—Nos hallamos en medio de esta encrucijada formada por las desembocaduras del canal de Lancaster, del estrecho de Barrow, del canal de Wellington y del paso del Regente. Es un punto al cual han debido necesariamente dirigirse todos los navegantes de estos mares.
—¡Extraño país! —dijo el doctor, examinando el mapa—. ¡Todo en él está tijereteado, desgarrado, hecho pedazos, sin orden! Parece que las tierras cercanas al polo Norte se han desmenuzado expresamente para hacer más difícil que se acerquen a ellas los navegantes.
—Procuraremos —dijo el capitán— bordear la isla de Cornualles para ganar el canal de la Reina, sin pasar por el de Wellington. Después quiero llegar a la isla Beechey para renovar mis provisiones de carbón.
—¿Cómo? —preguntó el doctor, asombrado.
—Muy fácil. Por orden del Almirantazgo, hay depositadas en Beechey grandes provisiones para atender a las necesidades de las expediciones futuras; y aunque el capitán McClintock haya tomado carbón en la isla en 1859, le aseguro que ha quedado para nosotros.
—El hecho es —dijo el doctor— que estos lugares han sido explorados durante quince años, y hasta el día en que se tuvo la prueba cierta de la pérdida de Franklin, el Almirantazgo ha mantenido constantemente cinco o seis buques en estos mares. Si no me engaño, la isla Griffith, que veo aquí en el mapa, es el punto de cita general de los navegantes.
—Es verdad, doctor, y la desgraciada expedición de Franklin vino a darnos a conocer estos lejanos parajes.
Por la tarde aclaró el tiempo, y se distinguió claramente la tierra entre el cabo Spping y el cabo Clarence. A la entrada del estrecho del Regente, el mar estaba libre de hielos; pero como si hubiera querido cerrar al
Forward
el camino del Norte, formaba un banco impenetrable más allá del puerto Leopoldo.
Hatteras tuvo que recurrir nuevamente a la pólvora para forzar la entrada del puerto Leopoldo, al cual llegó al mediodía del domingo 27 de mayo. El bergantín ancló sobre grandes
icebergs
que tenían solidez de roca.
El capitán, acompañado del doctor, de Johnson y de su perro
Duck
, se trasladó al hielo.
Duck
brincaba de alegría. Desde que Hatteras había asumido el mando se volvió cariñoso y apacible, conservando rencor sólo a algunos hombres de la tripulación, a quienes su amo quería tan poco como él.
El puerto se hallaba libre de los hielos que los vientos del Este a veces acumulan allí, y las tierras, cortadas a pico, mostraban en su cima acumulaciones de nieve. La casa y el faro, construidos por el explorador James Ross, no estaban aún en mal estado, pero las provisiones habían sido saqueadas por zorras y osos a juzgar por algunas huellas recientes. La mano de los hombres también parecía haber participado en aquella devastación, pues en el borde de la bahía quedaban restos de chozas de esquimales.
Al pisar por primera vez las tierras nórdicas, el doctor experimentó una gran emoción. Era en verdad conmovedor contemplar aquellos restos de casas, tiendas, chozas y almacenes que se conservaban tan bien gracias al clima.
—¡Aquí está —les dijo a sus compañeros— el lugar que James Ross llamó
Campo del Refugio
! Si la expedición de Franklin hubiera llegado acá se habría salvado.
El doctor se puso a buscar con entusiasmo de anticuario los vestigios de las expediciones anteriores. Entretanto, Hatteras se ocupó en reunir las provisiones y el combustible, que encontró en cantidad muy reducida. El día se empleó en transportarlo todo a bordo.
El doctor tuvo la idea de levantar un monolito en el puerto Leopoldo con una nota que indicara el paso del
Forward
, pero Hatteras no lo permitió ya que no quería dejar tras de sí rastro alguno del que los competidores pudieran aprovecharse. Por lo demás, en caso de naufragio, ningún buque hubiera podido auxiliar al
Forward
.
El lunes por la tarde, una vez terminada la carga, el
Forward
intentó de nuevo forzar el banco de hielo y avanzar hacia el Norte, pero después de peligrosos esfuerzos, tuvo que volver a bajar por el canal del Regente. El capitán no quería, de ningún modo, permanecer en el puerto Leopoldo, que en cualquier momento podía cerrarse por una dislocación de los campos de hielo, fenómeno frecuente en esos mares.
Aunque no lo demostraba, Hatteras estaba desesperado. ¡Quería ir al Norte, y se veía obligado a navegar cada vez más hacia el Sur! ¿A dónde llegaría de ese modo?
Enfrentaba además la terrible amenaza de quedar atrapado en el hielo por más de un invierno como algunos de sus predecesores, y obligado a agotar sus provisiones y sus fuerzas.
Con esos temores y esas aprensiones, el capitán decidió virar y avanzó hacia el Sun.
