—De donde volvió él solo —respondió Gripper.
—Solo con su perro —replicó Clifton.
—No queremos sacrificarnos por los caprichos de ese hombre añadió Pen.
—¡Ni perder las primas que tenemos bien ganadas! —dijo Clifton.
—¡Cuándo hayamos pasado los 78 grados —añadió—, tendremos ganadas 375 libras por cabeza!
—Pero —respondió Gripper— ¿no las perderemos si nos volvemos sin el capitán?
—No —respondió Clifton— si sabemos probar que el regreso era indispensable.
—Pero el capitán…
—Tranquilo, Gripper —respondió Pen— tendremos un capitán, y muy bueno, a quien el señor Shandon conoce. Cuando un comandante se vuelve loco, se le echa y se nombra otro. ¿No es así, señor Shandon?
—Amigos —respondió Shandon evasivamente— siempre encontrarán en mí un corazón abierto. Pero esperemos los acontecimientos.
Entretanto Hatteras, firme, inquebrantable, enérgico, siempre confiado, seguía avanzando con audacia.
—¡Ah! —decía al doctor—; ¡si hubiera podido forzar el estrecho de Smith, al Norte del mar de Baffin, a estas horas estaría en el Polo!
—¡Bueno! —respondía Clawbonny—, pero ¿qué importa? Si por todas partes se va a Roma, más cierto es aún que todo meridiano lleva al Polo.
El 31 de agosto el termómetro marcó 10 grados centígrados. Llegaba el fin de la estación navegable. El
Forward
dejó a estribor a la isla Exmouth y tres días después dejó atrás la isla de la Mesa, situada en medio del canal de Belcher. En una época menos avanzada hubiera tal vez sido posible volver a pasar por ese canal al mar de Baffin; pero ahora eso era imposible: aquel brazo de mar, cerrado por los hielos, no ofrecía un centímetro de agua a la quilla del
Forward
.
Afortunadamente, aún podía seguirse viaje hacia el Norte. Con aquellas temperaturas bajísimas lo más terrible era la calma de la atmósfera, porque los pasos se obstruían rápidamente. Una noche de calma, todo se helaba. De manera que cualquier viento era bienvenido.
El
Forward
no podía invernar en aquella situación, expuesto a los vientos, a los
icebergs
y a la deriva del canal. Debía buscar un lugar abrigado. Hatteras esperaba ganar la costa de Nuevo Cornualles y encontrar, más allá de la punta Alberto, una bahía de refugio. Siguió, entonces su camino hacia el Norte.
Pero el 8 de septiembre un banco continuo, impenetrable, se interpuso entre el Norte y él, mientras la temperatura bajaba a 12 grados centígrados. Hatteras buscó en vano un paso, arriesgando cien veces su buque y haciendo prodigios de habilidad. Se lo podía motejar de imprudente, de irreflexivo, de loco, pero era un gran marino, y eso nadie lo discutía.
La situación del
Forward
se hizo peligrosa. El mar se cerraba tras de él; en pocas horas el hielo adquiría una dureza tal, que los hombres saltaban sobre él con seguridad absoluta.
Hatteras resolvió emplear sus más fuertes explosivos. Las cargas quedaron listas, incrustadas en el hielo, pero decidió, esperar al día siguiente para encenderlas.
Sin embargo durante la noche arreció el viento de una manera furiosa. El mar se encrespó debajo de su costra de hielo, como sacudido por una tremenda conmoción submarina. De pronto, se oyó una voz aterrorizada.
—¡Alerta hacia popa!
Hatteras miró en esa dirección. Lo que vio a la luz del crepúsculo era verdaderamente espantoso.
Un banco gigantesco, corría hacia el buque con la rapidez de un alud.
—¡Todo el mundo a cubierta! —gritó el capitán.
La montaña invasora estaba sólo a ochocientos metros de distancia. Los témpanos, pasaban unos sobre otros, se atropellaban como enormes granos de arena arrastrados por un huracán formidable. Un ruido horrible atronaba por todas partes.
—Señor Clawbonny —dijo Johnson al doctor—. Este es uno de los mayores peligros que hemos corrido hasta ahora.
—Sí —respondió tranquilamente el doctor— me parece bastante serio.
—Es un ataque que tendremos que rechazarlo —repuso el contramaestre.
—En efecto, parece un ejército de dinosaurios.
Entretanto la tripulación, armada de pértigas y palancas, se preparaba para rechazar aquel formidable asalto.
El alud arrastraba en su torbellino a todos los hielos que había alrededor. Por orden de Hatteras, el cañón de proa disparaba continuamente balas rasas contra la mole que se precipitaba hacia el barco. Pero llegó el alud y se lanzó contra el bergantín, que crujió con estrépito.
—¡Qué nadie se mueva! —gritó Hatteras.
