Por lo menos, no caminaban en la oscuridad: los invernaderos estaban alumbrados por dentro por miles de bombillas que le daban al lugar un aspecto inquietante y a la vez mágico, como un paisaje onírico. Avanzaban entre pulcras hileras de plantas. Algunas crecían por sí solas y apenas alzaban unos palmos del suelo, pero otras se enroscaban en las estacas y alambres de sujeción y se levantaban hasta los tres metros, de tal manera que no dejaban ver más que el estrecho sendero que tenían delante.
Sus pisadas crujían rítmicas en el suelo seco, salvo en algunos lugares donde el agua de los goteros lo reblandecía. El aire estaba saturado de humedad, y también de olores intensos. En otras circunstancias a Laura le habría parecido sofocante, pero después de horas soportando el hedor a putrefacción, era un alivio aspirar el aroma de los tomates, los pimientos o las berenjenas.
En ocasiones encontraban indicios de que allí también había llegado la violencia: matas tronchadas, árboles arrancados, plásticos desgarrados que el viento agitaba como tétricas guedejas. De vez en cuando veían un cuerpo tendido entre los surcos, siempre con señales de violencia. Hasta ahora, no se habían topado con nadie que pareciese haber muerto por el curso natural de la enfermedad.
Madi y Adu marchaban delante con las armas terciadas, girándose constantemente a los lados. Detrás caminaban Alika, Noelia y Laura. La joven gótica iba tan agotada que arrastraba los pies. Laura se compadeció de ella al ver sus botas. No eran el mejor calzado para correr, saltar por tejados y bajar y subir escaleras, perseguidos por homicidas dementes y también por asesinos profesionales.
—No puedo más —murmuraba la muchacha—. Me quiero morir.
—No digas eso —la regañó Laura—. Ya hemos visto demasiada muerte como para bromear con ella.
—No hablo en broma. Siempre he querido morirme.
Laura la miró de hito en hito.
—No te asustes —se apresuró a añadir Noelia—. No soy una suicida. Pero este mundo da asco y siempre, siempre me siento culpable por vivir de este modo.
—¿Por qué?
Noelia cogió la mano de Alika y la apretó.
—Por gente como ella. En su tierra no hay más que guerras, y hambre, y enfermedades. Viene aquí, pensando que va a encontrar un lugar mejor, y mira cómo la tratamos.
Laura miró a Alika a la cara. La joven le sonrió. Seguía teniendo los pómulos muy marcados, pero los síntomas de deshidratación iban desapareciendo.
—Tú no tienes la culpa de eso, Noelia.
—Sí que la tengo. Todos la tenemos. —Se volvió hacia atrás y miró de reojo a sus padres—. No me refiero sólo al dinero. Me siento culpable por no pasar hambre, por vivir bien, por…
—¿Te sientes culpable por vivir?
—¡Sí! Somos más de siete mil millones de personas consumiendo los recursos de este planeta. Y yo soy una de ellas. ¿Qué he hecho para merecer vivir?
Laura no dijo nada. Empezaba a entender la fascinación que sentía Noelia por la muerte, su estética un tanto feísta, su forma de encoger los hombros, su visión de los zombis que iban a traer el fin del mundo. Incluso comprendía que quisiera estudiar Trabajo Social para compensar el pecado de estar viva. Pero los verdaderos sentimientos de Noelia no se debían a la situación del Tercer Mundo ni los problemas del medio ambiente, sino al concepto que tenía de sí misma y a su falta de autoestima. La forma de ser y de ganarse la vida de su familia, tan peculiar —por no utilizar términos peores—, no la ayudaba precisamente. Lo que necesitaba era aprender a quererse un poco más a sí misma.
Lo que había dicho la muchacha le dio que pensar.
—¿Sabes? Te entiendo mejor de lo que crees.
—¿Sí? —preguntó Noelia.
—Hace mucho… Bueno, realmente no fue hace tanto, me pasó algo horrible. Prefiero no contarte los detalles, pero otras personas murieron. Entre ellas un amigo mío. Sólo yo me salvé.
«Dios mío —pensó—. Podría estar hablando de lo que ocurre ahora mismo». Se arrepintió de haber mencionado lo de Iraq y cruzó los dedos para que nadie más de los presentes muriera. Ni siquiera Aguirre, aunque fuera la reencarnación del doctor Mengele. Pero mucho se temía que el neurólogo ya estaba condenado.
Noelia la miraba, expectante. Alika también, aunque daba la impresión de que no seguía la conversación.
—El caso —resumió— es que me sentí muy culpable después de eso.
—¿Por qué? —preguntó Noelia.
—Por seguir viva. Pensé que mi amigo merecía vivir más que yo, y que le había fallado. Cada vez que oía música, probaba un plato que me gustaba, o simplemente veía un atardecer, pensaba: «Yo estoy disfrutando de esto, mientras Richard ya no puede hacerlo». Era incapaz de encontrar felicidad en nada.
—¿Y te sigues sintiendo culpable?
Laura miró al frente y pensó en ello.
