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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (10 page)

BOOK: Las benévolas
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Un chico peculiar en cualquier caso, pensaba yo al acostarme. A veces me escandalizaba su cinismo aunque muchas otras me pareciera un soplo de aire fresco; sabía, al mismo tiempo, que no podía juzgar lo que hacía por lo que decía. Confiaba plenamente en él: en el SD siempre me había ayudado lealmente, sin que se lo pidiera, incluso en las ocasiones en que estaba claro que yo no podía serle de utilidad alguna en justa correspondencia. Una vez se lo pregunté abiertamente y se echó a reír: «¿Qué quieres que te diga? ¿Que te tengo en reserva para un plan a largo plazo? Te tengo mucho cariño, y ya está». Aquellas palabras me llegaron al alma, y él se apresuró a añadir: «De todas formas, con lo pavo que eres, al menos tengo la seguridad de que nunca serás una amenaza para mí. Menos da una piedra». Tuvo su papel en mi ingreso en el SD; así fue, por cierto, cómo lo conocí. Aunque ocurrió en unas circunstancias bastante peculiares, pero uno no siempre puede elegir. Yo pertenecía desde hacía ya unos cuantos años a la red de los
Vertrauensmánner
del SD, aquellos agentes confidenciales a los que se recurría en todos los ámbitos de la vida alemana, la industria, la agricultura, la burocracia, la universidad. Al llegar a Kiel, en 1934, no tenía mucho dinero y, por consejo de uno de los ex directores de mi padre, el doctor Mandelbrod, pedí el ingreso en las SS, lo que me ahorraba los gastos de matrícula en la universidad; con su apoyo, me aceptaron enseguida. Dos años después, asistí a una conferencia extraordinaria de Otto Ohlendorf acerca de las desviaciones del nacionalsocialismo; al acabar, me lo presentó el doctor Jessen, mi profesor de economía, que también lo había sido suyo algunos años antes. Resultó que Ohlendorf ya había oído hablar de mí al doctor Mandelbrod, con quien tenía contacto; me hizo de forma bastante abierta el elogio del
Sicberheitsdienst
y me reclutó en el acto como
V-Mann.
Era un trabajo sencillo: tenía que enviar informes acerca de lo que se decía, acerca de los rumores, las bromas, las reacciones de las personas ante los avances del nacionalsocialismo. En Berlín, me explicó Ohlendorf, los informes de los miles de
V-Manner
se sumaban y el SD repartía luego una síntesis entre las diferentes secciones del Partido, para que pudiera calibrar los sentimientos del
Volk
y orientar su política en función de ellos. Hasta cierto punto, era un sustituto de las elecciones; Ohlendorf me impresionó mucho y me alegré de poder participar de forma concreta en la edificación del nacionalsocialismo. Pero en Berlín, Hóhn, mi profesor, me lo desaconsejó sutilmente. Había apadrinado en el SD a Ohlendorf, como a tantos otros, pero luego había reñido con el Reichsführer y había abandonado el servicio. Consiguió convencerme rápidamente de que trabajar para un servicio de información o de espionaje pertenecía al ámbito del puro romanticismo y que tenía servicios más útiles que prestarle a la Nación. Seguí en contacto con Ohlendorf, pero ya no me hablaba mucho del SD; me enteré más adelante de que él también tenía sus dificultades con el Reichsführer. Seguí cotizando en las SS y acudiendo al ejercicio, pero ya no enviaba informes y no tardé en echar todo eso por completo al olvido. Me concentraba sobre todo en la tesis, bastante árida. Además, me había entrado una pasión por Kant y me estaba empollando concienzudamente a Hegeí y la filosofía idealista; Hóhn me animaba a que pidiera un puesto en un ministerio. Pero debo decir que también me detenía algo más, motivos privados. En mi tomo de Plutarco, subrayé una noche estas frases sobre Alcibíades:
En cuanto a su porte exterior, podía muy bien decirse: «No es éste el hijo de Aquiles, sino el mismo a quien pudiera haber formado Licurgo». Mas en realidad cualquiera, por sus afectos y sus obras, hubiera podido gritarle: «¡Sigue siendo la mujer de antaño!».
