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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (108 page)

BOOK: Las benévolas
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se quejase! Höss echaba más o menos la culpa a los demás campos, que, según él, no aceptaban los envíos por falta de espacio. Me pasé todo el día recorriendo el campo, sección por sección, barracón por barracón; los hombres no estaban en mejores condiciones que las mujeres. Pasé revista a los registros: por supuesto que a nadie se le había ocurrido respetar la norma elemental de cualquier almacén,
lo primero que llega es lo primero que sale;
mientras que algunos de los recién llegados no pasaban ni veinticuatro horas en el campo antes de que los mandaran a otro sitio, otros llevaban pudriéndose allí tres semanas, se deterioraban y, la mayor parte de las veces, se morían, con lo que las bajas eran aún mayores. Pero cada vez que le hacía notar un problema, Höss, incansable, daba con otro a quien echarle las culpas. Saltaba a la vista que tenía una mentalidad, formada durante los años anteriores a la guerra, que no era apta en absoluto para aquella tarea; pero no toda la culpa era suya, también la tenían quienes lo habían puesto en el lugar de Liebehenschel, quien, por lo poco que lo conocía, habría actuado de forma muy diferente. Así anduve de un lado a otro hasta la noche. Cayeron varios chaparrones durante el día, aguaceros cortos y refrescantes de primavera que hacían desaparecer las nubes de polvo, pero también incrementaban la miserable condición de los presos que estaban al raso, aunque la mayoría en lo que pensaba ante todo era en recoger algunas gotas de agua para poder beber. En toda la zona del fondo del campo imperaban el fuego y el humo, y rebasaban incluso el área apacible de Birkenwald. Al caer la tarde, interminables columnas de mujeres, niños y ancianos seguían subiendo por la rampa, por un largo corredor entre alambradas, hacia los Kremas III y IV, en donde tendrían que esperar turno, pacientemente, bajo los abedules, y la hermosa luz del sol poniente caía rasante sobre las cimas de los árboles de Birkenwald y alargaba hasta el infinito las sombras de las hileras de barracones, hacía brillar con opalescencias amarillas de cuadro holandés el color gris oscuro del humo, ponía dulces reflejos en los charcos y los pilones y teñía de un naranja vivo y alegre los ladrillos de la Kommandantur; y de pronto me harté del todo y dejé plantado a Höss y me fui a la
Haus
en donde me pasé la noche redactando un virulento informe acerca de las deficiencias del campo. Ya puestos, hice otro sobre la parte húngara de la operación, y estaba tan rabioso que no vacilé en tildar de
obstruccionismo
el comportamiento de Eichmann. (Hacía ya como dos meses que habían empezado las negociaciones con los judíos húngaros y el ofrecimiento de los camiones debía de datar de hacía un mes, porque fui a Auschwitz pocos días antes del desembarco de Normandía; Becher llevaba mucho quejándose de la falta de cooperación de Eichmann y ambos opinábamos que no negociaba más que para cubrir el expediente.)
A Eichmann lo tiene obnubilado su mentalidad logística,
escribí.
Es incapaz de entender los objetivos complejos y de integrarlos en su forma de proceder.
