Y Madi que no volvía…
Aunque estaba convencida de que ni podía ni debía conciliar el sueño, aquel breve momento de calma y el arrullo del mar provocaron en su cuerpo extenuado una reacción similar a dos miligramos de clonazepam. Los ojos se le cerraron, y sintió que se sumergía en una gran bañera de aguas negras que no tenía fondo.
Soñó que era una gladiadora romana que trabajaba en los invernaderos con otros esclavos de todas las razas y cortaba los tallos de las tomateras con una espada, mientras capataces vestidos con túnicas y capuchas blancas pasaban entre ellos portando hachas de fuego. Sabía que debía tener cuidado de no cortarse, pues se convertiría en infectada si lo hacía, ya que lo que cultivaban en aquel lugar eran cepas de virus. Después se vio a sí misma como una célula que nadaba en el torrente sanguíneo, librando cruentas batallas en las venas, y a continuación su sueño se convirtió en una especie de Tetris angustioso en que piezas de ADN y ARN caían del cielo y ella debía encajarlas a toda prisa para que no se acumularan en su garganta y la ahogaran.
Se despertó con un sobresalto. Estaba tendida en el suelo, al lado de Alika. Tenía frío. Entreabrió los ojos y vio que el cielo se había teñido del color pálido que precede al amanecer. El mar ya no era negro, sino de un azul oscuro que le hizo sentir más frío.
Volvió a sentarse en el suelo, abrazándose a sí misma para entrar en calor. Parpadeó, desconcertada. ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? No podía ser mucho, porque habían llegado a la playa muy entrada la noche.
Oyó un leve ruido a la izquierda, y se volvió hacia allá. Aguirre caminaba hacia ella, con las manos cruzadas a la espalda. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y pequeñas petequias en la tez que indicaban el avance inexorable de la enfermedad. Sus labios esbozaban una leve sonrisa.
Los últimos vapores del sueño se despejaron al momento. Laura miró en el suelo, bajo sus piernas y junto a Alika, que seguía dormida. ¿Dónde estaba la pistola?
—¿Es esto lo que busca, doctora? —dijo Aguirre, enseñándole la mano derecha, donde empuñaba el arma.
—¿Por qué me la ha quitado?
—Por seguridad. Suya y mía. No me convencía la manera en que la sujetaba. Dice un refrán que las armas de fuego las carga el diablo y las disparan los idiotas. Dicho con todo el respeto, doctora. Sé que no es usted ninguna idiota, pero…
Su ingenio debió fallarle, porque dejó la frase a medias, algo insólito en alguien que hablaba con una sintaxis tan perfecta como si tuviera una pizarra interior donde redactara las frases antes de pronunciarlas. Se acercó un poco más a Laura y se sentó en el suelo frente a ella, cruzando las piernas en la posición del loto con una flexibilidad sorprendente en alguien de su edad.
—Ahora mismo recuerdo con tanta claridad aquel libro de Julio Verne que leí de niño… —evocó en tono ausente, casi como si Laura no estuviera delante—. Qué extraña es esta sensación. Es como si lo tuviera en mis manos, como si pudiera oler el aroma del papel…
Un fino hilillo de líquido negro salió de su nariz y se escurrió alrededor de su boca. Aguirre sacó un trozo de papel higiénico del bolsillo del pantalón, se limpió la sangre y la estudió un par de segundos antes de tirar el papel.
—Está empeorando —dijo Laura.
—Sí, es verdad —admitió él—. Pero ahora veo las cosas muy claras, con una nitidez increíble. Si cierro los ojos, podría pensar que no estoy experimentando un recuerdo, sino una vivencia presente. —Volvió a sonreír—. Por supuesto, no voy a cerrar los ojos.
—¿Teme que yo le ataque?
—No, claro. Le hablaba de Verne. Aquel libro me fascinaba. Su título era
El pueblo aéreo
. Recuerdo que era de la vieja editorial Molino. Aparecía un poblado africano, y todos sus habitantes estaban dormidos por culpa de la tripanosomiasis.
—La enfermedad del sueño —musitó Laura casi sin querer, como si tuviera un traductor automático en la cabeza.
—Sí. Había una ilustración dibujada a plumilla que me maravilló. Quizá ahí empezó todo para mí, con aquel libro.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Laura, mirando la pistola de reojo. Si le hacía hablar, quizá Aguirre acabaría descuidándose y podría arrebatarle el arma.
Pero ¿qué andaba pensando? Ella jamás podría hacer algo así. Aunque lograse quitársela, ¿qué iba a hacer con ella? ¿Pegarle un tiro en la cabeza?
—Desde mi infancia, siempre quise conocer África. Por eso me ofrecí voluntario cuando Janus decidió probar sus nuevas vacunas en ese continente.
—Lo recuerdo. Experimentaron fármacos nuevos antes de usarlos con la población europea o norteamericana. Por culpa de esos experimentos murieron muchos niños inocentes.