—No. Ya no. Creo que me he sentido culpable hasta que he llegado aquí, a Matavientos. Ahora que estamos viendo la muerte tan de cerca, quiero sobrevivir. Tengo un hijo al que quiero ver crecer. Y tengo una vida que reinventar.
Respiró hondo y levantó los hombros. Era como si acabara de sacarse de las entrañas una bola de plomo. Para su sorpresa, descubrió que sus palabras eran sinceras. Quería sobrevivir, y no se sentía culpable por ello. Le dolía muchísimo pensar en Eric, pero tenía que seguir adelante.
Sí, se prometió, iba a sobrevivir.
Aprovechando que la doctora se había enfrascado en su conversación con la joven gótica, Aguirre se rezagó un poco para hablar con Escobar. El dueño del restaurante se había empeñado en llevar a la espalda aquella mochila, que debía de sumar más de quince kilos a un peso corporal de por sí considerable. Tenía la cara colorada y resoplaba por el esfuerzo. De momento, había superado el cólico nefrítico, pero a Aguirre no le habría extrañado que se desplomara en cualquier momento. Aquella enorme tripa era como un capote rojo tendido ante el infarto. Además, Aguirre lo había observado mientras dormía, o más bien mientras dormitaba a saltos. Escobar padecía el llamado «síndrome de Pickwick», una peculiar apnea que se producía durante el sueño: roncaba durante un rato, de pronto dejaba de respirar unos segundos, se despertaba para tomar aire y, sin ser consciente de ese breve instante de vigilia, volvía a dormirse y empezaba de nuevo todo el ciclo. Aquel tormento suponía un esfuerzo extra para un corazón que, sospechaba Aguirre, tenía los latidos contados.
Hecho que le resultaba indiferente. Por lo que a él respectaba, el mundo iba a acabarse antes de veinticuatro horas, a menos que le pusiera remedio.
—¿De veras pretende usted embarcar en esa nave de traficantes con su hija y con esa mochila llena de dinero? —le preguntó a Escobar.
—No es asunto suyo.
—Supongo que es consciente de que su vida no valdrá nada en cuanto pise ese barco.
—Sé cuidar de mí mismo. Preocúpese por usted —dijo Escobar, mirando sin disimulo la herida de Aguirre—. Y se lo advierto: en cuanto vea la más mínima señal de que se vuelve como ellos, aunque sea sólo que me mira raro, le aplasto la cabeza con una piedra.
—De momento, pasarán unas horas hasta que me vuelva peligroso —reconoció Aguirre—. Pero podría atajar el virus, si consigo salir de aquí con esa mujer —añadió, señalando a Alika.
—¿Esa pobre chica también está enferma? —preguntó Carmela.
—Sí y no. Por eso es tan importante.
—¿Y a mí qué me cuenta? —dijo Escobar—. Siento que le infectara uno de esos bichos, pero yo tengo mis propios problemas. Lo único que pretendo es sacar de aquí a mi familia. Lo demás me da igual.
—Ya que tanto le preocupa su familia, piense un poco. Conozco a ese tipo de gente —dijo Aguirre, moviendo la barbilla hacia los dos nigerianos.
—Yo también. No me chupo el dedo.
—Pero usted los conoce aquí. Yo he vivido en África mucho tiempo. En cuanto estén en el barco, les quitarán el dinero, les rebanarán el cuello y los arrojarán al mar. Bueno, es posible que a su hija la violen antes.
—¡No diga esas barbaridades! —exclamó Carmela.
—Por favor, baje la voz —dijo Aguirre.
—¿Por qué tiene tanto empeño en que no subamos al barco? —preguntó Escobar.
—Ya se lo he dicho. Es por la chica. Hace años que tiene la enfermedad, pero sigue viva. Los anticuerpos de su sangre pueden salvarme, y también a todos los que se infecten con el virus. Pero, para tratarme con ellos, necesito llegar cuanto antes al hospital de Almería.
—¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Usted puede ayudarme.
—¿Está pensando en mi dinero? Lo lleva claro.
—El dinero que lleva ahí no es nada comparado con lo que yo le puedo conseguir. Ya ha visto cómo es esta enfermedad. La humanidad no se ha encontrado en toda su historia con una plaga como ésta. ¡Imagínese cuánto puede valer la vacuna!
—¿Cree que no me entero de lo que está pasando? —dijo Escobar—. Aunque lograra escapar de esos dos, los suyos le están buscando para cargárselo.
—Si mis antiguos socios se han asustado, peor para ellos. Hay muchas más farmacéuticas en el mundo, y me pagarán lo que yo les pida. No hablo de fajos de billetes, señor Escobar. Estoy hablando de miles de millones.
A su pesar, los ojos de Escobar se iluminaron. Y también los de su esposa. Aguirre conocía bien a ese tipo de mujer: muy religiosa, decente, sentimental, pero capaz de casi cualquier cosa con tal de atesorar un dinero que luego no sabía cómo gastar.
