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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

Las aventuras de Huckleberry Finn (15 page)

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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Si Emmeline Grangerford era capaz de escribir poesías así antes de cumplir los catorce años, Dios sabe lo que podría haber hecho con el tiempo. Buck decía que le salía la poesía con toda la facilidad. Ni siquiera tenía que pararse a pensar. Decía que escribía una línea y si no encontraba nada que rimase la tachaba y escribía otra y seguía adelante. No era nada exigente; podía escribir de cualquier cosa que le diera uno como tema, con tal de que fuera triste. Cada vez que se moría un hombre, o una mujer, o un niño, allí estaba ella con su «homenaje» antes de que se hubiera enfriado el cadáver. Los llamaba homenajes. Los vecinos decían que primero llegaba el médico, después Emmeline y después el de la funeraria; el de la funeraria nunca se le adelantó a Emmeline más que una vez, y fue porque ella no encontró forma de rimar con el nombre de alguien que se llamaba Whistler. A partir de entonces nunca volvió a ser la misma; nunca se quejó, pero empezó a ponerse melancólica y ya no vivió mucho tiempo. Pobrecita; yo subía muchas veces al cuartito que había sido el suyo y sacaba su pobre cuaderno de recortes y lo iba leyendo cuando sus cuadros me habían irritado y me sentía un poco enfadado con ella. Me gustaba toda aquella familia, los muertos y todo, y no iba a dejar que nada se interpusiera entre nosotros. La pobre Emmeline escribía poesías de todos los muertos cuando ella estaba viva y no me parecía bien que no hubiese nadie que le escribiese una ahora que se había muerto ella; así que traté de escribirle una o dos, pero no sé por qué no me salían. Siempre tenían el cuarto de Emmeline ordenado y limpio, con todas las cosas exactamente como le gustaban a ella cuando estaba viva, y allí nunca dormía nadie. La señora vieja se encargaba ella misma del cuarto, aunque había muchos negros, y se pasaba muchos ratos cosiendo y leyendo la Biblia, sobre todo.

Bueno, como iba diciendo del salón, en las ventanas había unas cortinas muy bonitas: blancas, con pinturas de castillos con hiedras por todas las murallas y ganado que iba a beber. También había un piano pequeño y viejo que sonaba como una carraca, y pasábamos unos ratos estupendos cuando las señoras jóvenes cantaban «El último vínculo se ha roto» y tocaban en él «La batalla de Praga». Todas las habitaciones tenían las paredes enyesadas y casi todas tenían alfombras, y toda la casa estaba encalada por fuera.

Era una casa doble, y el gran espacio abierto entre las dos partes tenía techo y estaba ensolado; a veces ponían allí la mesa al mediodía y era un sitio fresco y agradable. Era lo mejor del mundo. ¡Y encima guisaban muy bien y había montones de todo!

Capítulo 18

E
L CORONEL
G
RANGERFORD
era un caballero, ¿comprendéis? Era un caballero en todo, y lo mismo pasaba con su familia. Era de buena cuna, como dicen, y eso vale tanto en un hombre como en un caballo, como decía la viuda Douglas, y nadie ha negado que ella era de la primera aristocracia de nuestro pueblo, y padre siempre lo decía, también, aunque lo que es él no era de mejor familia que un gato callejero. El coronel Grangerford era muy alto y delgado y tenía la piel de un color moreno pálido, sin una sola mancha roja; todas las mañanas se afeitaba la cara entera, que tenía muy delgada, igual que los labios y las ventanillas de la nariz; tenía la nariz muy alta y unas cejas pobladas y ojos negrísimos, tan hundidos que parecía, como si dijéramos, que le miraba a uno desde el fondo de una caverna. Tenía la frente despejada y el pelo canoso y liso, que le llegaba hasta los hombros. Tenía las manos largas y delgadas, y todos los días se ponía una camisa limpia y un terno entero de lino tan blanco que dolían los ojos al mirarlo, y los domingos, una levita azul con botones de cobre. Llevaba un bastón de caoba con pomo de plata. No era nada frívolo, ni un pelo, y nunca gritaba. Era de lo más amable y se notaba, de forma que se fiaba uno de él. A veces sonreía y daba gusto verlo, pero cuando se ponía tieso como un mástil de bandera y empezaba a echar relámpagos por los
ojos,
primero pensaba uno en subirse a un árbol y después en enterarse de lo que pasaba. Nunca tenía que decirle a nadie que tuviera buenos modales: donde estaba él, todo el mundo siempre se comportaba bien. Y a todos les encantaba tenerlo cerca; casi siempre era como un rayo de sol: quiero decir, que con él parecía que hacía buen tiempo. Cuando se convertía en un nubarrón, se oscurecía medio minuto y con eso bastaba; en una semana nadie volvería a hacer nada mal.