Quizá os haga sonreír, o hacer muecas de asco; ahora ya me da igual. En Berlín, pese a la Gestapo, podía aún hallarse en aquellos años todo cuanto se deseara en ese aspecto. Tugurios famosos, como el Kleist-Kasino o Silhouette, seguían abiertos y había muy pocas redadas, debían de tener comprado a alguien. Y, si no, había también otros sitios del Tiergarten, cerca del Neuer See, delante del zoo, en donde raras veces se aventuraban por la noche los Schupo; detrás de los árboles esperaban a la sazón los
Strichjungen
o jóvenes y fornidos obreros de Wedding la Roja. En la universidad tuve una o dos relaciones, forzosamente discretas y, en cualquier caso, muy breves; pero prefería los amantes proletarios; no me gustaba charlar.

Por muy discreto que fuera, acabé por tener problemas. Habría podido andarme con más cuidado; bien pensado, no faltaban las advertencias. Hóhn me había pedido, con la mayor inocencia del mundo, que hiciera la recensión de un libro del abogado Rudolf Klare,
La homosexualidad y la ley criminal.
Aquel hombre, notablemente informado, había establecido una tipología de los usos de sorprendente precisión y luego, a partir de ella, una clasificación de los delitos, arrancando del
coito abstracto o contemplación
(nivel 1), pasando por la
presión del pene descubierto contra una parte del cuerpo de la pareja
(nivel 5 ) y el
frotamiento rítmico entre rodillas o piernas o en la axila
(nivel 6 ) , para acabar en el
tacto del pene con la lengua y el pene en el ano
(nivel 7 y 9 respectivamente). A cada nivel de delito correspondía una pena más severa. Se notaba que Klare había debido de pasar por un internado; pero Hóhn aseguraba que el Ministerio del Interior y la
Sicherheitspolizei
se tomaban sus ideas en serio. A mí me parecía algo más bien cómico. Una noche de primavera -estábamos en 1937 fui otra vez a dar una vuelta por detrás del Neuer See. Observé las sombras de los árboles hasta que se me cruzó la mirada con la de un joven; saqué un cigarrillo, le pedí fuego y, cuando alzó el mechero, en vez de inclinarme hacia su mano, la aparté y tiré el cigarrillo, lo así por la nuca y le besé los labios, saboreando despacio su aliento. Lo seguí bajo los árboles, nos alejamos de los senderos; como me sucedía siempre, el corazón me latía, desatado, en la garganta y en las sienes, un velo seco se me había posado en la respiración; le desabroché los pantalones, hundí el rostro en su olor acre compuesto de sudor, de piel varonil, de orina y de agua de Colonia; me froté el rostro contra su piel, contra su sexo y en ese lugar en que el vello es más nutrido, lo lamí, me lo metí en la boca; luego, cuando ya no pude más, lo arrimé a un árbol, me di la vuelta sin soltarlo y me lo metí dentro hasta que desaparecieron el tiempo y el desconsuelo. Al acabar, se alejó deprisa, sin decir palabra. Exaltado, me apoyé en el árbol, me compuse la ropa, encendí un cigarrillo e intenté controlar el temblor de las piernas. Cuando pude ya caminar, me fui en dirección al Landwehr Canal, para cruzarlo antes de tomar el camino del S-Bahn del zoo. Un júbilo sin límites impulsaba mis pasos. En el puente de Lichtenstein, había un hombre apoyado en la barandilla: lo conocía, teníamos amigos comunes, se llamaba Hans P. Parecía muy pálido y descompuesto y no llevaba corbata; un sudor leve le hacía brillar la cara, casi verdosa bajo la luz mortecina de los faroles. El sentimiento de euforia se me pasó de golpe. «¿Qué hace aquí?», le dije, interpelándolo con tono perentorio y poco amistoso. «Ah, Aue, es usted». En su risa sarcástica había un punto de histeria. «¿Quiere saberlo?» Aquel encuentro se volvía cada vez más insólito; me quedé como petrificado. Asentí con la cabeza. «Quería saltar -me explicó mientras se mordisqueaba el labio superior-. Pero no me atrevo. Y hasta me he traído -prosiguió abriéndose la chaqueta para dejar al descubierto la culata de una pistola-, hasta me he traído esto».. —«¿De dónde demonios lo ha sacado?», pregunté con voz más sorda. «Mi padre es oficial. Se lo he afanado. Está cargado». Me miró con expresión inquieta. «¿No