—¡Me muero! ¡No la soporto más!
Madi le ayudó a abrir los cierres del peto, tiró de él y lo dejó caer en la acera. La gran pieza metálica resonó como un cubo lleno de latas de cerveza vacías.
Mientras tanto, aprovechando ese mínimo momento de confusión, el inglés pelirrojo se las arregló para escurrirse entre ellos y saltar sobre el asiento del piloto.
—¡Yo conduzco! —gritó.
Por su parte, Davinia había echado hacia atrás el portón lateral, con una fuerza impensable en una mujer más bien menuda como ella.
—¡Adentro! ¡Todos adentro!
Madi pensó fugazmente en agarrar a Eric y sacarlo del asiento. En lugar de hacerlo, pasó resbalando sobre el capó, abrió la puerta del copiloto y se sentó.
—¡Vamos! ¡Corre!
—¡No estamos todos! —contestó el inglés.
Madi miró hacia atrás. Aguirre pasó detrás de las mujeres, y el último que entró fue Adu, que aún tenía una pierna cubierta de metal.
—¡Ahora! —gritó Madi.
Eric metió primera y aceleró. Las ruedas volvieron a rechinar y el vehículo saltó hacia delante.
—¡Vuelve a la calle principal! —ordenó Madi—. ¡Buscamos a los demás!
Eric dio un volantazo y volvió a entrar en el descampado. Después, dando tumbos por las torrenteras y baches que recorrían la explanada, enfiló de nuevo hacia la calle asfaltada. Al hacerlo, se encontró de frente con un grupo de infectados, rezagados del grupo de perseguidores. Eran seis o siete, y había dos niños entre ellos.
—¡Dios mío! —exclamó Eric.
Madi se dio cuenta de que pretendía esquivarlos. Si lo hacía maniobrando a la izquierda, se metería en una zanja que atravesaba el descampado, no muy profunda, pero lo bastante para hacerlos volcar; y, si giraba a la derecha, se iba a subir a la acera y a chocar contra una farola.
No había tiempo para pensar. Madi puso su mano entre las de Eric y empleó todas sus fuerzas para mantener recto el volante, al mismo tiempo que le pisaba el pie derecho para obligarlo a acelerar más.
—¡Sujetaos! —gritó.
Al ver a uno de los niños abrir la boca —una boca oscura, que parecía no tener dientes— y soltar un agudísimo alarido, Madi no pudo evitar cerrar los ojos. La furgoneta se estremeció y crujió como si fuera a partirse en dos, mientras los ocupantes y los zombis atropellados gritaban al unísono.
Madi siguió apretando el pie de Eric. Abrió los ojos y vio que el parabrisas se había astillado y estaba lleno de salpicones de sangre.
—¡Nos vamos contra las casas de enfrente! —gritó Eric.
Madi soltó su presa, por fin. El joven dio un frenazo y giró el volante a la derecha. Atrás se oyeron más gritos y golpes. Nadie había tenido tiempo de ponerse el cinturón.
La rueda delantera de la furgoneta rozó la acera. Habían invadido el carril del sentido contrario, aunque en aquel momento no había ningún vehículo en movimiento contra el que pudieran chocar.
El parabrisas tenía dos agujeros grandes y redondos, y el resto estaba tan astillado que todo se veía difuminado por las grietas blancas que recorrían la luna.
—Ten cuidado, Eric —advirtió la doctora.
—Ya procuro tenerlo —respondió él, con los ojos muy abiertos.
La calle se encontraba llena de cadáveres que había que esquivar. Algunos cuervos se habían posado sobre ellos y levantaban el vuelo al paso del coche. Aunque no las veía desde la furgoneta, Madi podía imaginarse las moscas zumbando a su alrededor. Pensó que los espíritus de todos esos muertos sin enterrar merodeaban por la calle, como presencias invisibles: tal vez eran ellos y no los virus quienes entraban en los cuerpos de los vivos, los poseían y los hacían enloquecer.
