Madi volvió a abrir, y esta vez pasó el cuerpo entero al otro lado. La puerta volvió a cerrarse tras él. Por las rendijas se colaron unas líneas de luz. Segundos más tarde, el nigeriano volvió a abrir.
—Pasad, rápido. No hay nadie.
Como habían supuesto, se encontraban en un aparcamiento subterráneo, de techo bajo, muy alargado y sembrado de columnas de hormigón. Al fondo había una rampa que terminaba en una puerta pintada de rojo.
—Los zombis están detrás —dijo Madi. Era una información más bien redundante: al otro lado se oían gritos, y también golpes que resonaban como disparos en la chapa metálica.
—¿Cómo vamos a salir? —preguntó Carmela.
—Tenemos que encontrar un vehículo —dijo Laura—. Seguro que Adu puede abrirlo.
El aludido sonrió y se palmeó el chaleco antibalas.
—Adu siempre os saca los champiñones del fuego —dijo orgulloso. Todos debieron de pensar «las castañas», pero nadie le corrigió.
Caminaron por la calle central. El párking estaba prácticamente vacío. Tan sólo encontraron dos coches, oxidados y con los neumáticos podridos y deshinchados, y un camión. Era blanco, o debía serlo por debajo de la capa de polvo, tierra y hollín, y el remolque estaba cubierto por una lona azul. En la rejilla de ventilación del morro rezaba «Nissan», y en un lateral de la cabina «Atleon». «Voy a aprender más modelos de vehículos que en toda mi vida», pensó Laura.
—A ver si no va a tener gasolina —dijo Carmela; muy en su función de madre, tendía a ponerse en lo peor.
—Esto lleva gasoil, boba —repuso su marido—. ¿Y qué iba a pintar con el depósito vacío en un aparcamiento?
Más práctico que ellos, Adu ya se había encaramado al estribo para forcejear con la cerradura. No tardó mucho en abrir la puerta y colarse en la cabina.
—¡Bien, hermano! —dijo Madi—. ¿Le vas a hacer un puente?
—No lo creo —repuso Escobar—. Con ese modelo de camión es imposible.
Madi soltó una carcajada.
—Adu sí puede. Es capaz de hacerle un puente al transbordador espacial de la NASA. Es su superpoder.
Al cabo de unos segundos el motor se puso en marcha. Adu bajó la ventanilla y asomó el brazo. Se había puesto una gorra amarilla que debía de haber encontrado dentro.
—¿Se lo hiciste, hermano? —le preguntó Madi, satisfecho.
—Mejor. ¡Había otro juego de llaves en la guantera!
Ahora tenían que salir de allí abriendo el portón del garaje. Laura, que quería sentirse útil, corrió hacia la rampa y comprobó que, como sospechaba, había un botón en la pared, con un pequeño letrero que decía: PUSH TO OPEN.
Obviamente, no se le ocurrió pulsarlo aún: los golpes que se oían en el portón la disuadieron de ello. Regresó con los demás y les habló del botón.
—Cuando lo pulsemos —explicó—, la puerta permanecerá abierta unos minutos antes de volver a cerrarse.
—Bien —dijo Madi—. Todos a la parte de atrás del camión. Yo doy al botón y vuelvo corriendo. Cuando se abra la puerta, Adu saca el camión. Y si entran los infectados…
—¡Que se jodan! —completó Adu desde la cabina con una sonrisa truculenta.
Tras abrir la lona que cubría el remolque, Laura, Alika y los Escobar treparon al compartimento de carga. Estaba casi vacío, salvo por unos cuantos cachivaches y una pila enorme de rollos de papel higiénico al fondo. Apenas se habían sentado en el suelo cuando Adu arrancó. El camión giró noventa grados para salir de la plaza de aparcamiento y se detuvo tan en seco que los pasajeros chocaron unos con otros.