—Está bien —dijo Escobar—. Ahora mismo no tengo otra cosa mejor que hacer que oír sus tonterías. ¿Qué propone usted?
«Bien», se dijo Aguirre. Ya habían roto la primera barrera de comunicación. Si la situación no fuera tan apremiante, ahora habría dejado a Escobar solo para que empezara a calcular qué parte le correspondería de todo ese dinero y a imaginar en qué podría emplearlo. Pero no disponía de tiempo para utilizar las técnicas habituales de manipulación.
Ni dispondría de él, para su desgracia. En ese momento, Madi levantó la mano y ordenó detenerse.
—Ay, Señor —se lamentó Carmela—. ¿Qué pasa ahora?
Aguirre volvió la vista a la derecha, hacia la pared del invernadero.
Tenían compañía.
Todos se agacharon y guardaron silencio. Laura se asomó entre las hojas de una mata y contempló la pared translúcida que separaba aquella burbuja de luz de la oscuridad del resto del mundo.
Algo se movía tras ella. Al principio le pareció la proyección de una escultura abstracta en movimiento. Sabía que tenían que ser personas, pero no podía distinguir troncos ni cabezas, brazos ni piernas. Eran sombras distorsionadas que cambiaban de perfil, se separaban y se fundían, aumentaban de tamaño o menguaban hasta transformarse en diminutos homúnculos que agitaban manos desproporcionadas.
En realidad, comprendió, era una multitud que corría por el invernadero vecino, iluminada por miles de luces que proyectaban sus sombras mezcladas y enredadas contra una pared de plástico agitada por el viento. Sus voces crecían como una tempestad que se acerca.
Madi hizo un gesto para que se reagruparan en silencio. Después siguieron avanzando, medio agachados tras las matas.
—¿Nos han visto? —susurró Laura, acercándose a Madi.
—Me temo que sí.
Volvió a consultar la brújula. Estaban a punto de llegar al extremo sur del invernadero. En esa parte habían cultivado berenjenas que apenas pasaban de medio metro de altura, lo que los dejaba a todos al descubierto.
Más allá de la pared de plástico todo era oscuridad. Al parecer, habían llegado al final del océano de invernaderos. ¿Cuánto les quedaba hasta el mar de verdad? De haber tenido cobertura, Laura habría conectado el GPS y el Google Maps, pero lo único que sabía era la orientación general.
—¡Dios mío! —exclamó Noelia.
Todos se quedaron parados. Los infectados habían salido del invernadero aledaño y ahora se estaban congregando en la pared que tenían frente a ellos, interceptando su camino. Por suerte, no había aberturas en ella. Para el grupo no habría supuesto un problema —cuando no encontraban puertas, Adu las practicaba con el cuchillo—, pero para aquellos enfermos demenciados el plástico era una barrera.
Laura rectificó enseguida. Lo que les faltaba de inteligencia les sobraba de ímpetu y de obstinación. Aquella masa enfebrecida empezó a empujar la pared, que se combó hacia dentro amenazando con desgarrarse de un momento a otro. Los rostros de los infectados resbalaban sobre la superficie translúcida, manchándola de sangre y babas negras mientras sus dientes intentaban inútilmente morder el plástico. Al mismo tiempo, como si un extraño instinto gregario los hubiera puesto de acuerdo, habían cambiado los alaridos por un bramido gutural bajo y penetrante que parecía más surgido de tubas tibetanas que de gargantas humanas.
Adu, que se había adelantado a los demás y caminaba por un surco paralelo, empezó a recular al tiempo que apuntaba hacia los infectados con el dedo en el gatillo del fusil.
—¡Cuidado! —le advirtió Madi.
Pero su aviso llegó tarde. Adu tropezó con uno de los tensores de las matas y cayó hacia atrás. Fuera por el susto o porque lo tuviera previsto, apretó el gatillo.
Una ráfaga salió de la boca del AK-47 y atravesó el plástico. Las balas alcanzaron a los infectados de la primera línea, que mancharon la cubierta del invernadero con su sangre negruzca. Los que estaban detrás pasaron por encima de sus compañeros muertos o heridos y se lanzaron contra el plástico roto por las balas. El grave bramido había vuelto a convertirse en aullidos de rabia. Los infectados introdujeron los dedos a través de los agujeros y los agrandaron con las manos y con los dientes. Luego metieron los brazos por las brechas recién abiertas y los agitaron en el aire, las manos agarrotadas como zarpas. Laura, paralizada, pensó que eran como lobos enloquecidos tratando de colarse en una madriguera para devorar a los polluelos que se escondían en su interior.
La presión de aquella oleada de carne ensangrentada y furiosa fue demasiado para la pared del invernadero. Los tensores se soltaron, varios palos cayeron al suelo y el plástico se rajó de lado a lado. Los infectados se abalanzaron por el hueco con expresiones desquiciadas, chasqueando los dientes y sacando las lenguas ennegrecidas para relamerse como alimañas hambrientas que ven por fin la presa al alcance de sus garras. Algunos, empujados por los que venían detrás, se empalaron contra los mástiles partidos.