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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (105 page)

BOOK: Las benévolas
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La semana siguiente, formé un reducido equipo para la Einsatz de Hungría. Elegí a un especialista, el Obersturmführer Elias, a unos cuantos subalternos, ordenanzas y auxiliares administrativos, y, por supuesto, a Piontek. Dejé la oficina en manos de Asbach, con instrucciones muy concretas. Por orden de Brandt, me fui el 17 de marzo al KL Mauthausen, en donde se reunía un Sondereinsatzgruppe de la SP y del SD, al mando del Oberführer doctor Achamer-Pifrader, que había sido antes BdS del Ostland. Eichmann ya había llegado, al frente de su propio Sondereinsatzkommando. Me presenté al Oberführer doctor Geschke, el oficial responsable, que dispuso que me acomodasen, con mi equipo, en un barracón. Ya me había enterado, antes de salir de Berlín, de que Horthy, el dirigente húngaro, iba a reunirse con el Führer en el palacio de Klessheim, cerca de Salzburgo. Después de acabar la guerra se supo lo que sucedió en Klessheim: Horthy
-almirante de un país sin armada, regente de un reino sin rey
se encontró con que Hitler y Von Ribbentrop le dijeron, sin contemplaciones, que eligiera entre la formación de un nuevo gobierno pro alemán o la invasión del país y decidió, tras un ataque al corazón sin gravedad, evitar lo peor. Pero en su momento no estábamos enterados de nada de eso: Geschke y Achamer-Pifrader se limitaron a convocar a los oficiales superiores el 18 por la noche, para informarnos de que salíamos al día siguiente para Budapest. Por supuesto que los rumores corrían con profusión; muchos esperaban una resistencia húngara en la frontera; nos mandaron vestir uniforme de campaña y nos repartieron pistolas ametralladoras. El ambiente era de gran efervescencia: para muchos de aquellos funcionarios de la
Staatspolizei
o del SD, era la primera experiencia sobre el terreno; e incluso yo, tras un año en Berlín, la grisura de la rutina burocrática, la tensión permanente de las solapadas intrigas, el cansancio fruto de los bombardeos que había que soportar pasivamente, dejé que se adueñase de mí el nerviosismo general. Por la noche, fui a tomar algo con Eichmann; lo encontré entre sus oficiales, radiante y pavoneándose con un uniforme nuevo, feldgrau y con un corte tan elegante como el de un uniforme de gala. Yo no conocía sino a parte de sus colegas; me explicó que para aquella operación había echado mano de sus mejores especialistas de toda Europa, de Italia, de Croacia, de Litzmannstadt, de Theresienstadt. Me presentó a su amigo, el Hauptsturmführer Wisliceny, el padrino de su hijo Dieter, un hombre terriblemente gordo, plácido, sereno, que venía desde Eslovaquia. Todo el mundo estaba de buen humor, pero bebía poco, tascaba el freno. Me volví al barracón para dormir un rato, porque salíamos a eso de la medianoche, pero me costó coger el sueño. Pensaba en Héléne; nos habíamos despedido dos días antes, y le había dicho que no sabía cuándo volvería a Berlín; estuve bastante seco, le di pocas explicaciones y no le prometí nada; lo aceptó, dulce y seria, sin preocupación aparente, y, no obstante, creo que ya estaba claro que entre nosotros había un vínculo, tenue, quizá, pero firme, y que no iba a desaparecer por las buenas; era ya una relación.