Desde esa nueva posición, Laura pudo ver que la puerta por la que habían llegado se acababa de abrir. Varios paramilitares entraron en el garaje, desplegándose con la eficacia de agentes especiales.
—¡Los del camión! ¡Alto! —gritó alguien con acento extranjero.
—¡Tumbaos! —ordenó Escobar. Él mismo predicó con el ejemplo, y luego exclamó—: ¡Adu, ya están aquí! ¡Sal cagando leches!
Pese a que el camión todavía no se había movido, los hombres de negro abrieron fuego. Laura se encogió como un feto mientras Alika y Noelia se abrazaban. Una bala silbó sobre sus cabezas, y se oyó el chasquido de un cristal al romperse.
—¡Hijoputas! —gritó Adu desde la cabina—. ¡Casi me dan!
El camión se puso en marcha por fin con una sacudida. Se oyó una nueva andanada de ráfagas breves, cuatro o cinco disparos tan seguidos que sonaban casi como uno solo. Noelia gritaba de pavor, mientras su madre rezaba y su padre, estropeando el efecto apotropaico de sus plegarias, blasfemaba contra medio santoral.
Por delante se oía el rechinar del portón al abrirse, mezclado con alaridos rabiosos. Eso significaba que Madi ya había pulsado el botón. El camión se movía con una lentitud desesperante, pero Laura comprendía que Adu no podía acelerar hasta que la puerta no estuviera abierta del todo.
Una nueva andanada. Una bala impactó en algo metálico, y el rebote se oyó como un agudo
piiiinnnnggg
que enseguida se hizo más grave. «Efecto Doppler», pensó Laura, que se sorprendió a sí misma al comprobar las ocurrencias de su mente en aquel trance.
Se oyó una ráfaga más cercana, casi al lado del camión. «Madi —comprendió Laura. ¿Qué demonios estaría pasando?—. No pienso asomar la cabeza para comprobarlo».
Un portazo en la cabina. Madi había subido al camión.
—¡Corre, Adu!
Era la voz de Madi. Sonaron más disparos, y las ruedas chirriaron en el suelo. Por más que quisiera acelerar Adu, el camión era pesado y tardaba en reaccionar. Se oyeron más gritos de furor y un par de golpes sordos. Laura sintió que el fondo del vehículo se movía arriba y abajo. Ya conocía la sensación: las ruedas habían pasado por encima de un cuerpo.
Después notó la inclinación de la rampa.
—¡Que se te cala! —gritó Madi.
—¡Tú déjame!
«No, por Dios, que no se le cale ahora», imploró Laura.
Se oyeron nuevas ráfagas, ahora más seguidas. A los lados del camión, los infectados palmeaban la lona y gritaban, pero el Nissan coronó por fin la rampa y empezó a tomar velocidad. Los alaridos y los disparos fueron quedando atrás.
Si por ella hubiera sido, Laura se habría quedado acurrucada el resto de su vida. Pero la angustiaba no conocer la situación. Se levantó un poco y se asomó por la abertura que dejaba la parte trasera de la lona. Habían salido de la nave dormitorio por la parte norte, y ahora estaban rodeando la clínica. En la salida del garaje, una horda de decenas de infectados bajaba la rampa como una marabunta. Por fin, la esquina de la clínica ocultó de la vista la nave, y el tableteo de los subfusiles se apagó con la distancia.
A Laura le había parecido que los paramilitares eran cuatro o cinco a lo sumo. Por muchos cartuchos que les quedaran, no lo iban a tener fácil para salir con vida del aparcamiento. Se dio cuenta de que prefería que ganaran los infectados. Al menos, su agresividad no era voluntaria, tan sólo una conducta o más bien un instinto provocado por el virus. Eran tan impersonales como una catástrofe natural: sin odio real, sin maldad, movidos sólo por los impulsos animales más básicos.