Enormes témpanos comenzaron a caer alrededor del barco. Otros más pequeños, arrojados hasta la altura de los mástiles caían convertidos en agudas flechas. La tripulación no sabía cómo librarse de aquellos enemigos cuya tremenda mole bastaba para aplastar cien buques como el
Forward
. Todos hacían lo posible para rechazar a aquellos invasores. Más de un marinero cayó herido; entre otros, Bolton tenía el brazo izquierdo completamente destrozado.
Duck
aullaba con rabia, intentando también enfrentar a esos enemigos blancos.
La oscuridad de la noche vino a empeorar la situación sin ocultar aquellos peñascos helados, cuya blancura recogía los últimos resplandores del cielo.
La voz de mando de Hatteras resonaba incesantemente en medio de esa lucha extraña y sobrenatural del hombre contra témpanos. El buque, obedeciendo a la presión enorme, se inclinó a babor y el extremo de las vergas del palo mayor comenzó a incrustarse en el campo de hielo con riesgo de romper toda la arboladura.
Hatteras comprendió el peligro: el bergantín estaba a punto de perder sus palos y ser destruido.
Un témpano tan grande como el barco, se levantó entonces a lo largo del casco. Si caía dentro del
Forward
todo habría terminado. Un grito de espanto salió de todos los pechos. Los marineros corrieron a estribor. Pero entonces el buque quedó enteramente en alto. Se sintió como se levantaba y durante un espacio de tiempo, imposible de determinar, flotó en el aire, después se inclinó y cayó sobre los témpanos con un desgarrador crujido de todas sus maderas. ¿Qué pasaba?
Levantado por aquella marca ascendente y rechazado por los témpanos que lo cogían por la popa, el
Forward
saltó el inaccesible banco de hielo. Luego de un minuto que pareció un siglo de aquella extraña navegación, cayó al otro lado del obstáculo, sobre un campo helado que hundió con su peso hasta tocar el agua.
—¡Hemos pasado el banco! —exclamó Johnson, maravillado.
—¡Alabado sea Dios! —respondió Hatteras.
En efecto, el bergantín estaba incrustado en una masa de hielo. Aunque su quilla estaba sumergida en el agua, no se podía mover, pero el campo marchaba con él.
—Derivamos capitán —anunció Johnson.
—Dejémonos llevar —respondió Hatteras, quien entendió que en realidad no había otra alternativa.
Al amanecer comprobó que bajo la influencia de una corriente submarina, el banco de hielo derivaba con rapidez hacia el Norte. Aquella mole flotante arrastraba al
Forward
. Previendo una catástrofe en caso de que el bergantín fuera arrojado a una costa o aplastado por la presión de los hielos, Hatteras mandó subir a cubierta una gran cantidad de provisiones y los utensilios de campamento de la tripulación. Pronto, por efecto de una temperatura de 14 grados centígrados bajo cero, el buque se vio rodeado de una muralla de hielo por sobre la cual no sobresalía más que su arboladura.
Así navegó por siete días. La punta Alberto, que forma la extremidad Oeste de Nuevo Cornualles, se vio el 10 de septiembre para perderse luego. A partir de entonces, se notó que el campo de hielo se dirigía al Este. ¿A dónde iban a llegar? ¿Dónde se detendría?
La tripulación esperaba cruzada de brazos. En fin, el 15 de septiembre, a eso de las tres de la tarde, el campo de hielo que los transportaba se detuvo bruscamente. El bergantín experimentó una sacudida violenta. Hatteras consultó su carta: se hallaban en el Norte, sin tierra alguna a la vista, a los 95 grados 35' de longitud y 78 grados 45' de latitud, en medio de ese mar desconocido, en que los geógrafos sitúan el polo del frío.
La situación de Hatteras no era envidiable. Estaba con su barco aprisionado por los hielos, más allá de toda región hasta entonces explorada. Lo esperaba un invierno que se anunciaba terriblemente riguroso en el mismísimo polo frío del planeta. Sus reservas de combustible eran escasas y, por añadidura, se encontraba al mando de una tripulación medio sublevada.
Cualquier otro capitán al encarar esta situación tan llena de dificultades, se habría al menos angustiado. Pero John Hatteras permaneció firme y sereno.
Con ayuda de Johnson, hombre experimentado en esos trances, empezó los preparativos para la invernada. Según sus cálculos, el
Forward
había sido arrastrado a cuatrocientos kilómetros de la última tierra conocida, es decir del Nuevo Cornualles, y ahora estaba incrustado en un campo de hielo, inconmovible como un lecho de rocas, del cual no podía arrancarla ninguna fuerza humana.
No había una gota de agua libre en aquellos vastos mares tocados por el invierno ártico. Los campos de hielo se eslabonaban hasta perderse de vista. Muchos
icebergs
erizaban la llanura helada, y el
Forward
se encontraba abrigado por los más altos de ellos que se levantaban en tres puntos del campo. Imaginemos rocas en vez de témpanos, prados en lugar de nieve, y el mar en su estado líquido, y tendremos el bergantín meciéndose en una hermosa bahía, a salvo de los vientos más temibles.