Y sé de buena tinta que, tras esos informes, que le envié a Brandt para el Reichsführer, y directamente a Pohl, Pohl convocó a Eichmann en la WVHA y le echó un rapapolvo muy claro y sin paños calientes acerca del estado en que llegaban los judíos y de la cantidad inadmisible de muertos y de enfermos; pero Eichmann, empecinado, se limitó a contestar que todo aquello entraba dentro de la jurisdicción de Hungría. Contra tal inercia, no había nada que hacer. Caí en la depresión; además, mi organismo acusaba el golpe: dormía mal, me alteraban sueños desagradables y la sed me despertaba tres o cuatro veces todas las noches, o las ganas de orinar desembocaban en insomnio; por la mañana, me despertaba con terribles dolores de cabeza, que no me permitían concentrarme en todo el día y, a veces, me obligaban a dejar de trabajar y a tenderme durante una hora en un sofá con una compresa de agua fría en la frente. Pero, por muy cansado que estuviera, temía que llegara la noche; no sé qué me atormentaba más, si los insomnios durante los cuales daba vueltas inútilmente a mis problemas, o los sueños cada vez más angustiosos. Este es uno de los que más me impresionó: el rabino de Bremen había emigrado a Palestina. Pero cuando oyó decir que los alemanes mataban a los judíos se negó a creerlo. Fue al consulado alemán y pidió un visado para el Reich, para ver personalmente si aquellos rumores tenían fundamento. Y, por supuesto, acabó muy mal. Entretanto, cambiaba la escena: soy especialista en Asuntos Judíos y estoy esperando a que me reciba en audiencia el Reichsführer, que quiere saber unas cuantas cosas acerca de mí. Estoy bastante nervioso, porque está claro que, si mis respuestas no lo satisfacen, soy hombre muerto. Esta escena transcurre en un castillo grande y sombrío. Himmler me recibe en una estancia y me da la mano; un hombrecillo tranquilo y sin nada de particular, con un gabán largo y los eternos lentes de pinza de cristales redondos. Lo llevo, luego, por un pasillo largo, con las paredes tapizadas de libros. Deben de ser míos, porque el Reichsführer parece muy impresionado por la biblioteca que tengo y me da la enhorabuena. Estamos después, en otra habitación, hablando de las cosas que quiere saber. Más adelante, me da la impresión de que estamos fuera, en medio de una ciudad incendiada. Ya se me ha pasado el miedo a Heinrich Himmler y me siento totalmente seguro con él, pero lo que me da miedo ahora son las bombas y el fuego. Tenemos que cruzar a la carrera el patio en llamas de un edificio. El Reichsführer me coge de la mano: «Fíese de mí. Pase lo que pase, no lo soltaré. O pasaremos juntos o fracasaremos juntos». No entiendo por qué quiere protegerme porque soy un
Judelein,
un judío de nada, pero me fío, sé que es sincero y ese hombre peculiar podría incluso inspirarme amor.

Pero no estaría de más que os hablase de esas traídas y llevadas negociaciones. No participé directamente: en una ocasión, vi a Kastner, junto con Becher, cuando Becher estaba negociando uno de esos acuerdos privados que sacaban de quicio a Eichmann. Pero me interesaba mucho, porque una de las propuestas era meter a determinada cantidad de judíos «en la nevera»; es decir, mandarlos a trabajar sin que pasasen por Auschwitz, lo que me habría venido estupendamente. Becher era hijo de un hombre de negocios de la más selecta sociedad de Hamburgo, un oficial de caballería que acabó siendo oficial en las
Reiter-SS
y se distinguió por sus servicios en el Este en más de una ocasión, sobre todo a principios de 1943 en el frente del Don, en donde lo condecoraron con la Cruz Alemana de Oro; desde entonces, se dedicaba a misiones logísticas de envergadura en la
SS-Führungsbauptamt,
