La zona (55 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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—¡Date prisa, Carmela!

Ella le tendió el tambor repleto, Escobar lo cambió con destreza y le dio el vacío.

—¡Cárgalo!

—¡Ya no quedan más balas! —le gritó ella.

—Y ocho zombis hijoputas —respondió él entre dientes.

Hizo girar el tambor, amartilló el percutor y disparó de nuevo. ¡Justo a tiempo! Aquel zombi estaba prácticamente encima de ellos, y esta vez el padre de Noelia no falló el tiro y le acertó en la cabeza.

Casi a la vez, otros dos zombis cayeron abatidos por el francotirador de la mira láser. Sólo quedaban cinco. El padre de Noelia le acertó al siguiente en el pecho y lo remató con otro disparo en la cabeza.

Dos zombis más cayeron por las balas de su invisible benefactor. Los dos últimos los derribó su padre con sendos disparos en la cara.

—Y fin —murmuró Noelia. Se dio cuenta de que llevaba un largo rato sin respirar. Tomó aire y miró a su padre. El cañón del Colt humeaba. Si Noelia no llevaba mal la cuenta, le había sobrado una sola bala.

«Qué poco nos ha faltado», pensó, y no por primera vez en las últimas veinticuatro horas.

Al cabo de unos segundos oyeron unos pasos que crujían en la arena. Madi entró en el círculo de luz, con el subfusil en la mano izquierda y la derecha a modo de visera para no deslumbrarse.

—¡Soy yo! —les advirtió.

El alivio de verse a salvo, al menos por el momento, fue demasiado para Noelia, que salió corriendo hacia él, dispuesta a abrazarlo.

Oyó otra detonación, y una bala silbó junto a su oreja. Madi se tambaleó un momento y cayó de bruces al suelo.

—¡Nooooo! —gritó Noelia.

Se arrodilló junto a él. Madi estaba tendido boca abajo, inmóvil, con una mancha de sangre en la cabeza. Noelia le agarró el hombro y trató de darle la vuelta, pero pesaba demasiado para ella.

—¡Le has matado! —gritó—. ¡Le has matado!

Su padre llegó por detrás, la agarró del brazo y la obligó a levantarse. Noelia se revolvió contra él y quiso pegarle, pero él fue más rápido y le propinó una bofetada que casi la tiró al suelo.

—¡Vale ya, Paco! —exclamó su mujer, agarrándole el brazo.

Noelia se limpió la sangre de la boca. El guantazo le había partido un labio.

—Eres un asesino…

—Pensé que era uno de ellos —dijo él.

—¡No digas chorradas! Todos le habíamos visto. ¡Nos ha salvado, y tú le has matado!

—Lo que tú digas, hija.

Sin prestarle más atención, Escobar se agachó sobre el cuerpo de Madi y buscó en los bolsillos. Allí estaba el
walkie-talkie
averiado. No se podía hablar por él, pero el nigeriano había acordado con la gente del barco que lo usaría a modo de baliza localizadora.

El subfusil yacía en el suelo, junto a Madi. El padre de Noelia lo recogió y le sacó el cargador para examinarlo. Después lo encajó de nuevo con un seco chasquido y dijo:

—Mejor esto que nada. —Se volvió hacia Noelia y dijo—: Lleva tú la mochila. Tu madre no puede más.

—¡Y una mierda!

—¡Haz lo que te digo!

—¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a disparar también a mí?

—¡No seas gilipollas, hija! Él venía a por ese dinero, no a salvarnos, ¿te enteras? Y resulta que ese dinero es lo único que puede hacer que salgamos de aquí con vida. ¡Coge la mochila te digo!

