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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (24 page)

BOOK: La zona
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—¿Y Sol? ¿Dónde se encuentra? —preguntó Laura, señalando a la mujer sentada en el suelo.

—Ella está en las primeras fases. El virus ha dañado gravemente su córtex, pero aún guarda partes de sí misma. Recuerdos, deseos. No obstante, sospecho que el proceso es irreversible. La enfermedad avanza destruyendo neuronas y no hay forma de desandar el camino de lo simple a lo complejo, del caos a la información. No hay marcha atrás para ella: pronto no será más que la mente de un reptil en un cuerpo humano. Y un reptil no negocia, no se compadece, sólo sobrevive y sigue sus instintos.

Laura se estremeció a su pesar. «Reptiles en cuerpos humanos», pensó. Recordó la película
Parque Jurásico
e imaginó a la horda que los había atacado como una manada de velocirraptores. Sí, tenía sentido. A eso iban a enfrentarse si decidían salir de allí.

22

Un poco antes del amanecer, Madi convocó una segunda reunión en el centro del restaurante. Los demás formaron de nuevo un semicírculo, más reducido que la vez anterior, ya que Tony y Sol permanecían en el piso de abajo, vigilados por Adu.

El nigeriano fue directo al grano.

—Vamos a intentar llegar a la clínica que está al otro lado del pueblo. Allí encontraremos medicinas para atender a los enfermos —dijo, señalando hacia la escalera—, y también una radio para pedir ayuda al exterior.

«Qué manipulador es Aguirre», pensó Laura, observando al neurólogo, que permanecía en silencio mientras Madi se dedicaba a exponer aquella idea como si fuera suya. Y todo por su empeño de ir a la clínica. ¿Por qué?

Pero no tenía más remedio que reconocer que el neurólogo llevaba razón. Durante las horas previas de la noche, no había dejado de oír los gritos inhumanos de los infectados que rodeaban el Saloon. Ahora, para colmo, tenían a dos encerrados entre las mismas paredes que ellos. «Si en las próximas horas no llega ayuda, todo puede empeorar mucho más», se dijo.

«Si no llega ayuda», repitió para sí. Pensándolo un poco, su postura tampoco era demasiado racional. Seguían sin saber nada de su gente, estaban aislados y carecían de recursos para luchar contra la enfermedad o averiguar su verdadera naturaleza. No habían recibido la menor señal de que alguien fuera a acudir para rescatarlos, y aun así ella prefería esperar.

«¿Esperar a qué? —se preguntó—. ¿A que nos vayamos contagiando uno tras otro?».

—¿Quiénes van a ir? —masculló Escobar. Tenía el rostro de color ceniza y la frente perlada de sudor. La piedra debía de estar torturándolo de nuevo—. Yo no me veo capaz.

—Te vendrá bien —dijo Madi—. En la clínica seguro que pueden atenderte. ¿No, doctora? —añadió, mirando a Laura.

Ella asintió a regañadientes. Cada vez encontraba menos razones para seguir en aquella supuesta fortaleza. La enfermedad había logrado entrar. ¿Cuánto tardarían en conseguirlo los infectados del exterior?

—Supongo que allí podríamos ponerle un gotero de diclofenaco —dijo en voz alta—, y nolotil o incluso morfina.

—Mi marido no está en condiciones de correr por la calle huyendo de esos asesinos —replicó Carmela, apretando la mano de su esposo.

—A decir verdad, ése es el mismo problema que tenemos todos —dijo Laura.

Madi palmeó la culata del fusil.

—Adu y yo sabemos defendernos.

Laura sacudió la cabeza.

—Podéis ser los mejores luchadores del mundo. Pero basta con que los de ahí fuera os hagan un arañazo para contagiaros.

Miró a Aguirre buscando su aquiescencia. El neurólogo se limitó a mirarla sin decir nada. Laura preparó su siguiente frase: «Creemos que la sangre…». Enseguida decidió prescindir de las dos primeras palabras. Esas personas no querían hipótesis, sino certezas. En las crisis, la gente se vuelve a los científicos buscando la verdad absoluta como si fueran magos y confunde las dudas razonables con la ignorancia.

—La sangre de los infectados es el vector de la enfermedad.

—¿Qué es un vector? —preguntó Madi.

—Yo lo he estudiado en matemáticas —comentó Noelia.

—En medicina es otro concepto algo distinto —intervino Eric—. Un vector es el vehículo que utiliza una enfermedad para contagiarse de un organismo a otro. Como ocurrió con las pulgas de las ratas en la peste negra. La poca higiene de la Edad Media…

Temiendo que se lanzara a una perorata, Laura interrumpió a su ayudante.

—De hecho, creemos que el vector es el propio enfermo. La enfermedad provoca en él una actitud agresiva que favorece la transmisión.

—¿Actitud agresiva? —preguntó Escobar—. Actitud agresiva la tienen los hinchas en un partido de fútbol. ¡Esos de ahí fuera son unos putos asesinos!

—Como quiera. El caso es que el virus está en la sangre y se infecta a través de la más pequeña herida causada por esa violencia homicida.

