Las amistades peligrosas (37 page)

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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

BOOK: Las amistades peligrosas
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EL VIZCONDE DE VALMONT A LA MARQUESA DE MERTEUIL

Amiga mía, estoy volando, vendido y perdido, estoy desesperado; la señora de Tourvel se ha ido, ¡y ha partirlo sin que yo lo haya sabido! Yo no estaba para impedírselo y para echarle en cara su indigna traición. ¡Ah! no crea usted que la hubiera dejado marchar; se hubiera quedado, aunque hubiese tenido que valerme de la violencia. ¡Pero qué! en mi crédula seguridad, yo dormía tranquilamente; yo dormía, y el rayo cayó sobre mí.

No, no concibo el motivo de esta partida. Es necesario renunciar a conocer las mujeres.

¡Cuando me acuerdo del día de ayer! ¿qué digo? ¡de ayer noche! ¡aquel mirar tan halagüeño! ¡aquella tierna voz! ¡aquello de apretarme la mano! y al mismo tiempo estaba proyectando huir de mí. ¡Oh, mujeres, mujeres! ¡quejaos si os engañan! Pero, sí; cualquiera perfidia que se empleen con vosotras es un robo que os hacen.

¡Qué gusto tendré en vengarme! Yo volveré a encontrar a esta pérfida mujer; yo volveré a tomar mi imperio sobre ella. Si el amor no me ha bastado para hallar los medios, ¿qué no haré auxiliado de la venganza? La veré todavía a mis rodillas trémula y bañada en lágrimas, gritar con una voz encantadora: ¡perdón! y yo seré inexorable.

¿Qué hará ahora? ¿y en qué pensará? Quizás se está jactando de haberme engañado; y, fiel al gusto de su sexo, este placer le parecerá más dulce. Lo que la virtud más ponderada no ha podido lo ha conseguido sin esfuerzo el espíritu de astucia. ¡Insensato! yo temía a su cordura, su mala fe era lo que debía temer.

¡Y verme obligarlo a devorar mi sentimiento! No atreverme a manifestar sino un tierno dolor, cuando tengo el corazón lleno de rabia. ¡Tener que reducirme a suplicar todavía a una mujer rebelde, que se ha sustraído a mi imperio! ¿Deberé humillarme hasta ese punto? ¿Y por quién? por una mujer tímida y que jamás se ha ejercitado en los combates. ¿De qué me sirve haberme establecido en su corazón, después de haberla abrasado con todo el fuego del amor, haber llevado hasta el delirio la turbación de sus sentidos, si tranquila en su retiro, puede hoy engreírse de su huida más bien que yo de sus victorias? ¿Yo lo subiré, amiga mía? usted no lo cree, no tiene usted formada de mí una idea tan baja. ¡Pero la fatalidad me arrastra hacia esta mujer! ¿Tantas otras no desean mis obsequios? ¿No se apresurarán a corresponder a ellos? ¿Aunque ninguna pudiera competir con ésta, el cebo de la variedad, el encanto de nuevas conquistas, el brillo de su número, no ofrecen placeres bastante dulces? ¡Ah! ¿por qué?… Yo lo ignoro, pero lo experimento con vehemencia.

No hay ya para mí felicidad ni reposo, hasta que posea esta mujer que aborrezco, y amo con igual furor. No podré sobrellevar mi suerte sino desde el momento en que disponga de la suya. Entonces tranquilo y satisfecho, la veré, a su vez, entregada a las mismas tempestades que ahora experimento, y aun le suscitaré otras mil. La esperanza y el temor, la desconfianza y la seguridad, cuantos males ha inventado el odio y bienes ha concedido el amor, otros tantos quiero que llenen su corazón, y que se sucedan en él según mi capricho. Este tiempo llegará… pero hasta entonces ¡qué trabajos! ¡Que ayer estuviese tan inmediato y hoy me vea tan distante! ¿Cómo me acercaré a ella? No me atrevo a dar ningún paso, porque conozco que para tomar mi partido necesitaría tener más tranquilidad, y mi sangre está hirviendo en mis venas. Pero lo que redobla mi tormento, es la sangre fría, con la que cada uno responde aquí a mis preguntas, sobre este acontecimiento, sobre su causa y sobe todo lo que ofrece de extraordinario… Nadie sabe nada, y nadie desea saberlo: apenas se hubiera hablado de esto, si se hubiese consentido en que hablasen de otra cosa. La señora Rosemonde, a cuya casa he ido corriendo esta mañana, luego que supo esta novedad me ha respondido, con la frialdad de su edad, que era consecuencia natural de la indisposición que la señora Tourvel había tenido ayer; que había temido una enfermedad, y que por lo mismo había preferido estar en su casa. Ella encuentra esto muy regular y sencillo, y me ha dicho que hubiera hecho lo mismo si se hubiera hallado en igual caso. ¡Como si pudiera haber alguna cosa común entre las dos! Entre ella que tiene su pie en la sepultura, y la otra, que hace el encanto y el tormento de mi vida. La señora de Volanges, que por lo pronto sospeché que era cómplice, me parece que sólo siente que no le haya consultado sobre esta acción.

