Las aventuras de Huckleberry Finn (12 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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Lo que yo quería era que al muy tonto se le ocurriera empezar a dar golpes seguidos en una sartén, pero no se le ocurrió, o a lo mejor sí, y lo que me preocupaba eran los silencios entre los gritos. Bueno, seguí adelante y en seguida oí el grito detrás de mí. Ahora sí que estaba yo hecho un lío. O había otra persona gritando o yo había dado la vuelta del todo.

Dejé el remo. Volví a oír el grito; seguía por detrás de mí, pero en un sitio distinto; sonaba una vez tras otra y siempre cambiaba de lugar, y yo seguía respondiendo, hasta que por fin volvió a quedar por delante de mí, y comprendí que la corriente le había dado la vuelta a la canoa al avanzar aguas abajo y que yo iba bien si es que era Jim y no otro balsero que pegaba gritos. Yo no entendía nada de las voces en la niebla, porque en una niebla no hay nada que parezca ni suene natural.

Siguieron los gritos y al cabo de un minuto o así me encontré bajando a toda velocidad frente a una orilla empinada y llena de fantasmas borrosos de grandes árboles, y la corriente me lanzó hacia la izquierda y siguió adelante, arrastrando un montón de troncos que bajaban atronando, por la velocidad a que los rompía la corriente. Al cabo de uno o dos segundos no se veía más que una masa blanca, y todo había quedado en silencio. Entonces me quedé sentado, totalmente inmóvil, escuchando los latidos de mi corazón, y creo que no respiré ni una sola vez en cien latidos.

Entonces renuncié. Sabía lo que pasaba. Aquella orilla empinada era una isla, y Jim había pasado al otro lado de ella. No era como una barra de arena que se podría tardar diez minutos en pasar. Tenía árboles grandes como una isla normal; podría medir cinco o seis millas de largo y más de media de ancho.

Me quedé en silencio, con el oído atento, unos quince minutos, calculo. Naturalmente, seguía flotando río abajo a cuatro o cinco millas por hora, pero en eso nunca piensa uno. No, uno se cree que está totalmente quieto en el agua, y si pasan unos palos al lado no se piensa en lo rápido que va, sino que pega un respiro y dice: «¡Vaya! qué rápido van esos palos». Si alguien se cree que estar solo de noche en medio de una niebla así no resulta de lo más triste y terrible, que lo pruebe una sola vez y se enterará.

Después, durante media hora más o menos, seguí gritando de vez en cuando, hasta que por fin oí una respuesta muy lejos, y traté de seguirla, pero no lo logré, e inmediatamente pensé que me había metido en medio de un laberinto de barras de arena, porque las veía borrosas a los dos lados: a veces con sólo un canal estrecho en medio, y otras que no veía pero sabía que estaban allí porque oía la corriente chocar con viejos troncos secos y con basura que había en las orillas. Bueno, no tardé mucho en dejar de oír los gritos entre las barras de arena y sólo traté de seguirlas un ratito, en todo caso, porque aquello era peor que perseguir un fuego fatuo. En mi vida había oído un ruido tan difícil de seguir ni que cambiara de sitio tantas veces y a tal rapidez.

Cuatro o cinco veces tuve que apartarme a golpes de la orilla para no darme un topetazo con ellas, así que calculé que la balsa debía de estar chocando con la orilla de vez en cuando, porque si no, seguiría avanzando y ya no se la podría oír; era que flotaba un poco más rápido que yo.

Bueno, al cabo de un rato parecía que estaba otra vez en río abierto, pero no se oía ni un grito en ninguna parte. Calculé que a lo mejor Jim se había enganchado con un tronco y que para él había terminado todo. Yo estaba cansadísimo, así que me tiré en el fondo de la canoa y dije que no me iba a molestar más. Claro que no quería dormirme, pero tenía tanto sueño que no podía evitarlo, así que pensé que no me echaría más que una siestecita.

