Madi volvió al comedor. Todos esperaban allí, conteniendo la respiración.
—Pasó el peligro —dijo Madi. Señalando a Adu con el dedo, añadió—: Pero no más ruidos hasta que salgamos.
Laura se metió en un cuarto y salió al cabo de un rato con la ropa puesta. La camiseta de Noelia le quedaba ancha, pero las mallas elásticas se le ceñían como una segunda piel. Con una prenda así era difícil esconder nada. La doctora no tenía cartucheras y no le sobraba carne en ningún sitio. Madi sonrió. Adu, a quien le gustaban las mujeres más rollizas, le había comentado en el Saloon que la doctora era flaca como un hueso de pollo. «Adu es un exagerado», pensó Madi ahora.
Con la misma rapidez con que sus ojos recorrieron y evaluaron el cuerpo de la doctora, su mente pasó a otro asunto. El sexo estaba muy bien, pero primero tenían que sobrevivir. Madi hizo un gesto para que todos se congregaran a su alrededor, como si fuera un capitán de fútbol americano preparando la jugada.
Y, en cierto modo, así era. Sólo que ahora no se jugaban el partido, sino la vida. Madi había estado en suficientes acciones bélicas, y sabía que en pocos minutos muchos de ellos, tal vez todos, podían estar muertos.
—Esto es lo que hacemos. —Madi señaló a la mujer soldado y luego a sí mismo y dijo—: Davinia y yo cubrimos a Adu desde la puerta. Pero si podemos no disparamos, porque los disparos atraen a más locos furiosos.
—¿Eso significa que me vas a devolver la pistola? —preguntó Davinia.
—No. Significa que apuntas con un dedo y haces ¡
pum
!
Madi sacó la pistola de su cinto y se la entregó a Davinia. Después se lo pensó.
—¿Sabes disparar un fusil?
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Sabe nadar un pez?
—Adu, dale tu fusil.
—Tío…
—Dáselo. Con él apunta mejor, seguro. No podemos desperdiciar balas.
Adu trató de descolgarse el fusil, pero la armadura no le permitía mover los brazos bien. Se suponía que las armaduras medievales debían otorgar cierta libertad de movimientos a sus usuarios. Pero saltaba a la vista que aquélla sólo era una imitación, como las espadas y el resto de las armas que Escobar exhibía en el Saloon. Al final, Adu se dio la vuelta y le dijo a Davinia que cogiera ella misma el fusil.
—No nos la juegues, sargento —añadió.
—Estamos todos en el mismo barco —respondió ella.
Madi asintió, pensando en un refrán que decían en su aldea: «La lluvia que moja al esclavo moja también al traficante que lo lleva».
Davinia tomó el arma, le sacó el cargador y comprobó que estaba lleno. Después volvió a introducirlo con un sonoro chasquido.
—Dale la maza a Aguirre —dijo Madi—. Ahora no la necesitas.
El médico empuñó el arma y la sopesó con gesto escéptico.
—No creo que sea capaz de golpear a nadie con esto. Me parece que olvidamos que esas personas están enfermas.
Madi le miró a los ojos y sonrió.
—Si vienen por ti, rápido te olvidas de que están enfermos.
«A mí no me engañas —pensó—. Te conozco bien».
La víspera, cuando todos ellos habían aparecido, perseguidos por los infectados y ataviados con aquellos enormes trajes naranja, a Madi le dio la impresión de que la cara de aquel hombre le resultaba familiar. Él mismo le ayudó a subir a la terraza, pero no tuvo tiempo de fijarse bien en sus rasgos. Cuando cerraron el balcón y todo se tranquilizó un poco, estudió su rostro y comprobó que su primera intuición no le había fallado.
En aquel entonces, hacía casi veinte años, Aguirre no llevaba el cráneo afeitado. Por lo demás, apenas había cambiado, como si el tiempo se hubiera congelado para él.
Cuando lo conoció, Madi llevaba sólo unos meses en la escuela de Nuestra Señora de los Apóstoles. Había escapado del campamento de guerrilleros del capitán Ikenna cuando éste lo llamó de noche a su tienda para utilizarlo como si fuera una mujer, igual que hacía con tantos niños soldado. Pero Madi, aunque acababa de cumplir los doce años, ya era tan alto y tan fuerte como muchos hombres adultos. Cuando el capitán le dijo que se bajara los pantalones, Madi sólo vaciló un momento.
Era el mismo Ikenna quien lo había convertido en un asesino; quien, tras destruir su aldea y reclutarlo a la fuerza, le había obligado a matar a aquel
hausa
cuando sólo tenía diez años. Con el machete, no con la pistola, para que contemplara bien de cerca los ojos de aquel hombre arrodillado que imploraba piedad, para que se salpicara con su sangre.
Y aquella noche, el monstruo que el capitán había creado se volvió contra él. Mientras Ikenna se desabotonaba la bragueta del pantalón, Madi trepó al catre, se puso detrás de él y lo estranguló con el cinturón.
