Las aventuras de Huckleberry Finn (8 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Narrativa, Aventuras, Clásico

BOOK: Las aventuras de Huckleberry Finn
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Nos llevamos un viejo farol de hojalata y un cuchillo de carnicero sin mango y una navaja Barlow completamente nueva que valdría veinticinco centavos en cualquier tienda y un montón de velas de sebo; una palmatoria de hojalata y una cantimplora; una taza de estaño y una vieja colcha deshilachada de la cama; un ridículo con agujas y alfileres y cera de abeja y botones e hilo y todas esas cosas; un hacha y unos clavos y un sedal gordo como mi dedo meñique con unos anzuelos enormes; un rollo de piel de ante y un collar de perro de cuero y una cerradura y muchos frascos de medicina que no tenían etiqueta, y cuando nos íbamos me encontré una almohaza bastante buena y Jim un arco de violín viejo y gastado y una pierna de madera. Se le habían caído los tirantes, pero salvo eso era una pierna bastante buena, aunque demasiado larga para mí y no lo bastante para Jim, y no logramos encontrar la otra, aunque la buscamos por todas partes.

Así que, en general, conseguimos un buen cargamento. Cuando estábamos listos para marcharnos, ya nos encontrábamos a un cuarto de milla por debajo de la isla y era pleno día, así que hice que Jim se tumbara en la canoa y se tapara con la colcha, porque si se sentaba la gente podía ver desde lejos que era negro. Fui remando hasta el lado de Illinois y entre tanto gané media milla a la deriva. Subí por las aguas muertas bajo la ribera y no tuve accidentes ni herí a nadie. Llegamos a casa sanos y salvos.

Capítulo 10

D
ESPUÉS DE DESAYUNAR
yo quería hablar del muerto y suponer cómo lo habrían matado, pero Jim no quería. Dijo que traía mala suerte, y además, dijo, podía venir a perseguirnos, porque un hombre que no estaba enterrado tenía más probabilidades de andar haciendo el fantasma que uno bien plantado y cómodo. Aquello parecía bastante razonable, así que no dije más, pero no pude dejar de pensar en aquello ni de tener ganas de saber quién le había pegado un tiro a aquel hombre y por qué.

Buscamos entre la ropa que nos habíamos llevado y encontramos ocho dólares en monedas cosidas en el forro de un viejo capote. Jim dijo que según él la gente de la casa había robado el capote, porque si hubieran sabido que estaba el dinero, no lo habrían dejado. Dije que seguro que también ellos lo habían matado, pero Jim no quería hablar de aquello. Voyy digo:

—Bueno, tú crees que trae mala suerte, pero, ¿qué dijiste cuando traje la piel de serpiente que encontré en el cerro ayer? Dijiste que era la peor mala suerte del mundo tocar una piel de serpiente con las manos. Bueno, ¡pues mira la mala suerte! Nos hemos traído todo esto y encima ocho dólares. Ojalá tuviéramos una mala suerte así todos los días, Jim.

—No pienses más, mi niño, no pienses más. No te animes demasiado. Ya llegará. Recuerda lo que te digo, ya llegará.

Y sí que llegó. Fue un martes cuando hablamos de eso. Bueno, el viernes después de comer estábamos tumbados en la hierba en la cima del cerro y nos quedamos sin tabaco. Fui a la cueva a buscar algo y me encontré con una serpiente de cascabel. La maté y la puse enroscada al pie de la manta de Jim, de lo más natural, pensando lo que me divertiría cuando Jim la encontrase. Bueno, por la noche se me olvidó lo de la serpiente, y cuando Jim se tumbó en la manta mientras yo encendía un farol allí estaba la compañera de la serpiente y le picó.

Pegó un salto y un grito, y lo primero que vimos a la luz fue al bicho enroscado y listo para volver a picar. Lo maté en un segundo con un palo y Jim agarró la damajuana de whisky de padre y empezó a verterla.

