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Authors: Julio Verne

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Las Aventuras del Capitán Hatteras (10 page)

BOOK: Las Aventuras del Capitán Hatteras
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Las observaciones para fijar la posición hechas al mediodía en ese punto dieron 70 grados 5' 17" de latitud, y 96 grados 46' 45" de longitud. Cuando el doctor conoció estas cifras miró su mapa y vio que se hallaba en el polo magnético, en el mismo punto donde James Ross determinó esta curiosa situación.

Como era necesario limpiar la caldera, el capitán hizo anclar el buque en un campo de hielo y permitió ir a tierra al doctor y al contramaestre. En cuanto a él, indiferente a todo lo que no fuera su proyecto, se encerró en su camarote a estudiar la carta del Polo.

El doctor y su compañero bajaron, pues, a tierra. El primero quería comprobar los trabajos de Ross y descubrió fácilmente el montículo de piedras calizas que éste había levantado. Corrió a él y una abertura le permitió distinguir en su interior la caja de estaño en que James Ross había depositado el acta de su descubrimiento. Parecía que en treinta años ni un solo ser viviente había visitado aquella costa solitaria.

En ese punto una aguja imantada, suspendida con toda la delicadeza posible, se colocaba inmediatamente en una posición casi vertical bajo la influencia magnética; por lo tanto, el centro de atracción estaba a muy poca distancia si no inmediatamente bajo la aguja.

El doctor hizo su experimento con cuidado.

Si Ross, a causa de la imperfección de sus instrumentos, no pudo hallar para su aguja vertical más que una inclinación de 89 grados 59', se debió a que el verdadero punto magnético estaba realmente a un minuto de aquel lugar. El doctor Clawbonny fue más afortunado y a escasa distancia de allí encontró la inclinación de 90 grados.

—¡Aquí está exactamente, el polo magnético del mundo! —exclamó.

—¿Está aquí? —preguntó Johnson.

—Aquí mismo.

—Entonces —repuso el contramaestre—, hay que rechazar todo lo que se dice sobre la existencia de montañas.

—¡Sí, Johnson! Como ve, no hay aquí la menor montaña capaz de atraer a los buques, de arrancarles sus anclas, sus clavos y todos sus hierros.

—Entonces, ¿cómo se explica…?

—Por el momento no se explica, Johnson; no somos aún bastante sabios para eso. ¡Pero lo cierto, es que el polo magnético está aquí, en este punto!

—¡Señor Clawbonny! ¡Qué feliz sería el capitán si pudiera decir otro tanto del Polo Norte!

—Lo dirá, Johnson.

El doctor y su compañero levantaron un montículo en el punto preciso en que se había hecho el experimento y volvieron a bordo a las cinco de la tarde.

En la Ruta del Norte

Recurriendo permanentemente a las sierras y a la pólvora, y luego de un agobiador trabajo, el
Forward
logró atravesar el estrecho de Ross.

El sábado dobló el cabo de Félix en el Norte de la Tierra del Rey Guillermo, una de las islas medianas de aquellos mares.

La tripulación experimentó entonces una sensación extraña: se hallaba ante aquella tierra, escenario de las peores tragedias de los tiempos modernos. A pocos kilómetros se habían perdido para siempre el
Erebus
y el
Terror
.

Los marineros del
Forward c
onocían los intentos por encontrar al almirante Franklin, pero ignoraban los pormenores de esa catástrofe. Así es que se acercaron a escuchar el relato que el doctor hacía a Bell, Bolton y Simpson. Mientras tanto el
Forward
seguía adelante y la costa, con sus bahías, sus cabos y sus puntas, pasaba frente a sus miradas.

Hatteras se paseaba por la popa. El doctor, sentado en la cubierta, se vio rodeado de la mayor parte de los tripulantes, y comprendiendo el interés de aquella situación y el poder de su narración hecha en tales circunstancias, volvió a empezar, en los siguientes términos, su conversación:

—Ya saben, amigos —decía— después de haber dedicado su juventud a grandes expediciones marítimas, Franklin decidió en 1845, lanzarse al descubrimiento del paso del Noroeste. Mandaba el
Erebus
y el
Terror
, dos buques que acababan de navegar en 1840 hacia el Polo austral. El
Erebus
, mandado por Franklin, llevaba setenta hombres de tripulación entre oficiales y marineros. El
Terror
contaba sesenta y ocho tripulantes. En total ciento treinta y ocho hombres. Las últimas cartas de Franklin fueron dirigidas desde la isla Disko el 12 de julio de 1845.
Espero —decía— partir esta noche hacia el estrecho de Lancaster
. ¿Qué pasó desde su salida de la bahía de Disko? Los capitanes de los balleneros
Prince of Wales y Enterprise
vieron por última vez los dos buques en la bahía de Melville, y desde ese día no se volvió a saber de ellos. Sin embargo, podemos seguir a Franklin en su marcha hacia el Oeste. Penetra en los estrechos de Lancaster y de Barrow, y llega a la isla Beechey, donde pasa el invierno de 1845 a 1846.

—Pero ¿cómo se saben esos detalles? —preguntó Bell, el carpintero.