Noelia sabía que su padre podía hacer cosas malas, incluso muy malas, pero no sospechaba que fuese capaz de asesinar a un hombre a sangre fría. Ahora, al ver sus ojos inyectados y el gesto de odio que deformaba sus rasgos, pensó que no necesitaba infectarse con ningún virus para convertirse en una fiera salvaje, y por primera vez en su vida sintió verdadero miedo ante él. Con los ojos anegados de lágrimas, se agachó junto a la mochila, la levantó con ambos brazos y se la colgó de los hombros. Era tan pesada que, para no caer de espaldas, tenía que andar inclinada hacia delante como si buscara algo en el suelo.

«Debería haber muerto —se dijo—. No merezco vivir. Nadie merece vivir».

Escobar y su familia atravesaron una línea de dunas erizadas de cañas y, por fin, encontraron el mar frente a ellos.

Escobar cayó de rodillas. Atrapó un puñado de arena en la mano, lo besó y luego lo soltó al viento.

—Lo hemos conseguido —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas.

Sentía como si esa noche eterna hubiera durado todos los años de su vida, como si jamás se hubiera sentado a descansar, como si nunca hubiese dormido. El cólico le molestaba todavía, pero como una vieja herida de guerra; era mucho peor el dolor que le recorría todos los miembros, que le penetraba hasta los huesos y que se le clavaba en el pecho como una puñalada. Sabía que debía adelgazar, y beber menos, y dejar de fumar, y si salía con bien de aquello estaba dispuesto a cuidarse.

«Tenemos que continuar», pensó.

Le tendió una mano a su mujer para que le ayudara a levantarse. Ella tiró de él, y Escobar se puso una mano en la rodilla para darse impulso y apoyarla en la tarea. «La buena de Carmela», pensó. Una santurrona, y pesada como ella sola cuando se ponía a contarle chismes de su familia que no le interesaban; además, peor en la cama no se podía ser. Sin embargo, había estado a su lado desde hacía cuarenta años, trabajando, sufriendo, cuidándolo en la enfermedad, mirando hasta el último céntimo.

—Seguimos —le dijo a su mujer, y ella le apretó la mano.

Caminaron por la playa hacia el este, como les había indicado Madi. Escobar se descalzó y dejó que la arena se le metiera entre los dedos doloridos y los masajeara, y que el agua salada le refrescara los tobillos hinchados. Noelia, cargada con la mochila, se rezagaba. La chica no le había vuelto a dirigir la palabra. «Cuando no pueda más, ya me pedirá que lleve yo el dinero», pensó.

No tardaron en divisar una sombra perfilada contra el fondo pálido de la arena. Al llegar junto a ella, comprobaron que era un chiringuito de madera carcomida. Escobar lo conocía; de joven había ligado allí con alguna que otra extranjera. Pero ahora llevaba años abandonado, y el viejo cartel de Pepsi estaba tan descolorido por el sol que apenas se distinguían las letras.

Apartó unas tablas mordidas por el salitre y unos sacos de arpillera medio podridos y descubrió que bajo ellas se escondía una pequeña Zodiac de color gris. Tenía el fondo de aluminio, un par de remos y un motor de ocho caballos. Al lado había una garrafa de gasolina.

—Está aquí todo, gracias a Dios —dijo.

Agarró la embarcación por las cuerdas de nailon que colgaban a los lados, le tendió una a Carmela, y ambos tiraron de la lancha hacia el agua. Cuando llegaron a la orilla, Escobar le dijo a su hija que se girara y le descolgó la mochila para dejarla en el piso de la embarcación. Al librarse del peso, Noelia dio un par de pasos adelante como si flotara. Escobar conocía la sensación por la mili, cuando él mismo pesaba cuarenta kilos menos y la mochila que llevaba para las maniobras abultaba casi tanto como él.

—¿Es que no piensas volver a hablarme en tu vida?

Noelia se dio la vuelta. Los churretes de ese estúpido maquillaje gótico le llegaban hasta la barbilla.

—Lo asesinaste —dijo con voz débil—. Mataste a Madi a sangre fría. Nunca imaginé que pudieras hacer algo así.
Nunca
.