El canal del Príncipe Regente conserva una anchura casi uniforme desde el puerto Leopoldo hasta la bahía Adelaida. El
Forward
marchó rápidamente entre los témpanos. El vapor le daba grandes ventajas sobre los buques precedentes que, en su mayor parte, necesitaron más de un mes para pasar ese canal.
La tripulación estaba satisfecha de abandonar las regiones boreales. El proyecto de llegar al Polo no la entusiasmaba. Pero Hatteras, cuya reputación de audacia era poco tranquilizadora, trataba de aprovechar toda ocasión para ir adelante, sin importarle las consecuencias.
El
Forward
navegaba a toda máquina. Su humo negro se arremolinaba en espirales alrededor de las brillantes puntas de los
icebergs
.
El tiempo era cambiante y pasaba con la mayor rapidez de un frío seco a una atmósfera de nieblas nevadas. El bergantín, de pequeño calado, pasaba rozando la costa Oeste, porque Hatteras no quería equivocar la entrada del estrecho de Bellot, única salida que el golfo de Boothia tiene al Sur.
Por la tarde el
Forward
se halló ante la bahía de Elwin, que fue reconocida por sus altas rocas perpendiculares. El martes por la mañana se avistó la bahía de Betty.
El doctor y el contramaestre Johnson eran los únicos que observaban con interés esas marcas desiertas. Hatteras, sumergido en sus mapas, hablaba poco y su ánimo se hacía cada vez más taciturno a medida que el bergantín seguía hacia el Sur. Con frecuencia se instalaba en la popa y allí permanecía horas enteras con los brazos cruzados y la vista perdida en el horizonte. Sus órdenes eran breves y rudas. Por su parte Shandon se había encerrado en un silencio frío y no tenía con Hatteras más relaciones que las que exigían las necesidades del servicio. James Wall permanecía adicto a Shandon. El resto de los tripulantes esperaban los acontecimientos, dispuestos a aprovecharse de ellos. Así no había ya a bordo la unidad de pensamientos ni la comunicación de ideas tan necesarias para el cumplimiento de las grandes misiones.
Las inquietudes del capitán crecían mientras el bergantín se acercaba al estrecho de Bellot y la suerte del viaje iba a decidirse. En efecto, si no se conseguía pasar ese estrecho, el
Forward
quedaría bloqueado hasta el año siguiente, puesto que no podría devolverse ni maniobrar en ese angosto pasadizo de hielo.
Hatteras, lleno de ansiedad, trepó a uno de los mástiles y allí permaneció gran parte de la mañana del sábado.
La tripulación comprendía la situación del buque. Un profundo silencio reinaba a bordo. El
Forward
se mantenía cerca de la costa erizada de témpanos. Se necesitaba tener ojos de águila para descubrir un paso entre esa acumulación de montañas heladas.
Después de medio día de tenso silencio, se escuchó, desde lo alto del trinquete, la siguiente orden:
—¡Proa al Oeste, a toda máquina!
El
Forward
se lanzó inmediatamente a todo vapor entre dos témpanos.
Hatteras había encontrado por fin el camino y bajó a cubierta satisfecho.
—Capitán —dijo el doctor—, ¿hemos por fin entrado en el famoso estrecho?
—Sí —respondió Hatteras, bajando la voz—, pero no basta entrar, también habrá que salir —agregó y sin decir nada más, volvió a su camarote.
—Tiene razón —pensó el doctor— aquí estamos entrampados, sin mucho espacio para maniobrar. ¡A lo mejor nos vemos obligados a invernar aquí!… ¡Bueno! No seríamos los primeros, y si otros han salido del paso, también saldremos nosotros.
El estrecho de Bellot, que tiene un kilómetro y medio de ancho y veintisiete de largo, está encajonado entre montañas cuya altura media es de unos seiscientos metros. El
Forward
avanzaba con precaución. Las tempestades son frecuentes en ese estrecho y el bergantín no se salvó de su violencia; las olas barrían la cubierta envueltas en ráfagas de lluvia y el humo escapaba hacía el Este con rapidez asombrosa.
Hatteras, Johnson y Shandon no se movieron del puente de mando a pesar de los torbellinos de nieve y el doctor, luego de preguntarse a sí mismo cuál era la cosa más desagradable que podía hacer en ese momento, subió inmediatamente a cubierta donde unos con otros no se oían y apenas se veían, por lo que cada cual se encerró en sus pensamientos.
Según los cálculos de Hatteras, a eso de las seis de la tarde se hallaba en el extremo del estrecho. Entonces toda salida pareció cerrada y Hatteras, obligado a detenerse, hizo anclar el barco sólidamente en un
iceberg
, pero ordenó mantener la presión durante toda la noche.
El tiempo fue espantoso. El
Forward
amenazaba a cada instante romper sus cadenas y era de temer que el témpano, arrancado de su base por la violencia del viento del Oeste, se fuera con el bergantín a la deriva. Los oficiales permanecieron alertas y llenos de inquietud; a los torbellinos de nieve se agregaba un fuerte granizo, recogido por el huracán en la superficie deshelada de los bancos de hielo.
