«No sigas adelante», pensó. ¿Por qué lo estaba haciendo?
—¿Tal vez porque tienes que buscar algún modo de salir de aquí y alejarte de ese hatajo de mafiosos? —murmuró entre dientes, tratando de infundirse ánimos con el sonido de su propia voz.
Tenía la extraña sensación de que cada peldaño era más alto que el anterior y le exigía más esfuerzo para subirlo. Al mismo tiempo, el hueco de la escalera parecía cerrarse frente a ella, como la laringe de una bestia gigantesca que se estrangulara.
Pensó que se debía a un efecto de la luz que le llegaba desde abajo y se desvanecía rápidamente conforme subía. Pero, por la razón que fuese, no podía evitar la impresión de que las paredes y el techo se juntaban para aplastarla.
Pese a todo, siguió subiendo de escalón en escalón, plantando primero el pie derecho y luego el izquierdo a su lado, con mucho cuidado de no pisar el reguero de sangre. En su imaginación, veía aquel rastro negro como un sendero brillante que saltaba entre los peldaños, cobraba vida y se enrollaba en su pierna para trepar por su cuerpo como una hiedra ponzoñosa, llegar hasta su cabeza y convertir su cerebro en el de un reptil.
Estaba tan concentrada en los escalones que no se dio cuenta de que la puerta empezaba a cerrarse. De pronto oyó el chirrido de las bisagras y vio que la sombra que ella misma proyectaba sobre el haz de luz desaparecía. Se dio la vuelta, pero ya era tarde. Con un portazo final, se quedó a oscuras.
—Eric —murmuró. La voz se negaba a salir de su garganta.
La envolvían unas tinieblas tan absolutas como si la hubieran metido en un saco de terciopelo negro. Se pasó la mano delante de los ojos y no notó ni la sombra. Sus pupilas, que se habían dilatado para acostumbrarse a la penumbra de la escalera, se quedaron privadas de todo estímulo visual y empezaron a crear círculos fantasmales en la nada.
—Eric —repitió. Esta vez consiguió abrir más la garganta. «Respira con el diafragma», recordó. Tomó aire de nuevo y gritó—: ¡Eric! ¡La puerta se ha cerrado! ¡Eric!
No hubo respuesta. El silencio era tan denso como la oscuridad, como la sangre alquitranada de los infectados. Lo único que oía eran sus propios latidos, tan acelerados que le dolían como puñaladas.
«Es un ataque de pánico», pensó. Pero saberlo no la ayudaba demasiado. Se quedó quieta donde estaba, sin avanzar ni retroceder, tan pesada y tan abandonada como una estatua hundida en el fondo del océano.
La oscuridad empezó a llenarse de formas sinuosas y fluorescentes. «Es tu imaginación», se dijo. Tenía que bajar y abrir la puerta. Al subir había comprobado que no había barandilla, pero la caja de la escalera era tan angosta que podía descender apoyando las manos en ambas paredes. Parecía lo más lógico, así que se dio la vuelta en el escalón, muy despacio, y extendió los brazos.
Entonces algo rozó sus dedos.
Laura dio un grito de terror y apartó la mano. Un escalofrío partió de su brazo y recorrió su espalda, hasta erizarle toda la piel del cuerpo. ¿Lo había imaginado?
No. Estaba segura de que algo pequeño y frío había rozado sus dedos. Contuvo el aliento y trató de escuchar por encima de sus latidos desbocados.
Oyó un suave golpeteo, el sonido de algo que correteaba. ¿Cucarachas? Era muy posible, pero no se atrevió a extender de nuevo los brazos y permaneció inmóvil, bloqueada de mente y de cuerpo.
No era la primera vez que se hallaba en una situación así. Por más que quiso aventarlo usando las técnicas que le había enseñado el psicoterapetua, esta vez no pudo espantar el recuerdo de
aquello
.
Un sótano oscuro que olía a humedad, a moho y a aguas fecales, debajo de una casa derruida en Qasr Ibn Darahim, al sur de Iraq. Sólo había una bombilla, pero se encendía desde fuera.
Ése era el olor hediondo, comprendió Laura. Había caído en una trampa, volvía a estar en aquel sótano, y la fetidez provenía del agujero en el suelo que utilizaban como letrina.
¿Cuánto llevaba allí? Privada de todo estímulo, su mente perdía la noción del tiempo y la realidad se deformaba como una cinta de Moebius alrededor de su cerebro aislado en la oscuridad. Empezó a dar vueltas a un millón de recuerdos fugaces, que escapaban entre sus dedos sin que lograra fijarlos, y aquella sensación incrementó su angustia.
Volvió a captar el suave golpeteo de las cucarachas corriendo por las paredes, y se abrazó a sí misma como si quisiera protegerse. Porque ahora había otro sonido, mucho más ominoso, en el mismo umbral de la percepción, como si quisiera pasar inadvertido. Algo húmedo y repugnante bajaba lentamente por las escaleras, derramándose de escalón en escalón como un ovillo de tripas ensangrentadas.