—¿Como la rabia? —preguntó el señor Elías—. A mí una vez me mordió una ardilla rabiosa y me tuvieron que vacunar.

—Algo parecido —respondió Laura.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Márquez—. ¿Que el virus controla la mente de esos lunáticos y les hace morderse para pasar de unos a otros?

Laura suspiró. ¿Cómo explicárselo a aquella gente? Mientras lo pensaba, Eric se lanzó directamente a la piscina.

—No, no es así —dijo—. No existe ninguna Gran Mente planeándolo todo. Para entender cómo se comportan los virus, les pondré un ejemplo.

—¿Crees que tenemos tiempo para eso, amigo? —preguntó Madi con gesto irónico.

Eric hizo caso omiso de la interrupción y prosiguió:

—El virus de la gripe. ¿Quién no la ha sufrido?

—A mí me daba todos los años hasta que empecé a vacunarme —dijo Remedios.

—Ese virus invade las mucosas de la nariz y la garganta —continuó Eric—. Al hacerlo activa el acto reflejo del estornudo. Cada huésped humano se convierte en un bote de spray que impulsa las mucosas infestadas de virus por el aire y contamina un área de cinco metros cuadrados con cada estornudo.

—O sea, que el virus domina al enfermo para hacerle estornudar —opinó Márquez.

—No, no es eso. No hay nada planificado de antemano: es una cuestión de grandes números que juegan a favor de los virus. Son como semillas lanzadas a millones con la esperanza de que unas pocas germinen, y entonces entran en juego los mecanismos de la evolución de las especies. Los virus que descubrieron el reflejo del estornudo lograron una ventaja evolutiva sobre los otros.

«Déjalo ya, Eric», pensó Laura. El concepto de evolución por selección natural era tan antiintuitivo para los humanos que conocía a muchos médicos y profesores de biología que, creyendo comprenderlo, eran en realidad lamarckistas, de los que aseguraban que a las jirafas les había crecido el cuello de tanto estirarlo para alcanzar las hojas de las acacias.

Para corroborar la idea de Laura, Carmela dijo:

—Yo no creo en la evolución. Todo ha sido creado por Dios para que esté bien. Eso dice la Biblia.

«¡Una creacionista en Almería!», pensó Laura.

—¿Cree que los estornudos forman parte del plan maestro de Dios? —preguntó Aguirre, interviniendo por primera vez.

—Nos estamos desviando del tema —dijo Márquez—. Lo que importa ahora es…

—Son zombis.

Todos se volvieron hacia Noelia. Había hablado en voz baja y en tono grave. Sin embargo, su voz estaba preñada de tal amenaza que logró tocar una fibra especial en los oídos de todos. Al sentir las miradas de los demás clavadas en ella, volvió a encorvar los hombros y se ruborizó tanto que se le notó incluso a través de la capa de maquillaje blanco. Aun así, insistió:

—Muertos vivientes.

—¿Qué tonterías estás diciendo, niña? —preguntó Escobar.

—¡Es increíble que nadie se esté dando cuenta de lo que pasa! Esta sociedad está podrida, y ha pasado lo que tenía que pasar. Ha llegado el Apocalipsis, el fin del mundo. ¡El infierno está lleno y los muertos salen de sus tumbas!

—¡Jesús, María y José! —exclamó su madre, santiguándose.

—Ya basta, Noelia —ordenó Escobar con una mirada amenazante.

Pero Noelia no le hizo ningún caso. Se levantó de la silla y, dirigiéndose a Laura, dijo:

—Todo lo que ustedes están diciendo está muy bien, pero en la práctica no les servirá de nada. Los zombis se levantarán una y otra vez para atacarles. Sólo un disparo en la cabeza —se señaló la frente con el índice— los detendrá.

Laura ignoraba si Noelia hablaba en serio y se creía de verdad todas aquellas historias o sólo intentaba fastidiar a sus padres.

—Los muertos no son un problema, Noelia, porque… porque están muertos —le dijo con tono pausado—. El problema son los vivos.

—Diga lo que diga, esos de ahí fuera son zombis.

—¡Basta ya! —exclamó Madi—. Son zombis, son gente enferma, qué más da. La enfermedad ha entrado. Las rejas que puso tu padre no la detienen.

—Ya estamos otra vez con la puta reja —rezongó Escobar.

—Hacemos algo o acabamos todos infectados —prosiguió Madi, sin hacerle caso—. Así que yo digo: vamos a la clínica y llamamos por la radio para pedir ayuda.

—El problema sigue siendo cómo llegar con la calle llena de… —«Zombis», estuvo a punto de decir Laura, que al darse cuenta se interrumpió.

—Yo tengo una solución para eso.

Todos se volvieron hacia Ramón Márquez, que se había puesto en pie.

—¿Cuál? —preguntó Madi—. Habla.

Márquez se apretó el cinturón del batín con el mismo aire con el que un orador romano podría haberse colocado los pliegues de la toga ante el senado.