la FHA, que supervisaba cuanto hacían las Waffen-SS. Tras quedarse con las Manfred-Weiss Werke -nunca me habló de ello y sólo sé qué sucedió por los libros, pero, por lo visto, la cosa empezó completamente por casualidad-, el Reichsführer le ordenó que siguiera en las negociaciones con los judíos, al tiempo que daba instrucciones similares a Eichmann, aposta seguramente, para que hubiera una rivalidad entre ellos. Y Becher podía prometer mucho, contaba con la confianza del Reichsführer, pero en principio no tenía responsabilidad en los Asuntos Judíos ni autoridad alguna directa en este tema, menos aún que yo. En esto tenían que ver un montón de personas: un equipo de individuos de Schellenberg, escandalosos, indisciplinados, algunos de la ex Amt VI, como Hóttl, quien se hacía llamar Klages y publicó más adelante un libro con otro nombre diferente; otros del Abwehr de Canaris, Gefrorener (alias doctor Schmidt), Durst (alias Winniger), Laufer (alias Schróder), aunque es posible que esté confundiendo los nombres y los seudónimos; también andaba metido aquel odioso Paul Cari Schmidt, el futuro Paul Carrell, a quien ya he mencionado, y que creo que no confundo con Gefrorener, alias doctor Schmidt, pero no estoy seguro. Y los judíos daban dinero y joyas a toda ese gente y todos lo cogían, en nombre de sus respectivos departamentos, o para quedarse con ello, que eso no puede saberse; Gefrorener y sus colegas, quienes, en marzo, arrestaron a Joel Brandt para «protegerlo» de Eichmann, le pidieron varios miles de dólares para presentarle a Wisliceny, y luego Wisliceny, Krumey y Hunsche recibieron mucho dinero de él antes de llegar al tema de los camiones. Pero a Brandt nunca lo vi, era Eichmann quien trataba con él, y luego se fue casi enseguida a Estambul y nunca regresó. Vi una vez a su mujer, en el Majestic, con Kastner; una joven de tipo judío muy marcado; no se puede decir que fuera guapa, pero tenía mucha personalidad; me la presentó Kastner y me dijo que era la mujer de Brandt. La idea de los camiones no se sabe muy bien a quién se le ocurrió; Becher dijo que había sido a él, pero estoy convencido de que quien le sopló la idea al Reichsführer fue Schellenberg; o, si de verdad fue idea de Becher, Schellenberg la desarrolló; pero el caso es que a principios de abril, el Reichsführer convocó a Becher y a Eichmann en Berlín (me lo contó Becher, no Eichmann) y le ordenó a Eichmann que motorizase a las 8.a y 22.a divisiones alemanas de caballería con unos camiones, alrededor de diez mil, que debía conseguir de los judíos. Y ésta es pues la famosa historia de la propuesta, a la que bautizaron con el nombre de «sangre por bienes», diez mil camiones equipados para el invierno a cambio de un millón de judíos, y que hizo correr mucha tinta y más que seguirá haciendo correr. No tengo mucho más que añadir a cuanto ya se ha dicho: quienes más participaron en esto, Becher, Eichmann y la pareja Brandt y Kastner, sobrevivieron todos a la guerra y dejaron testimonios del asunto (pero al pobre Kastner lo asesinaron tres años antes de que detuvieran a Eichmann, en 1957 , unos extremistas judíos, en Tel Aviv, por haber «colaborado» con nosotros, lo cual no deja de ser una triste ironía). Una de las cláusulas de la propuesta que se les hizo a los judíos especificaba que los camiones sólo se usarían en el frente del Este, contra los soviéticos, y nunca contra las potencias occidentales; y desde luego que esos camiones sólo habrían podido proporcionarlos los judíos norteamericanos. Estoy convencido de que Eichmann se tomó esta propuesta al pie de la letra, tanto más cuanto que el comandante de la 22.a División, el SS-Brigadeführer August Zehender, era uno de sus mejores amigos; creyó de verdad que el objetivo era motorizar esas divisiones, y aunque refunfuñaba por tener que «soltar» a tantos judíos, quería echarle una mano a su amigo Zehender. Como si unos cuantos camiones hubieran podido cambiar el curso de la guerra. ¿Cuántos camiones, o carros de combate, o aviones, habrían podido fabricar un millón de judíos si hubiéramos tenido un millón de judíos en los campos? Sospecho que los sionistas, con Kastner a la cabeza, debieron de darse cuenta, en el acto, de que era un engaño que también podía favorecer sus intereses y hacerles ganar tiempo. Eran hombres lúcidos y realistas y tenían que saber tan bien como el Reichsführer que no sólo ningún país enemigo aceptaría la entrega de diez mil camiones a Alemania, sino que, además, ningún país, ni siquiera en aquellos momentos, estaba dispuesto a acoger a un millón de judíos. En lo que a mí se refiere, en donde veo la mano de Schellenberg es en esa especificación de que los camiones no se usarían en el Oeste. El opinaba, como me había dado a entender Thomas, que no quedaba más que una solución, acabar con la alianza contra natura entre las democracias capitalistas y los estalinistas y jugar a fondo la baza del
baluarte europeo contra el bolchevismo.