querría ayudarme?» Eché una ojeada a los alrededores: no había nadie a lo largo del canal, por muy lejos que abarcara la vista. Estiré el brazo despacio y le saqué la pistola del cinturón. El me clavaba unos ojos fascinados, petrificados. Revisé el cargador: parecía estar lleno y volví a hundirlo en la culata con un chasquido seco. Entonces le agarré brutalmente el cuello con la mano izquierda, lo empujé contra la barandilla y le metí a la fuerza el cañón de la pistola entre los labios. «¡Abre! -ladré-. ¡Abre la boca!» El corazón me latía como si tocara a rebato; me parecía que estaba gritando, siendo así que me esforzaba por no levantar la voz. «¡Abre!» Le hundí el cañón entre los dientes. «¿Esto es lo que quieres? ¡Chupa!» Hans P. se derretía de terror; noté de pronto un agrio olor a orina, bajé la vista, se había mojado los pantalones. En el acto se me desvaneció la rabia, tan misteriosamente como había brotado. Le volví a meter la pistola en el cinturón y le di una palmadita en la mejilla. «Hala, ya está. Vete a casa». Allí lo dejé, crucé el puente y tiré a la derecha, siguiendo el canal. Pocos metros más allá surgieron de la nada tres Schupo. «¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? Documentación».. —«Soy estudiante. Estoy dando una vuelta».. —«Sí, ya sabemos cómo son los paseos estos. ¿Y ése del puente? ¿Es tu amiguita?» Me encogí de hombros: «No lo conozco. Tenía una cara rara. Intentó amenazarme». Cruzaron una mirada y dos de ellos se fueron al trote hacia el puente; intenté marcharme, pero el que quedaba me agarró del brazo. En el puente, hubo un tumulto, gritos y, luego, disparos. Volvieron los dos Schupo; uno de ellos, lívido, se sujetaba el hombro; le corría la sangre entre los dedos. «El muy cabrón. Me ha disparado. Pero ya lleva lo suyo». El compañero me miró con ojos atravesados: «Tú te vienes con nosotros».

Me llevaron al
Polizeirevier
de la Derfflingerstrasse, en la esquina con la Kurfürstenstrasse; allí, un policía medio dormido me cogió la documentación, me hizo unas cuantas preguntas y redactó las respuestas en un impreso; luego me dijeron que me sentase en un banco. Dos horas después me llevaron enfrente, al
Abschnittkommando
del Tiergarten, la jefatura del barrio. Me hicieron entrar en una habitación en donde un hombre sin afeitar, aunque con un traje planchado meticulosamente, estaba apoltronado detrás de una mesa. Era de la Kripo. «Lo tiene usted mal, joven. Un hombre le ha disparado a un agente de policía y lo han matado. ¿Quién era? ¿Lo conocía? Le vieron a usted en el puente, con él. ¿Qué hacía allí?» Mientras estaba sentado en el banco me había dado tiempo a pensar y me atuve a una versión sencilla: estaba haciendo el doctorado, me gustaba pasear de noche para darle vueltas a la tesis; había salido de casa, en Prenzlauer Berg, para dar un paseo sin rumbo por Unter den Linden y cruzar luego el Tiergarten; quería llegar hasta el SBahn para volver a casa; estaba cruzando el puente cuando me abordó aquel hombre; decía algo que no conseguí entender; tenía una expresión rara que me dio miedo; pensé que me estaba amenazando y seguí mi camino; luego me encontré con los Schupo y nada más. Me hizo la misma pregunta que los policías: «Ese sitio es un punto de cita conocido. ¿Está seguro de que no era su amiguito? ¿Una pelea de enamorados? Los Schupo aseguran que habló usted con él». Volví a contar la historia: estudiante de doctorado, etcétera. La cosa duró un buen rato: me hacía las preguntas en tono brusco y duro; varias veces intentó provocarme, pero no me dejé intimidar, sabía que lo mejor era no perder la calma. Empezaban a molestarme unas apremiantes ganas de pasar por el retrete y pedí que me dejasen ir al servicio. Se rió con sarcasmo: «No. Luego», y siguió. Por fin barrió el aire con la mano: «Muy bien, señor abogado. Vaya a sentarse en el pasillo. Ya seguiremos después». Salí del despacho y me acomodé en la entrada. Estaba solo, con la excepción de dos Schupo y un borracho dormido. Una bombilla guiñaba de vez en cuando. Todo estaba limpio, ordenado, tranquilo. Yo esperaba.

