Las Aventuras del Capitán Hatteras (7 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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El tiempo fue horrible durante aquella jornada. La nieve caía en espesos copos, y envolvía al bergantín en un velo impenetrable. Algunas veces, a causa del huracán, la niebla se desgarraba y el Pulgar del Diablo aparecía como un espectro.

El
Forward
estaba anclado sobre un inmenso témpano. No había nada que hacer. Era imposible moverlo. La oscuridad iba en aumento, y el timonel no veía a James Wall, que hacía su guardia en la proa.

Shandon se retiró a su camarote, mientras el doctor ponía en orden sus apuntes de viaje. La mitad de los hombres de la tripulación permanecían sobre cubierta y la otra mitad en la sala común.

En un momento en que el huracán redobló su violencia, el Pulgar del Diablo comenzó a crecer desmesuradamente en medio de la niebla.

—¡Dios mío! —exclamó Simpson retrocediendo espantado.

—¿Qué pasa? —dijo Foker.

—Luego se oyeron exclamaciones que salían de todas partes. ¡Nos va a aplastar!

—¡Estamos perdidos!

—¡No hay salvación para nosotros!

Todos los hombres de guardia gritaron a un tiempo.

Wall se precipitó hacia la popa; Shandon, seguido del doctor, apareció en cubierta y miró.

Entre la niebla desgarrada, el Pulgar del Diablo parecía acercarse al bergantín, y había, en apariencia, crecido de una manera fantástica. En su cima se levantaba un segundo cono invertido, que giraba alrededor de su punta y amenazaba aplastar al buque con su enorme mole. Era un espectáculo espantoso. Todos retrocedieron automáticamente y varios marineros saltaron al hielo y abandonaron el bergantín.

—¡Qué nadie se mueva! —gritó el comandante. ¡Todos a sus puestos!

—¡No teman amigos —dijo el doctor—; no hay peligro! ¡Mire, señor Wall! Es sólo un efecto de espejismo.

—Tiene razón, señor Clawbonny —replicó el contramaestre Johnson— estos ignorantes se han dejado intimidar por una sombra.

Después de eso, la mayor parte de los marineros se agruparon y pasaron del miedo a la admiración de aquel maravilloso fenómeno, que no tardó en disiparse.

—¡Ellos le llaman espejismo a eso! —dijo Clifton—. Pero yo estoy seguro de que es cosa del diablo.

—Indudablemente —le respondió Gripper.

La niebla, al entreabrirse había permitido ver un paso libre que tendía a separarse de la costa. Shandon resolvió aprovecharse sin demora de aquella circunstancia favorable. Los marineros se colocaron a uno y otro lado del canal y empezaron a remolcar el buque tirando de largas cuerdas.

Durante muchas horas esta maniobra de arrastre se ejecutó silenciosamente. Shandon había mandado encender los hornos para aprovechar aquel pasadizo.

—Es una casualidad providencial —dijo a Johnson—. Si podemos ganar, aunque no sean más que unos pocos kilómetros, tal vez lleguemos al fin de nuestras penas. ¡Brunton, active el fuego!

De pronto, el bergantín dejó de avanzar.

—¿Qué pasa? —preguntó Shandon—. ¿Se han roto los cables de remolque?

—No, capitán —respondió Wall asomándose por la borda—. Pero los marineros se encaraman por los costados del bergantín. Hay algo que los aterroriza.

—¿Qué sucede? —exclamó Shandon corriendo hacia la proa.

—¡A bordo, a bordo! —gritaban los marineros como enloquecidos.

Shandon miró hacia el Norte, y se estremeció.

Un animal monstruoso cuya lengua humeante salía de una boca enorme, saltaba a escasa distancia del buque. Parecía tener más de siete metros de altura; sus pelos se erizaban y perseguía a los marineros, mientras su formidable cola, que tenía tres metros de largo, barría la nieve.

—¡Es un oso! —gritó un marino.

—¡Es la bestia del Apocalipis! —dijo otro, despavorido.

Shandon corrió a su camarote en busca de un fusil que tenía siempre cargado; el doctor cogió también sus armas y se preparó para hacer fuego a aquel animal que por su porte recordaba a los cuadrúpedos antediluvianos.

El monstruo se acercó dando saltos inmensos. Shandon y el doctor dispararon al mismo tiempo. De pronto las detonaciones de sus armas, al sacudir las capas de la atmósfera, produjeron un efecto inesperado.

El doctor miró con atención, y no pudo contener una carcajada.

—¡La refracción! —dijo.

—¡La refracción! —exclamó Shandon.

Pero una exclamación terrible de los marinos los interrumpió.

—¡El perro! —gritó Clifton.

—¡El
perro-capitán
! —repitieron sus camaradas.

—¡Él, siempre él! —exclamó Pen.

Efectivamente, el animal, rompiendo sus ligaduras, había podido volver a la superficie del hielo por algún otro orificio. En aquel momento la refracción, por un fenómeno común de aquellas latitudes, le daba dimensiones formidables, que el sacudimiento del aire disipó; pero el efecto fatal permaneció en el ánimo de los marineros, poco dispuestos a admitir la explicación racional del hecho.