Por lo demás, la historia de la posguerra demuestra que acertaba plenamente y que lo único que pasaba es que iba por delante de su tiempo. La propuesta de los camiones podía querer decir varias cosas. Por supuesto que nunca se sabe, podía ocurrir un milagro, los judíos y los aliados podían aceptar el trato y entonces habría sido fácil usar esos camiones para provocar disensiones entre los rusos y los angloamericanos e incluso llevarlos a la ruptura. Es posible que Himmler soñase con algo así; pero Schellenberg era demasiado realista para poner esperanzas en aquel guión. Para él, el asunto debía de ser mucho más sencillo; de lo que se trataba era de usar a los judíos que conservaban aún alguna influencia para enviar un guiño diplomático: Alemania estaba dispuesta a hablar de todo, de una paz por separado, de parar el programa de exterminio, y ver, luego, cómo reaccionaban los ingleses y los americanos para seguir haciendo otras gestiones; un globo sonda en resumidas cuentas. Y, por lo demás, los angloamericanos lo interpretaron así desde el primer momento, como lo demuestra la reacción que tuvieron: informaron de esa propuesta publicándola en sus periódicos y denunciándola. También es posible que Himmler pensara que, si los aliados rechazaban la oferta, quedaría demostrado que les importaba un bledo la vida de los judíos, o incluso que aprobaban en secreto nuestras medidas; al menos, haría recaer sobre ellos parte de la responsabilidad, haría que se
mojaran
como Himmler había hecho que se mojaran ya los Gauleiter y los demás dignatarios del régimen. En cualquier caso, Himmler y Schellenberg no tiraron la toalla y las negociaciones siguieron hasta el final de la guerra, como es sabido, y la prenda seguían siendo los judíos; Becher consiguió incluso, por mediación de los judíos, entrevistarse en Suiza con McCleílan, el hombre de Roosevelt, lo que suponía una violación por parte de los americanos de los acuerdos de Teherán que a nosotros no nos valió de nada. Yo ya no tenía nada que ver con el asunto hacía tiempo: de vez en cuando me llegaban rumores, por Thomas o por Eichmann, pero nada más. Incluso en Hungría, como he explicado ya, mi papel era periférico. Me interesé sobre todo por esas negociaciones después de mi visita a Auschwitz, por las fechas del desembarco angloamericano, en los primeros días de junio. El alcalde de Viena, el SS-Brigadeführer (honorario) Blaschke, le pidió a Kaltenbrunner que le enviase
Arbeitjuden
para sus fábricas, que tenían una carencia desesperada de trabajadores, y vi en ello una ocasión para que progresaran las negociaciones con Eichmann -podría considerarse que a esos judíos enviados a Viena los habían «metido en la nevera»- y conseguir al tiempo mano de obra. Así que me dediqué a orientar las negociaciones en ese sentido. Fue entonces cuando Becher me presentó a Kastner, un individuo impresionante, de una elegancia impecable siempre, que trataba con nosotros de igual a igual, con desprecio total de la propia vida, lo que le prestaba, por lo demás, cierta fuerza frente a nosotros: no había forma de atemorizarlo (hubo intentos, la SP o los húngaros lo detuvieron varias veces). Se sentó sin que se lo dijera Becher, sacó un cigarrillo aromático de una pitillera de plata y lo encendió sin pedirnos permiso y sin ofrecernos uno tampoco. Eichmann decía que le impresionaba mucho su frialdad y su rigurosidad ideológica y opinaba que si Kastner hubiera sido alemán habría sido un espléndido oficial de la
Staatspolizei,
lo que era sin duda, desde su punto de vista, el mayor elogio posible. «Kastner opina como nosotros -me dijo un día-. Sólo piensa en el potencial biológico de su raza, está dispuesto a sacrificar a todos los viejos para salvar a los jóvenes, a los fuertes, a las mujeres fértiles. Piensa en el futuro de su raza. Le he dicho: "Yo, si hubiera sido judío, habría sido sionista, un sionista fanático, como usted"». La oferta de Viena le interesaba a Kastner: estaba dispuesto a pagar si quedaba garantizada la seguridad de los judíos enviados. Le transmití el ofrecimiento a Eichmann, que estaba desesperado porque Joel Brandt se había esfumado y no había respuesta alguna al asunto de los camiones. Mientras tanto, Becher negociaba sus propios apaños, evacuaba a judíos en grupitos, sobre todo por Rumania, a cambio de dinero, por supuesto, oro, mercancías. Eichmann estaba rabioso, le ordenó incluso a Kastner que no le dirigiera ya la palabra a Becher; Kastner, por supuesto, no le hizo ni caso, y Becher, por lo demás, mandó fuera a su familia. Eichmann, en el colmo de la indignación, me dijo que Becher le había enseñado un collar de oro que pensaba regalarle al Reichsführer para su amante, una secretaria a quien había dejado preñada: «Becher tiene en el bote al Reichsführer; ya no sé qué hacer», se lamentaba. Al final, mis maniobras tuvieron cierto éxito: Eichmann recibió 65.000 francos y un lote de café un tanto rancio y lo consideró un anticipo sobre los cinco millones de francos suizos que había pedido, y dieciocho mil judíos jóvenes fueron a trabajar a Viena. Informé de ello, muy ufano, al Reichsführer, pero no recibí respuesta alguna. De todas formas, la Einsatz estaba ya terminando, aunque aún no lo supiéramos. Horthy, aparentemente aterrado ante algunas emisiones de la BBC y los cables diplomáticos norteamericanos que sus servicios habían interceptado, convocó a Winkelmann para preguntarle qué se hacía con los judíos evacuados que, en última instancia, seguían siendo ciudadanos húngaros. Winkelmann no supo qué contestar y, a su vez, convocó a Eichmann. Eichmann nos refirió ese episodio, que le parecía divertidísimo, una noche, en el bar del Majestic; estaban Wisliceny y Krumey, y también Trenker, el KdS de Budapest, un austríaco afable, amigo de Hóttl. «Le contesté: los mandamos a trabajar -contaba Eichmann riéndose-. Y no me preguntó nada más». Horthy no se quedó satisfecho con esa respuesta un tanto dilatoria: el 30 de junio, aplazó la evacuación de Budapest, que debía comenzar al día siguiente; pocos días después, la prohibió por completo. Eichmann consiguió aún, pese a la prohibición, vaciar Kistarcsa y Szarva: pero fue un gesto
para salvar la honra.