—Yo vivo en el extremo oeste de la zona residencial. Después está la calle del Níspero, y luego hay un gran solar en el que suelen aparcar mis camiones. Ahora mismo no hay ninguno allí, pero sí está mi furgoneta. Es una Transporter que uso para pequeños recados.

—¿A cuánto está de aquí? —preguntó Madi.

—A unos doscientos metros.

—Pues estamos en la misma —sentenció Escobar.

—¡No! En este lado de la calle casi todas las casas están pegadas, así que podemos ir pasando de terraza en terraza hasta el solar y meternos todos en la furgoneta.

—¿Pasar de terraza en terraza? —preguntó Elías, cruzando una mirada aprensiva con su mujer—. No estamos para esos trotes.

—Yo tampoco —gruñó Escobar—. Y no te veo a ti saltando por los tejados con ese ridículo batín, Ramón.

Eric se acercó a Laura y cuchicheó en su oído: «Va a parecer Batman». La imagen era tan ridícula que Laura tuvo que contener una carcajada.

—Es una buena idea —sentenció Madi—. Vamos unos cuantos a por la furgoneta y la traemos hasta la puerta del bar. Abrimos, y os metéis todos dentro.

—¿Vamos a votar? —preguntó Eric.

—Ya hemos votado —respondió el nigeriano—. Ha ganado el sí. En cuanto haya luz, nos vamos.

Eric se acercó a la pared llena de trofeos y carteles, y descolgó una espada de la panoplia.

—Ya que tenemos que ir, habrá que llevar algo que sirva como arma —dijo.

Escobar se puso de pie y se acercó renqueando.

—Dame esa espada, muchacho.

Eric se la tendió. Escobar la tomó con dos dedos por un punto de la hoja cerca de la empuñadura.

—Ésta no es una espada de verdad, sino un
souvenir
para turistas. No es de forja, sino de molde. Mira, está mal equilibrada. Al primer golpe se romperá o se doblará.

—Ya veo que entiende de esto —dijo Eric, admirando la pared adornada con armas de todas las épocas.

—No he sido un simple barman toda mi vida, si es eso a lo que te refieres. Colecciono esas cosas desde hace años, desde los tiempos en que aquí se rodaban wésterns. Pero son armas de pega, de las que se usan en las películas para las tomas cercanas. Están sin afilar, y las pistolas también son de imitación.

Escobar devolvió la espada a su sitio. Después se acercó a un escudo medieval. Extrajo de él una maza con mango de madera rematada por una bola de pinchos y se la tendió a Eric.

—Esto te irá mejor.

El muchacho blandió la maza con gesto satisfecho. Pesaba bastante, pero precisamente eso le hacía sentirse más seguro.

—¿Alguna vez has golpeado a un hombre con algo así?

Eric se volvió. Era Davinia, que lo miraba con gesto escéptico.

—No, pero si tengo que hacerlo, lo haré.

—¿Darle en la cabeza? ¡¡
Blam
!! —La exclamación de la militar al golpearse con el puño en la palma de la mano hizo dar un salto a Eric—. ¿Ver cómo salta su sangre y oír cómo se rompen sus huesos? Te digo que cuando llegue el momento no serás capaz.

Eric se imaginó la situación que le planteaba Davinia. Lo que más grima le dio fue pensar en el chasquido del cráneo al recibir el mazazo. Sin embargo, dijo:

—No soy tan pusilánime. Si tengo que luchar, seré tan bueno como cualquiera.

Davinia le tocó el brazo con una sonrisa casi maternal.

—Créeme. Lo bueno es precisamente que la mayoría de las personas son incapaces de matar a otros seres humanos. No somos asesinos natos, salvo los psicópatas.

«O los apestados que nos esperan ahí fuera», pensó Eric, apretando el mango de la maza.

Antes de salir, Laura y Aguirre bajaron para comprobar el estado de los enfermos. Sol seguía inmóvil junto a la máquina tragaperras, sin apenas parpadear. Volvieron a darle paracetamol, pero la fiebre no dejaba de subir. Luego examinaron a Tony.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó el neurólogo.

—No lo sé —respondió Adu—. De repente me di cuenta que llevaba mucho rato mirando fijamente a la pared. Lo llamé y se volvió hacia mí, pero no me contestó. Eso es la enfermedad, ¿no?

El joven de la gasolinera estaba de pie en el centro del bar, recto y con los brazos pegados a los costados. Tenía la vista clavada en la escalera y apenas parpadeaba. Aguirre le acercó el móvil a la cara y proyectó la luz del
flash
en su ojo izquierdo. Después hizo lo mismo con el derecho.

—Mantiene el reflejo pupilar.

Laura asintió. Era lógico, si el daño cerebral empezaba por la capa exterior. Aunque el córtex visual estuviese dañado, el reflejo pupilar dependía de la zona pretectal, una región del mesencéfalo situada en las profundidades del cerebro. Si Aguirre estaba en lo cierto, sería lo último que devorara el virus, y para entonces probablemente el cuerpo de Tony habría estallado ya, convertido en una bomba de sangre.

—¿Cómo te encuentras ahora, Tony? —preguntó Aguirre.

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