Madi se sacó el revólver del cinto, se dio la vuelta y se lo arrojó a Escobar. «¡Toma!», le gritó. Mientras tanto, Adu retrocedía gateando y murmurando «Joder, joder, joder» en español, a la vez que cambiaba el cargador del fusil. Volvió a abrir fuego hacia los infectados que entraban como un alud. Sus ráfagas, acompañadas por las del subfusil de Madi, provocaron estragos en la primera fila. Pero por detrás de ésta venían decenas de atacantes más. Laura, agarrotada de miedo, pensó que habrían necesitado una ametralladora de cinta para contener aquella acometida.
El Kalashnikov no tardó en enmudecer. Adu buscó en su bolsillo y no encontró más cargadores. Ya tenía a un infectado encima, un chico negro que no podía tener más de catorce años. Sin contemplaciones, Adu sacó el puñal y se lo clavó en el cuello, atravesándolo de parte a parte. El muchacho se desplomó, pero el cuchillo se quedó enganchado y el nigeriano no fue capaz de recuperarlo antes de que otro agresor se abalanzase sobre él.
Adu cayó de espaldas. Su atacante se revolvía sobre él como un gato enrabietado, buscando cómo morderlo. Un punto rojo apareció en su frente, y al instante un agujero del que brotó un salpicón de sangre.
Tras salvar momentáneamente a Adu, Madi disparó una breve ráfaga a su derecha para detener a otro grupo de infectados que embestían contra él.
—¡Retrocede, Adu! —gritó.
Adu se libró a patadas de otro agresor, y se dio la vuelta para huir. Pero no había conseguido siquiera ponerse en pie cuando dos infectados cayeron a la vez sobre él y lo derribaron de nuevo. Esta vez Madi no pudo ayudarle, porque bastante tenía con contener a sus propios atacantes mientras reculaba.
Laura vio con horror cómo Adu trataba de escapar arrastrándose y clavando las uñas en la tierra. Una mujer blanca se agachó sobre él y le arrancó media oreja con los dientes. Mientras tanto, otros dos enfermos se dedicaban a morderle y arañarle las piernas. Adu gritaba con todas sus fuerzas, y Madi también, pero estaba cambiando el cargador y no podía hacer nada por él.
Laura miró hacia atrás. Los Escobar habían desaparecido de la vista internándose entre las matas de tomates. «Es lo que deberíamos hacer nosotros», pensó. Cogió de la mano a Alika para tirar de ella, pero al mirar de nuevo a la horda de infectados comprendió que ya era demasiado tarde para huir.
Adu había desaparecido bajo un enjambre de infectados, y Madi se giraba a un lado y otro para rechazar a los que los atacaban a ellos, mientras seguía retrocediendo.
Laura y Aguirre intercambiaron una mirada. El neurólogo parecía tan tranquilo como si aquello no fuese con él.
—Fin de trayecto, doctora —dijo.
De repente, el lugar donde había caído el cuerpo de Adu estalló. Tres llamaradas seguidas y acompañadas por estampidos ensordecedores lanzaron por los aires los cuerpos de los infectados que lo estaban despedazando y derribaron a todos los que estaban en las inmediaciones. La propia Laura retrocedió, empujada por la onda expansiva, tropezó y cayó de espaldas. A su lado se estrelló algo negro. Tardó un instante en darse cuenta de que era un pie.
—¡Arriba!
Madi le tendió la mano y la levantó de un violento tirón. Los oídos le zumbaban por la explosión. Frente a ellos había cadáveres, miembros esparcidos, mutilados que se arrastraban por el suelo y otros a los que el estallido no había alcanzado, pero que se encontraban momentáneamente sumidos en un estado de shock. Un humo negro y acre subía hacia el techo, del que brotaban llamaradas malolientes. Pronto empezaron a caer fragmentos de plástico encendido que se derretían sobre la piel y los cabellos de los infectados.
—¡Corred! —gritó Madi.
Laura dejó de mirar y siguió a Madi, que tiraba de la mano de Alika. Huyeron hacia la derecha, por donde más cerca tenían la pared. El fuego les perseguía aún a más velocidad que los infectados, avanzando sobre sus cabezas a través del plástico del techo, y la lluvia de gotas fundidas caía sobre las matas y los traveseros de madera y los incendiaba. Las llamas crepitaban tras ellos, y Laura ya podía sentir su calor en la espalda.
Madi soltó a Alika y aceleró en un sprint portentoso. Por un instante, Laura creyó que se desentendía de los demás. Pero cuando llegó junto a la pared de plástico, el nigeriano la apuñaló con el cuchillo que le había quitado al paramilitar muerto y tiró de él hacia abajo con todas sus fuerzas abriendo una gran raja.
—¡Salid, rápido! —gritó, abriendo el plástico hacia un lado para facilitarles la salida.
Laura se había adelantado a los otros dos. En una fracción de segundo se dio cuenta de que, si se detenía para dejar pasar antes a Alika, sólo lo entorpecería todo, de modo que pasó como una exhalación por la abertura.
