Laura se limitó a desviar la vista hacia un lado. Annia se levantó y regresó al cabo de un instante con un vasito de agua y una píldora.
—Tranquila, no te voy a drogar. Es sólo ibuprofeno. Te irá bien para la jaqueca.
Laura la miró asombrada.
—¿Haces que me abran la cabeza y luego me das un antiinflamatorio?
Annia se encogió de hombros.
—No hace falta ser innecesariamente cruel. Tómatelo.
—Olvídalo.
No se trataba de un arrebato de dignidad. Realmente, Laura no se fiaba de aquella pastilla. Por su aspecto bien podía ser ibuprofeno, pero ¿quién impedía a esa gente con la que ahora andaba Annia mezclarlo con alguna sustancia extraña, un sedante o incluso algún tipo de droga de la verdad?
—Como quieras. —Annia dejó el vasito y la píldora a un lado.
Al agachar la mirada, Laura vio un bultito en la camiseta negra, bajo su pecho. Era la cajita de plástico que llevaba sujeta al cuerpo con vendas. No se la habían quitado, aunque con el más superficial cacheo la habrían detectado. Al fin y al cabo, debían de haber pensado, ¿para qué? En el remoto caso de que llevara un arma escondida, a estas alturas debía ser ya evidente que no se atrevería a usarla.
Dentro guardaba algo muy importante. La sangre de Eric. La de Alika también era muy especial, pero ella no podía tener en su interior la versión mutada del virus, sino un precursor. Para conseguir una vacuna eficaz necesitaban la de Eric.
Se preguntó por qué estaba pensando en fabricar vacunas, cuando lo más probable era que antes de una hora estuviese muerta. Ya había visto cómo trabajaban los paramilitares. Si Janus se había tomado tantas molestias para borrar sus huellas, no iba a dejar con vida a alguien que conocía toda la trama.
—¿Dónde está Alika? —preguntó. El corazón se le detuvo un instante, aguardando la respuesta.
—¿La chica que te acompañaba? Se encuentra bien. Va en la ambulancia, que tiene laboratorio móvil. Ahora mismo le están sacando muestras de sangre, de tejidos, de todo.
—Es una persona, no un conejillo de indias. Ya le han hecho bastante daño.
—La están tratando bien, te lo aseguro. Va a ser muy valiosa en el futuro, así que hay que cuidarla. Aguirre nos habló de los asombrosos pacientes cero, y sabemos que esa chica es uno de ellos.
—¿Desde cuándo estás a sueldo de Janus?
—Por el tono en que lo dices, cualquiera diría que piensas que soy un monstruo.
—Prefiero no decirte lo que pienso.
—Tienen en nómina a gente en todos los puestos que te puedas imaginar. Incluso algún que otro presidente de Estados Unidos. ¿Crees que no iban a buscar contactos en nuestra organización? De hecho, siempre ha sido nuestro principal mecenas, aunque por medio de sociedades interpuestas.
Laura pensó en ello. De modo que Janus suministraba material tecnológico de última generación a la OPBW para que pudieran investigar y abortar los avances en guerra biológica…, y de esa manera eliminar a la posible competencia. El monopolio perfecto: controlar a la vez la enfermedad y el remedio.
—Me dan ganas de vomitar.
—Porque siempre has sido una ingenua, Laura. Las cosas funcionan así en todas partes. Una mano lava a la otra. Es lo normal.
—¿Experimentar con seres humanos para conseguir esclavos mutilados mentalmente te parece normal?
Annia frunció los labios en una mueca de repugnancia.
—Nadie sabía lo que estaba haciendo Aguirre en este lugar.
—Seguro.
—Te doy mi palabra de honor.
Laura apartó la mirada.
—Sé lo que estás pensando —dijo Annia—. Y no te lo acepto. Claro que tengo palabra de honor, y precisamente por eso he venido aquí, para arreglar el desaguisado que ha organizado ese malnacido.
—«Desaguisado» es una palabra demasiado suave, Annia. Lo que había montado Aguirre era su propia versión de Auschwitz. Y con dinero de Janus.
—Lo sé.
El vehículo se detuvo en ese momento.
—¿Dónde estamos? ¿Adónde piensas llevarme?
—El lugar te va a resultar familiar, aunque ha cambiado en las últimas horas.
Annia se colocó la capucha del traje y se subió la cremallera con cierta torpeza. «Se te va a estropear el peinado», pensó Laura con sarcasmo.
El portón de la furgoneta se abrió. Annia ayudó a Laura a levantarse y la condujo a la parte trasera. Fuera había dos mercenarios con trajes de protección. Uno de ellos era el mismo que le había propinado el culatazo. Ahora le tendió la mano para que bajara. Laura la rechazó y saltó al suelo por su cuenta.
El sol del mediodía la cegó, y Laura sintió como si los rayos le atravesaran el cerebro. «Dios, qué dolor de cabeza». Cerró los párpados, pero incluso a través de ellos notaba la luz y el calor. Se resignó a abrirlos, y al hacerlo se encontró a Alika.
—Hola, Laura —dijo con una sonrisa.