Estaba descalzo y la serpiente le había picado en el talón. Y todo eso porque yo había sido tan idiota que no recordé que siempre que mata uno a una serpiente aparece su compañera, que se le enrosca encima. Jim me dijo que cortase la cabeza a la serpiente y la tirase y después le quitara la piel al cadáver y asara un trozo. Fue lo que hice, y se lo comió y dijo que serviría para curarlo. Me hizo quitar los cascabeles y atárselos a la muñeca. Dijo que eso también lo aliviaría. Después salí en silencio y tiré las serpientes muy lejos entre los arbustos, porque no iba a dejar que Jim se enterase de que todo era culpa mía, si podía evitarlo.

Jim chupó y chupó de la damajuana y de vez en cuando le daba la furia y se retorcía gritando, pero cada vez que volvía en sí chupaba de la garrafa. Se le hinchó mucho el pie y lo mismo le pasó con la pierna. Pero al rato le empezó a llegar la borrachera, así que pensé que estaba bien, aunque yo hubiera preferido que me mordiese una serpiente que el whisky de padre.

Jim estuvo acostado cuatro días con sus noches. Después le desapareció la hinchazón y empezó a andar otra vez. Decidí que nunca jamás volvería a agarrar una piel de serpiente con las manos, ahora que había visto lo que pasaba. Jim dijo que calculaba que la próxima vez le creería, porque andar tocando pieles de serpiente traía tanta mala suerte que a lo mejor todavía no se había terminado. Dijo que prefería ver la luna nueva por encima del hombro izquierdo aunque fueran mil veces antes que tocar una piel de serpiente con la mano. Bueno, yo también estaba empezando a opinar lo mismo, aunque siempre he pensado que mirar a la luna nueva por encima del hombro izquierdo es una de las cosas más tontas y absurdas que se pueden hacer. El viejo Hank Bunker lo hizo una vez y presumió mucho de ello, y menos de dos años después se emborrachó, se cayó de la torre del agua y se quedó tan aplastado que parecía una hoja, por así decirlo, y lo tuvieron que poner de lado entre dos puertas de establo en lugar de ataúd y lo enterraron así, según dicen, pero yo no me lo creo. Me lo contó padre, pero de todas formas es lo que pasa por andar mirando así a la luna, como un idiota.

Bueno, fueron pasando los días y el río bajó otra vez entre las orillas, y una de las primeras cosas que hicimos fue cebar uno de los anzuelos grandes con un conejo despellejado y echarlo, y pescamos un pez gato igual de grande que un hombre, porque medía seis pies y dos pulgadas y pesaba más de doscientas libras. Claro que no podíamos tirar de él, porque nos hubiera lanzado a Illinois. Nos quedamos sentados mirando cómo se revolvía y se agitaba hasta que se ahogó. En el estómago le encontramos un botón de cobre, una pelota redonda y montones de cosas. Partimos la pelota con el hacha y dentro había un carrete. Jim dijo que se lo había tragado hacía mucho tiempo y por eso había ido haciendo una bola con él. Era uno de los peces más grandes que jamás se hubieran pescado en el Mississippi, creo. Jim dijo que nunca había visto otro mayor. En el pueblo habría valido mucho dinero. Esos peces los venden por libras en el mercado; todo el mundo compra algo; tienen la piel blanca como la nieve y fritos están muy buenos.

A la mañana siguiente dije que todo se estaba poniendo muy aburrido y que querría ver algo de movimiento. Dije que creía que iba a cruzar el río a ver qué pasaba. A Jim le gustaba la idea; pero dijo que tenía que ir de noche y estar muy atento. Después lo siguió pensando y añadió que podría ponerme algo de la ropa que teníamos y vestirme de niña. También aquello era una buena idea. Así que acortamos uno de los vestidos de calicó y yo me arremangué las piernas de los pantalones hasta las rodillas y me lo puse. Jim me lo abrochó por detrás con los corchetes, y me caía bien. Me puse el bonete y me lo até bajo la barbilla, y si alguien me miraba y me veía la cara era como mirar por un tubo de chimenea. Jim dijo que nadie me conocería, ni siquiera de día. Estuve entrenándome todo el día para acostumbrarme, y al cabo de un rato me quedaba bastante bien, sólo que Jim dijo que no andaba como las chicas, y que tenía que dejar de subirme las faldas para meterme las manos en los bolsillos. Le hice caso y me quedó mejor.