—¡Inocentes! Usted no sabe nada —dijo Aguirre, limpiándose de nuevo el fluido que le goteaba de la nariz—. ¿Tiene idea de cuántos niños mueren en aquella región del mundo cada día? Meningitis, ébola, disentería, cólera, hambre, abandono, guerra… Las causas son infinitas. La inocencia o la culpabilidad no influyen en eso. El valor de una vida allí no es el mismo que aquí.
—Es exactamente igual, doctor. Una vida humana es una vida humana en todas partes. Como médico, debería saberlo mejor que nadie.
—Como
médico
, yo me dedicaba a ayudar. En 1996, en el norte de Nigeria estaban sufriendo la peor epidemia de meningitis de su historia. A decir verdad, Janus salvó muchas vidas. Sí, algunas se perdieron a cambio, pero el balance fue positivo. Los beneficios para los nativos fueron mayores que las pérdidas.
—Habla usted como un contable.
—Porque al final todo se reduce a números. —Aguirre hizo un gesto displicente con la mano, desechando la cuestión—. No es eso de lo que quería hablar. En realidad yo me ocupé de otro asunto bastante diferente mientras estuve en África. Un experimento tan secreto que Janus jamás reconoció su existencia.
—¿En qué consistía?
—En un concepto nuevo para combatir las enfermedades infecciosas. Algo que ya se había probado con éxito en pollos durante la gripe aviar, pero nunca en humanos. Se trataba de crear «cortafuegos» para las epidemias.
«Cortafuegos», pensó Laura. Recordó su llegada en helicóptero, los
bulldozers
derribando invernaderos en el límite de la Zona Fría. La sensación de irrealidad que había experimentado entonces volvió a asaltarla.
Aguirre seguía hablando.
—Con ayuda de un retrovirus, introdujimos un nuevo gen en personas que tenían probabilidades de infectarse con el virus ébola. Lo que hacía nuestro gen era fabricar una pequeña trampa molecular que imitaba un elemento importante de control del virus.
—No acabo de entenderlo.
—Es normal, doctora. Está usted cansada. Verá, al encontrarse con esa molécula trampa, el virus la identificaba con parte de su propio genoma, y eso interfería en su proceso de reproducción. ¡Perdón! —se apresuró a añadir levantando la mano—. ¿Dónde está mi precisión científica? Los virus no se reproducen, se replican creando copias perfectas de sí mismos.
—No siempre son perfectas. A veces hay fallos.
—Ya, las mutaciones. Luego iremos a eso. Nuestra idea… Mi idea era que, cuando los individuos transgénicos se infectasen del ébola, aunque enfermasen no podrían transmitir la infección a otros. El virus quedaba atrapado dentro de ellos y no podía salir. ¡El cortafuegos perfecto! ¿No le parece genial?
—¡Por Dios! —exclamó Laura, entre asombrada y horrorizada—. ¿Me está diciendo que introdujeron genes alterados en personas sanas? ¿Y no les informaron de ello?
—Esos pobres ignorantes no lo habrían entendido.
—Eso es… una monstruosidad. ¡Y es ilegal!
—Eso mismo pensaron los abogados de Janus —admitió Aguirre—. Cuando el Gobierno nigeriano demandó a la compañía por el asunto de la vacuna de la meningitis, pensaron que mi investigación podría acarrearles aún más problemas y decidieron suspenderla. Pero…
Aguirre hizo una pausa dramática antes de proseguir. Mientras hablaba mostraba una sonrisa más abierta de la que le había conocido Laura en todo el tiempo anterior. Eso dejaba al descubierto sus encías, plagadas de pequeñas hemorragias internas.
—Yo había trabajado mucho en aquel asunto, y había observado un efecto secundario de este gen. Algo que me pareció muy interesante, y sumamente valioso.
—¿De qué se trataba?
Sonrió como un niño que hubiera hecho una travesura. Torció la cabeza hacia la izquierda ladeando todo el cuello —señal de que sus meninges estaban inflamadas— y dijo:
—Alika. ¡Alika, despierta!
La joven abrió los ojos.
—Ponte de pie —le ordenó Aguirre con voz firme.
—¿Qué va a hacer? —preguntó Laura, temiéndose cualquier cosa.
—No se preocupe, doctora. Simplemente, mire.
Pese a que estaba adormilada, Alika obedeció la orden de Aguirre y se incorporó, siempre abrazando a su muñeca.
—Deja a Nina en el suelo, Alika.
Ella movió la cabeza a los lados.
—Déjala, te digo. No le va a pasar nada.
Alika iba a dejarla en el suelo, pero Laura tendió la mano para cogerla y la joven se la entregó.
—Ahora, levanta la pierna derecha, Alika.
La muchacha obedeció y se mantuvo en equilibrio sobre un pie como un flamenco.
—Basta —dijo Laura—. Ya lo he comprendido. Deje de humillarla.
—Está bien —dijo Aguirre—. Alika, puedes tumbarte con Nina y dormir otro rato.
Laura le devolvió la muñeca, y Alika la abrazó y volvió a tenderse en el suelo, algo más apartada que antes. Era obvio que acataba las órdenes del neurólogo, pero también le tenía miedo.