Confieso que rne alegro mucho de que no haya tenido el placer de no hacerme daño. Esto me prueba que no tiene con esta mujer tanta confianza como yo temía. Siempre es un enemigo menos. ¡Qué placer tendría si supiera que había huido de mi! ¡Cómo se inflaría de orgullo, si ella se lo hubiese aconsejado! ¡Qué importancia no hubiera dado a esto! ¡Dios mío! ¡Cuánto la aborrezco! ¡Oh! Volveré a hacer las amistades con su hija, quiero divertirme con ella a mi capricho. Por esta razón permanecerá aquí algún tiempo; a lo menos la corta reflexión que he podido hacer me inclina a tomar este partido.

¿Cree usted efectivamente que después de un paso tan señalado debe temer mi presencia la ingrata? Si le ha venido la idea de que yo podría seguirla, no habrá dejado de cerrar su puerta; y no estoy más dispuesto a permitirle que me dé este medio, que a sufrir la humillación que él me ocasionaría. Prefiero, por el contrario, anunciarle que me quedo aquí; y aún le haré instancias para que vuelva; y cuando esté mejor persuadida de mi ausencia, me tendrá en su casa: veremos cómo soportará esta aventura. Pero es menester diferirla para aumentar su efecto. Ignoro si tendré paciencia para ello: veinte veces he tenido hoy, la boca abierta para pedir los caballos. Sin embargo, tomo por mi cuenta y prometo a usted recibir aquí la respuesta, y sólo le ruego, mi bella amiga, que no me hago esperar. Lo que más me incomodaría sería el no saber lo que ocurre; pero mi criado, que está en París, y que trata a la doncella, podrá servirme. Le envío al intento una instrucción y dinero. Suplico a usted tenga a bien unir lo uno y lo otro a esta carta, y procurar enviárselo por uno de sus criados, con orden de entregárselo a él en persona. Tomo esta precaución, porque el tunante tiene la costumbre decir que no ha recibido nunca mis cartas, cuando éstas contienen alguna orden que pueda incomodarle, y a la sazón no me parece tan enamorado de su conquista, como yo quisiera que lo estuviese.

Adiós, mi bella amiga; si se le ocurre alguna idea feliz, algún medio de acelerar mi marcha, no deje de participármelo. Más de una vez he conocido cuán útil podía serme su amistad, y ahora mismo lo estoy experimentando, porque me siento más sosegado desde que empecé esta carta; a lo menos hablo con quien me entiende, y no con autómatas, a cuyo lado vegeto desde esta mañana. A la verdad, cuanto más veo, tanto más inclinado estoy a creer que no hay en el mundo sino usted y yo que valgamos algo.

En la quinta de… a 5 de octubre de 17…

CARTA CI

EL VIZCONDE VALMONT A AZOLAN; SU CRIADO
(Adjunta a la anterior).

Habiendo salido usted de aquí esta mañana, es necesario ser un mentecato para haber ignorado que la señora de Tourvel partía también; o si usted lo ha sabido es menester ser bien imbécil para no haber venido a participármelo. ¿De qué sirve que usted gaste mi dinero en emborracharse con los criados, y que el tiempo que debiera usted emplear en servirme, lo pase en cortejar a las doncellas, si no estoy por eso más instruido de lo que pasa? ¡Vea usted, sin embargo, sus descuidos! Pero le prevengo, que si le vuelve a suceder uno sólo en este asunto, será el último que tendrá conmigo.

Es preciso que usted se informe de cuanto pasa en casa de la señora de Tourvel; de su salud; si duerme; si está triste o alegre; si sale a menudo y a qué casa va; si recibe gente en la suya, y quién va a ella; en qué se ocupa; si está de mal humor con las criadas, especialmente con aquella que trajo aquí; qué es lo que hoce cuando está sola; si cuando lee, lo hace sin interrupción, o si suspende la lectura para meditar; asimismo cuando escribe. Procure también hacerse amigo del que lleva las cartas al correo. Ofrézcale usted frecuentemente hacer esta comisión por él; y en el caso que acepte, no eche en la estafeta sino las que le parezcan indiferentes y envíeme las otras, sobre todo las que sean para a señora de Volanges, si acaso encuentra algunas.