Cuando él y la señora anciana bajaban por la mañana, toda la familia se levantaba de las sillas para darles los buenos días y no volvía a sentarse hasta que sentaban ellos. Después Tom y Bob iban al aparador donde estaba el frasco de cristal y servían una copa de licor de hierbas y se lo daban, y él se quedaba con la copa en la mano, esperando hasta que Tom y Bob se servían la suya, y ellos hacían una reverencia y decían: «A la salud de ustedes, señor y señora», y ellos se inclinaban también una chispa y daban las gracias y bebían los tres, y Tom y Bob echaban una cucharada de agua en el azúcar y el poco de whisky o de licor de manzana que quedaba en el fondo de sus copas y nos lo daban a mí y a Buck, y nosotros también bebíamos a la salud de los mayores.

Bob era el mayor y después venía Tom: dos hombres altos y guapos con hombros muy anchos y caras curtidas, pelo negro largo y ojos negros. Iban vestidos de lino blanco de la cabeza a los pies, igual que el anciano caballero, y llevaban sombreros anchos de Panamá.

Después venía la señorita Charlotte; tenía veinticinco años y era alta, orgullosa y estupenda, pero buenísima cuando no estaba enfadada; aunque cuando lo estaba echaba unas miradas que le dejaban a uno helado, igual que su padre. Era guapísima.

También lo era su hermana, la señorita Sophia, pero de tipo distinto. Era tranquila y pacífica como una paloma, y sólo tenía veinte años.

Cada persona tenía su propio negro para servirla, y Buck también. Mi negro se lo pasaba la mar de bien, porque yo no estaba acostumbrado a que nadie me hiciera las cosas, pero el de Buck se pasaba el tiempo corriendo de un lado para otro.

Ésa era la familia que quedaba, pero antes eran más: tres hijos a los que habían matado y Emmeline, que había muerto.

El anciano caballero tenía un montón de granjas y más de cien negros. A veces llegaba un montón de gente a caballo, de diez o quince millas a la redonda, y se quedaban cinco o seis días, todo el tiempo divirtiéndose en el río o al lado, con bailes y picnics en los bosques durante el día y bailes en la casa por la noche. Casi todos eran parientes de la familia. Los hombres llegaban con sus armas. Os aseguro que aquella sí que era gente distinguida.

Por allí cerca había otro clan de aristócratas —cinco o seis familias— casi todos ellos llamados Shepherdson. Eran de tan buena cuna y tan finos, ricos y grandiosos como la tribu de los Grangerford. Los Shepherdson y los Grangerford utilizaban el mismo embarcadero, que estaba unas dos millas río arriba de nuestra casa, de forma que a veces cuando yo iba allí con muchos de los nuestros veía a un montón de Shepherdson que ya habían llegado con sus caballos de raza.

Un día Buck y yo estábamos en el bosque de caza y oímos que llegaba un caballo. Estábamos cruzando el camino, y Buck va y grita:

—¡Rápido! ¡Correa los árboles!