Entonces oyó un gemido gutural que hizo que sintiera cómo sus huesos se licuaban por dentro. La viscosidad avanzaba ahora más rápido hacia ella, arrastrándose sobre los escalones mientras una garganta destrozada gorgojeaba intentando gritar.
Pensó, horrorizada, que había un infectado en las escaleras, reptando hacia ella.
¿O era un terrorista que bajaba para degollarla?
¿O lo estaba imaginando todo?
Se dio cuenta de que iba a quedarse paralizada, incapaz incluso de respirar. «Tengo que salir de aquí». Haciendo un esfuerzo supremo, tomó aire y se dijo en voz baja:
—No pierdas la cabeza. No pierdas la cabeza.
Estaba confundiendo lugares y tiempos. En lugar de desechar el recuerdo de Iraq trató de concentrarse en él y separarlo de la situación actual.
Lo que le había pasado allí era algo muy real.
Eran días en que la situación internacional estaba al rojo. Una semana antes se habían publicado nuevas fotos de las torturas y humillaciones a las que los americanos sometían a los presos de Guantánamo. El presidente de Estados Unidos lo había negado, pero las imágenes que aparecían en los telediarios eran más elocuentes que todos sus argumentos.
Fue entonces cuando unos agentes de inteligencia iraquíes se pusieron en contacto con la OPBW para comunicarles que habían encontrado un laboratorio abandonado donde se fabricaban las famosas y elusivas armas de destrucción masiva de Sadam Hussein. Era una de las instalaciones que el ejército americano había buscado infructuosamente durante años, y que ahora aparecía como caída del cielo para justificar las acciones en la prisión de Guantánamo.
Laura fue la encargada de aquella investigación. En esa ocasión la acompañaba como técnico forense Richard Wisse. Tenían que determinar cuanto antes si se trataba de un laboratorio de armas químicas o biológicas.
Richard ya había trabajado varias veces con Laura, y ambos eran buenos amigos. Tenía treinta y cinco años, el pelo muy rizado y gruesas patillas. Muchos decían que era clavado a Tom Jones en la época en la que cantaba
Dilaila
, y Richard reforzaba esa impresión vistiendo camisas floreadas y bien abiertas para mostrar su torso velludo. Llevaba aparatosas cadenas de oro colgadas del cuello, le gustaba contar chistes y su risa era siempre escandalosa. Junto a él resultaba imposible aburrirse, pero también pasar inadvertido.
Laura y Richard llegaron al aeropuerto de Basora una hora antes del amanecer. Allí los esperaban tres técnicos iraquíes, especialistas en guerra química que habían trabajado para Sadam y que ahora estaban a sueldo de los americanos. También había dos agentes de seguridad que debían llevarlos por carretera hasta la fábrica.
Laura no supo por qué, pero sospechó de inmediato de ellos.
Intentó retrasar la salida, alegando que se encontraba muy cansada y que era mejor ir al hotel y esperar al día siguiente. Pero los técnicos iraquíes se negaron. En Estados Unidos aguardaban su informe como agua de mayo.
—El propio presidente lo espera. Pero quiere el informe de una agencia independiente —dijo uno de los técnicos, que se había presentado como Jalal. Era el más joven de los tres, y el único que había examinado personalmente aquella instalación.
Laura siguió objetando: tenían que prepararse, llevar material. Jalal movía la cabeza a los lados con impaciencia mientras la escuchaba. En el coche llevaban trajes de aislamiento.
—Pero ni siquiera harían falta —dijo—. El laboratorio ya no es una Zona Caliente.
—¿Qué pruebas encontraremos entonces? —preguntó Laura.
—Quedan aparatos. Archivos. Muchas cosas.
Los dos agentes de seguridad parecían indiferentes a aquella discusión. Llevaban pinganillos y móviles con los que informaban a sus superiores de la discusión y los cambios de opinión de los científicos, como si fueran meros espectadores.
Finalmente, fue Richard el que zanjó la discusión:
—Hagámoslo de una vez, Laura. Si no, al final nos tocará ir de todos modos, pero con el sol en lo más alto.
Un viejo Toyota Land Cruiser negro los esperaba en el aparcamiento del aeropuerto, con un tipo silencioso al volante. Aquello le gustaba cada vez menos a Laura, que estuvo a punto de negarse a subir al vehículo.
—¿Es que no vamos a llevar ninguna escolta? —preguntó.
—Aquí lo más seguro es no llamar la atención —dijo Jalal—. Un convoy sería como un reclamo para que nos ataquen.
Laura volvió a mirar a los hombres de seguridad y al chófer. No tenían aspecto de terroristas. Estaban perfectamente afeitados, llevaban trajes occidentales oscuros y gafas de sol. Uno de ellos mascaba chicle sin parar y la miraba con expresión aburrida. No acababa de imaginárselos con chilaba y disparando sus Kalashnikovs al aire mientras entonaban: «¡Alá Akbar! ¡Alá Akbar!».
—De acuerdo, vamos —dijo, sintiéndose un poco ridícula.