Después de eso había huido del campamento en plena noche. Caía un chaparrón torrencial. Los centinelas se guarecían como podían y la cortina de agua que caía del cielo y hacía hervir el suelo difuminaba las formas, así que nadie lo vio. Madi huyó hacia el este, pues era allí donde se encontraban los enemigos contra los que el capitán combatía. En plena estación de lluvias, se las había apañado para cruzar decenas de kilómetros de pantanos y manglares, guiado sin duda por su
chi
, el dios personal que lo protegía.
Días más tarde, famélico, deshidratado por la disentería y con los pies podridos por la humedad, había aparecido en Port Harcourt. Allí no le habría quedado más remedio que pedir limosna, robar, asesinar, vender por dinero lo que se había negado a entregar al capitán o todo a la vez. Pero las hermanas de Nuestra Señora lo recogieron. Aunque Madi prefería seguir creyendo en los dioses de sus ancestros, en los Alusi y en Anyanwu, decidió ser astuto como la tortuga y fingir que abrazaba la religión de la cruz.
Era allí donde había conocido a Aguirre. El Español, lo llamaban, y en la escuela los niños le preguntaban por un futbolista llamado «Butraguenio», que era lo que más les sonaba de aquel país situado al sur de Europa. Él se encogía de hombros y decía que no le gustaba el fútbol, y les entregaba a todos unas hojas llenas de preguntas, cálculos y extraños dibujos que había que completar.
Cuando prosiguió sus estudios, Madi supo que esas hojas eran test de inteligencia. Por alguna razón, Aguirre estaba obsesionado con ellos, y cuando comprobó que Madi había obtenido una puntuación de 135 se mostró muy interesado por él. Habían llegado a mantener una breve conversación en la que Madi le contó algo de su vida, mezclando más mentiras que verdades. Mientras él hablaba, Aguirre se había dedicado a observarlo fijamente y tomar notas. Después le preguntó si quería participar en un pequeño experimento. «Pero antes debo ponerte una vacuna», añadió. Madi se había encogido de hombros.
Nunca llegó a ponerle aquella vacuna. Al día siguiente, pese a que se había comprometido a volver, Aguirre no apareció, y nadie supo nunca nada más de él.
Hasta ahora.
Madi no le había dicho nada. Era evidente que Aguirre no lo había reconocido. Habían pasado muchos años, y Madi había crecido dos palmos y duplicado su peso. Además, ¿cómo iba a esperar encontrarlo allí, tan lejos de Port Harcourt?
Madi había pensado en decirle algo. Luego se había preguntado: «¿Para qué?». Cuando conoció a Aguirre, le había dado un poco de miedo. No era violento ni grosero, como el capitán Ikenna, pero sus ojos escondían algo peor. Eran fríos y opacos, y miraban a través de la gente como si en realidad no la vieran.
¿Y aquel médico decía que no iba a ser capaz de utilizar la maza contra un infectado? Madi había matado, y había visto a muchos asesinos, primero cuando era niño soldado y luego cuando decidió que el tráfico de inmigrantes salía mucho más rentable que buscar trabajo con su título de ingeniero. Por eso sabía leer los ojos, por eso sabía que el inglés pelirrojo no tenía agallas, que la mujer sargento sí y que la doctora escondía algún oscuro terror que la atormentaba.
Y también sabía que el doctor Aguirre era muy capaz de matar. Madi se habría jugado un ojo a que el neurólogo, si supiese que nadie se iba a enterar y a cambio obtendría algún beneficio, no vacilaría en descargar la maza de pinchos sobre la cabeza de un bebé indefenso en su cuna. Él había contemplado de cerca el horror, y ahora lo reconocía en los ojos de Aguirre.
«Te tendré vigilado, doctor», pensó Madi.
—¿Y el yelmo? —preguntó Laura, mirando a Adu.
—¿El qué?
—El casco —explicó ella.
—Es verdad —dijo Madi—. ¿Por qué no lo has traído?
—Me lo intento poner, pero no puedo.
Madi soltó una carcajada.
—¡Siempre te lo digo, tienes la cabeza gorda como una sandía!
Adu puso mal gesto, pero no contestó. Pese a que era mucho más bajo que Madi, cuando compraban una gorra tenía que usar una talla más que él. «Es porque soy más listo», decía él. «Ya —pensaba Madi—, porque usas gafas te crees un intelectual». Pero quien había sacado 135 en el test de CI y quien tenía un título de ingeniero era él.
—Tienes que protegerte la cabeza —dijo Laura—. Un solo arañazo te puede contagiar.
Adu tragó saliva. Su gruesa nuez se movió bajo la piel como un huevo de paloma.
—¿Un arañazo nada más? Ah, no, entonces yo no salgo.
Los ojos de Madi barrieron la sala. Antes había visto algo, pero en aquel momento no le parecía útil y no reparó demasiado en ello.
Estaba en un perchero de madera, junto a varios impermeables. Era un casco negro de motorista. Lo cogió y lo examinó. Una pegatina blanca junto a la visera rezaba: «Transportes Marquesado». Se preguntó si el difunto Márquez tenía ese casco para algún empleado o usaba él mismo una moto. Se lo imaginó vestido de cuero y recorriendo una carretera por el desierto de Almería al son de
Born to be Wild
, y casi se le escapó una carcajada.