Aunque el buque estaba inmóvil, por precaución se sujetó con fuerza por medio de sus anclas, para prevenir malas jugadas de los deshielos posibles o de los movimientos submarinos.
Johnson multiplicó sus medidas de invernada.
—¡Vamos a vernos en más de un apuro! —había dicho al doctor—. ¡Poca suerte tuvo el capitán! ¡Quedó atrapado en el punto más desagradable del planeta! Pero, en fin, veremos forma de salir de este aprieto.
El doctor estaba encantado de la situación y no la hubiera cambiado por ninguna otra. ¡Invernar en el polo del frío! ¡Qué fortuna!
Se dio preferencia a los trabajos del exterior. Las velas quedaron en sus vergas aunque bien dobladas dentro de sus fundas. Pronto el hielo las cubrió con otra funda aun más impermeable.
También era recomendable cortar el hielo alrededor del buque para evitar la enorme presión del campo helado. El trabajo fue largo y penoso. Luego de algunos días el casco quedó libre, y se aprovechó de examinarlo por si estaba dañado. Gracias a la solidez de su construcción no había sufrido ningún destrozo aunque su forro de cobre estaba casi enteramente arrancado.
El doctor participó en todos los trabajos. Manejaba con destreza la cuchilla, y con su buen humor distraía y animaba a los marineros.
—He aquí una buena precaución —dijo.
—Sin ella, señor Clawbonny, no habría resistencia posible contra el hielo. Ahora podemos levantar una muralla de nieve a la altura de la borda —dijo el contramaestre.
—¡Excelente idea! —repuso el doctor—. La nieve es un mal conductor del calor, por eso no dejará escapar la temperatura interior.
—Así es —respondió Johnson—. Levantemos una fortaleza contra el frío, y también contra los animales, por si se les antoja visitarnos.
—Es una gran cosa —acotó el doctor— que el frío genere la nieve y el hielo con que nos protegemos contra él. Sin eso, lo pasaríamos muy mal.
Así, el buque estaba destinado a desaparecer bajo una capa espesa de hielo dispuesta para conservar su temperatura interior. Encima y a lo largo de la cubierta se construyó un techo formado de gruesas telas embreadas cubiertas después de nieve. Estas lonas protegían también los costados del buque. Hallándose completa mente cerrada, la cubierta se convirtió en un verdadero paseo. Encima de ella se echaron unos noventa centímetros de nieve que fue machacada y apisonada para ponerla dura. Esta nieve era también un obstáculo a la pérdida del calor interno. Sobre la nieve se echó una capa de arena, que al incrustarse se convirtió en una argamasa durísima.
—Con unos cuantos árboles me creería en Hyde Park y hasta en los jardines colgantes de Babilonia —comentaba el doctor.
Se hizo, además, a poca distancia del bergantín, un agujero en el suelo. Se trataba de un verdadero pozo que debía conservarse siempre abierto para lo cual se rompía todas las mañanas el hielo formado en su orificio. Su objeto era proporcionar agua en caso de incendio, y tenerla en abundancia para los baños ordenados a la tripulación como medida de higiene. Para ahorrar combustible se procuraba tomar el agua de las capas más profundas, donde está menos fría.
Habitualmente, durante los meses de invierno, se quitan todos los objetos que hay en el buque, para disponer de mayor espacio, y se depositan en tierra, en almacenes. Pero lo que puede practicarse en una costa no lo puede hacer un buque fondeado en un campo de hielo.
Dentro del barco todo se dispuso para combatir a los grandes enemigos de aquellas latitudes: el frío y la humedad. El primero trae el segundo que es el más temible. Al frío se resiste pero a la humedad se sucumbe y, por tanto, había que prevenirla.
El
Forward
, destinado a navegar en los mares árticos, ofrecía para invernada las condiciones más convenientes. El gran cuarto de la tripulación estaba perfectamente concebido. En él se había tratado de evitar los rincones donde la humedad se refugia. Al bajar la temperatura, una capa de hielo se forma en los tabiques, particularmente en los ángulos y cuando se derrite produce una humedad constante. Si hubiese sido circular, la sala de la tripulación hubiera estado aún mejor; pero, en fin, calentada por una gran estufa y bien revestida debía ser muy habitable. Las paredes estaban tapizadas de pieles de gamo y no de géneros de lana, porque ésta detiene los vapores que en ella se condensan e impregnan la atmósfera de humedad.
En la popa se derribaron los tabiques y los oficiales tuvieron una sola estufa. Esta sala lo mismo que la de la tripulación, estaba precedida por una antesala que evitaba un paso gradual de una temperatura a otra. En estas antesalas se dejaba además los vestidos cargados de nieve.
Unas mangas de lona servían para la introducción del aire destinado a las estufas y otras mangas permitían la salida del vapor del agua.