La aventura del Pulgar del Diablo y la reaparición del perro, terminaron de drenar el ánimo de los marinos y en todas partes no se escuchaban más que murmullos de descontento.

Aparece el Capitán Hatteras

Impulsado por sus máquinas a vapor el
Forward
avanzó rápidamente entre las montañas de hielo. Johnson se puso al timón. Shandon observaba el horizonte con sus anteojos, pero su alegría fue efímera porque no tardó en reconocer que el pasadizo desembocaba en un anfiteatro de montañas.

Sin embargo, a las dificultades de retroceder, prefirió los peligros de seguir avanzando.

El perro seguía al bergantín corriendo por la llanura helada, manteniéndose a una distancia bastante considerable. Cada vez que se detenía se oía un silbido singular, que lo obligaba a seguir su marcha.

La primera vez que sonó el silbido los marineros miraron alrededor. Estaban solos en el puente, sin que hubiera ninguna persona desconocida; sin embargo, el silbido se repitió varias veces.

Clifton fue el primero que se mostró alarmado.

—¿Oyen? —dijo—. ¿Y no ven cómo salta el animal cada vez que se le silba?

—Parece cosa del otro mundo —respondió Grippen.

—¡Se acabó! —dijo Pen—; yo no doy un paso más.

—Pen tiene razón —manifestó Brunton—; estamos tentando a Dios.

—O al diablo —respondió Clifton—. Prefiero perder todo mi sueldo a dar un paso más.

La tripulación había llegado al más alto grado de desmoralización.

—¡Ni un paso más! —gritó Wolsten—. ¿Estamos todos de acuerdo?

—¡Sí, sí! —contestaron los marineros.

—Bien —dijo Bolton—, vamos a ver al comandante; yo me encargo de hablarle.

Los marineros se dirigieron hacia la popa.

El
Forward
penetraba en un vasto semicírculo de unos 250 metros de diámetro, que estaba completamente cerrado, exceptuando la abertura por la cual llegaba el buque.

Shandon comprendió que avanzaba hacia una prisión de hielo, pero ¿qué podía hacer?, ¿cómo retroceder?

El doctor contemplaba las murallas de hielo, cuya altura superaba los cien metros.

Entonces Bolton se dirigió a Shandon.

—Comandante —le dijo— no podemos ir más lejos.

—¿Cómo? —respondió Shandon indignado.

—Decimos, comandante —repuso Bolton—, que nosotros hemos hecho lo suficiente por ese capitán invisible, y estamos decididos a no ir más lejos.

—¿Están decididos? —exclamó Shandon—. ¡Cuidado Bolton!

—Sus amenazas son inútiles —respondió Pen—, no nos harán ir más allá.

Shandon iba a atacar a los marineros rebeldes cuando el contramaestre, acercándose, le dijo en voz baja:

—Comandante, si queremos salir de aquí no podemos perder un minuto. Un
iceberg
avanza hacia el pasadizo; puede cerrarnos toda salida y dejarnos aprisionados.

Shandon examinó la situación.

—Ya me darán cuenta de su conducta —dijo a los amotinados—. Ahora, ¡avanzar a toda máquina!

Los marineros se precipitaron a sus puestos. El
Forward
partió rápidamente; los hornos se cargaron de carbón; precisaba ganar en velocidad a la montaña flotante. Había una lucha empeñada entre el bergantín y el
iceberg
; el primero corría hacia el Sur para pasar y el segundo hacia el Norte para cerrar el paso.

—¡A todo vapor! —gritó Shandon.

El
Forward
se deslizó en medio de los témpanos dispersos que su proa hacía pedazos. El casco del buque se estremecía, y el manómetro indicaba una presión tremenda del vapor.

—¡Cierren las válvulas! —exclamó Shandon.

El maquinista obedeció, exponiéndose a hacer saltar el buque.

Pero todos esos esfuerzos fueron inútiles. El
iceberg
, cogido por una corriente submarina, marchó con mayor rapidez hacia el pasadizo y entrando como una cuña en su boca, se adhirió con fuerza a las montañas inmediatas y cerró toda salida.

—¡Estamos perdidos! —gritó Shandon, descontrolado.

—¡Perdidos! —repitió la tripulación.

—¡Sálvese quien pueda! —dijeron unos.

—¡Al agua los botes! —exclamaron otros.

—¡A la despensa! —gritaron Pen y algunos otros de su ralea—. Si hemos de morir ahogados, ahoguémonos en ginebra.

El desorden llegó al colmo. Shandon estaba fuera de sí. Quiso imponerse; balbuceó y no encontró palabras con qué expresarse. El doctor se paseaba con agitación. Johnson resignado, callaba.

De pronto se oyó una voz fuerte e imperiosa, que pronunció estas palabras:

—¡Todo el mundo a sus puestos! ¡Cierra timón!

Johnson se estremeció y, casi sin pensarlo, hizo girar rápidamente la rueda del gobernalle. La maniobra fue oportuna puesto que el bergantín, lanzado a todo vapor, iba a estrellarse contra las paredes de hielo que le cerraban el paso.