Pasaron unas cuantas horas, debí de quedarme traspuesto; la luz del alba empezaba a blanquear los cristales de la entrada. Llegó un hombre. Iba vestido con gusto, llevaba un traje rayado de corte elegante, con cuello almidonado, y una corbata de punto gris perla; en la solapa, lucía un distintivo del Partido y tenía debajo del brazo una cartera de cuero negro; llevaba el pelo, negro azabache y reluciente de brillantina, peinado hacia atrás, y aunque el rostro no expresaba nada, los ojos parecían reír al mirarme. Le susurró unas cuantas palabras a los Schupo de guardia; uno de ellos lo precedió por el pasillo y se perdieron de vista. Pocos minutos después regresó el Schupo y me hizo una seña con el dedo pulgar: «Tú, por aquí». Me levanté, me desperecé y lo seguí, haciendo fuerza para aguantarme las necesidades. El Schupo volvió a llevarme a la habitación en donde ya me habían interrogado. El inspector de la Kripo había desaparecido; sentado en su sitio estaba el joven bien vestido, con un brazo, de manga almidonada, encima de la mesa y el otro pasado al desgaire tras el respaldo de la silla. La cartera negra descansaba junto a su codo. «Entre», dijo cortésmente, pero con tono firme. Me indicó la silla que estaba ante la mesa: «Siéntese, tenga la bondad». El Schupo cerró la puerta después de entrar yo y fui a sentarme. Oía las botas claveteadas del hombre repicar por el pasillo mientras se alejaba. El joven elegante y educado tenía una voz suave, pero que ocultaba apenas el corte afilado. «Halbey, mi colega de la policía criminal, lo toma a usted por un párrafo 175. ¿Es usted un párrafo 175?» Parecía una pregunta de verdad y respondí sinceramente: «No».. —«Eso es lo que creo yo también», dijo él. Me miró y me tendió la mano por encima del escritorio: «Me llamo Thomas Hauser. Encantado». Me incliné para estrecharla. Su apretón de manos era firme y tenía la piel seca y lisa y las uñas perfectamente cortadas. «Aue, Maximilian Aue».— «Sí, ya lo sé. Tiene suerte, Herr Aue. El Kriminalkommissar Halbey ha enviado ya un informe preliminar acerca de este malhadado incidente a la
Staatspolizei,
mencionando su presunta implicación. Iba con copia para el Kriminalrat Meisinger. ¿Sabe quién es el Kriminalrat Meisinger?». —«No, no lo sé».. —«El Kriminalrat Meisinger dirige la Oficina Central del Reich para combatir la homosexualidad y el aborto. Así que se ocupa de los 175. Es un hombre muy desagradable. Un bávaro». Hizo una pausa. «Afortunadamente para usted, el informe del Kriminalkommissar Halbey pasó primero por mi despacho. Yo estaba de guardia esta noche y he podido, por el momento, parar la copia dirigida al Kriminalrat Meisinger».. —«Es muy amable por su parte».. —«Sí, efectivamente. Mire, nuestro amigo el Kriminalkommissar Halbey tiene sospechas referidas a usted. Pero el Kriminalrat Meisinger no se ocupa de sospechas, se ocupa de hechos. Y tiene sistemas para conseguir esos hechos que no cuentan con la aprobación unánime de la
Staatspolizei,
pero que suelen ser eficaces». Negué con la cabeza: «Oiga... no entiendo muy bien de qué está hablando. Debe de tratarse de un malentendido». Thomas hizo un chasquido con los labios. «De momento, tiene usted razón. Parece que podría tratarse de un malentendido. O, más bien, de una desdichada coincidencia, si lo prefiere, a la que el celoso Kriminalkommissar Halbey ha dado una interpretación apresurada». Me incliné hacia delante, separando las manos: «Vamos a ver. Todo esto es una tontería. Soy estudiante, miembro del Partido y de las SS..».. Me interrumpió: «Sé que es usted miembro del Partido y de las SS. Conozco muy bien al profesor Hóhn. Sé perfectamente quién es usted». Entonces lo entendí todo. «Ah. Usted es del SD». Thomas sonreía amistosamente: «Algo hay de eso, sí. En circunstancias normales, trabajo con el doctor Six, el sustituto de su profesor, el doctor Hóhn. Pero en este momento estoy en comisión en la