—Por tres tumbas que en 1850 encontró la expedición de Austin en la isla. En ellas estaban sepultados tres marineros de Franklin. Además, se completaron las noticias con el documento hallado por el teniente Hudson, del
Fox
. Sabemos que después de invernar, el
Erebus
y el
Terror
remontaron el estrecho de Wellington hasta el 77 grados paralelo. Pero en vez de continuar su ruta al Norte, camino que no debe haber estado practicable, volvieron al Sur…

—¡Y esta fue su perdición! —dijo una voz grave—. La salvación estaba en el Norte.

Todos de volvieron. Hatteras, apoyado el codo en la toldilla, acababa de lanzar a su tripulación aquella observación terrible.

—Sin duda —repuso el doctor— la intención de Franklin era alcanzar la costa americana; pero las tempestades le cortaron esa vía, y el 12 de septiembre de 1846 los dos buques fueron cogidos por los hielos a pocos kilómetros de aquí. Después fueron arrastrados hacia el Noroeste de la punta Victoria. La tripulación no abandonó los buques hasta el 22 de abril de 1848. ¿Qué pasó durante los diecinueve meses de intervalo? ¿Qué hicieron esos desgraciados? Sin duda exploraron las tierras circundantes, intentándolo todo para su salvación, porque el almirante era un hombre que no se rendía. Si el éxito no coronó sus esfuerzos, fue porque…

—Porque la tripulación tal vez lo traicionó —dijo Hatteras con voz sorda.

Los marineros no se atrevieron a levantar los ojos: esas palabras pesaban sobre sus conciencias.

—En resumen, sir John Franklin murió el 11 de junio de 1847. ¿Cuál fue el paradero de aquellos desgraciados privados de su jefe por diez meses? Se quedaron a bordo de sus buques, y no se decidieron a abandonarlos hasta abril de 1848. De los ciento treinta y ocho hombres, quedaban aún ciento cinco. ¡Treinta y tres habían muerto! Los sobrevivientes, conducidos por el capitán Crozier, se pusieron en marcha para Great-Fish-River. ¿Hasta dónde pudieron llegar? ¿Consiguieron ganar la bahía de Hudson? ¿Qué ha sido de ellos?

—¿Qué ha sido de ellos? Ahora van a saberlo —terció John Hatteras con voz fuerte—. Intentaron llegar a la bahía de Hudson y tomaron el camino del Sur. En 1854, una carta del doctor Roe dio la noticia de que en 1850 los esquimales habían encontrado en la Tierra del rey Guillermo un grupo de cuarenta hombres que cazaban morsas, viajaban sobre el hielo y arrastraban una lancha. Iban flacos, escuálidos, extenuados. Más adelante se encontraron treinta cadáveres en el continente y cinco en una isla cercana, algunos debajo de los restos de una tienda; aquí, un oficial con el fusil cargado junto a él; más allá, calderas con los restos de un banquete horrible. Todos aquellos desgraciados murieron de miseria, de fatiga, de hambre, tratando de alargar sus vidas miserables con el espantoso recurso del canibalismo. Eso les pasó a lo largo del camino del Sur. ¿Quieren seguir sus pasos?

La voz vibrante y los gestos apasionados de Hatteras, produjeron un efecto tremendo.

La tripulación conmovida, exclamó al unísono:

—¡Al Norte! ¡Al Norte!

—¡Pues bien! ¡Al Norte! ¡La salvación y la gloria están allá! ¡Al Norte! ¡El cielo nos favorece! ¡El viento ha variado! ¡El paso está libre! ¡Vire en redondo, timonel!

Los marineros corrieron a la maniobra; los hielos se iban desprendiendo poco a poco; el
Forward
se dirigió forzando la máquina hacia el canal de McClintock.

Hatteras había tenido razón en contar con un mar más libre. Remontaba el camino de Franklin y seguía la costa oriental de la Tierra del Príncipe de Gales. El
Forward
se halló muy pronto en condiciones de recobrar el tiempo perdido, de manera que el 14 de junio pasaba más allá de la bahía de Osborne y de los Puntos extremos alcanzados en las expediciones de 1851. Los hielos todavía eran abundantes en el estrecho, pero no parecía que el mar fuera a faltarle al bergantín.

Aparentemente la tripulación era otra vez disciplinada y obediente. Las maniobras eran ahora poco fatigosas y dejaban a los marineros bastante tiempo para el descanso. La temperatura se mantenía sobre el punto de congelación, y el deshielo iba derritiendo los mayores obstáculos.

Duck
, familiar y amable, había entrado en relaciones amistosas con el doctor Clawbonny. El perro, además, se había vuelto amable con la mayor parte de los tripulantes, si bien, por instinto, evitaba a Shandon y seguía mostrando los dientes a Pen y a Warren. Estos, por otra parte, no se atrevían ya a jugar ninguna mala pasada al perro del capitán.

—Parece —dijo un día James Wall a Ricardo Shandon— que los marineros ya no dudan del éxito de la empresa en que los ha embarcado el capitán.