El pasillo entre ese invernadero y el siguiente era de apenas un par de metros. Laura comprendió que el incendio podía propagarse, giró hacia la izquierda y siguió corriendo por el callejón. A su espalda apenas oía los pasos de los demás, ahogados por el rugido de las llamas.
Salieron a campo abierto justo a tiempo. Laura se volvió para ver cómo todo el invernadero era pasto del fuego, que se elevaba sobre la estructura metálica. Por suerte, el viento soplaba ahora hacia el mar y las pavesas encendidas caían de momento sobre terreno despejado y no sobre otros invernaderos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Laura.
—Las granadas —dijo Madi. El reflejo de las llamas creaba sombras cambiantes que lo hacían parecer una gigantesca talla de ébano.
—¿Las granadas?
—Adu llevaba tres en el chaleco. Se las quitó al paramilitar. Cuando vio que no podía escapar, debió de arrancar las anillas para llevarse a unos cuantos al infierno con él. —Madi levantó el subfusil y, mirando hacia el invernadero, exclamó—:
Ka e mesia, enyi
!
Entre las llamas salían algunos infectados, pero tenían las ropas inflamadas y heridas tan graves que apenas avanzaban unos metros caían al suelo, donde seguían ardiendo.
—Por allí vienen más —dijo Aguirre, señalando hacia el nordeste.
Por los lados de un invernadero cercano surgían filas de siluetas que avanzaban a trompicones. El fuego proyectaba sus sombras retorcidas contra las paredes de plástico. Tal vez el incendio los obligaba a ir hacia el mar, o quizá acudían atraídos por las llamas.
Aunque a Laura le dolía el pecho tras la carrera, volvió a correr detrás de Madi. Cuanto más se alejaran del invernadero incendiado, menos probable era que los vieran al resplandor del fuego.
El mar estaba cerca ya, aunque la dirección del viento hacía que oliera más a brasas, plástico fundido y carne quemada que a sal. Bajo la luz de la luna, Laura vio una larga playa que parecía extenderse de horizonte a horizonte por ambos lados. Antes de llegar a ella, había una casa solitaria que se recortaba contra el cielo.
—Vamos allí —dijo Madi.
—¿No cree que ese lugar atraerá a los infectados? —preguntó Aguirre.
—No lo sé. Pero es el único que está a cubierto.
Antes de llegar al edificio, cruzaron la carretera que corría paralela a la playa. Laura miró a los lados por precaución, pero se veía desierta. «Estamos en una zona en cuarentena», recordó.
La casa no era más que un chiringuito de madera, con el techo a dos aguas como una cabaña. Lo rodearon buscando la puerta. Estaba entornada. Madi la abrió del todo y entró el primero, alumbrándose con la linterna. A Laura no le gustó nada el olor que emanaba de dentro.
Medio minuto más tarde, Madi volvió a salir. Venía acompañado: arrastraba el cadáver de un hombre barrigudo y calvo, tirando de las sandalias para tocarlo lo menos posible. Tenía la garganta desgarrada y los rasgos de la cara prácticamente habían desaparecido. Madi siguió tirando de él unos cuantos metros, y después volvió al chiringuito, sacó una lona azul de dentro y tapó con ella el cuerpo.
—No es aquí —dijo, cuando volvió con los otros tres.
—¿Que no es aquí? —preguntó Laura—. No te entiendo.
Madi miró a ambos lados, y luego señaló hacia la izquierda, al este.
—Tengo una Zodiac por allí lejos, al lado de un chiringuito. Me he confundido. El otro estaba abandonado. Éste no.
Los gritos de los infectados se escuchaban a lo lejos, pero de momento no se acercaban. Allí se oía más el rumor de la marea que rompía contra aquella playa inacabable. Laura se apartó unos pasos del bar, cerró los ojos y respiró hondo. Ahora sí le llegaba el olor a sal.
Una detonación rasgó la noche. Laura se volvió tierra adentro. Los techos de los invernaderos parecían fosforescer bajo la luna. El último que habían atravesado casi se había consumido, pero el fuego se había propagado a otros dos. Con suerte, el incendio no avanzaría mucho más, ya que a ambos lados de las estructuras en llamas se abrían dos calles más anchas.
—Ése ha sido el revólver de Escobar —dijo Madi—. Esperad aquí. Tengo que ayudarles.
El nigeriano se disponía a irse cuando cayó en la cuenta de algo. Se dio la vuelta, agarró a Laura del brazo y se la llevó al otro lado del chiringuito.
—Toma esto, Laura —le dijo, tendiéndole la pistola semiautomática que le había quitado al paramilitar.
—¿Qué hago yo con eso? No sé manejarla.
—Es muy sencillo. Mira, esto de aquí es el seguro. Ahora no puede disparar. —Madi tiró de la palanquita hacia atrás—. Y ahora sí. Toma, vuelve a poner el seguro tú.
Laura lo hizo, y se juró a sí misma que no lo volvería a quitar bajo ningún concepto. Estaba convencida de que lo único que lograría disparando sería herirse a sí misma o a Alika. Por alguna razón, no pensó en Aguirre.