Durante esa noche terrible se elevó mucho la temperatura. El termómetro marcó 14 grados centígrados y el doctor, con gran asombro, creyó ver hacia el Sur algunos relámpagos seguidos de truenos lejanos.
Cerca de las cinco de la mañana, el tiempo cambió bruscamente. La temperatura volvió al punto de congelación y el viento se calmó. Se podía percibir la boca occidental del estrecho, pero se la veía completamente obstruida. Hatteras miraba la costa, preguntándose si el paso existía realmente.
El bergantín avanzó despacio. Su quilla iba rompiendo estrepitosamente los hielos.
Resuelto a seguir adelante, Hatteras no concedió ni un instante de descanso a nadie durante el resto de aquel día y la noche siguiente. Pero por la mañana tuvo que detenerse ante el cerrado banco de hielo. El doctor se reunió con él en la cubierta. Hatteras lo llevó a popa donde era posible hablar sin que nadie los escuchara.
—Estamos atrapados —dijo Hatteras— es imposible ir más lejos.
—¿Imposible? —repitió el doctor.
—¡Imposible! ¡Toda la pólvora del
Forward
no nos permitiría avanzar ni cuarenta metros!
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó el doctor.
—¡Qué sé yo!
—Bueno, capitán, si es necesario invernar, invernaremos. Lo mismo da hacerlo aquí que en otra parte.
—Sin duda —respondió Hatteras, pero es triste invernar en el mes de junio. La invernada está llena de peligros físicos y morales. ¡Yo quería detenerme más cerca del Polo!
—Capitán —dijo el doctor—, no estamos más que a 5 de junio. Todavía puede abrírsenos un paso. A veces el hielo tiende a romperse hasta en los tiempos de calma. De un momento a otro podríamos hallar el mar libre.
—¡Capitán! —dijo en aquel momento James Wall—. Hay peligro de que los témpanos nos dejen sin timón.
—Correremos el riesgo de perderlo —respondió Hatteras—. Trate señor Wall, de que se lo proteja cuanto sea posible, separando los témpanos.
—Sin embargo… —añadió Wall.
—No tengo ninguna observación que escuchar —dijo cortante Hatteras—. ¡Basta!
Wall volvió a su puesto.
—¡Ah! —exclamó Hatteras con un movimiento de rabia—. ¡Cinco años de mi vida daría por hallarme en el Norte! No conozco paso más peligroso. ¡Y para colmo, a esta distancia cercana al polo magnético, el compás duerme, la aguja se hace floja o loca y varía sin cesar de dirección!
—Confieso —dijo el doctor— que es una navegación peligrosa; pero en fin, los que la hemos emprendido ya sabíamos que iba a ser así y hasta ahora nada ha pasado, nada demasiado grave.
—¡Doctor! Mi tripulación ya no es lo que era. Los oficiales hasta se permiten hacerme observaciones. Las ventajas económicas ofrecidas a los marineros eran muy adecuadas para excitar su codicia, pero tienen sus inconvenientes, porque después que han partido los hace desear con más ardor el regreso. Doctor, ya no me siento apoyado en mi empresa y si fracaso, la culpa no será de tal o cual marinero, sino de la mala voluntad de ciertos oficiales…
—Creo que usted exagera, capitán.
—¡No exagero! Por ahora los marineros no murmuran ni murmurarán mientras la proa del
Forward
mire al Sur. ¡Insensatos! ¡Creen que se acercan a Inglaterra! ¡Pero si llegamos a remontarnos al Norte, verá cómo cambian las cosas. Juro, sin embargo, que no habrá nada que me haga desviar de mi objetivo! Un paso, una abertura por la cual pueda deslizarse mi bergantín, y aunque en ella deje el cobre de su revestimiento, pasaremos.
Los deseos del capitán debían quedar satisfechos hasta cierto punto. Por alguna influencia de vientos, de corrientes o de temperatura, los campos de hielo se separaron; el
Forward
se lanzó por el paso que se abrió rompiendo con su proa de acero los témpanos flotantes; navegó toda la noche y el martes, a las seis salió del estrecho de Bellot.
Pero el camino del Norte seguía obstinadamente cerrado y Hatteras, no pudiendo subir por el estrecho de Peel, resolvió bordear la Tierra del Príncipe de Gales para ganar el camino de McClintock.
El 6 de junio transcurrió sin ningún incidente.
Por treinta y seis horas, el
Forward
bordeó la costa de Boothia, sin llegar a acercarse a la Tierra del Príncipe de Gales, Hatteras forzó el vapor quemando su carbón pródigamente. Contaba con aprovisionarse en la isla Beechey.
El jueves el camino del Norte seguía siendo inaccesible. El
Forward
no podía siquiera retroceder; los hielos lo empujaban hacia adelante así es que tampoco podía detenerse un instante, so pena de ser cogido y quedar atrapado entre los témpanos.
El viernes 8 de junio llegó a la entrada del estrecho de James Ross, que era preciso evitar a toda costa porque su única salida es al Oeste y lleva directamente hacia América.