Disponga las cosas de modo que pueda ser todavía por algún tiempo el amante feliz de su Julia; si tiene otro, como usted lo ha creído, haga de modo que consienta en ser para los dos, y no vaya a picarse de una ridícula naturaleza: se hallará en el caso de otros muchos que valen más que usted. Si su rival fuese demasiado importuno, y observara, por ejemplo, que ocupa mucho a Julia durante el día, y que por eso ella está menos frecuentemente al lado de su ama, sepárelo usted por cualquier medio, o trate de reñir con él; no tema las consecuencias, porque yo le sostendré. Sobre todo no desampare usted esta casa. Yendo continuamente a ella, lo verá todo y lo verá bien. Si por casualidad llegasen a despedir algún criado, preséntese para reemplazarlo, como que no está ya conmigo, diciendo que ha salido de mi casa para buscar otra más tranquila y más arreglada.

En fin, procure que le admitan, sin que por eso deje de estar a mi servicio durante este tiempo. Esto será como cuando estuvo en casa de la duquesa de***; y en lo sucesivo la señora de Tourvel le recompensará largamente.

Esta instrucción debería bastar, si tuviera bastante destreza y celo; pero para suplir a la una y a lo otro, le envío dinero. La esquela adjunta le autoriza, como verá, a recibir veinticinco luises en casa de mi mayordomo; pues no dudo que usted estará sin un cuarto. De esta suma empleará lo que fuese necesario para decidir a Julia a que entable una correspondencia conmigo. Lo restante servirá para dar de beber a los criados. Procure en cuanto fuere posible que esto sea en casa del portero, a fin de que le vea con gusto ir allá. Pero no olvide que no son sus placeres los que quiero pagar, sino sus servicios.

Acostumbre usted a Julia a que lo observe todo y se lo cuente todo, aun lo que le parezca minucioso. Más vale que escriba diez frases inútiles, que el que omita una interesante, y muchas veces lo que parece indiferente no lo es. Como es necesario que yo lo sepa todo inmediatamente, si ocurriese alguna cosa que crea usted merece la pena, enviará a Felipe con el caballo a que se establezca en… y permanecerá allí hasta nueva orden. Será una posta de más en caso necesario. Para la correspondencia ordinaria bastará el correo. Cuidado con perder esta carta. Vuélvala a leer todos los días, así para asegurarse de que nada se le ha olvidado, como para estar seguro de que la tiene todavía. Finalmente, haga lo que es menester que haga un criado a quien honro con mi confianza.

Usted sabe, que si me diere gusto, no le pesará.

En la quinta de…, a 3 de octubre de 17…

CARTA CII

LA PRESIDENTA DE TOURVEL A LA SEÑORA DE ROSEMONDE

Amiga y muy señora mía: Usted se admirará cuando sepa que parto de su casa con tanta precipitación. Este paso va a parecerle muy extraordinario; pero su sorpresa se redoblará, luego que conozca los motivos. ¿Quizá juzgará que confiándoselo, no respeto bastante la tranquilidad necesaria a su edad, y que me extravío de los sentimientos de veneración que por tantos títulos se le deben? ¡Ah! perdóneme, señora, pero mi corazón está oprimido y tiene necesidad de desahogarse en el pecho de una amiga tan dulce como prudente; ¿y con quién podrá abrirse mejor que con usted? Míreme como a su hija. Tenga usted conmigo las atenciones de una madre; yo las imploro. Acaso tengo algunos derechos a ellas por el afecto que le profeso.

¿Qué se ha hecho de aquel tiempo en que, consagrada toda entera a estos loables sentimientos, no conocía los que, introduciendo en el alma el desorden mortal que experimento, quitan la fuerza de combatirlos al mismo tiempo que imponen la obligación de resistirlos? ¡Ah! este fatal viaje me ha perdido…

¡Qué le diré, en fin! ¡le diré que estoy enamorada, sí, que amo locamente! ¡Ay de mi! esta palabra que escribo por la primera vez, esta palabra solicitada tan a menudo y siempre negada, daría la vida por tener el consuelo de oírla una sola vez de aquél que la inspira; ¡y sin embargo es necesario rehusarla sin cegar! Sin duda que él va a dudar de mis sentimientos, y a creer que tiene motivos para quejarse de ellos. ¡Soy muy desgraciada! ¿no le es por ventura tan fácil leer lo que pasa en mi corazón como reinar en él? Sí, yo sufriría menos, si supiese lo que sufro; usted misma, a quien se lo digo, no podrá formarse todavía sino una débil idea.

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