—¿Qué pretendía demostrar con eso, si puede saberse? —preguntó Laura, mirando a Aguirre con severidad.
—Al principio pensé que se trataba de un efecto colateral e inesperado de los genes que había introducido en los individuos. Detecté un descenso apreciable de su cociente intelectual, en torno al veinte por ciento. Pero había más, mucho más. Los individuos afectados perdían gran parte de su iniciativa y de su capacidad de tomar decisiones.
—O sea, que les privaba de su libre albedrío.
—No exactamente. Dejados a su aire obedecían sus propios impulsos. Pero eran más… maleables. Sin embargo, por lo demás seguían sanos. Fíjese en Alika. Tenía cinco años cuando la traté. A pesar de llevar dentro el virus del ébola, se ha desarrollado perfectamente, como puede ver. Salvo por ese detalle y algún efecto secundario insignificante.
—Como el signo de Brudzinski…
—¿Lo ha observado? No tiene importancia, no afecta a su trabajo.
—Sigo sin entender. ¿Qué interés puede tener reducir la inteligencia y la voluntad de las personas? La meta de la civilización es justo la contraria.
—Usted no se da cuenta de que está frente al mayor avance científico de los últimos años. Este descubrimiento puede suponer la solución a la crisis económica mundial.
—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
—Que gracias a él, será posible mantener el estado del bienestar por el que tanto luchamos en el pasado. De paso, acabará con la infelicidad de tantos desgraciados que se ven atraídos hacia nuestro falso paraíso.
—Por el amor de Dios, ¿de qué está hablando? ¿Qué relación tiene eso con la lamentable exhibición que me acaba de ofrecer?
—Toda, doctora. Toda. ¿Conoce la estadística? La mayor parte de los ilegales que hay en estos invernaderos trabajan sólo unos pocos meses. Después los reemplazan por otros recién llegados de África. ¿Sabe por qué?
—Aprenden español —dijo Laura, recordando lo que Madi le había contado.
—Exacto. Aprenden nuestro idioma y de paso se enteran de los derechos que les otorga encontrarse en Europa, en el estado del bienestar. Así que dejan de ser interesantes como mano de obra barata y no hay más remedio que sustituirlos por ilegales nuevos.
—Qué edificante.
—Piense en ello. Esa pobre gente cruza el mar en una patera, o los traen en condiciones inhumanas. Están dispuestos a trabajar como sea y donde sea. Pero una vez aquí, espabilan rápido y empiezan a exigir un sueldo justo, seguridad social, vacaciones pagadas. Asombroso, ¿verdad? Cuando han venido a Europa porque en sus países se estaban muriendo literalmente por el hambre y las enfermedades.
—Eso no quiere decir que no tengan los mismos derechos que los demás.
—Los derechos no se tienen, doctora Fuster. Se
ejercen
. De todos modos, aquí no queremos trabajadores: queremos esclavos. No es un caso aislado en nuestro maravilloso mundo desarrollado. Las sociedades occidentales prosperaron gracias a la existencia de esclavos, desde la Roma imperial a los Estados Unidos de América. Es un hecho tan asumido por la mentalidad de nuestros antepasados que en toda la Biblia no hay ni una sola palabra en contra de la esclavitud. Ni una sola mención en el libro que se supone que define nuestra moralidad. ¿No le parece curioso?
—Nunca había pensado en ello.
—Ahora que nos sentimos tan civilizados, ese pasado esclavista nos repugna. Pero lo único que hemos conseguido es depender de la mano de obra de los países del Tercer Mundo. Para mantener el estado del bienestar en nuestro Primer Mundo, necesitamos bienes fabricados en países pobres en condiciones de semiesclavitud.
»Ahora bien, en los últimos tiempos hemos cometido el mismo error que cometieron los romanos cuando empezaron a depender de los bárbaros para proteger sus fronteras. Porque llega el día en el que los bárbaros aprenden lo suficiente como para aspirar también a nuestra lujosa y confortable forma de vida, y nos hacen la competencia en nuestro propio terreno. Lo que se produce a partir de ese momento es una crisis mundial que está a punto de destruir todo aquello por lo que hemos luchado, y que no sólo no consigue que la mayoría destinada a vivir en condiciones de subsistencia mejore, sino que nos hunde a todos los demás en la pobreza.
—Siento decirle que desbarra.
—Una crítica fácil. Esperaba más de su inteligencia.
—Pues le haré otra crítica: usted pretende crear esclavos alterados genéticamente para ser sumisos. ¿Qué nación del mundo cree que aceptaría algo así?
—Sigue sin entenderme, doctora. De lo que estoy hablando es de hacer a la gente feliz con lo que tiene. Como Alika con esa muñeca de madera: no necesita más. Y si no aspiras a más, si te conformas con aquello que has conseguido alcanzar, eres feliz. Una sociedad feliz es una sociedad estable. Trabajadores que hacen su trabajo y viven dignamente sin desear más que lo que tienen. En el fondo, el gran problema de la mayoría de los seres humanos es que son demasiado inteligentes. ¿Recuerda a los épsilon de
Un mundo feliz
?