Sentado en la cabina junto a Adu, Madi respiró hondo. Durante unos segundos la situación había sido casi desesperada. Por suerte, el garaje era muy largo, quizá más de cincuenta metros, y a los paramilitares les había faltado puntería.
—Llevamos una rueda pinchada —dijo Adu, mirando por el retrovisor—. Menos mal que son dobles.
A la derecha de la calle se abría un gran solar, y a la izquierda se alzaba la clínica. Había infectados en la calle, pero estaban más dispersos. Al parecer, venían desde los invernaderos. Tras las paredes de plástico, las luces interiores brillaban como luciérnagas encerradas en cárceles transparentes.
—Para llegar al mar hay que pasar la rotonda y seguir a la izquierda —indicó Madi.
—Ya lo sé —respondió Adu, encendiendo las luces. Con los nervios, se había olvidado de hacerlo.
Los faros iluminaron una sombra oscura atravesada en la salida de la rotonda. Era un automóvil, un viejo Ford Mondeo negro. El cristal de la ventanilla del acompañante estaba roto, y una pequeña multitud de infectados aporreaba la carrocería, mientras uno intentaba entrar por el hueco de la ventana para atrapar al conductor. Pudieron ver la silueta de éste, aplastado contra la ventanilla de su lado, defendiéndose a patadas y empujones de sus adversarios. No tenía escapatoria.
—Pobre diablo —dijo Madi. Pero al ver que Adu giraba el volante a la izquierda, exclamó—: ¡¿Qué haces?!
—¡Agarraos ahí atrás! —gritó Adu.
El morro del camión chocó contra la parte trasera del Mondeo. Pese a que no iban muy rápido, la mole del camión hizo que la chapa del maletero se doblara con un tremendo crujido y los pilotos despidieran fragmentos por todas partes. Adu siguió pisando el acelerador y arrastró el coche hasta salir de la glorieta, dejando a los infectados atrás. Tan sólo quedaba uno, con medio cuerpo dentro y las piernas asomadas por la ventanilla.
Por fin, Adu soltó el acelerador y clavó el pie en el freno. Madi miró por el retrovisor. Los demás enfermos venían detrás, pero calculó que tenía cerca de un minuto antes de que llegaran. Bajó del camión a toda prisa, agarró los pies del infectado que intentaba colarse en el coche y tiró de él con todas sus fuerzas. El tipo trató de aferrarse a la portezuela e incluso arrancó el retrovisor, pero Madi consiguió sacarlo de allí. La cara del infectado chocó contra el asfalto con un ruido sordo, como una sandía que revienta contra el suelo. Madi lo soltó, sacó la pistola del cinto y le disparó en la cabeza una sola vez.
Aunque vio que se quedaba quieto, se habría quedado más tranquilo descerrajándole dos o tres tiros más. Sin embargo, ahora la munición era un bien mucho más valioso que el dinero de Escobar y había que escatimarlo como si cada bala estuviese fundida en oro.
Mientras, Adu había dado marcha atrás para desenganchar ambos vehículos. Madi rodeó el Mondeo y trató de abrir la portezuela del conductor. El seguro estaba puesto. No disponía de tiempo para sutilezas, así que voló la cerradura. Otro cartucho menos.
En la lucha contra los agresores, el conductor se había quitado el cinturón de seguridad. Sentado de lado en el asiento, el airbag no le había servido de mucho y se había golpeado en la cabeza. Tenía una pequeña brecha, no lo suficiente para matarlo, mas sí para dejarlo aturdido.
Madi tiró de él y, cuando lo tuvo fuera del coche, se lo cargó al hombro. Adu había maniobrado para facilitarle las cosas, así que apenas tuvo que caminar un metro para llegar a la parte posterior del camión, donde descargó al hombre como si fuera un saco de patatas.
—¡Ahí tienes a tu amigo, Laura! —dijo. Después, corrió como un antílope de vuelta a la cabina. Los primeros infectados del grupo se encontraban a menos de veinte metros.