Se habían acabado las evacuaciones. Hubo aún algunas peripecias: Horthy largó a Endre y a Baky y, luego, tuvo que volver a ponerlos en su puesto por la presión alemana, y aún más adelante, relevó a Sztójay y puso en su lugar a Lakatos, un general conservador. Pero yo ya me había ido hacía mucho: enfermo, agotado, había regresado a Berlín en donde acabé de venirme abajo. Eichmann y sus colegas habían conseguido evacuar a cuatrocientos mil judíos y, de ellos, apenas se pudieron apartar cincuenta mil para la industria (más los dieciocho mil de Viena). Estaba anonadado, espantado por tanta incompetencia, por tantas maniobras de obstrucción, por tanta mala voluntad. Eichmann, por lo demás, no andaba mucho mejor que yo. Lo vi por última vez en su despacho, a principios de julio, antes de irme: estaba a la vez exaltado y corroído por las dudas: «Hungría, Sturmbannführer, es mi obra maestra. Incluso aunque haya que dejarlo aquí. ¿Sabe cuántos países he vaciado ya de judíos? Francia, Holanda, Bélgica, Grecia, parte de Italia, Croacia. Y también Alemania, claro, pero eso era fácil, era sólo una cuestión de técnicas de transporte. Mi único fracaso es Dinamarca. Pero, si a eso vamos, le he dado más judíos a Kastner de los que se me escaparon de Dinamarca. ¿Qué son mil judíos? Una nimiedad. Ahora ya tengo la seguridad de que los judíos nunca levantarán cabeza. Aquí ha sido estupendo; los húngaros nos los pusieron en bandeja, pero no pudimos darles salida tan deprisa como habría hecho falta. Una lástima que hayamos tenido que dejarlo. A lo mejor podemos seguir en algún momento». Yo lo escuchaba sin decir nada. Los tics le convulsionaban el rostro más que de costumbre, se frotaba la nariz, torcía el cuello. Pese a aquellas palabras llenas de orgullo, parecía muy abatido. De repente, me preguntó: «¿Y yo, en todo esto? ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de mi familia?». Pocos días antes, la RSHA había interceptado un programa de radio de Nueva York que daba las cifras de los judíos muertos en Auschwitz, unas cifras bastante aproximadas a la realidad. Eichmann debía de estar enterado, lo mismo que debía de saber que su nombre figuraba en todas las listas de nuestros enemigos. «¿Quiere mi opinión sincera?», le dije sin alterarme.. —«Sí -contestó Eichmann-. Ya sabe que, pese a todos nuestros desacuerdos, siempre he respetado su opinión». —«Pues yo creo que si perdemos la guerra lo van a joder vivo». Irguió la cabeza: «Eso ya lo sé. No cuento con sobrevivir. Si nos vencen, me meteré una bala en la cabeza con el orgullo de haber cumplido con mi deber de SS. Pero ¿y si no perdemos?».. —«Si no perdemos -dije con mayor suavidad aún-, tendrá que evolucionar. No podrá seguir siempre como hasta ahora. La Alemania de posguerra será diferente, cambiarán muchas cosas, habrá tareas nuevas. Tendrá que adaptarse». Eichmann se quedó callado y me despedí para regresar al Astoria. Además del insomnio y de los dolores de cabeza, empezaba a tener fiebre alta a ratos, que se iba como había venido. Lo que acabó de deprimirme por completo fue la visita de los dos bulldogs, Clemens y Weser, que se presentaron sin avisar en el hotel. «Pero ¿qué hacen aquí?», exclamé.