Pero calculo que fue más que una siesta, porque cuando me desperté las estrellas brillaban mucho, la niebla había desaparecido y yo bajaba dando vueltas por una gran curva del río con la popa por delante. Al principio no sabía dónde me encontraba. Creí que estaba soñando, y cuando empecé a recordar las cosas parecía que todo hubiera ocurrido hacía una semana.

Allí el río era monstruosamente grande, con árboles altísimos y muy apretados en las dos orillas; como una muralla sólida, hasta donde se podía ver a la luz de las estrellas. Miré río abajo y vi una mancha negra en el agua. Fui hacia ella, pero cuando llegué no era más que un par de troncos atados. Después vi otra mancha y la perseguí; después otra, y aquella vez acerté: era la balsa.

Cuando llegué, Jim estaba sentado con la cabeza entre las rodillas, dormido, con el brazo derecho colgando sobre el remo de gobernar. El remo se había roto y la balsa estaba llena de hojas, ramas y tierra. Así que lo había pasado mal.

Amarré y me tumbé en la balsa justo al lado de Jim, y empecé a bostezar y a estirar los brazos junto a él, y voy y digo:

—Hola, Jim, ¿me he dormido? ¿Por qué no me has despertado?

—Dios mío santo, ¿eres tú, Huck? Y no has muerto, no te has ahogado, ¿has vuelto? Es demasiado bonito para ser verdad, mi niño, es demasiado bonito para ser verdad. Déjame que te mire, niño, déjame que te toque. No, no, ¡no has muerto! Has vuelto otra vez, sano y salvo, el mismo Huck de siempre... ¡el mismo Huck de siempre, gracias a Dios!

—¿Qué pasa, Jim? ¿Has bebido?

—¿Bebido? ¿Que si he bebido? ¿He tenido ni un momento para beber?

—Bueno, entonces, ¿por que dices cosas tan raras?

—¿Qué cosas raras digo?

—¿Cuáles? Pero si no haces más que hablar de que he vuelto y todo eso, como si me hubiera ido...

—Huck... Huck Finn, mírame a los ojos, mírame a los ojos. ¿No te has ido?

—¿Ido yo? Pero, ¿de qué diablos hablas? Yo no me he ido a ninguna parte, ¿adónde iba a ir?

—Bueno, mira, jefe, aquí pasa algo. ¿Yo soy yo, o quién soy yo? ¿Estoy yo aquí, o quién es el que está aquí? Eso es lo que quiero saber.

—Bueno, creo que estás aquí, sin duda, pero creo que eres un viejo chiflado.

—Ah, ¿conque sí? Bueno, contéstame a esto: ¿no sacaste el cabo de la canoa para amarrarlo a la barra de arena? —No. ¿Qué barra de arena? No he visto ninguna barra de arena.

—¿Que no has visto ninguna barra de arena? Mira, ¿no se soltó el cable de la balsa y bajó zumbando por el río y te dejó en la canoa detrás, en la niebla?

—¿Qué niebla?

—¡Pues la niebla! La niebla que hemos tenido toda la noche. ¿Y no estuviste pegando gritos y yo lo mismo, hasta que nos tropezamos con unas de las islas y uno de los dos se perdió y el otro como si se hubiera perdido, porque no sabía dónde estaba? ¿Y no estuve yo mirando por un montón de esas islas y lo pasé terrible y casi me ahogué? Dime que no es verdad, jefe, ¿no? Respóndeme a eso.

—Bueno, esto es demasiado para mí, Jim. Yo no he visto ninguna niebla, ni ninguna isla, ni he tenido ningún problema, ni nada. He estado sentado hablando contigo toda la noche hasta que te quedaste dormido hace unos diez minutos y creo que yo también. En ese tiempo no puedes haberte emborrachado, así que lo que pasa es que has estado soñando.

—Dita sea, ¿cómo voy a soñar todo eso en diez minutos? —Bueno, estamos fastidiados, pero sí que lo has soñado, porque no ha pasado nada de eso.