—¡Por los pelos! —exclamó Adu, mientras Madi se sentaba a su lado. Antes incluso de que cerrara la puerta, Adu aceleró, y el camión dejó atrás la última glorieta del pueblo y se internó entre los invernaderos.
—¿Sabes que eres un maldito loco? —preguntó Madi.
—Tú también, que te has bajado a por él.
—Ese malnacido ha querido librarse de nosotros —dijo Madi, mirando por el retrovisor. Los infectados se veían ya diminutos como insectos en el cristal—. Algo tiene que ver con esto, y no me voy a quedar sin saberlo.
Por supuesto, el conductor no era otro que Eugenio Aguirre.
Ir sentada en la parte trasera de un camión en marcha sin apenas nada a lo que agarrarse no era la mejor forma de llevar a cabo un examen médico, pero Laura hizo lo que pudo a la luz de su móvil. Tan sólo le quedaba el treinta por ciento de batería, de modo que procuró ser rápida.
La herida en la cabeza de Aguirre no requería puntos. La cubrió con un apósito que sacó de la cajita blanca y pegó éste con esparadrapo. El neurólogo, aturdido, intentaba mover la cabeza a los lados. Noelia ayudó a Laura agarrándole por las sienes para inmovilizarlo.
—Estese quieto —dijo Laura—. Siempre dicen que los médicos somos los peores pacientes.
Lo más preocupante era un largo arañazo que le llegaba desde la muñeca al codo. La herida se veía hinchada. Todavía no había empezado a supurar, pero Laura estaba casi segura de cómo se la había hecho. En teoría, una herida causada por las uñas de un infectado no debería ser tan peligrosa como otra provocada por unos dientes. Sin embargo, el rasguño que tenía Sol en el abdomen no era tan profundo como éste, y aun así había bastado para contagiar a la infortunada mujer.
Laura también llevaba un frasquito de betadine. Aunque usarlo para combatir los virus era como enfrentarse a un bombardero con un arco y unas flechas, le echó el desinfectante en la herida. No pudo hacer mucho más: la caja era demasiado pequeña para llevar vendas y cubrir el arañazo, algo que la habría dejado bastante más tranquila.
Cuando terminó, ayudó a Aguirre a incorporarse. El médico apoyó la espalda en la pared interior del remolque y se llevó la mano a la cabeza.
Laura observó que Alika no perdía de vista al neurólogo, pero se había sentado lo más lejos posible de él.
—¿Dónde estamos? —preguntó Aguirre.
—Dentro de un camión —respondió Laura—. Vamos hacia la costa.
Aguirre palpó entre las sombras. Sus dedos toparon con el pie de Laura, que lo retiró.
—¿Qué busca?
—Mi maletín. ¿Dónde está el maletín que llevaba conmigo?
—Madi sólo lo sacó a usted del coche. No había tiempo para más.
Aguirre meneó la cabeza a los lados. Al hacerlo, sonó un chasquido audible en sus vértebras. Con un nuevo gruñido de dolor, se llevó la mano a la nuca.
—Me mareo…
—Debe de tener las cervicales afectadas. No llevamos ningún collarín, así que tendrá que evitar los movimientos bruscos.
—Ese maletín era vital. Lo llevaba a mi lado, a los pies del copiloto. Dígale a Madi que dé la vuelta.
—Eso ni lo sueñe, amigo —intervino Escobar—. Ahora que hemos salido de ese infierno, no vuelvo ahí ni por todo el oro del mundo.
«De eso no estaría yo tan segura», pensó Laura al ver cómo apretaba contra su pecho una de las mochilas del dinero. Ni Alika abrazaba a su muñeca con tanto amor.
—No se preocupe por el maletín —dijo Laura—. Ahora tiene problemas más importantes.
—¿Qué quiere decir?
Ella se palmeó el antebrazo. Aguirre comprendió, y examinó la venda que cubría la herida del suyo.