Salieron de Basora y se internaron en el desierto a través de una carretera polvorienta tan recta como una línea trazada con un láser. Su destino no se hallaba muy lejos, pero tuvieron que abandonar la calzada y avanzar con dificultad por un terreno pedregoso y arrasado por el calor. Cuando llegaron, el sol había alcanzado el cénit.
Se encontraban cerca de una pequeña ciudad que aún mostraba las cicatrices de los bombardeos. El Toyota se detuvo junto a un edificio en ruinas, en las afueras. Media pared y buena parte del techo habían desaparecido, y se veía rodeado de escombros polvorientos.
—Un misil americano impactó aquí —dijo Jalal—. El laboratorio estaba en el sótano y resistió, pero los técnicos debían de estar fuera y todos murieron.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Richard.
Jalal lo miró de reojo.
—Es una deducción. Si no, no habrían dejado tanto material abandonado en el laboratorio. Se lo habrían llevado todo cuando los americanos invadieron.
Laura salió del vehículo y caminó bajo el sol. Tras salir del interior climatizado, la atmósfera era tan ardiente que abrasaba los pulmones y la nariz y la obligaba a respirar muy despacio. A su alrededor todo era desolación, polvo y escombros. A lo lejos, Basora se divisaba distorsionada por el temblor de las capas de aire caliente.
Laura se volvió hacia Jalal y dijo:
—Aquí no puede haber ningún laboratorio. Se necesitarían chimeneas o extractores. Y no hay nada.
—Es mejor que bajemos. Así se lo mostraremos —dijo Jalal.
Laura se volvió hacia los otros dos técnicos. Eran mayores que Jalal, casi sesentones, y se llamaban Awad y Shamil. Estaban susurrando entre sí con cara de desconfianza. «Ellos tampoco quieren bajar», comprendió.
—No —insistió Laura—. Aquí no hay nada. Regresamos ahora mismo.
—Doctora —dijo Jalal—, ya que hemos hecho este viaje sería una tontería no aprovechar para examinar la instalación.
Laura cruzó una mirada con Richard, que asintió.
—Yo estoy al mando de esta inspección —dijo Laura, tratando de mostrarse firme—. Y decido que, de momento, volvemos a Basora.
Entonces los dos guardias, el conductor y Jalal sacaron a la vez sus armas y les apuntaron con ellas.
—Bajen al sótano —dijo Jalal—. Deben obedecer.
La reacción de los otros dos técnicos que los acompañaban fue instantánea. Shamil se lanzó contra Jalal, que le disparó en rapidísima sucesión tres disparos que le atravesaron el pecho. Awad, que era más robusto, se arrojó sobre uno de los guardias y le agarró los brazos para arrebatarle la pistola. Pero, mientras forcejeaban, otro se acercó y le descerrajó un balazo en la sien sin pestañear.
Con el corazón sobrecogido, Laura se quedó mirando los cuerpos tendidos en el suelo. Era la primera vez que presenciaba una muerte violenta. En aquel momento pensó que aquellos dos técnicos eran muy valientes. Luego comprendió que simplemente sabían lo que les esperaba si los cogían con vida los terroristas de Al Qaeda.
Los secuestradores los empujaron a Richard y a ella por una escalera polvorienta. Después los encerraron en un sótano, sin ofrecerles ninguna explicación ni decirles qué pensaban pedir a cambio de su liberación o si simplemente pretendían ejecutarlos.
El único mobiliario consistía en dos jergones llenos de piojos que no llegaron a utilizar. Compartían el sótano con cucarachas y otras sabandijas cuyos correteos se oían en la oscuridad. De vez en cuando, los integristas abrían la trampilla y les arrojaban escalera abajo garrafas de agua que olían a gasolina y hogazas de pan mohoso en los que, incluso sin luz, se notaba el movimiento de los gusanos.
Los terroristas no hablaron con ellos en ningún momento, como si fueran extraterrestres incapaces de empatizar con otros seres humanos. Más tarde Laura se enteró de que habían exigido al Gobierno estadounidense que liberase a varios presos de Guantánamo, y habían mostrado los cadáveres de los técnicos iraquíes muertos para demostrar que iban en serio. Pero no llegó a producirse ninguna negociación.
Un día se encendió la bombilla que colgaba del techo y los subieron por la escalera. Laura vio el estudio de grabación que los terroristas habían improvisado en la única habitación de la casa que conservaba el techo. Había dos lámparas de tungsteno y una cámara de vídeo, y en una de las paredes colgaba un lienzo con versículos del Corán.
Los cuatro terroristas se habían vestido con túnicas negras atadas a los tobillos, y se cubrían el rostro con pañuelos palestinos con el dibujo de alambradas. Dos de ellos llevaban rifles Kalashnikov cruzados sobre el pecho. Los maniataron a sendas sillas de madera, y Jalal, el único que se dignaba dirigirse a ellos, dijo:
—Uno de vosotros leerá el comunicado. El otro va a morir. ¡Elegid!
Laura y Richard se miraron, incapaces de reaccionar.