor.

Por supuesto, se equivocaba.

—¿Qué tienes en el brazo? —preguntó Adu, dirigiéndose a Eric.

Laura logró sobreponerse y miró por encima del reposacabezas. Eric tenía la piel blanca como papel y los labios tan apretados que su boca era apenas una línea rosada.

Lo peor estaba en su antebrazo derecho. Allí mostraba una herida irregular en forma de dos semicírculos enfrentados, como un cepo de caza. «Le han mordido», pensó. Los dientes se habían clavado con ahínco. De la herida seguía manando sangre. Eric no moriría de la hemorragia; pero junto a los bordes se veían unas manchas oscuras. Sin duda, eran fluidos del infectado que le había atacado.

Al ver que Adu y Laura lo miraban, Eric tragó saliva.

—Esos hijos de puta me han mordido. Ni siquiera he visto quién ha sido.

«Fue la mujer que rompió el parabrisas», recordó Laura. Ella había visto que acercaba los dientes al brazo de Eric, pero pensó que no había llegado a hincárselos.

Por desgracia, su percepción había sido errónea.

Qué buen momento para cerrar los ojos y olvidarse de todo, para dejarse arrullar por el motor de la furgoneta y desconectarse del mundo. Levitar, permitir que el viento levantara su cuerpo sobre los tejados de Matavientos y la llevara a esa playa…

—Doctora Fuster.

Los abrió y miró a su derecha. Aguirre la observaba con gesto serio.

—Le estaba diciendo a su ayudante que no desespere. En la clínica hay antivirales de amplio espectro.

—No hay nada que valga contra los virus —dijo Eric, con la voz a punto de quebrarse por el pánico—. ¿Cuánto tiempo me queda?

—Tranquilo. Allí encontraremos interferón y ribavirina.

«No servirán», pensó Laura, pero no quiso decirlo en voz alta por no alarmar más a Eric. Sin embargo, éste le debió de leer la mente, porque dijo:

—¡No sirven de nada contra el ébola! Trabajo en la OPBW, ¿se acuerda?

—No sabemos si es ébola —contestó Aguirre, sin alterarse—. En cualquier caso, los antivirales pueden ralentizar la infección.

El neurólogo señaló entre las cabezas de Adu y Eric. Se hallaban a menos de cien metros de la cruz verde bajo la que se leía: «Clínica de Matavientos». Antes de llegar, sólo había almacenes, y más enfermos que recorrían las aceras. Pese a que cada vez estaba más alterado, Eric se las arreglaba para esquivar a los que cruzaban la carretera o simplemente se plantaban en medio de la calzada. El cuentakilómetros marcaba sólo cincuenta por hora, pero sin parabrisas la sensación de velocidad era mucho mayor.

—Allí está la clínica. Tiene material de última generación. La doctora Fuster y yo encontraremos la forma de ayudarle.

Eric apartó un momento la vista del frente para mirar a Aguirre.

—No se ofenda, pero prefiero otra ayuda.

El joven inglés puso el intermitente a la izquierda, llevado seguramente por la costumbre, pues no había otros conductores a quienes advertir de la maniobra.

—¿Qué hace? —preguntó Aguirre—. La clínica está a la derecha.

—Voy a dar la vuelta por detrás de esos hangares —respondió Eric—. Vamos a rodear el pueblo y volver a la base para buscar ayuda de verdad.

—Bien pensado —dijo Laura, y se dio cuenta de que eran las primeras palabras que brotaban de su boca desde hacía un rato.

—Pare en la clínica, Eric —insistió Aguirre—. Empezar el tratamiento a tiempo es fundamental.

—¿Por qué se empeña en quedarse aquí? —preguntó Laura—. En poco más de un cuarto de hora podemos llegar a la base de la Zona Fría. Allí tenemos material clínico mucho mejor que el que pueda encontrarse en este ambulatorio.

—No vamos a ir a ninguna base —dijo Madi, con la voz más grave y gutural de lo normal en él. Adu, en el asiento del copiloto, asintió con una sonrisa que a Laura no le gustó nada.

—¿Por qué? —preguntó Eric.

Clic.

—Haz lo que te dice Madi, hijo.

Un brazo blanco y sudoroso había aparecido sobre el hombro de Laura y apuntaba el cañón de un revólver a la nuca de Eric. El martillo estaba levantado, con el percutor listo para golpear el fulminante en la base del cartucho.

Laura se volvió. El rostro de Escobar chorreaba sudor, y se veía tan deformado por el dolor que parecía haber envejecido diez años de golpe. Pero la mano que empuñaba el arma no temblaba.

—¿Qué está haciendo? ¿Se ha vuelto loco? —preguntó.

—Para en la clínica —insistió Escobar—. Haz lo que te dice Madi y nadie más saldrá herido.

«Seguro», pensó Laura. Su mirada se cruzó con la de Noelia. La muchacha tenía los ojos llenos de lágrimas, y el rímel dibujaba en su cara dos líneas como vertidos de petróleo. «Lo siento mucho —decía su mirada—, pero las cosas son así».

31

Al oír los sollozos de Carmela, Laura miró hacia atrás. A fuerza de tirones, las dos filas de dientes de la cremallera de la bolsa negra se habían separado. La mujer luchaba por cerrarlas de nuevo, pero el cursor de metal se había enganchado.

—Tantos años trabajando para esto —murmuraba mientras se sorbía los mocos—. Tanto esfuerzo. Nunca hemos tenido suerte, Paco. ¡Nunca!

—Yo te ayudo —dijo Madi.

El nigeriano se agachó, cogió el cursor de la cremallera y tiró con fuerza. Si quería cerrarla, no tenía más remedio que abrirla del todo antes. Durante un par de segundos, Laura vio que la bolsa estaba llena de fajos de billetes, apretados y unidos por gomas y cintas de papel. Los había de todos los colores, pero sobre todo azules de veinte y naranjas de cincuenta. ¿Cuánto dinero podía haber allí? ¿Quinientos mil euros, un millón? ¿Dos millones? ¿Más?

Fuera lo que fuera, pensó con tristeza, había valido exactamente tanto como la vida de Davinia.

«Annia, Annia —se lamentó—. ¿Por qué tuviste que acudir a mí?». Se había engañado a sí misma. No estaba preparada.

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