Me fui al lado de Illinois en la canoa justo después de oscurecer.

Salí hacia el pueblo desde un poco más abajo del desembarcadero del transbordador y la deriva de la corriente me dejó al extremo del pueblo. Eché amarras y me puse a andar por la orilla. Había una luz encendida en una cabaña en la que hacía mucho tiempo que no vivía nadie y me pregunté quién estaría allí. Me acerqué para mirar por la ventana. Había una mujer de unos cuarenta años que hacía punto a la luz de una vela colocada sobre una mesa de pino. No la había visto nunca; era una desconocida, porque en aquel pueblo no había ni una cara que no conociera yo. Aquello fue una suerte, porque yo empezaba a sentir dudas. Me empezaba a dar miedo haber venido; la gente podría reconocerme por la voz. Pero si aquella mujer llevaba en un pueblo tan pequeño sólo dos días podría contarme todo lo que yo quisiera saber, así que llamé a la puerta y decidí no olvidar que era una niña.

Capítulo 11

—A
DELANTE
—dijo la mujer, y obedecí—. Siéntate.

Me senté. Me miró muy atenta con unos ojillos brillantes, y va y dice:

—Y, ¿cómo te llamas?

—Sarah Williams.

—¿Por dónde vives? ¿por aquí cerca?

—No, señora. En Hookerville, siete millas más abajo. He venido andando todo el camino y estoy cansadísima.

—Y te apuesto a que tienes hambre. Voy a buscar algo.

—No, señora. No tengo hambre. Tenía tanta que tuve que pararme dos millas más abajo de aquí en una granja, así que ya no tengo. Por eso llego tan tarde. Mi madre está mala y se ha quedado sin dinero ni nada y he venido a decírselo a mi tío Abner Moore. Vive en la parte alta del pueblo, me ha dicho mi madre. Yo nunca he estado aquí. ¿Usted lo conoce?

—No, pero todavía no conozco a todo el mundo. No llevo aquí ni dos semanas. De aquí a la parte alta del pueblo queda mucho camino. Más vale que pases aquí la noche. Quítate el sombrero.

—No —dije—; voy sólo a descansar un rato y luego seguir. La oscuridad no me da miedo.

Dijo que no me dejaría marcharme solo pero que su marido llegaría más tarde, quizá dentro de una hora y media, y le diría que me acompañase. Después se puso a hablar de su marido y de sus parientes río arriba y de sus parientes río abajo y de que antes vivían mucho mejor y que no sabían si no se habían equivocado al venir a nuestro pueblo, en lugar de conformarse con seguir como estaban, y así sucesivamente, hasta que temí haberme equivocado pensando que ella me iba a dar noticias de lo que pasaba en el pueblo, pero luego se puso a hablar de padre y del asesinato y ahí sí que estaba yo dispuesto a dejar que siguiera dándole a la lengua. Me contó cómo Tom Sawyer y yo habíamos encontrado los doce mil dólares (sólo que ella dijo que eran veinte) y toda la historia de padre, y lo malo que era y lo malo que era yo y por fin llegó a la parte en que me asesinaban, y yo dije:

—¿Quién fue? En Hookerville se ha hablado mucho de todas esas cosas, pero no sabemos quién fue el que mató a Huck Finn.

—Bueno, supongo que aquí hay montones de gente que querrían saber quién le mató. Algunos dicen que fue el viejo Finn en persona.

—No ... ¿eso dicen?