Nos echamos a correr y después miramos entre las hojas de los árboles. En seguida llegó un joven espléndido galopando por el camino, muy aplomado en la silla y con aire de soldado. Llevaba la escopeta cruzada encima del pomo de la silla. Ya lo había visto antes. Era el joven Harney Shepherdson. Oí que Buck disparaba la escopeta junto a mi oreja y a Harney se le cayó el sombrero de la cabeza. Agarró su arma y fue derecho adonde estábamos escondidos nosotros. Pero no esperamos. Echamos a correr por el bosque. El bosque no era muy poblado, así que miré por encima del hombro por si disparaba, y dos veces vi que Harney cubría a Buck con la escopeta y después daba la vuelta, supongo que para recoger el sombrero, pero no lo pude ver. No dejamos de correr hasta que llegamos a casa. Al anciano le relampaguearon los ojos un minuto —creo que sobre todo de placer— y después suavizó algo el gesto y dijo con voz amable:

—No me gusta que hayas disparado desde detrás de un árbol. ¿Por qué no saliste al camino, hijo?

—Los Shepherdson no lo hacen, padre. Siempre se aprovechan.

La señorita Charlotte había mantenido la cabeza alta como una reina mientras Buck contaba su historia, con las aletas de la nariz muy abiertas, y ahora parpadeó. Los dos hombres más jóvenes tenían aire sombrío, pero no dijeron nada. La señorita Sophia palideció, pero recuperó el color cuando se enteró de que el hombre no estaba herido.

En cuanto pude llevarme a Buck donde se guardaba el maíz y estábamos solos bajo los árboles le pregunté:

—¿Querías matarlo, Buck?

—Hombre, claro que sí.

—¿Qué te había hecho?

—¿Él? Nunca me ha hecho nada.

—Bueno, entonces, Buck, ¿por qué querías matarlo?

—Pues por nada, no es más que por la venganza de sangre.

—¿Qué es una venganza de sangre?

—Pero, ¿dónde te has criado? ¿No sabes lo que es una venganza de sangre?

—Nunca había oído hablar de eso... dime lo que es.

—Bueno —dijo Buck—, una venganza de sangre es algo así: un hombre se pelea con otro y le mata, entonces el hermano de ese otro lo mata a él; después los demás hermanos de cada familia se van buscando unos a otros, después entran los primos y al cabo de un tiempo han muerto todos y se acabó la venganza de sangre. Pero es como muy lento y lleva mucho tiempo.

—¿Y ésta dura desde hace mucho tiempo, Buck?

—¡Pues claro! Empezó hace treinta años o así. Hubo una pelea por algo y después un pleito para solucionarla, y el pleito lo ganó uno de los hombres, así que el otro fue y mató al que lo había ganado, que es naturalmente lo que tenía que hacer, por supuesto. Lo que haría cualquiera.

—Y, ¿cuál fue el problema, Buck? ¿Fue por tierras?

—Supongo que sería... no lo sé.

—Bueno, ¿quién mató a quién? ¿Fue un Grangerford o un Shepherdson?

—¿Cómo diablo voy a saberlo yo? Fue hace mucho tiempo.

—¿No lo sabe nadie?

—Ah, sí, padre lo sabe, supongo, y alguno de los otros viejos; pero ya no saben por qué fue la primera pelea.

—¿Ha habido muchos muertos, Buck?

—Sí; ha habido muchos funerales. Pero no siempre matan. Padre lleva algo de metralla dentro, pero no le importa porque de todos modos no pesa mucho. Bob tiene uno o dos tajos de cuchillo de caza y a Tom lo han herido una o dos veces.

—¿Ha muerto alguien ya este año, Buck?

—Sí; nosotros nos apuntamos uno y ellos otro. Hace unos tres meses mi primo Bud, que tenía catorce años. Iba por el bosque del otro lado del río y no llevaba armas, lo que es una estupidez, y cuando estaba en un sitio solitario oyó un caballo que venía por detrás y vio al viejo Baldy Shepherdson que le perseguía con la escopeta en la mano y el pelo blanco flotando al viento, y en lugar de saltar del caballo y echarse a correr, Bud se creyó que podía ir más rápido, así que la persecución continuó cinco millas o más y el viejo ganaba cada vez más terreno; al final Bud vio que no merecía la pena y se paró y le hizo cara para que las heridas fueran de frente, ya sabes, y el viejo lo alcanzó y lo mató. Pero no tuvo mucho tiempo para disfrutar con su suerte, porque en menos de una semana los nuestros lo mataron a él.