—Hacen mal —respondió Shandon— si examinaran la situación, se darían cuenta de que no se cometen más que imprudencias.

—Sin embargo —repuso Wall—, estamos en un mar libre y viajamos por rutas reconocidas. No exagere, Shandon.

—No exagero, Wall. El odio que me inspira Hatteras no me ciega. Dígame, ¿ha bajado a dar una vuelta por los pañoles del carbón?

—No —respondió Wall.

—Baje y verá con qué rapidez disminuyen nuestras reservas. Debíamos haber navegado a vela desde un principio, reservándonos la hélice para contrarrestar las corrientes y los vientos adversos. El combustible debió economizarse porque nadie puede saber en qué punto de estos mares y por cuánto tiempo podemos quedar retenidos.

—¿Verdad, Shandon? Porque si eso es cierto, el peligro que corremos es grave.

—Sí, Wall, grave, no sólo por la máquina que faltando combustible no servirá de nada en una circunstancia crítica, sino también pensando en una invernada, que tarde o temprano tendrá que llegar. Es necesario pensar algo en el frío en un país en que el mercurio se hiela con frecuencia dentro del termómetro.

—Pero si no me engaño, Shandon, el capitán espera renovar sus provisiones en la isla Beechey.

—En estos mares, Wall, uno no va siempre donde quiere. Y si no damos con la isla Beechey o no podemos llegar a ella, ¿qué será de nosotros?

—Tiene razón, Shandon; Hatteras me parece imprudente, pero ¿por qué usted mismo no le habla sobre el problema?

—No, Wall —respondió Shandon—, no soy el responsable del buque; me mandan, obedezco y no doy opiniones.

—Permítame decirle que hace mal, Shandon, porque aquí está en juego un interés común, y las imprudencias del capitán pueden costarnos caras a todos.

—Y si le hablara, Wall, ¿me escucharía?

Wall no se atrevió a contestar afirmativamente.

—Pero —agregó— escucharía tal vez a toda la tripulación.

—¡La tripulación! —dijo Shandon encogiéndose de hombros—. La tripulación está enceguecida. Sabe que avanza hacia el paralelo 72 grados y que por cada grado que pase más allá de esta latitud ganará una suma de mil libras.

—Tiene razón, Shandon —respondió Wall—. El capitán ha adoptado el mejor medio para asegurar sus hombres.

—Sin duda —respondió Shandon—, al menos por ahora.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir, que mientras no haya grandes peligros ni penurias y se navegue en un mar libre, todo marchará bien. Hatteras los ha obligado a fuerza de dinero y lo que se hace por dinero, se hace mal. Cuando vengan las circunstancias difíciles, los peligros, la miseria, las enfermedades y el frío, veremos si esta gente se acuerda de que hay una prima que ganar.

—¿Entonces, Shandon, cree usted que Hatteras no saldrá con la suya?

—No, Wall, no saldrá con la suya. En una empresa como ésta, es preciso que entre los jefes haya una perfecta comunidad de ideas que aquí no existe. Además Hatteras es un loco; su pasado así lo prueba. En fin, veremos. Tal vez en algún momento haya necesidad de dar el mando del buque a un capitán menos aventurero…

—Sin embargo Hatteras tendrá siempre a su lado… —dijo Wall.

—Tendrá —replicó Shandon—, al doctor Clawbonny, a Johnson y tal vez a uno o dos hombres más, como Bell, el carpintero, cuatro a lo sumo, y somos dieciocho a bordo.

—Si la tripulación siquiera sospechara…

—Le ruego —respondió al momento Shandon— que no comunique a la tripulación mis observaciones.

Shandon reflexionaba acertadamente cuando atribuía la satisfacción actual de la tripulación a la codicia que animaba hasta a los menos audaces de a bordo. Clifton había sacado a cada cual la cuenta de lo que ganarían más allá del paralelo 72 grados.

Dejando de lado al capitán y al doctor, quedaban en el
Forward
dieciséis hombres. Siendo la prima de 1000 libras, resultaban sesenta y dos libras y media por cabeza y por grado. En el caso de llegar al Polo, cada uno tendría derecho a 1125 libras, es decir, una fortuna. Este capricho le costaría al capitán 18.000 libras, pero en fin, era bastante rico como para pagarse un paseo por el Polo.

Esos cálculos habían excitado los apetitos de la tripulación y todos los que quince días antes se alegraban de bajar hacia el Sur, lo único que ahora deseaban era llegar al Polo.

El 16 de junio el
Forward
dobló el cabo Aworth. El monte Rawlinson levantó al cielo sus blancas crestas; la nieve y la bruma lo hacían parecer colosal. La temperatura se mantenía a algunos grados sobre el punto de congelación; cataratas improvisadas descendían por los costados de la montaña; los aludes se precipitaban con un estruendo parecido a descargas de artillería pesada. Los témpanos proyectaban en el cielo una reverberación intensa. La naturaleza boreal, en pleno deshielo, ofrecía un espectáculo soberbio. En la costa se veían en algunas rocas abrigadas, escasos brezos, cuyas flores de color de rosa asomaban tímidamente entre la nieve.

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