—¡Alika! —Laura se acercó a ella y la abrazó. El mercenario tiró de ella y las separó. Laura se revolvió, pero al ver el gesto de aquel hombre se lo pensó mejor y no le dijo nada. Tenía los ojos del color del acero, y por su expresión era evidente que le daba igual usar la culata del fusil que el cañón.
—¿Qué pasa? —preguntó Alika con gesto preocupado. Al menos, pensó Laura, no le habían quitado la muñeca. Por alguna razón, ésa le habría parecido la peor de las crueldades.
—No te preocupes, Alika. Todo va a ir bien. Te lo prometo.
«Una mentira más», se dijo.
Miró en derredor. Detrás de ellas dos vio la ambulancia que había traído a Alika y la furgoneta en que había viajado ella. Los dos vehículos estaban en el centro de la carretera que atravesaba Matavientos.
«De vuelta a la pesadilla», pensó.
Pero todo había cambiado. Apenas se veía movimiento en la calle. Tan sólo el espejeo de las hojas en los raquíticos arbolillos que adornaban las aceras y el aletear de los cuervos que revoloteaban de un cadáver a otro, como si tuvieran tanta pitanza donde elegir que no supieran decidirse.
Laura vio a un par de infectados que todavía se mantenían en pie, caminando en círculos como el hombre al que había encontrado en la playa, pero se hallaban muy lejos de allí. Había otros que se convulsionaban en el suelo, y la mayoría yacían allá donde hubieran caído. Matavientos se estaba convirtiendo rápidamente en un cementerio bajo el sol.
—Gracias al satélite hemos visto que las calles ya estaban casi despejadas —le explicó Annia—. Una suerte. Apenas nos quedaban hombres tras el desastre de anoche.
Su jefa consultó el tubo fluorescente pegado a su muñeca.
—El aire está limpio de virus. Bien. ¡Ya no soporto esto!
Annia volvió a abrir la cremallera y se bajó la capucha. Iba a meterse los dedos en el pelo para soltarse la cabellera sacudiendo el cuello con ese gesto tan suyo de anuncio de champú, pero se dio cuenta de que llevaba puestos los guantes y se lo pensó mejor. Después olisqueó y arrugó la nariz.
—Tal vez «limpio» sea demasiado optimista —dijo—. Debe de haber miles de cadáveres pudriéndose en este pueblo.
—Por vuestra culpa —dijo Laura.
—Por culpa de Aguirre. Nosotros… ellos investigan para curar a la gente. No lo olvides.
Laura se volvió. La clínica estaba a unos pocos metros, y también la siniestra nave dormitorio cuya fachada gris y sin ventanas la hacía pensar en Auschwitz o Treblinka. Allí seguían los restos de la Transporter de Márquez, y también los dos blindados en los que habían llegado los paramilitares, uno aparcado cerca de la rampa de entrada del garaje y otro treinta metros más allá, hacia la rotonda. Alrededor de todos ellos se amontonaban corros de cadáveres. Entre ellos, aparte de infectados, vio los restos de algunos paramilitares de negro.
Cuarenta y ocho horas antes, un espectáculo tan macabro la habría horrorizado. Ahora lo contemplaba casi con indiferencia. «La capacidad de adaptación del
Homo sapiens
es asombrosa», pensó.
Había un tercer vehículo blindado, el mismo que había visto en el cruce antes de recibir el culatazo. El portón trasero se abrió. Cuatro hombres salieron cargando una caja con ayuda de unas barras y la depositaron en el suelo. Por la forma en que la manipulaban y cómo se oían sus resoplidos a través de las capuchas, debía de ser muy pesada.
—¿Qué es eso? —preguntó Laura.
—Ven a verlo —la invitó Annia.
La caja, que había quedado de pie, medía poco más de un metro de altura, y tenía un rótulo en ruso o alguna otra lengua eslava. Uno de los mercenarios levantó la tapa. Dentro había un cilindro metálico de color plateado que a Laura le recordó a un barril de cerveza alargado o a las bombonas de butano de Cepsa. Sin embargo, varios detalles hacían pensar en algo mucho más ominoso. Pese a que no era muy grande, aquel objeto pesaba más de cien kilos. ¿Qué podía contener que era tan denso?
Lo más amenazante se hallaba en la parte superior del cilindro: un dispositivo con un teclado y un contador digital.
«Es una bomba», comprendió Laura. Pero ¿qué tipo de bomba?
—¿Qué vais a hacer, Annia?
—Limpiar este lugar.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que estoy diciendo. Con una temperatura de más de un millón de grados, no sobrevivirá ni un solo virus.
—No. —Laura se tambaleó, mareada por lo que estaba oyendo—. No puede ser. ¡Habéis traído una bomba atómica!
Ahora comprendía que pesara tanto. Fuese de uranio o de plutonio, ambos metales eran dos veces y media más densos que el hierro.
—«MADM» es un término más preciso —explicó Annia en tono didáctico—. Munición media de demolición atómica. Diez kilotones de potencia. Por supuesto, no se trata del modelo americano, sino de la respuesta que dieron los soviéticos. Ha costado una fortuna en el mercado negro, pero nos servirá para atajar este problema de raíz.