Escobar cruzó una mirada con Carmela. Ésta movió la cabeza a los lados, con impotencia.

Volvió los ojos hacia su hija, lo pensó un momento y se acercó a ella abriendo los brazos.

—No lo entiendes. Yo haría cualquier cosa por mi familia. Cualquier cosa.

Noelia se apartó, revolviéndose como si le hubiera caído ácido encima.

—¡No me toques!

—Hija, esos dos negros iban a matarnos. ¿Lo entiendes? Esa gente es así. Nos querían sólo para que les ayudásemos a salir de allí. Cuando llegáramos al barco pensaban quitarnos el dinero y echarnos al mar.

—¿Y entonces por qué quieres ir al barco? ¡Embustero!

—Niña, respeta a tu padre —dijo Carmela.

«Si lo dijeras con un poco más de autoridad, a lo mejor servía para algo», pensó Escobar.

—Tenéis que escucharme ahora las dos con mucha atención —dijo—. Sólo tenemos una oportunidad de salir de aquí con vida y con nuestro dinero. La gente de ese barco no nos conoce, y ni Madi ni Adu están aquí para desmentirnos.

—¿Qué piensas decirles? —preguntó Carmela.

—Que este dinero es de Ibraim el-Malik —dijo Escobar, señalando la bolsa—. Que nosotros trabajamos para él. No se atreverán a tocarnos y no se atreverán a tocar el dinero. El-Malik es alguien a quien respetan por encima de todo esto. Tiene tanta reputación entre ellos como tenía Bin Laden.

—¿Qué hacía Madi con el-Malik? —preguntó Noelia—. Él no era musulmán, era cristiano.

«Por fin me habló», pensó Escobar.

—El-Malik tiene fama de terrorista fanático, pero en realidad es más mafioso que otra cosa —explicó—. Entre el norte de África y aquí no se mueve nada sin que él no lo sepa ni se lleve su mordida. Por eso le diremos a esa gente que lo que va en la mochila es la comisión que le mandan Adu y Madi. Saben que si le quitan un solo billete, el tipo ese dictará una
sharia
contra ellos y su vida no valdrá ni medio euro.

—Se dice
fatwa
—le corrigió Noelia.

—Lo que tú digas —respondió Escobar, demasiado cansado para discutir—. Cuando lleguemos al barco, vosotras punto en boca y me dejáis…

Un ruido inesperado interrumpió sus palabras. Escobar volvió la mirada tierra adentro.

—Esto no es justo —murmuró—. No hay derecho. Ahora no.

Entre estrépito de palos y varas de metal, la pared del invernadero más cercano, que se encontraba al borde de la carretera y a menos de cien metros de la orilla, se desgarró. Como si fuera el vomitorio de un estadio de fútbol, por la raja abierta en el plástico salió un chorro de infectados que, al verse al aire libre, empezaron a proferir gritos y a agitar los brazos.

—¡Rápido, antes de que nos vean! —dijo Escobar.

Demasiado tarde. Aquellos hijos de puta parecían tener un radar para detectar a la gente sana. La vanguardia empezó a correr hacia la playa entre alaridos y aullidos de lobo rabioso. Algunos trastabillaban y rodaban por la arena, y los que venían detrás tropezaban con ellos y también caían, pero había muchos. Cuarenta o cincuenta por lo menos, y con las balas que le quedaban en el cargador no tenía ni para empezar.

Escobar empujó la Zodiac, ayudado por su mujer y su hija, que se metieron en el agua y tiraron de las cuerdas de nailon.

—¡Subid! ¡Rápido, subid! —ordenó él, mientras saltaba dentro.

Las dos se encaramaron como pudieron, y la lancha se sacudió tanto a ambos lados que no zozobró de puro milagro. Escobar quitó la funda de plástico del fueraborda y lo colocó en posición. Mientras tanto, Noelia y Carmela remaban para alejarse de la orilla.

