Eso equivalía a dar libertad de acción. Johnson y Bell corrieron a cubierta. Hatteras oyó desgarrarse la madera de su bergantín, bajo los golpes del hacha y se puso a llorar en silencio.
Ese era el día de Navidad; en Inglaterra la noche de las reuniones familiares, alegres alrededor de un pino lleno de adornos. ¡Quién no recordaría entonces las espaciosas fuentes de carne asada! ¡Y aquellas tortas y pasteles! ¡Qué contraste con el dolor y la desesperación, con la miseria de esos tripulantes que no tenían como árbol de Navidad más que un buque perdido en las desconocidas regiones glaciales!
Pero el fuego devolvió parte de la fuerza al corazón de los marineros. Las tazas calientes de té y café produjeron un bienestar instantáneo. Así terminó ese año funesto de 1860, cuyo precoz y terrible invierno había hecho naufragar los atrevidos planes de Hatteras.
El 1 de enero de 1861 ocurrió un inesperado descubrimiento. Hacía un poco menos frío y el doctor había vuelto a sus estudios. Leía las notas de sir Edward Belcher sobre su expedición a los mares polares. De pronto un pasaje que hasta entonces había pasado desapercibido lo llenó de asombro; volvió a leerlo y vio que no se había equivocado.
En él sir Edward Belcher relataba que después de llegar al extremo del canal de la Reina, había encontrado restos importantes de la permanencia de los hombres.
—Son —decía— vestigios de habitaciones muy superiores a cuanto se puede atribuir a las tribus errantes de esquimales. Sus paredes están bien cimentadas en una tierra profundamente cavada; el piso interior está enlosado. Osamentas de renos, zorras y focas se encuentran en gran número.
Allí encontramos también carbón
Al leer estas últimas palabras una idea nació en la mente del doctor. De inmediato fue donde Hatteras a mostrarle ese pasaje del libro.
—¡Carbón! —exclamó el capitán, maravillado.
—¡Sí, Hatteras, carbón! ¡Eso significa la salvación para nosotros!
—¡Carbón en este desierto! —repuso Hatteras—. Eso es imposible.
—¿Por qué? Belcher no tenía para qué mentir.
—Y si fuera cierto, doctor ¿qué podríamos hacer nosotros?
—Estamos a menos de ciento sesenta kilómetros de la costa en que Belcher vio carbón. Y una excursión de esa magnitud es perfectamente realizable, aún atravesando hielos y fríos como los que a nosotros nos cercan. ¡Partamos, capitán!
—¡Adelante! —gritó Hatteras, entusiasmado.
De inmediato informó a Johnson sobre esta decisión. Este aprobó el proyecto y lo comunicó a sus camaradas. Entre estos algunos lo aplaudieron y otros lo acogieron con indiferencia.
—¡Carbón en estas costas! —dijo Wall, incrédulo en su lecho de enfermo.
—Déjenlos hacer —repuso enigmáticamente Shandon.
Antes de iniciar los preparativos para la expedición, Hatteras quiso comprobar con exactitud la posición del
Forward
. Era importante hacer este cálculo ya que una vez lejos del buque, no sería posible volverlo a encontrar sin datos matemáticos, precisos.
Desde la cubierta el capitán midió varias distancias lunares y las alturas meridianas de las principales estrellas. No fue fácil realizar estas observaciones ya que por lo bajo de la temperatura, los espejos y lentes de los instrumentos se cubrían de una capa de hielo, y más de una vez Hatteras sintió abrasarse sus párpados al apoyarlos en el metal de los anteojos.
De todos modos logró algunas medidas exactas que sirvieron de base para sus cálculos, y volvió a la sala para ordenarlas. Terminado este trabajo levantó la cabeza preocupado, consultó su carta de marear, hizo en ella ciertos apuntes y miró al doctor sin decir nada.
—¿Qué hay? —preguntó éste.
—¿En que posición estábamos al comenzar la invernada?
—A 78 grados y 15' de latitud, 95 grados 35' de longitud, precisamente en el polo del frío del mundo.
—¡Bueno —dijo Hatteras en voz baja—; sucede que nuestro campo de hielo deriva! ¡Nos hallamos 2 grados más al Norte y más al Oeste! Eso quiere decir que estamos por lo menos a 480 kilómetros de ese depósito de carbón.
—¡Los pobres no saben nada! —exclamó el doctor indicando hacia los enfermos.
—¡Silencio! —dijo Hatteras, poniéndose un dedo en los labios. Es mejor que sigan sin saberlo.
Hatteras había preferido no poner la nueva situación en conocimiento de los tripulantes. Pensó que al saberse arrastrados hacia el Norte por una fuerza incontenible, esos desdichados podrían entregarse a quizás qué arrebatos o actos desesperados.
El capitán, sin embargo, tuvo que esconder cuidadosamente la alegría que le producía el hecho de haber avanzado hacia el Norte, y de encontrarse a menos de 8 grados del Polo.