— «Pues hemos venido a hablar con usted, Obersturmbannführer», dijo Weser, o quizá fue Clemens, ya no me acuerdo.. —«Pero ¿de qué quieren hablar? -dije, exasperado-. El caso está cerrado».. —«Pues no, eso es lo malo», dijo Clemens, me parece. Los dos se habían quitado el sombrero y se habían sentado sin pedir permiso, Clemens en una silla rococó demasiado pequeña para lo que abultaba y Weser en el filo de un sofá grande. «No se le acusa de nada, de acuerdo. Eso ya lo hemos aceptado del todo. Pero la investigación prosigue. Seguimos buscando a su hermana y a los gemelos, por ejemplo».. —«Figúrese, Obersturmbannführer, que los franceses nos han mandado la marca de la ropa que encontraron, ¿se acuerda? En el cuarto de baño. Y, gracias a eso, hemos llegado hasta un conocido sastre, un tal Pfab. ¿Alguna vez le ha encargado a Herr Pfab que le haga un traje, Obersturmbannführer?» Sonreí: «Claro que sí. Es uno de los mejores sastres de Berlín. Pero les aviso de que si me siguen investigando le pediré al Reichsführer que haga que los destituyan por insubordinación».. —«Ah -exclamó Weser-. No merece la pena que nos amenace, Obersturmbannführer. No vamos a por usted. Sólo queremos seguir preguntándole cosas como testigo».. —«Eso mismo -soltó Clemens, con aquel vozarrón que tenía-. Como testigo». Le pasó la libretita a Weser, quien la hojeó y, luego, se la devolvió señalándole una página. Clemens la leyó y volvió a darle la libreta a Weser. «La policía francesa -susurró éste- ha encontrado el testamento del difunto Herr Moreau. Quiero tranquilizarlo sin dilación: su nombre no figura en él. Ni el de su hermana tampoco. Herr Moreau se lo deja todo, su fortuna, sus empresas, su casa, a los gemelos».. —«Y a nosotros -refunfuñó Clemens se nos hace raro». —«Rarísimo -siguió diciendo Weser-. Bien pensado, por lo que hemos creído entender, son unos niños a los que acogió Moreau, quizá de la familia de la madre de usted, o quizá no, pero, en cualquier caso, no de la suya». Me encogí de hombros: «Ya les he dicho que Moreau y yo no nos llevábamos nada bien. No me sorprende que no me haya dejado nada. Pero no tenía ni hijos ni familia. Y seguramente había acabado por sentirse muy apegado a los gemelos».. —«Admitámoslo -dijo Clemens-. Admitámoslo. Pero, en fin, es posible que presenciaran el crimen; heredan y desaparecen gracias a su hermana que, aparentemente, no ha regresado a Alemania. ¿Y usted no podría aclararnos algo? Aunque no tenga nada que ver con todo esto».— «Meine Herrén -contesté carraspeando-, ya les he dicho todo lo que sé. Si han venido a Budapest para preguntarme eso, han perdido el tiempo».. —«¿Sabe? -dijo Weser con un tono cargado de hiél-, nunca perdemos el tiempo del todo. Siempre damos con algo útil. Y, además, nos gusta mucho charlar con usted». —«Ya lo creo -dijo Clemens como si eructase-. Resulta de lo más agradable. Y, por cierto, vamos a seguir haciéndolo».. —«Porque es que, mire, cuando se empieza algo -dijo Weser-, hay que seguir hasta el final».. —«Sí -aprobó Clemens-, porque, si no, no tendría sentido». Yo no decía nada y los miraba con frialdad, pero, al tiempo, estaba muy asustado, porque me daba cuenta de que aquellos pajarracos estaban convencidos de que yo era culpable y no iban a dejar de perseguirme. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? Estaba demasiado deprimido para reaccionar. Me hicieron unas cuantas preguntas más acerca de mi hermana y de su marido, a las que respondí de forma distraída. Luego, se levantaron para irse: «Obersturmbannführer -dijo Clemens, con el sombrero ya puesto-, es un auténtico placer charlar con usted. Es usted un hombre sensato».. —«Tenemos la esperanza de que no sea ésta la última vez -dijo Weser-. ¿Piensa regresar pronto a Berlín? Se va a quedar usted impresionado: la ciudad no es ya lo que era». Weser tenía razón.

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