Aguirre dejó al guardia allí dentro, cociéndose en su propio jugo, y se encaminó al vestidor cojeando levemente. Mientras caminaba, se tomó el pulso. Ochenta y tres latidos por minuto. Con una sonrisa casi imperceptible pensó que, para alguien que había cumplido edad suficiente como para ser abuelo si alguna vez se hubiese molestado en tener hijos, no estaba mal.
Se puso unas zapatillas limpias y trató de pensar a toda velocidad. Al menos, la mujer no le había mentido en una cosa: el asesino al que había abrasado con los rayos X era un guardia de seguridad de la clínica. Al verlo sin traje en la cámara de ultraesterilización, Aguirre lo había reconocido. No recordaba su nombre, pero sí que era serbio y que lo habían contratado hacía pocos meses.
Había quedado patente que Janus lo quería muerto. Si cometía la ingenuidad de aguardar la llegada del helicóptero, sólo conseguiría que le volaran la cabeza. Era obvio que tenía que encontrar otro modo de salir de allí.
Antes necesitaba recuperar todo lo que pudiese de su trabajo. Ése sería su seguro de vida: pruebas, cualquier evidencia que implicase a Janus en el proyecto y que sirviera para amenazarlos.
Entró de nuevo en el ordenador. La mujer decía que habían borrado todos los registros y archivos, pero Aguirre tenía datos ocultos en una partición que a su vez estaba protegida por una clave de encriptación. Aunque hubieran formateado los discos, tal vez esa partición se les hubiera pasado por alto.
Nada. Había desaparecido. Eso significaba que habían reventado su contraseña. No se sorprendió ni decepcionó demasiado. Aunque se consideraba un usuario experto, no era ningún
hacker
y sabía de sobra que en ese terreno había muchas personas que lo superaban.
Sin embargo, conservaba otras copias de esos archivos separadas de la red y grabadas en discos y unidades de memoria sólida. Para recuperarlos, tan sólo debía llegar a su despacho, que se hallaba en esa misma planta. Por supuesto, era de esperar que lo hubiesen registrado, pero con suerte no habrían encontrado el escondite.
Antes de salir del laboratorio abrió el Néphele, el programa de videoconferencias, para ver de nuevo la conversación que había mantenido con la mujer de Janus. El formateo no había afectado a los datos recientes, por lo que se había guardado la grabación. Aguirre pulsó el
play
y la observó atentamente.
El perfil de la mujer no le resultaba familiar. Trató de aclarar el vídeo, pero no obtuvo imágenes de calidad suficiente. Activó el sistema de reconocimiento facial en 3D que usaban en seguridad. Tampoco le sirvió. La cara que reconstruyó el ordenador era la de una mujer delgada, de rasgos atractivos aunque algo marcados y una mandíbula ligeramente masculina. Le decía casi menos que ese mismo semblante intuido entre las sombras. Tampoco le extrañó, pues mantenía poco trato directo con el personal o la directiva de Janus. Como última alternativa para localizarla, pulsó la opción de comparar el rostro con bases de datos, incluidas todo tipo de redes sociales.
«Imposible conectar con internet», fue la respuesta que recibió en pantalla.
—Lo suponía —murmuró entre dientes. Se trataba de algo más que mera curiosidad: si quería conservar la posibilidad de involucrar a personas concretas de Janus, debía conocer su identidad.
La grabación llegó al final y empezó a reproducirse de nuevo desde el principio. Aguirre ya iba a cerrarla cuando algo llamó su atención. Ocurría en el momento en que ella se ponía de perfil. Mientras mantenían la videoconferencia en directo, Aguirre sólo se había fijado en el rostro de la mujer. Pero ahora reparó en algo que había detrás de su cuerpo y que sólo quedaba a la vista durante un par de segundos mientras ella atendía a alguien o algo fuera de cámara. Detuvo la imagen.
Debajo de la ventanilla se veía una caja, alta y estrecha, de plástico, fibra de carbono o algún material similar. Había unas letras escritas en su parte superior que apenas se distinguían. Volvió a aplicar el programa de mejora de imágenes y amplió. Aun así, la luz que caía sobre la caja sólo le permitió ver parte del rótulo.
Silbó entre dientes. Su conocimiento del ruso era menos que superficial, pero reconocía los caracteres cirílicos. La primera palabra era inconfundible.
La mujer había dicho que tenían hasta tres planes para controlar la situación. El plan A ya se había llevado a cabo borrando los archivos y tratando de liquidarlo a él. ¿Cuál llevaban en aquel vehículo? Quiso pensar que el C y que, incluso con el inmenso poder de la corporación, sólo se atreverían a usar aquel artefacto destructivo en una situación desesperada.
En cualquier caso, sospechaba que cuando descubriese en qué consistía el plan B, tampoco le iba a gustar.
En los pasillos la oscuridad no era total. Algo de luz del exterior se colaba por unas ventanas del fondo. Por el tono rojizo, debía de estar atardeciendo. Con todo, Madi había tomado la precaución de coger una linterna del cuarto de vigilancia.