—A ver si hay suerte —dijo, acercándose a Adu. Sin más miramientos, se lo encasquetó, y luego golpeó con los nudillos la superficie de fibra de vidrio.
—¡Eh, no te pases! —protestó Adu.
Laura inspeccionó las junturas.
—El cuello queda algo desprotegido. Espera.
Ella misma se acercó al perchero donde Madi había encontrado el casco. Allí había una bufanda roja con letras blancas que ponían: «U.D. Almería».
—Con esto me voy a cocer —dijo Adu. Su voz sonaba ahogada bajo la visera de plástico.
—Será sólo un momento —explicó la doctora, mientras le rodeaba el cuello. Después hizo un nudo a la bufanda por detrás y remetió la lana entre el casco y la armadura.
Ya estaba todo dispuesto. Madi volvió a asomarse tras la cortina. El camino hasta la furgoneta se hallaba más o menos despejado. Pero en las inmediaciones había bastantes infectados. Algunos de ellos se encontraban desnudos, entregados a diversas actividades sexuales, sin importarles demasiado si eran machos o hembras. (Madi prefería pensar en ellos en términos animales). Aunque la mayoría eran africanos, negros o magrebíes, también había blancos que, además de las heridas y las manchas púrpura que cubrían los cuerpos de todos, presentaban ampollas y enormes quemaduras debidas al sol que cada vez caía más de plano sobre ellos.
Era curioso que entre ellos apenas se atacaran, como si fueran seguidores del eslogan «Haz el amor y no la guerra», y que, en cambio, se pusieran tan agresivos al ver a alguien no infectado. ¿Sería un recurso evolutivo del virus, como decían los médicos?
«Eso que lo resuelvan ellos», pensó. Lo que tenía que conseguir él era salir de allí. Y, por supuesto, no para ponerse en manos de la policía ni los militares españoles.
—Para que funcione lo hacemos así —dijo Madi, dirigiéndose a todos—. Yo abro la puerta y Adu sale. Davinia y yo nos quedamos en la puerta y cubrimos a Adu. Davinia, si disparas no le des a él. Lo conozco desde que era más pequeño de lo que es ahora.
—Muy gracioso —contestó Adu. Bajo el visor, tenía el rostro empapado de sudor. Sin duda, no era sólo por el calor, sino también de miedo. «Pero tiene un par de pelotas», pensó Madi con orgullo.
—Los demás esperáis detrás de mí y de Davinia. Cuando Adu abra el coche, todo el mundo adentro sin pensar. Quien se queda atrás, se queda atrás. ¿Vale?
Davinia lo miró a los ojos y asintió.
—Hagámoslo de una puta vez —dijo.
Madi sonrió. En su aldea, esa mujer se habría merecido el título honorífico de
ozo
mucho más que otros varones a los que había conocido.
Por desgracia, no tendría ocasión de decírselo.
La doctora tiró de la cortina hacia la derecha. Madi empuñó el picaporte con la izquierda y, antes de abrir, comprobó que todos estaban preparados. El aire olía a sudor y también a algo distinto.
—Un momento —pidió Adu, levantándose la visera—. Que alguien me seque la cara.
Laura, que era un poco más alta que él, usó la propia cortina para enjugarle la frente y las mejillas.
—Ya estoy listo —dijo Adu—. ¡Vamos!
Se le notaba a la vez nervioso, asustado e impaciente. Madi pensó que así se sentiría un caballo antes de empezar una carrera.
Una carrera, pensó, en la que además de obstáculos se iba a enfrentar a una jauría de hienas dispuestas a destrozarlo a dentelladas.
Le palmeó el casco y le deseó suerte:
—
Ihe oma diri, nwannem
!
Después, bajó el picaporte y tiró de él.
Adu salió sin pensárselo dos veces, con la decisión de un paracaidista que se lanza al vacío. Cuando bajó los tres peldaños, la armadura rechinó como la puerta de un castillo en una película de terror.
—Mi padre ya podría engrasarla de vez en cuando —murmuró Noelia.
Un rayo de sol se reflejó en el espaldar y deslumbró a Madi, que entrecerró los ojos y movió la cabeza a un lado.
Cuando llegó al nivel del suelo, Adu empezó a correr, o más bien a trotar, pues aquella armadura de guardarropía no le permitía mucho más. Las piezas metálicas empezaron a entrechocar mientras cruzaba la calle y entraba en el descampado.
«Deben de quedarle unos quince metros», pensó Madi. Aunque no estaban exactamente en su trayectoria, no muy lejos había cuatro zombis enfrascados en maniobras carnales que, por lo convulsivo de sus movimientos —eran más tirones y mordiscos que caricias—, no debían de producirles demasiado placer.
Al ver a Adu, se giraron hacia él todos al mismo tiempo, como girasoles siguiendo la luz. Uno de ellos, un joven negro, profirió uno de esos gritos inhumanos y corrió tras él, seguido por los demás.