No le importaba que el
Forward
, al aproximarse al Polo se alejara de aquella mina de carbón observada por Edward Belcher. Sin embargo, después de una breve discusión entre Hatteras y Clawbonny, se insistió en la idea del viaje.
Se calculó que la expedición podría durar cuando más, cuarenta días, y Johnson hizo los preparativos en consecuencia.
Se ocupó en primer lugar del trineo que era de forma groenlandesa. Tenía 90 centímetros de ancho y de largo unos 8 metros. Su tiro se componía de seis perros, que a pesar de estar muy flacos eran fuertes y no parecían sufrir mucho la crudeza de ese invierno.
Como utensilios para el campamento se llevaron carpas para cuando fuera imposible la construcción de un iglú, una ancha tela impermeable para tender sobre la nieve e impedir que ésta se derritiera al contacto del cuerpo, varias mantas de lana y pieles de búfalo.
Como provisiones se cargaron cinco cajas de
pemmican
. Se llevaban también 12 galones de alcohol y galletas en buena cantidad, una cocina portátil, mechas y estopas, pólvora, municiones y cuatro escopetas de dos cañones. Los expedicionarios, adoptando el invento del capitán Parry, debían portar cintas de caucho, dentro de las cuales el calor y movimiento del cuerpo mantienen en estado líquido el café, el té y el agua.
El contramaestre se preocupó también de la fabricación de calzado para la nieve, montado sobre plantillas de madera y cubierto de cuero, que en caso necesario era también apto para patinar, reemplazándolo, sin embargo, con ventaja las botas de piel de gamo en los terrenos enteramente helados y endurecidos. Cada viajero debía llevar dos pares de cada clase.
Mientras se hacían estos preparativos, Hatteras todos los días a las doce, determinaba la posición del buque, el cual había dejado ya de derivar.
El capitán se dedicó también a escoger a los hombres que debían acompañarlo. Esta decisión era importante. Algunos no servían, pero era peligroso dejarlos a bordo. Sin embargo, como la salvación común dependía del éxito del viaje, el capitán optó por elegir, ante todo, compañeros seguros y experimentados.
Shandon quedó excluido inmediatamente. James Wall, postrado en cama no estaba en condiciones de viajar. Como el estado de los enfermos era estacionario y su tratamiento se reducía a fricciones y altas dosis de limonada, no se necesitaba la presencia del médico. Este se puso de buena gana a la cabeza de la expedición.
Johnson daba por descontado que estaría entre los elegidos para esa peligrosa empresa; pero el capitán lo llamó aparte y con voz amistosa le dijo:
—Johnson, yo sólo tengo confianza en usted. Es el único oficial a quien puedo confiarle el barco. Es preciso que se quede para vigilar a Shandon y a los otros. Se hallarán aquí encadenados por el invierno, ¿pero quién sabe las funestas resoluciones de que su maldad es capaz? Daré instrucciones para que en caso necesario usted asuma el mando. Demoraremos cuando más cuatro a cinco semanas, y yo estaré tranquilo teniéndolo a usted donde no puedo estar yo. Necesitará leña, lo sé. Pero en la medida en que sea posible, salve mi pobre bergantín. ¿De acuerdo?
—Perfectamente, capitán —respondió el viejo contramaestre—. Me quedaré, si es lo que más conviene.
—¡Gracias! —dijo Hatteras, estrechando su mano, y agregó—: Sino vuelvo, Johnson, espere hasta el próximo deshielo y trate de seguir hacia el Polo. Si los demás se oponen, no piense más en nosotros y lleve al
Forward
de regreso a Inglaterra.
Finalmente el destacamento quedó compuesto por Hatteras, Clawbonny, Bell, Simpson y del fiel
Duck
. Por lo tanto, habría que alimentar a cuatro hombres y siete perros. Las provisiones se habían calculado para proveerlos a todos.
Los primeros días de enero, la temperatura se mantuvo a 37 grados bajo cero. Hatteras esperaba con impaciencia una mejora del clima. Consultó varias veces el barómetro, aunque sabía que no podía fiarse de él, ya que en las latitudes pierde, al parecer, su exactitud.
Finalmente, el 5 de enero, un viento suave del Este, hizo elevarse la temperatura. La columna del termómetro subió a 28 grados bajo cero. Hatteras resolvió partir al día siguiente. Ya no podía, además, seguir presenciando el destrozo de su bergantín, Cuya toldilla había pasado entera a la estufa.
Fue así como el 6 de enero, en medio de violentas ráfagas de nieve, se dio la orden de marcha. El doctor hizo a los enfermos las últimas recomendaciones, y Bell y Simpson se despidieron de sus compañeros con silenciosos apretones de manos. Hatteras quiso decir algunas palabras de despedida, pero se vio rodeado de miradas hostiles y creyó comprender en los labios de Shandon una sonrisa irónica, de manera que optó por el silencio.