La bolsa de nailon negra seguía donde la habían dejado. Escobar recogió los fajos tirados por el suelo y los metió de nuevo en la bolsa. Cuando se agachó por segunda vez, se llevó la mano a los riñones e hizo un gesto de dolor. Su esposa fue a sujetarlo.
—¿Estás bien?
—Creo que sí. Me duele, pero no tanto como antes. A lo mejor ya he tirado la puta piedra.
—Silencio —les ordenó Madi, mientras se acercaba a la escalera seguido por Adu.
Se asomó con mucho cuidado por encima del murete de la barandilla. Los soldados vestidos de negro estaban en el vestíbulo, al pie de la escalera que llevaba al primer piso. Hacia ellos.
Por el momento, aquellos tipos parecían más atentos al espectáculo de la calle que al interior de la clínica. La pared de cristal se veía oscurecida por decenas, tal vez cientos de infectados que se aplastaban contra ella y la aporreaban con las manos empapadas de sangre. La escena le recordó a Madi otra que había visto cuando era niño. Su aldea atacada por los paramilitares, los disparos, los lanzallamas, la gente agolpándose en el muelle para tomar la última barcaza y huir de la matanza…
Un balazo hizo saltar un trozo de barandilla a menos de un palmo de su cabeza. Madi saltó hacia atrás antes de que un segundo disparo le alcanzase de lleno. «Te has distraído, maldito estúpido», pensó.
—¡Eh! —gritó uno de los hombres de negro—. ¡Hay gente ahí arriba!
«¿Y tienes que anunciárselo a todos, aguafiestas?».
Por entre los barrotes, vio a uno de aquellos tipos que subía por la escalera. Madi rodó sobre sí mismo hasta salir del relativo amparo que le ofrecía la barandilla y se plantó frente a aquel hombre, al que le faltaban seis peldaños para llegar arriba. Clavó ambos codos en el suelo como un francotirador y apuntó. La luz roja de la mira láser se clavó en su ojo derecho y lo deslumbró un instante, pero él ya estaba apretando el gatillo.
Sonaron dos detonaciones seguidas. Por suerte para Madi, la primera fue la suya. La bala alcanzó al hombre de negro en el pecho, y aunque llevaba un chaleco antibalas, el impacto le hizo perder el equilibrio y la puntería. El proyectil del MP5 silbó sobre la cabeza del nigeriano y se perdió en el pasillo.
Madi volvió a disparar, esta vez a la cabeza. Pero, cuando su atacante cayó fulminado escaleras abajo, comprendió que estaban perdidos.
«No deberíamos haber dejado que nos vieran». En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Como había pensado más de una vez a lo largo de su vida, moriría matando.
Oyó unos pasos a su lado, y vio las botas de Adu junto a su cabeza.
—¡Agáchate, idiota! —le dijo.
Ignorando su orden, Adu disparó una ráfaga con el Kalashnikov. Durante un par de segundos, Madi pensó que se había vuelto loco, porque en lugar de apuntar a los hombres de negro disparó contra la pared de cristal que tenían detrás.
Pero enseguida lo comprendió.
—¡Esto se va a poner feo, hermano! —le dijo Adu en igbo, tirándose cuerpo a tierra junto a él.
Los cristales estallaron como una gran pecera que revienta por la presión del agua. Fragmentos aguzados volaron en todas direcciones, mientras los infectados que empujaban desde fuera irrumpían como una riada en la recepción de la clínica.
Arriesgándose a recibir un disparo, Madi reptó un par de palmos para acercarse al borde de la escalera y ver qué pasaba allí abajo. La acción de Adu había sorprendido a los militares, o paramilitares, o lo que demonios fuesen. Apenas tuvieron tiempo de reaccionar cuando se encontraron con los zombis encima. Al que estaba más cerca de la entrada una mujer negra le arrancó la máscara de la cara y lo derribó. Antes de que pudiera reaccionar, le había clavado las uñas en los ojos. Después, el hombre desapareció bajo una marea de cuerpos.
Al verse rodeado, otro de los soldados se giró en todas direcciones vaciando el cargador de su arma, pero la ráfaga alcanzó a uno de sus compañeros.
—¡Cuidado! ¡Fuego amigo! ¡Fuego amigo! —gritó uno de los hombres de negro.
—Vámonos de aquí, Madi —susurró Adu.
—Buena idea.
Se dieron la vuelta y reptaron unos metros. Cuando intuyeron que la distancia era prudencial, se levantaron y corrieron hacia el consultorio, donde habían ordenado esperar a los demás. Por el camino, Escobar y su mujer se empeñaban en tirar de aquella maldita bolsa con las ruedas rotas. Mientras pasaba a su lado, Madi la cogió al vuelo y se la cargó al hombro.
Entraron en la sala de medicina interna, donde aguardaban los demás, con una linterna encendida. Madi ordenó que la apagaran, y se quedaron prácticamente a oscuras.
—Silencio absoluto ahora —ordenó—. Adu, vigila la entrada.