—Para mí que ese viejo era un cobarde, Buck.

—Pues para mí que no era un cobarde. Ni mucho menos. No hay ni un solo Shepherdson que sea un cobarde; ni uno. Ni tampoco hay un solo Grangerford que sea un cobarde. Pero si una vez aquel viejo aguantó solo una pelea de media hora contra tres Grangerford y venció él. Estaban todos a caballo; él se apeó y se parapetó tras unas maderas y puso el caballo delante para que le dieran a él las balas; pero los Grangerford siguieron a caballo dando vueltas al viejo y disparándole y él disparándolos a ellos. Él y su caballo volvieron a casa bastante fastidiados y agujereados, pero a los Grangerford hubo que llevarlos a casa, uno de ellos muerto, y otro murió al día siguiente. No, señor; si alguien anda buscando cobardes, que no pierda el tiempo con los Shepherdson, porque ellos no crían de eso.

Al domingo siguiente fuimos todos a la iglesia, a unas tres millas, todos a caballo. Los hombres se llevaron las escopetas, y Buck también, y las mantuvieron entre las rodillas o las dejaron a mano apoyadas en la pared. Los Shepherdson hicieron lo mismo: fue un sermón de lo más corriente: todo sobre el amor fraterno y tonterías por el estilo; pero todo el mundo dijo que era un buen sermón y hablaron de él en el camino de vuelta, y tenían tantas cosas que decir de la fe y las buenas obras y la gracia santificante y la predeterminación y no sé qué más que me pareció uno de los peores domingos de mi vida.

Más o menos una hora después de comer todo el mundo dormía la siesta, algunos en sus sillas y otros en sus habitaciones, y resultaba todo muy aburrido. Buck y un perro estaban tirados en la hierba al sol, dormidos como troncos. Yo subí a nuestra habitación pensando en echarme también la siesta. Vi a la encantadora señorita Sophia de pie en su puerta, que estaba al lado de la nuestra, y me hizo pasar a su habitación, cerró la puerta sin hacer ruido y me preguntó si la quería, y yo le contesté que sí, y me preguntó si le haría un favor sin decírselo a nadie y le dije que sí. Entonces me contó que se había olvidado el Nuevo Testamento y lo había dejado en el asiento de la iglesia entre otros dos libros, y que si no querría yo salir en silencio e ir a buscárselo sin decirle nada a nadie. Le dije que sí. Así que me marché tranquilamente por el camino y en la iglesia no había nadie, salvo quizá un cerdo o dos, porque la puerta no tenía cerradura y a los cerdos les gustan los suelos apisonados en verano, porque están frescos. Si se fija uno, casi nadie va a la iglesia más que cuando es obligatorio, pero los cerdos son diferentes.

Me dije: «Algo pasa; no es natural que una chica se preocupe tanto por un Nuevo Testamento», por eso lo sacudí y se cayó un trocito de papel que tenía escrito a lápiz: «A las dos y media». Seguí buscando pero no encontré nada más. Aquello no me decía nada, así que volví a poner el papel en el libro y cuando regresé a casa y subí las escaleras la señorita Sophia estaba en su puerta esperándome. Me hizo entrar y cerró la puerta; después buscó en el Nuevo Testamento hasta que encontró el papel, y en cuanto lo leyó pareció ponerse muy contenta; y antes de que uno pudiera darse cuenta, me agarró y me dio un abrazo diciendo que yo era el mejor chico del mundo y que no se lo contara a nadie. Se le enrojeció mucho la cara un momento, se le iluminaron los ojos y estaba muy guapa. Yo me quedé muy asombrado, pero cuando recuperé el aliento le pregunté qué decía el papel, y ella me preguntó si lo había leído, y cuando dije que no, me preguntó si sabía leer manuscritos y yo respondí que sólo letra de imprenta, y entonces ella dijo que el papel no era más que para señalar hasta dónde había llegado y que ya podía irme a jugar.

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