Escobar agarró el cable de arranque y tiró con fuerza de él.

Nada.

Volvió a tirar, con idéntico resultado.

Alzó la vista y vio que los primeros zombis estaban a menos de veinte metros de la orilla.

—¡Remad más rápido, coño, que nos cogen!

Tiró de la cuerda por tercera vez, y por cuarta y quinta. A la sexta sonó un amago de borboteo, pero duró un segundo. Mientras tanto, un zombi más joven y alto que los demás ya chapoteaba en el agua y avanzaba hacia la lancha.

Volvió a tirar del cable de arranque. En vano.

Desesperado, Escobar saltó fuera de la Zodiac. El agua le llegaba por debajo del pecho: en aquella playa la pendiente era muy suave, y había que adentrarse un buen trecho en el mar para que cubriera. Empujó con todas las fuerzas que le quedaban para ayudar a su mujer y su hija, que paleaban con desmaña y sin ponerse de acuerdo.

—¡Deja el remo y tira del motor de arranque, Carmela! —gritó—. ¡Tiene que funcionar!

Ella gateó por el fondo hasta el fueraborda y cogió el extremo del cable.

—¡Sube ahora mismo, Paco! ¡Ay, ten cuidado!

Se volvió justo a tiempo de ver cómo aquel infectado se abalanzaba sobre él. Por suerte, el agua frenaba sus movimientos. Escobar le descargó un puñetazo en el rostro y, aunque se hizo daño en los nudillos, sintió cómo el cartílago nasal de su atacante se deshacía con un ruido viscoso. El zombi cayó hacia atrás con una gran salpicadura. Pero detrás de él venían más. Primero tres, luego cuatro o cinco, después todos los demás.

Carmela tiró desesperadamente del cable. «He sido un gilipollas», pensó Escobar mientras seguía empujando la Zodiac. Si él, que tenía más fuerza, no había conseguido arrancar el motor, su mujer ni de coña lo iba a lograr.

—¡Sube, Paco, por Dios! ¡Subeeeee!

Una infectada saltó sobre su espalda y le mordió en el hombro. Una vez Escobar tuvo un dóberman que le dio un bocado en la pantorrilla: él le pegó un tiro y no volvió a comprar ningún perro de esa raza. Pero aquel animal no le había clavado los dientes con tanta fuerza como aquella loca. Escobar se la quitó de encima como pudo, mientras oía los chillidos histéricos de su mujer y de Noelia.

Otros dos zombis saltaron sobre él y le hundieron la cabeza debajo del agua.

«Toda la puta vida trabajando para acabar así», pensó mientras miles de burbujitas escapaban de su boca.

56

Al poco tiempo de que Madi se fuera, se oyeron más disparos y gritos. Luego, durante un rato, reinó el silencio, sólo quebrado por el soplo del viento y el rumor de la marea rompiente.

Aguirre se había sentado con la espalda contra la pared, mirando al mar con aquella actitud hierática tan propia de él. Laura pensó que, por seguridad, les convenía meterse en el chiringuito; pero dentro olía mal y había demasiada oscuridad, mientras que fuera podía respirar aire puro y ver la luna sobre las olas. Se sentó a esperar en el otro extremo de la pared, con la puerta separándolos a ambos. Alika se acercó a ella y se acuclilló a su lado.

—¿Quieres dormir, Alika? —preguntó Laura.

Ella dijo que sí con la barbilla. Laura estiró las piernas y, con toda delicadeza, obligó a la joven a tumbarse y apoyarle la cabeza sobre los muslos. Alika sonrió feliz y cerró los ojos, sin dejar de apretujar a Nina contra su pecho. Poco después su respiración se hizo más profunda y pausada.

«Ojalá pudiera dormirme yo con tanta paz», pensó Laura. Se sentía agotada, y de pronto tenía mucha hambre. Podría haberse levantado para entrar en el quiosco y ver qué encontraba, pero no quería despertar a Alika.

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