Su amigo se apostó en la puerta, empuñando el Kalashnikov. Casi a bulto, Madi se acercó al lugar donde había visto a Laura y Noelia y al inglés.
—Laura —susurró.
—Aquí —contestó ella.
—¿Dónde está la otra salida?
Por toda respuesta, ella le tomó la mano y tiró de él. Atravesaron otra puerta, y Laura la cerró.
—Creo que puedes encender la linterna sin que nos vean —dijo.
Madi lo hizo y alumbró la sala. Era una habitación más pequeña que la otra, con una camilla y diversos aparatos. Frente a ellos había otra puerta. Se dirigieron hacia ella y abrieron. Madi enfocó el haz de luz hacia arriba. Una escalera subía hasta otra puerta, de metal y con una barra horizontal como las de los aparcamientos.
—Qué mal huele —dijo Madi, venteando el aire.
—Sí. A mí tampoco me gusta, pero deberíamos subir. Aguirre se fue por esa puerta y no ha vuelto. Puede que haya escapado por el tejado.
—O puede que haya muerto.
Retrocedieron y cerraron la puerta de la escalera. Era absurdo sufrir aquel mal olor mientras deliberaban, aunque parte del hedor se había colado ya en el consultorio.
La doctora se volvió hacia él. La luz de la linterna alumbraba las aletas de su nariz y dejaba en sombra el puente. Tenía una nariz fina y algo respingona, lo contrario del ideal de belleza con el que había crecido Madi. Sin embargo, la encontraba deliciosa. Ella estaba tan cerca que, aunque sus cuerpos no se tocaban, al nigeriano le parecía sentir que sus formas moldeaban el aire.
«Concéntrate en la situación», se recordó. Conocía, o había conocido, a más de un soldado o mercenario que había recibido un balazo o una cuchillada por dejarse distraer por dos pechos opulentos o un trasero bien redondeado.
—¿Qué alternativa nos queda? —preguntó Laura.
—No lo sé. ¿Quiénes son esos tipos de negro? Disparan igual contra los zombis que contra los demás. No vienen para ayudarnos, eso está claro.
—Lo ignoro.
—¿No eres de no sé qué organización? ¿No estás al cargo de todo?
Ella se cruzó de brazos, juntando los codos como si quisiera abrazarse.
—Me temo que ya no estoy al cargo de nada. Esos hombres… Lo único que se me ocurre es que son terroristas.
—Entonces, ¿ya no piensas que nosotros hemos traído esta enfermedad?
—Ya no sé qué pensar. —Al momento hizo un gesto apaciguador con las manos—. Estoy segura de que, en cualquier caso, no lo habríais hecho a propósito. Llevo dándole vueltas a esto todo el rato, preguntándome cómo ocurrió.
—¿Y ya lo sabes, doctora?
—Tengo un relato, pero no deja de ser una hipótesis. Un hombre enfermo, o una mujer, llega a la costa en una patera o en uno de vuestros barcos. No puede ir a un hospital ni a una clínica, porque se delataría como ilegal, así que aguanta escondido pensando que ya se le pasará. Como se aloja con cientos de ilegales más, hacinados en las naves dormitorio, acaba contagiando el mal a otros. Por una pelea, por compartir un cepillo de dientes o una cuchilla de afeitar, tal vez por tener relaciones sexuales.
»Llega un momento en que unos cuantos contagiados se sienten tan mal que acuden aquí, a la clínica, donde los médicos creen al principio que se trata de un brote de meningitis. Pero esos contagiados ni siquiera son los primeros. La enfermedad sigue su curso. Las personas que antes eran pacíficas se convierten en bestias furiosas y atacan a todo lo que se mueve. Los que no se esconden a tiempo son agredidos, y aquellos que no mueren se contagian a través de las heridas y se convierten en agentes propagadores. Es como un alud imposible de detener.
Madi meneó la cabeza.
—Tú eres la médico, pero no me convences. La mujer rubia y el chico de la gasolinera se contagiaron y se volvieron locos muy rápido. Si nosotros traemos a alguien así en nuestro barco, se vuelve loco durante el viaje y nos ataca.
—Es cierto. —Laura suspiró—. Sólo se me ocurre que el virus o lo que sea haya mutado muy rápido, y haya acelerado el curso de la enfermedad.
—Tu amigo está infectado.
—Sí, lo está.
—¿Cuánto tiempo le queda?
—No lo sé. Pero necesita ayuda. Ya no puede esperar más. Si te queda algo de conciencia, te ruego que nos dejes marchar.
—¿A vosotros dos solos?
—Sí.
—¿Y dónde vais luego? ¿Levantáis los brazos y les decís a los soldados de las máscaras: «Eh, ayudadnos»? Si hacéis eso, ellos os van a disparar.
Laura volvió a suspirar y bajó la mirada. Llevado por un impulso a medias protector y a medias algo más, Madi le puso la mano en el hombro y apretó un poco. Su pulgar le rozó la piel del cuello. Se notaba suave, y tibia. Pensó que era bueno tocarla. Y ella no le rechazó.