Quien sí lo hizo fue Madi.
—No cometas el mismo error. Antes de que Aguirre intente mataros, tienes que matarlo tú.
«¿Por qué no lo haces tú mismo?», pensó Laura, pero no se atrevió a preguntarle. Sospechaba que Madi era muy capaz de acercarse al neurólogo y volarle la cabeza incluso antes de que manifestara cualquier síntoma.
—Tengo prisa. Debo ayudarles. —Madi cogió a Laura por los hombros y la miró a los ojos—. Volveré.
—Eso espero —respondió ella, y se dio cuenta de que lo decía de corazón.
Madi se inclinó y acercó la cara. Laura volvió a entreabrir los labios, pero esta vez no cerró los ojos, y nadie los interrumpió. Fue un beso fugaz, casi inocente, como el que le daba su primer novio cuando la dejaba en la puerta de casa de sus padres.
Sin añadir más, Madi se dio la vuelta y corrió hacia la carretera. «Ese hombre es incansable», pensó Laura antes de que el nigeriano se perdiera entre las sombras de la noche.
—Muy bonito, doctora Fuster.
Laura se dio la vuelta. Aguirre la observaba con los brazos cruzados.
—¿Tiene algo que criticar?
—He dicho «bonito» literalmente. No tengo nada en contra del sexo interracial. Aunque, si fuera su padre, le desaconsejaría con vehemencia relacionarse con un individuo de la calaña de Madi. En la ficción los chicos malos funcionan bien, pero en la vida real los asesinos y ladrones sólo son eso, asesinos y ladrones.
—No creo que sea usted un ejemplo moral para nadie.
—Ni lo pretendo. Hablaba de usted y de ese goliat negro.
—Al menos él es capaz de sentir compasión y ayudar a los demás.
—¿Por qué, porque ahora corre raudo a salvar a la familia de esclavistas? Ya no tiene usted edad para seguir siendo tan cándida, doctora. Acuérdese de esa mochila cargada de dinero. Mi cálculo es que puede contener un millón y medio de euros. Lo suficiente para que ese mocetón de la jungla arriesgue su vida por ella.
Laura se volvió hacia la dirección en la que se había alejado Madi. Se dio cuenta de que sí, había sido una ingenua. Madi cogería el dinero y su lancha y desaparecería. En realidad, era lo mejor. Ella no tenía la menor intención de acompañarlo a aquel barco.
Pero entonces, se preguntó, ¿por qué había dicho con tal seguridad «Volveré»?
Noelia y sus padres se habían parapetado contra una caseta de madera donde se guardaban herramientas y material, al lado de un invernadero separado de los demás como la proa de un barco apuntando hacia el mar. Un grupo de zombis, salidos de Dios sabía dónde —quizá directamente del infierno—, los había perseguido hasta allí. No eran más de una docena, muy pocos para las hordas con las que se habían encontrado hasta entonces. Pero ellos eran tres, sólo tenían un arma y, además, bastaba con que uno solo de los zombis lograra arañarlos o morderlos para contagiarles su maldición.
Por una vez, Noelia tenía que reconocer que su padre había hecho algo inteligente. Dentro de la caseta había unos focos muy potentes que servían para reparar maquinaria de noche. Él los había sacado, había arrancado el grupo electrógeno que les daba corriente y los había encendido, girándolos hacia el grupo de perseguidores.
Los zombis no eran como los vampiros. La luz no los ahuyentaba. Pero los deslumbraba lo suficiente para frenarlos un poco en su avance hacia la caseta. De ese modo, su padre podía escoger los blancos con cuidado y dispararles, mientras su madre introducía una bala tras otra en el tambor de repuesto que le había dado. A Noelia, acostumbrada a pensar en su madre como una maruja, le sorprendió ver con qué soltura parecía manejar la munición.
El problema de los zombis era que las amenazas no valían con ellos, porque no las entendían. Un hombre solo y armado con una pistola puede hacer frente a toda una multitud desarmada si mantiene la calma, pues nadie quiere ser el primero en morir. Pero con aquellos descerebrados ese razonamiento no funcionaba. Veían a sus compañeros caer con la cabeza destrozada y ni se inmutaban.
—¡Papá, a la derecha! —gritó Noelia.
El que estaba más cerca se hallaba ya a menos de cinco metros. Su padre se dio la vuelta agarrando el Colt con ambas manos, apuntó con una calma que desesperó a Noelia y disparó. La primera bala falló, pero la segunda acertó en la frente al zombi, que cayó como si sus huesos se hubieran convertido en gelatina.
Todavía había once. Más que balas le quedaban a su padre.
«Esto se acabó», pensó Noelia. Ya no tenían fuerzas para seguir huyendo. Ella, que era la más joven, no podía correr ni veinte metros más. «Si salgo de ésta, prometo que dejaré de fumar», pensó.
De repente, una luz roja se encendió en la sien de uno de los zombis. Un segundo después su cabeza estalló. El padre de Noelia no dijo nada, se volvió hacia otro de los atacantes y disparó. Para abatirlo necesitó tres balas. Para el siguiente empleó dos.