Staatspolizei,
como asistente del doctor Best, que colabora con
der Chef
en la elaboración del marco jurídico de la SP». Incluso entonces me fijé en el marcado énfasis con que pronunciaba las palabras
der Chef.
«¿Así que en el
Sicherheitsdienst
son ustedes todos doctores?», dije. Volvió a sonreír con sonrisa amplia y franca: «Casi».. —«¿Usted también es doctor entonces?» Asintió con la cabeza: «En derecho».. —«Ya veo».—
«Der Chef
en cambio no es doctor. Pero es mucho más inteligente que nosotros. Usa nuestros talentos para llegar a sus fines».. —«¿Y cuáles son esos fines?» Thomas frunció el entrecejo: «¿Qué estudia usted con Hóhn? La protección del Estado, claro». Calló; yo me quedé silencioso; nos mirábamos. Parecía estar esperando algo. Se inclinó y apoyó la barbilla en una mano, tabaleando en el tablero de la mesa con las uñas, de manicura, de la otra. Por fin preguntó con expresión hastiada: «¿No le interesa la protección del Estado, Herr Aue?». Titubeé: «Yo no soy doctor..»... —«Pero pronto lo será». Transcurrieron aún unos cuantos segundos de silencio. «No entiendo qué está buscando», dije por fin.. —«No busco nada en absoluto, si no es ahorrarle contratiempos inútiles. Sabe, los informes que redactó para el SD en su día enseguida llamaron la atención. Muy bien escritos, sintéticos, fruto de una
Weltanschauung
de cuya rigurosidad no cabe duda alguna. Es una lástima que no siguiera haciéndolos, pero, bueno, eso es cosa suya. Pese a todo, cuando vi el informe del Kriminalkommissar Halbey, me dije que sería una pérdida para el nacionalsocialismo. Llamé por teléfono al doctor Best, y, por cierto, lo desperté; estaba de acuerdo conmigo y me autorizó a que pasara por aquí para sugerirle al Kriminalkommissar Halbey que pusiera coto a sus engorrosas iniciativas. Ya comprende, abrirán una investigación criminal, como hay que hacer siempre que se da un fallecimiento. Además, hay un policía herido. Como poco, deberían citarlo, en principio, para que compareciera como testigo. Dado el lugar del crimen, un conocido lugar de citas homosexuales, el caso, incluso aunque consiga yo convencer al Kriminalkommissar Halbey de que modere su celo, lo remitirán automáticamente, antes o después, a los servicios del Kriminalrat Meisinger, para que le informen. Y en ese momento, el Kriminalrat Meisinger se interesará por usted. Empezará a rebuscar, como animal zafio que es. Fueren cuales fueren los resultados, dejarán huella indeleble en su expediente personal. Ahora bien, se da el caso de que el Reichsführer-SS tiene una obsesión particular en lo referido a la homosexualidad. Los homosexuales le dan miedo y los aborrece. Opina que un homosexual hereditario puede contaminar a decenas de jóvenes con su enfermedad y que, en tal caso, todos esos jóvenes se perderán para la raza. Opina también que los invertidos son mentirosos congénitos que se creen sus propias mentiras, de donde se deriva una irresponsabilidad mental que los hace incapaces de lealtad, los mueve a charlar a tontas y a locas y puede conducir a la traición. Así es como esa amenaza potencial que representa la homosexualidad quiere decir que la cuestión, para el