El trineo cargado, con el tiro de perros listos, esperaba en el campo de hielo; Bell tomó la delantera y los demás lo siguieron: Johnson acompañó a los viajeros hasta unos 400 metros de distancia. Hatteras le rogó que volviera a bordo y el viejo marino regresó después de una larga despedida.
Hatteras se devolvió entonces por última vez hacia el bergantín y vio desaparecer su elegante arboladura en las oscuras nubes del cielo.
Con Simpson dirigiendo el trineo, el destacamento partió en dirección Sudoeste. El ascenso de la temperatura anunciaba una nevada que no se hizo esperar. La nieve fue un nuevo obstáculo para los viajeros. Caía en forma tan tupida que dificultaba la visibilidad.
El hielo, sometido a las presiones de la helada, presentaba una superficie desigual y accidentada. El trineo tropezaba con frecuencia y a veces se inclinaba en forma peligrosa.
Los hombres se habían envuelto en sus trajes de piel, cortados a la moda groenlandesa. El corte no era nada elegante, pero sí muy apropiado al clima.
Los viajeros hablaban poco en esa monótona marcha por la llanura interminable. En esa atmósfera gélida el sólo acto de abrir la boca constituía un verdadero dolor, se formaban agudos cristales de hielo entre los labios, sin que el calor del aliento fuera capaz de disolverlos. Todos tanteaban con su palo aquel suelo desconocido. Las huellas de Bell iban quedando impresas en las capas blandas, y los demás las seguían suponiendo que por donde había pasado su guía podrían aventurarse todos.
Muchos rastros de osos y de zorras se cruzaban en todas direcciones pero durante esa primera jornada no se divisó a ninguno de estos animales. Por lo demás, la caza hubiera sido peligrosa e inútil, ya que el trineo iba sobrecargado.
Hatteras mandó a hacer alto cuando, a mediodía, el grupo llegó al abrigo de un farellón de hielo. El almuerzo se compuso de
pemmican
y té y reconfortó bastante a los viajeros.
La marcha se reemprendió después de una hora de descanso. Habían avanzado cerca de 32 kilómetros cuando por la noche hombres y perros cayeron rendidos de cansancio. Pero aún debían construir una casa de nieve para pasar la noche, ya que la carpa no era suficiente para protegerlos. En la construcción se gastó una hora y media. Bell se mostró muy hábil. Los témpanos de hielo, cortados a cuchillo se fueron superponiendo con rapidez, y se les dio forma de cúpula. La nieve blanda que servía de argamasa, una vez endurecida formó un solo cuerpo con los témpanos. Una abertura estrecha, por la cual era necesario deslizarse a rastras, permitía ingresar a la improvisada habitación. El primero que entró fue el doctor. Lo hizo con gran trabajo y los demás lo siguieron. Adentro se preparó la comida, sin más combustible que el alcohol. La temperatura interior de aquel iglú era bastante soportable ya que no entraba en él el viento que arreciaba con fuerza afuera.
Cuando terminó la cena nadie pensó más que en dormir. Los hombres tendieron sobre el suelo helado las telas impermeables, secaron en la llama de la cocina portátil las medias y las botas y luego tres de los viajeros, envueltos en sus mantas de lana, durmieron bajo la vigilancia de un cuarto que velaba por la seguridad de todos y para impedir que la abertura de la casa se cerrara, pues sin esa precaución corrían el riesgo de quedar enterrados vivos.
Duck
tenía derecho a dormir en el iglú, pero sus congéneres groenlandeses se quedaron fuera y después de comer, se agazaparon bajo la nieve, que se convirtió muy pronto en una cubierta impermeable.
A las seis de la mañana del día siguiente, se reinició la marcha. ¡Siempre estaban ahí los mismos valles, los mismos
icebergs
, con una uniformidad que volvía difícil la elección de puntos de referencia! Sin embargo la temperatura al bajar algunos grados y helar las capas de nieve volvió más rápido el paso de los viajeros.
Los que más hablaban durante esa penosa travesía eran el capitán y Clawbonny, quien ni siquiera sepultado bajo varios metros de hielo se habría quedado en silencio.
—Doctor —solía decirle Hatteras— creo que he hecho mal en dejar el
Forward
; he cometido una falta imperdonable, el lugar de un capitán está a bordo y no en otra parte.
—Pero allá quedó Johnson.
—Así es. Pero debemos apurarnos.
Los gritos de Simpson, que arreaba los perros, se oían a cada rato. A causa de un fenómeno de fosforescencia, el trineo parecía levantar una polvareda de chispas.
Volvióse a emprender el camino hacia el Sudeste. La segunda noche los viajeros se detuvieron después de haber avanzado unos 40 kilómetros. Todos estaban desechos, lo que no impidió al doctor encaramarse por una montaña de hielo mientras se construía la casa.
En el cielo transparente brillaba la luna, casi llena, arrojando un resplandor extraordinario.
Los días siguientes la expedición continuó ese camino monótono. El viaje se hacía con mayor o menor facilidad, con mayor o menor rapidez, según las variaciones de la temperatura, que cambiaba de seca y glacial a húmeda y penetrante.