«Es absurdo», pensó. Alguien tenía que haber contraído la enfermedad el primero para que se desatase la furia homicida y el pueblo se llenase de cadáveres ensangrentados. Sin embargo, su mente no podía dejar de ver sombras inmateriales que flotaban sobre los cuerpos de vivos y muertos.
—¡Ahí está el Saloon! —dijo Adu, señalando a los edificios que había frente al centro comercial—. ¡Ve hacia allí!
Eric atravesó la línea continua que separaba los dos carriles y enfiló hacia el restaurante. Las aceras estaban llenas de infectados que, al ver la furgoneta en marcha, salían de su marasmo y corrían hacia ella con aquellos gruñidos guturales.
«Esto no puede ser un virus», volvió a pensar Madi. Sólo un
akalogoli
, un espíritu maligno, podía explicar tanto odio a los que se conservaban sanos.
—¡Chico! —exclamó, dirigiéndose al inglés—. ¡Entra marcha atrás, con el portón hacia la entrada! ¡Así podrán pasar más rápido!
Eric asintió. Pasó de largo junto a la puerta donde se leía RESTAURANTE ASADOR EL SALOON, frenó y dio marcha atrás al tiempo que giraba el volante hacia la izquierda. A Madi le había parecido ver que la reja seguía cerrada, y ahora se dio la vuelta para comprobarlo.
—¡No han abierto! —exclamó Adu, confirmando sus temores—. ¡Se lo dije! ¡Yo se lo dije!
La maniobra se ejecutó tal y como Madi quería. La furgoneta quedó encajada contra la puerta del restaurante. Abrieron las dos portezuelas en un ángulo de noventa grados, de tal modo que formaron una especie de túnel que unía la parte trasera de la Transporter con el restaurante.
Adu saltó a la acera y empezó a dar golpes y sacudir la reja.
—¡Abrid! ¡Estamos aquí! ¡Rápido!
No hubo respuesta.
—¡No vamos a poder esperar aquí mucho tiempo! —exclamó el inglés.
Al otro lado del parabrisas se veía que varios grupos de infectados confluían hacia ellos, agitando los brazos y aullando. A Madi casi le habría parecido cómica esa forma de moverse, de no ser porque había comprobado de qué forma salvaje y letal utilizaban los dientes y las uñas.
—Ya lo sé. Ya lo sé —dijo Madi—. ¡Maldita sea, Adu, que salga todo el mundo!
—¿Cómo? ¡La reja está cerrada!
«¿Es que no puede salir nada bien?», pensó Laura. Al ver que Noelia saltaba de la furgoneta por la puerta trasera, la siguió, movida tal vez por un impulso protector, o avergonzada de haber dejado hasta ahora que los demás actuaran por ella y la protegieran. Ambas metieron los brazos entre los barrotes de la reja y empezaron a golpear el cristal de la puerta, mientras la joven gritaba:
—¡Papáaa, mamáaa!
De repente, con un suave zumbido eléctrico, la verja empezó a enrollarse.
—Gracias a Dios —musitó Laura.
Noelia, nerviosa, tiró de la puerta antes de que la persiana terminase de subir.
Una voz masculina gritó desde el interior:
—¡Cuidado! ¡Cuidado!
La joven no hizo caso. Volvió a tirar de la puerta, que esta vez ya no topó con el borde metálico de la verja y se abrió del todo. Cuando Noelia y Laura iban a entrar, se toparon de bruces con Tony.
O con lo que había sido Tony.
La criatura saltó sobre Noelia y la derribó. Le plantó las rodillas en el pecho y la agarró por el cuello con una mano mientras con la otra le estrujaba los senos. Noelia empezó a chillar y a aporrearle el brazo, pero no consiguió nada. Una lujuria ciega retorcía los rasgos de Tony, que de pronto parecía veinte años mayor. Aunque todavía no presentaba el aspecto casi mortuorio de muchos de los infectados que deambulaban por las calles, su tez se veía plagada de venillas rotas y por la nariz le caían dos colgajos de sangre negra y espesa.