—Pero, Huck, lo veo tan claro como...

—No importa que lo veas claro; no es lo que ha pasado. Lo sé, porque he estado aquí todo el tiempo.

Jim no dijo nada durante unos cinco minutos, sino que se quedó sentado pensándolo. Después va y dice: —Bueno, entonces, calculo que lo he soñado, Huck; pero que me cuelguen si no ha sido el sueño más real que he visto en mi vida. Y nunca había tenido un sueño que me hubiera dejado tan cansado como éste.

—Bueno, es normal, porque a veces los sueños lo cansan a uno como un diablo. Pero éste ha sido un sueño de miedo; cuéntamelo entero, Jim.

Así que Jim se puso a la tarea y me lo contó todo del principio al fin, tal como había pasado, sólo que lo adornó mucho. Después dijo que tenía que ponerse a «terpretarlo», porque era una advertencia. Dijo que la primera barra de arena representaba a un hombre que trataría de hacernos algún bien, pero que la corriente era otro hombre que nos quería apartar de él. Los gritos eran advertencias que nos llegarían de vez en cuando, y si no tratábamos con todas nuestras fuerzas de comprenderlos, entonces nos darían mala suerte, en lugar de apartarnos de ella. El laberinto de barras de arena era por problemas que íbamos a tener con gente de malas pulgas y todo género de gente mala, pero que si nos ocupábamos de nuestros asuntos y no les respondíamos ni les hacíamos enfadarse, entonces saldríamos adelante y nos liberaríamos de la niebla y nos meteríamos en el río grande y claro, que eran los estados libres, y ya no tendríamos más problemas.

Después de mi vuelta a la balsa había oscurecido mucho, pero ahora volvía a aclarar.

—Bueno, ahora ya está todo interpretado hasta el final, Jim —digo yo—, pero, ¿qué representan esas cosas?

Eran las hojas y los restos que había en la balsa y el remo roto. Ahora se veían perfectamente.

Jim miró aquella basura y después me miró a mí y luego otra vez a la basura. Estaba ya tan convencido de que había sido un sueño que no parecía liberarse de él y volver a dejar otra vez las cosas en su sitio. Pero cuando por fin comprendió cuál era la realidad me miró muy fijo sin sonreír en absoluto y dijo:

—¿Qué representan? Voy a decírtelo. Cuando me agoté de tanto trabajar y de llamarte a gritos y me quedé dormido, casi se me partía el corazón porque te habías perdido y ya no me importaba lo que me pasara en la balsa. Y cuando me desperté y volví a verte, sano y salvo, me vinieron las lágrimas y podría haberme puesto de rodillas y besarte los pies, de agradecido que me sentía. Y a ti lo único que se te ocurría era cómo dejar en ridículo al viejo Jim con una mentira. Eso que ves ahí es basura, y basura es lo que es la gente que le mete estupideces en las cabezas a sus amigos y hace que se sientan avergonzados.

Después se levantó muy lento y fue hacia el wigwam y se metió en él sin decir más. Pero bastaba con aquello. Me hizo sentir tan ruin que casi podría haberle besado yo a él los pies para hacerlo cambiar de opinión.

Tardé quince minutos en decidirme a humillarme ante un negro, pero lo hice y después nunca lo lamenté. No hacía más que jugarle malas pasadas, y aquélla no se la habría jugado de haber sabido que se iba a sentir así.

Capítulo 16

N
OS PASAMOS DURMIENDO
casi todo el día y nos pusimos en marcha de noche, un poco detrás de una balsa monstruosamente larga que tardó en pasar tanto como una procesión. Llevaba cuatro remos largos a cada extremo, así que pensamos que probablemente viajarían en ella nada menos que treinta hombres. Tenía a bordo cinco grandes wigwams y una hoguera a cielo abierto en el centro, con un mástil grande de bandera a cada extremo. Resultaba muy elegante. El ir de balsero en una embarcación así significaba algo.