Reichsführer, no es una cuestión médica, que entre en el ámbito de la terapia, sino una cuestión política que hay que tratar con los sistemas de la SP. E incluso se ha entusiasmado recientemente con la propuesta de uno de nuestros mejores historiadores del derecho, el profesor y SS-Untersturmführer Eckhardt, a quien conoce usted seguramente, de volver al antiguo uso germánico de ahogar a los afeminados en un tremedal. Lo cual, y yo sería el primero en admitirlo, es un punto de vista un tanto extremoso y, aunque posea una indudable lógica, no todo el mundo ve las cosas de manera tan tajante. Perece ser, incluso, que al mismísimo Führer le deja más bien indiferente esta cuestión. Pero, precisamente, esa misma falta de interés que manifiesta en este asunto le deja el campo libre al Reichsführer, y a sus ideas desproporcionadas, para definir la política actual. Por lo tanto, y si el Kriminalrat Meisinger llegara a hacerse una opinión desfavorable de usted, incluso aunque no llegase a conseguir una condena basada en los párrafos 175 o 175a del Código Penal, podría usted tener todo tipo de contratiempos. Podría incluso acontecer, si el Kriminalrat Meisinger insistiera en ello, que cursaran contra usted una orden de prisión preventiva. A mí me consternaría. Y al doctor Best también». Yo sólo lo estaba escuchando a medias, porque mis necesidades volvían a acuciarme más violentamente que nunca, pero al fin reaccioné: «No comprendo adonde quiere llegar. ¿Me está proponiendo algo?».. —«¿Proponiendo algo?» Thomas arqueó las cejas. «Pero ¿por quién nos toma? ¿Piensa usted en serio que el SD necesita recurrir al
chantaje
para reclutar miembros? Ni se le ocurra. No -siguió diciendo con una amplia sonrisa amistosa-, he venido sencillamente a ayudarle, dentro de un espíritu de camaradería, como se hace entre nacionalsocialistas. Por supuesto -añadió con mirada socarrona-, ya nos maliciamos que el doctor Hóhn previene a sus estudiantes en contra del SD y que ha debido de desanimarle un tanto: y es una pena. ¿Sabe que fue él quien me reclutó a mí? Se ha vuelto un ingrato. Si alguna vez cambia usted de opinión en lo que a nosotros se refiere, tanto mejor. Creo que, si viera alguna vez nuestro trabajo desde una perspectiva más favorable, al doctor Best le encantaría hablar del asunto con usted. Lo invito a que piense en ello. Pero no tiene nada que ver con mi gestión de esta noche». Debo decir que aquella actitud franca y directa me agradó. Me tenían muy impresionado la rectitud, la energía y la sosegada convicción que irradiaban de Thomas. No correspondían en absoluto a la idea que me había formado del SD. Pero ya se estaba poniendo de pie. «Va usted a salir conmigo. Nadie le pondrá pegas. Voy a informar al Kriminalkommissar Halbey de que estaba en aquel lugar cumpliendo con un servicio y ahí se quedarán las cosas. Cuando llegue el momento, hará usted una declaración en ese mismo sentido. Y así todo sucederá de forma completamente civilizada». Pero yo no podía evitar pensar en el retrete; acabada la entrevista, Thomas me esperó pacientemente en el pasillo mientras yo podía aliviarme al fin. Pude así reflexionar un poco: cuando salí creo que había tomado ya una decisión. Fuera, ya era de día. Thomas me dejó en la Kurfürstenstrasse, tras darme un vigoroso apretón de manos. «Estoy seguro de que no tardaremos en volver a vernos.
Tchüss!»
Y así fue como, con el culo lleno todavía de esperma, tomé la resolución de entrar en el
Sicberheitsdienst.

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