Mientras Johnson obedecía instintivamente, Shandon, Clawbonny, la tripulación, todos, hasta el fogonero Warren, que abandonó las calderas y el negro Strong se encontraron reunidos en cubierta, y todos vieron salir de aquel camarote, cuya única llave guardaba el misterioso capitán, a un hombre: al marinero Garry.

—¡Señor! —exclamó Shandon palideciendo—. Garry… usted… ¿con qué derecho manda aquí?


¡Duck
! —dijo Garry, repitiendo el silbido que tanto había intrigado a la tripulación.

El perro llamado por su verdadero nombre, saltó a cubierta y se echó a los pies de su amo.

La tripulación no decía una palabra. Aquella llave que debía poseer únicamente el capitán del
Forward
, ese perro, enviado por él, y que venía en cierto modo a comprobar su identidad, el tono de mando, que no era posible desconocer, todo obró en el ánimo de los marineros y fue suficiente para establecer la autoridad de Garry.

Además, Garry estaba irreconocible. Se había quitado las anchas patillas que enmarcaban su rostro y su semblante resultaba aún más enérgico e imperioso. Vestido con el traje propio de su rango, que tenía guardado en su camarote, aparecía con las insignias de mando.

La tripulación del
Forward
, impresionada a pesar suyo, exclamó al unísono:

—¡Viva! ¡Viva el capitán!

—Shandon —dijo éste a su segundo— haga formar a la tripulación; voy a revistarla.

Shandon obedeció, dando órdenes con voz alterada. El capitán se colocó delante de sus oficiales y de sus marineros, diciendo a cada cual lo que le convenía decirle según su conducta pasada.

Cuando terminó la inspección se volvió a la popa, y con voz tranquila dijo lo siguiente:

—Oficiales y marineros, yo soy un inglés como ustedes y mi lema es el del almirante Nelson:
Inglaterra espera que cada cual cumpla con su deber
. Como inglés, no quiero que otros vayan a donde nosotros no hemos llegado. Como inglés no toleraré que otros obtengan la gloria de elevarse más al Norte. Si hay un pie humano que deba pisar el Polo, que ese pie sea el de un inglés. He armado este buque, he consagrado mi fortuna a esta empresa y a ella dedicaré mi vida y las de ustedes, pero nuestra bandera flameará en el Polo boreal del mundo. Tengan confianza. Mil libras esterlinas se les darán desde hoy por cada grado que ganemos hacia el Norte. Estamos en los setenta y dos, y hay noventa. Mi nombre, además, responde por mí. Significa energía y patriotismo. ¡Yo soy el capitán Hatteras!

—¡El capitán Hatteras! —exclamó Shandon.

Este nombre, conocido de todo marino inglés, causó inquietud entre los tripulantes.

—Ahora —repuso Hatteras—, que el bergantín quede anclado en los hielos, que se apaguen los hornos, y que vuelva cada cual a su trabajo. Shandon, tenemos que hablar. Pase a mi camarote con el doctor, Wall y el contramaestre Johnson mande a romper filas.

Hatteras, sereno y frío, dejó la popa, mientras Shandon hacía anclar el
Forward
.

¿Quién era aquel Hatteras, cuyo nombre ocasionaba en la tripulación una impresión tan profunda?

John Hatteras, hijo único de un cervecero de Londres, que murió seis veces millonario en 1852, abrazó siendo niño la carrera naval a pesar de la fortuna que lo esperaba, y no porque lo atrajera la vocación del comercio marítimo, sino por el instinto de los descubrimientos. Siempre fue su sueño poner el pie donde nadie lo hubiera colocado antes.

A los veinte años poseía una constitución vigorosa, un semblante enérgico, una frente elevada, labios delgados y poco dispuestos a decir palabras inútiles.

Bastaba verlo para decir que era valiente y oírlo para comprender que era fríamente apasionado. Era incapaz de retroceder, y dispuesto a jugarse la vida de los demás con tanta convicción como la propia.

John Hatteras llevaba muy en alto el orgullo británico. Así lo prueba la orgullosa respuesta que dio un día a un francés que con amabilidad dijo delante de él:

—Si no fuera francés, quisiera ser inglés.

—Y yo —respondió Hatteras—, si no fuese inglés quisiera ser inglés.

En 1846, después de viajar por los mares del Sur, Hatteras, intentó por primera vez ganar el Norte por el mar de Baffin, pero no pudo pasar más allá de los 74 grados de latitud. Iba en la corbeta
Halifax
, cuya tripulación tuvo que sufrir terribles tormentos. John Hatteras llevó tan lejos su temeridad, que en adelante los marineros se sintieron poco dispuestos a enrolarse a las órdenes de semejante jefe.

Sin embargo, en 1850, Hatteras consiguió armar la goleta
Farewell
, con veinte hombres decididos principalmente por el alto sueldo que se les ofreció. En esa ocasión fue cuando el doctor Clawbonny entró en contacto epistolar con John Hatteras, a quien no conocía, y pidió formar parte de la expedición, pero el cargo de médico estaba ya ocupado.

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