Como si se hubieran leído el pensamiento, Adu y Laura, que estaban a ambos lados de Noelia, actuaron a la vez. Los dos agarraron a Tony por los cabellos y tiraron de él hacia arriba para apartar sus dientes de Noelia. Tony giró los ojos y miró a Laura con una expresión horrenda en su rostro. Sus dientes castañetearon como si temblase de frío. Extendió una mano hacia ella e intentó arañarla.
De pronto sonó una detonación, y Laura retrocedió sobresaltada. Por suerte, Adu tuvo más temple que ella y no soltó a Tony.
Desde dentro de la Transporter, Davinia había disparado con precisión letal. La bala había penetrado por la parte superior de la cabeza abriendo un boquete en el hueso frontal del joven, que de pronto se convirtió en un saco de huesos colgando del pelo. Para evitar que cayera sobre Noelia, Adu lo agarró también por la camiseta y lo apartó a un lado. Al caer al suelo, Tony pataleó dos veces y no se movió más.
«Dios mío —pensó Laura, contemplando el cadáver. Su rostro contorsionado era una máscara de odio—. Hace sólo unas horas era como nosotros». Se miró las manos y la camiseta, buscando salpicones de sangre, pero no vio nada. Luego se agachó para ayudar a levantarse a Noelia y de paso comprobó si le había caído algún fluido encima.
—Estás limpia —murmuró tras examinarla. A la muchacha se le había corrido buena parte del maquillaje, pero ahora la piel que se entreveía debajo era casi más pálida que antes.
—Vamos a buscar a mis padres —dijo Noelia, temblando.
—De acuerdo.
Las dos entraron en el bar, que tras abandonar la claridad de la calle parecía una cueva sumida en penumbras. Escobar y Carmela se hallaban en el rellano de la escalera, debajo del cartel que prohibía fumar, tirando de una especie de fardo oscuro y pesado.
—¡Ten cuidado, hija! —gritó Carmela.
A su derecha se oyó un gruñido que hizo a Laura girar la cabeza.
Al otro extremo de la barra, a seis o siete metros de ellos, había dos cuerpos tirados en el suelo. Una mujer infectada se inclinaba sobre ellos, apoyándose a cuatro patas en el suelo. Daba tirones secos con la cabeza, como haría una hiena para desgarrar la carne de un cadáver y arrancarla de los huesos.
Entonces Sol levantó el rostro y clavó sus ojos en ellos.
Laura miró con horror a la mujer.
Su enfermedad estaba más avanzada que la de Tony. Apenas se parecía a la persona que había conocido unas horas antes. Al igual que ocurría con el ébola, la enfermedad había destruido el tejido conjuntivo que unía la piel al músculo. Su rostro era ahora como una máscara de goma, descolgada y sin expresión. Sus ojos se veían tan llenos de derrames que semejaban carbones encendidos en la oscuridad, y sus oídos y su nariz destilaban aquel fluido oscuro y viscoso en el que se debían mezclar la sangre contaminada y sus propias mucosas descompuestas.
Sol se puso en pie lentamente, emitiendo un gruñido ronco, como un perro que amenaza a quien le quiere quitar la comida.
Adu agarró una silla por las patas y la levantó sobre su cabeza. Pero Laura había observado que Sol no se apartaba de los cadáveres de los dos ancianos. Pensó en lo que había dicho Aguirre. Según su teoría, si el patógeno había devorado su córtex, ahora eran las capas más primitivas de su cerebro las que regían su conducta. «Instinto territorial», pensó. Por un lado quería agredirlos, mas por otra parte la apremiaba el impulso de conservar el terreno y evitar que le robaran sus presas.