Bajamos a la deriva por una gran curva, la noche se nubló y empezó a hacer mucho calor. El río era muy ancho y estaba rodeado de bosques densísimos a los dos lados; no se veía en ellos ni un claro, ni siquiera una luz. Hablamos de El Cairo y nos preguntamos si lo reconoceríamos cuando llegáramos. Yo dije que no, porque había oído decir que no había más que una docena de casas, y si no tenían luces, ¿cómo íbamos a saber que pasábamos junto a un pueblo? Jim dijo que si allí se reunían los dos grandes ríos, eso nos lo indicaría. Pero yo respondí que podríamos pensar que estábamos pasando por el extremo de una isla y volviendo al mismo río de siempre. Aquello inquietó a Jim, y a mí también. Así que la cuestión era, ¿qué hacer? Yo dije que remar, remar a la costa en cuanto viéramos la primera luz y decirles que detrás venía padre, en una chalana mercante, y que era un novato en estas cosas y quería saber cuánto faltaba para El Cairo. Jim pensó que era una buena idea, así que nos pusimos a fumar para celebrarlo y nos dedicamos a esperar.

Ahora no quedaba nada que hacer más que estar muy atentos al pueblo y no pasar sin verlo. Jim dijo que estaba segurísimo de verlo, porque en cuanto lo viera sería hombre libre, pero si no lo veía, era que volvía a estar en zona de esclavitud y ya no llegaría a la libertad. A cada momento se ponía en pie de un salto y gritaba:

—¡Ahí está!

Pero no estaba. Eran fuegos fatuos o luciérnagas, así que volvía a sentarse y a observar igual que antes. Jim decía que el estar tan cerca de la libertad le hacía temblar y sentirse febril. Bueno, yo puedo decir que a mí también me hacía temblar y sentir fiebre el escucharlo, porque empezaba a darme cuenta de que era casi libre, y, ¿quién tenía la culpa? Pues yo. No podía quitarme aquello de la conciencia, hiciera lo que hiciese. Me preocupaba tanto que no podía descansar; no me podía quedar tranquilo en un sitio. Hasta entonces nunca me había dado cuenta de lo que estaba haciendo. Pero ahora sí, y no paraba de pensarlo y cada vez me irritaba más. Traté de convencerme de que no era culpa mía porque no era yo quien había hecho a Jim escaparse de su legítima propietaria, pero no valía de nada, porque la conciencia volvía y decía cada vez: «Pero sabías que huía en busca de la libertad y podías haber ido a remo a la costa y habérselo dicho a alguien». Era verdad: aquello no había forma de negarlo. Ahí me dolía. La conciencia me decía: «¿Qué te había hecho la pobre señorita Watson para que vieras a su negro escaparse delante mismo de ti y no dijeras ni una sola palabra? ¿Qué te había hecho aquella pobre anciana para tratarla tan mal? Pues había tratado de que te aprendieras tu libro, había tratado de enseñarte modales, había tratado de que fueras bueno por todos los medios que ella conocía. Eso es lo que había hecho».

Me sentí tan mal y tan desgraciado que casi deseaba haberme muerto. Me paseé arriba y abajo de la balsa, insultándome para mis adentros, y Jim se paseaba arriba y abajo frente a mí. Ninguno de los dos podía quedarse quieto. Cada vez que él pegaba un salto y decía: «¡Eso es El Cairo!» era como si me pegaran un tiro, y pensaba que si era El Cairo, me iba a morir del horror.

Jim hablaba en voz alta todo el tiempo mientras que yo hablaba solo. Según él, lo primero que haría cuando llegase a un estado libre sería ahorrar dinero y no gastarse ni un centavo, y cuando tuviera bastante compraría a su mujer, que era esclava en una granja cerca de donde vivía la señorita Watson, y después trabajarían los dos para comprar a sus dos hijos, y si el dueño de éstos no los quería vender, conseguirían que un abolicionista fuera a robarlos.

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