«Y, sobre todo, para destruir pruebas», comprendió Laura.
Annia hizo un gesto con la barbilla. Uno de los mercenarios tecleó una serie de números y apretó un botón verde. A continuación, la propia Annia introdujo una segunda contraseña.
El contador empezó a correr. Los dígitos, no podía ser de otra forma, eran rojos. La cuenta atrás había arrancado en veinte.
«Sólo veinte minutos», pensó Laura con desmayo.
—¡Esto es una barbaridad! —protestó—. ¡Vais a reducir a cenizas todo Matavientos y los alrededores para borrar vuestras huellas!
—No dramatices, Laura. No se van a producir bajas. —Señaló a su alrededor—. Los pocos infectados que siguen vivos están agonizando. Con esto les vamos a hacer más fáciles sus últimos minutos.
—¿Y las radiaciones? ¿Qué ocurrirá con toda esta zona?
Annia torció el gesto.
—Si se desató el pánico cuando insinuaron lo de la
Escherichia coli
, supongo que ahora la cosa se pondrá peor. Daños colaterales, me temo. Pero es la mejor forma de asegurarnos de que el virus no sale de aquí.
Annia se volvió hacia los hombres que habían descargado la bomba y les indicó que debían ponerse en marcha, ya que su vehículo era más lento. Los cuatro subieron al blindado, que maniobró para girar y se alejó por donde había venido.
—¿Cómo vais a justificar una barbaridad así? —preguntó Laura—. Janus es poderosa, pero no tanto.
—Te sorprenderías. Además, la justificación nos la has dado tú misma.
—¿Qué quieres decir?
—Terroristas. El-Malik y Al Qaeda serán el perfecto chivo expiatorio.
—Lo negarán.
Annia sonrió.
—El-Malik no lo negará, querida. Le gusta la publicidad… y el dinero aún más. Por la suma que va a recibir, confesará que él era Jack el Destripador.
Dios Santo, pensó Laura, ¿hasta dónde llegaban los tentáculos de Janus?
—Es hora de despedirse, querida —dijo Annia, mirando al contador. Señalaba diecisiete minutos—. Tengo la sangre fría, pero no tanto. Imagínate que pinchamos una rueda.
«Hora de despedirse». Por supuesto. A ella la iban a dejar allí para que muriera. ¿Cuánto podía correr en ese tiempo? Aunque se sentía muy cansada, para ella un ritmo de cuatro minutos cada mil metros no era nada del otro mundo. Eso suponía alejarse más de cuatro kilómetros. Si la bomba tenía la potencia que decía Annia, con eso podría sobrevivir a la bola de fuego. La onda expansiva y la radiación serían otra cosa.
Eran cálculos vanos, y lo sabía. Annia no iba a dejar nada al azar.
«¿Voy a dejar que me maten como a un conejo?», pensó. Recordó a Adu, que en el nivel 4 había dicho que se negaba a morir sin luchar, y luego lo había demostrado llevándose por delante a los infectados que lo estaban despedazando.
Ella no era como Adu ni Madi, ni siquiera como la valiente Davinia. De hecho, resultaba tan evidente que era inofensiva que ni se habían molestado en registrarla o atarle las manos.
Pero tenía su propia bomba de relojería. «Debes actuar rápido».
—Esto me supera —dijo, exagerando quizá demasiado el tono histérico mientras se metía la mano bajo la camiseta—. Necesito un ansiolítico.
—Tómate todos los que quieras, Laura.
La voz de Annia era triste, y parecía sincera. Le dio la espalda a Laura y se dirigió a los dos mercenarios que quedaban.
—Lleváosla detrás de la furgoneta. Prefiero no ver esto.
Laura había leído los estudios de Eagleman, un neurólogo que había demostrado que en situaciones de gran estrés, cuando la adrenalina se dispara por las venas, el tiempo se ralentiza tanto que se pueden llegar a distinguir las centésimas de segundo en un cronómetro. Ahora lo comprobó en su propio organismo. Por primera vez en mucho tiempo, lo veía todo claro, nítido, casi cortante. Sus manos trabajaron rápidamente dentro de la cajita. Era algo sencillo, que había hecho miles de veces en su vida. Pinchó con la aguja de la jeringuilla en el tapón del vacutainer y extrajo dos centímetros cúbicos de sangre de Eric.
«No soy tan mosquita muerta como todos pensáis», se dijo, mientras sacaba la jeringuilla. Saltó sobre Annia, con la mano izquierda le rodeó el cuello y con la derecha apretó la aguja contra su carótida. En todo momento se cubrió detrás de su jefa. Por suerte, el traje Chemturion hacía que el cuerpo de Annia abultara el doble que el suyo y le sirviera de parapeto.
—¡Soltad las armas! —gritó.
Los dos mercenarios hicieron justo lo contrario y apuntaron sus subfusiles. Laura escondió la cabeza tras la de Annia. De momento no veía el punto rojo, y eso era bueno. Pero si los paramilitares se abrían en ángulo, no podría ocultarse de ellos.