—Al principio era lo que creían todos. Nunca sabrá lo cerca que estuvo de que lo lincharan. Pero en seguida cambiaron de opinión y decidieron que lo hizo un negro fugitivo que se llama Jim.

—Pero si él...

Me callé. Calculé que era mejor no decir nada. Siguió hablando y no se dio cuenta de que yo la había interrumpido:

—El negro se escapó la misma noche que murió Huck Finn. Así que ahora ofrecen una recompensa por él: trescientos dólares. También hay una recompensa por el viejo Finn: doscientos dólares. Fíjate que vino al pueblo la mañana después del asesinato y lo denunció, y se fue con los otros a buscarlo en el transbordador e inmediatamente va y se marcha. En seguida querían lincharlo, pero fíjate que ya había desaparecido. Bueno, al día siguiente se enteraron de que había huido el negro y de que nadie lo había visto desde las diez de la noche del asesinato. Así que entonces ofrecieron una recompensa por él, ya entiendes, y cuando estaban todos convencidos al día siguiente vuelve el viejo Finn y se fue llorando al juez Thatcher a pedir dinero para buscar al negro por todo Illinois. El juez le dio algo y aquella noche se emborrachó y se quedó hasta después de medianoche con dos desconocidos de muy mal aspecto y después se fue con ellos. Bueno, desde entonces no ha vuelto ni lo esperan hasta que esto se haya pasado un poco, porque ahora la gente piensa que mató a su hijo y arregló las cosas para que todo el mundo se creyera que lo habían hecho unos ladrones y así podría llevarse el dinero de Huck sin tener que molestarse mucho tiempo con un pleito. La gente dice que no sería nada raro en él. Bueno, calculo que es muy listo. Si no vuelve en un año no le pasará nada. No se le puede probar nada, ya sabes; para entonces las cosas estarán más tranquilas y podrá marcharse con el dinero de Huck sin ningún problema.

—Sí, calculo que sí, señora. No creo que tenga problemas. ¿La gente ya no cree que lo hiciera el negro?

—Ah, no, no todos. Muchos creen que fue él. Pero al negro lo van a agarrar muy pronto y a lo mejor le meten miedo para que lo cuente.

—Pero, ¿todavía lo están buscando?

—Bueno, ¡sí que eres inocente! ¿Te crees que nacen trescientos dólares en los árboles todos los días? Algunos creen que el negro no ha ido muy lejos. Y yo tampoco... Pero no se lo he dicho a nadie. Hace unos días estaba yo hablando con un par de viejos que viven al lado en la cabaña de troncos y dijeron que casi nadie va a esa isla de allá que llaman la isla de Jackson. «¿Y ahí no vive nadie?», pregunto yo. «No, nadie», dicen. Yo no dije más, pero he estado pensándolo. Estaba casi segura de que había visto humo por allí, hacia la punta de la isla, hacía un día o dos, así que me digo: «A lo mejor el negro está escondido ahí; en todo caso», digo yo, «merece la pena buscar en esa isla». Desde entonces no he visto más humo, así que a lo mejor se ha ido, si es que era él; pero mi marido va a ir a verlo, con otro. Tuvo que ir río arriba, pero volvió hoy y se lo dije en cuanto llegó hace dos horas.

Me había puesto tan nervioso que no podía estarme quieto. Tenía que hacer algo con las manos, así que saqué una aguja de la mesa y me puse a enhebrarla. Me temblaban las manos y lo hice muy mal. Cuando la mujer dejó de hablar levanté la mirada y me estaba mirando muy curiosa y sonriendo un poco. Dejé la aguja y el hilo y puse cara de interés —y la verdad es que estaba interesado— y voy y digo:

—Trescientos dólares es un montón de dinero. Ojalá que lo tuviera mi madre. ¿Va a ir allí su marido esta noche?

—Ah, sí. Ha ido a la parte alta del pueblo con el hombre que te he dicho, a buscar un bote y ver si les prestan otra escopeta. Van a cruzar después de medianoche.

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