—No —susurró Laura, tocando el brazo de Adu, y luego se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio.
Al ver que no se acercaban, Sol volvió a agacharse sobre los cadáveres. Se acercaron a la escalera, sin perderla de vista. De vez en cuando, la mujer levantaba la cabeza y los miraba, babeando y temblando de ira, o acaso de fiebre.
Escobar y su esposa ya casi habían llegado abajo. El dueño del Saloon estaba más pálido que nunca y tenía la ropa tan mojada de sudor como si se hubiese duchado con ella. Entre él y su mujer tiraban de una gran bolsa negra de nailon con dos ruedecillas en un extremo. Cada uno la sujetaba de un asa, y aun así la llevaban arrastrando por los escalones.
—¿Qué es eso? —preguntó Laura, tratando de no levantar la voz—. ¿Se han vuelto locos?
—Es un recuerdo de familia —dijo Carmela, jadeando por el esfuerzo.
—Ayuda —gruñó Escobar. Su voz sonaba tan deformada por el dolor como si él mismo estuviese infectado.
Noelia subió tres escalones y agarró el asa que llevaba su padre. Aunque era un hombre corpulento y en circunstancias normales debía de tener mucha más fuerza que su hija, ésta consiguió levantar la bolsa y, por fin, ella y su madre llegaron al piso inferior. Mientras, Escobar bajó casi a saltitos, agarrándose la zona lumbar y mordiéndose los labios.
Una vez allí, las dos mujeres llevaron la bolsa a rastras por el suelo. Las ruedas rechinaban como si se hubieran atrancado. «¿Un recuerdo de familia?», se preguntó Laura. Era evidente que se trataba de algo muy pesado; pero lo que fuera no podía ser metálico, porque no emitía ningún sonido.
—¡Rápido! ¡No vamos a poder contenerlos!
Por un momento dejó de vigilar a Sol y miró hacia la puerta. Era Madi quien había gritado. El nigeriano había salido del vehículo y estaba ahora con Davinia, entre la Transporter y la entrada del restaurante, apuntando hacia arriba. Cuando disparó, Laura volvió a cerrar los ojos y a dar un salto en el sitio. Pero enseguida reaccionó y corrió hacia la furgoneta, seguida por Adu, que todavía enarbolaba la silla como arma.
Al pasar entre las dos portezuelas, miró hacia arriba. Sobre el techo de la Transporter había un cadáver. Su cabeza colgaba inerte y de su boca abierta caía un hilo de líquido negro, como si fuera una gárgola que escupiera alquitrán en lugar de agua.
—¡Rápido, Laura! ¡Corre!
Era Madi quien la había llamado por su nombre de pila. No tuvo tiempo de sorprenderse, pues el nigeriano la agarró de la cintura con la mano izquierda y la ayudó a subir, o casi la empujó. Laura torció el cuerpo para que el chorro de fluido oscuro no la salpicara y se coló entre los asientos. Después puso la mano en el hombro de Eric.
—¡Ya estoy aquí!
—¡Dios! ¡No lo vamos a conseguir! —exclamó él.
Estaba aterrorizado, pero no era para menos. Había seis o siete infectados aporreando la parte delantera. Uno de ellos estrellaba su rostro contra el parabrisas una y otra vez. Tenía la cara empapada en sangre, y le colgaba media mandíbula, unida sólo por la piel de la mejilla.
Una mujer había metido la mano por un agujero redondo y trataba de agrandarlo girando la muñeca como si fuera una cucharilla removiendo café. Pese a que los fragmentos de cristal le desgarraban la piel del antebrazo, iba abriéndose paso poco a poco. Otra descargaba su ira contra el limpiaparabrisas: no cejó hasta arrancarlo, y luego se puso a morderlo como si fuera un manjar. Mientras tanto, había enfermos golpeando las ventanillas laterales con tanta violencia que la robusta furgoneta se balanceaba como una lancha en el mar.