Debí de quedarme traspuesto: Piontek me zarandeó a eso de las doce. Me había acostado vestido y tenía listo el petate; salí a tomar el aire mientras revisaban los vehículos, comí un bocadillo y me tomé el café que me había preparado Fischer, uno de los ordenanzas. Hacía un frío punzante de finales de invierno y respiré con deleite el aire puro de la montaña. Algo más allá, oía ruido de motores: el Vorkommando, que dirigía un ayudante de Eichmann, se estaba poniendo en marcha. Había decidido sumarme al convoy del Sondereinsatzkommando en el que iban, además de Eichmann y sus oficiales, más de ciento cincuenta hombres, la mayoría Orpo, y representantes del SD y de la SP, así como unos cuantos Waffen-SS. El convoy de Geschke y de Achamer-Pifrader cerraba la marcha. Cuando estuvieron listos nuestros dos coches, los mandé a la zona de salida y fui a pie a ver a Eichmann. Llevaba gorra con gafas como los hombres de las unidades de carros blindados y una PM Steyr debajo del brazo: junto con el pantalón de montar, le daban un aspecto ridículo, algo así como si fuera disfrazado. «Obersturmbannführer -exclamó al verme-, ¿están listos sus hombres?» Le respondí afirmativamente con el ademán y fui a reunirme con ellos. En la zona de agrupamiento había ese barullo de última hora de siempre, gritos y órdenes, antes de que una gran cantidad de vehículos pueda ponerse en marcha con orden de formación. Llegó al fin Eichmann, rodeado de varios de sus oficiales, entre ellos el Regierungsrat Hunsche, a quien conocía de Berlín, y tras dar unas cuantas órdenes contradictorias, se subió a su
Schwimmwagen,
algo así como un todoterreno anfibio, que conducía un Waffen-SS: yo me preguntaba, divertido, si acaso temería que estuvieran dinamitados los puentes o si pensaba cruzar el Danubio en su trasto, con su Steyr y su chófer, para barrer él solo a las hordas magiares. En cambio, Piontek, al volante de mi coche, rebosaba sobriedad y compostura. Por fin, a la luz cruda de los focos del campo y entre un trueno de motores y una nube de polvo, arrancó la columna. Yo había mandado que se sentasen atrás Elias y Fischer, con las armas que nos habían dado; me subí delante, junto a Piontek, mientras él ponía el motor en marcha. El cielo estaba despejado y brillaban las estrellas, pero no había luna; al ir carretera abajo, de curva en curva, hacia el Danubio, veía claramente a mis pies la reluciente extensión del río. El convoy pasó por la orilla derecha y tiró hacia Viena. íbamos en fila, con la luz de los faros baja por los cazas enemigos. No tardé en quedarme dormido. De vez en cuando, me despertaba una alerta que obligaba a los coches a detenerse y a apagar los faros, pero nadie salía del coche, esperábamos en la oscuridad. No hubo ataques. En aquella duermevela con interrupciones, soñaba cosas raras, movidas y evanescentes, que se esfumaban como una pompa de jabón en cuanto me despertaban un bache o una sirena. A eso de las tres, cuando estábamos circunvalando Viena por el sur, me despabilé del todo y tomé un café de un termo que había preparado Fischer. Había salido la luna, un delgado cuarto creciente que hacía brillar las aguas del Danubio, cuando las divisábamos, a mano izquierda. Las alertas seguían obligándonos a detenernos; éramos una larga fila de vehículos heterogéneos que ahora resultaban visibles a la luz de la luna. Al este, se iba sonrosando el cielo y, en las alturas, se recortaba la silueta de las crestas de los Pequeños Cárpatos. Una de aquellas paradas nos pilló por encima de Neusiedler See, pocos kilómetros antes de la frontera húngara. El grueso Wisliceny pasó junto al coche y dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla: «Coja el ron y venga». Nos habían dado unas cuantas raciones de ron para el trayecto, pero no lo había tocado. Fui en pos de Wisliceny quien, de coche en coche, iba haciendo bajarse a otros oficiales. Delante de nosotros, la bola roja del sol gravitaba sobre las cumbres; el cielo estaba pálido, de un azul luminoso teñido de amarillo, sin una nube. Cuando llegó nuestro grupo a la altura del
Schwimmwagen
de Eichmann, en cabeza de la columna, lo rodeamos, y Wisliceny le pidió que bajara. Estaban allí los oficiales del IV B 4 y también los comandantes de las compañías destacadas. Wisliceny alzó la petaca, felicitó a Eichmann y bebió a su salud. Eichmann cumplía ese día treinta y ocho años. Hipaba de gusto: «Meine Herrén estoy muy conmovido, muy conmovido. Hoy cumplo siete años de oficial SS. No puedo imaginar mejor regalo que estar en compañía de ustedes». Estaba radiante y como la grana. Le sonreía a todo el mundo y bebía a traguitos mientras lo vitoreaban.

Pasamos la frontera sin incidentes: en la orilla de la carretera había aduaneros o soldados del Honvéd, que nos miraban pasar, hoscos o indiferentes, sin demostración alguna. La mañana se anunciaba radiante. La columna se detuvo en un pueblo para desayunar café, ron, pan blanco y vino húngaro comprado allí mismo. Luego volvió a ponerse en marcha. Ahora íbamos mucho más despacio, la carretera estaba atascada de vehículos alemanes, camiones con tropas y blindados, tras los que había que avanzar al paso durante kilómetros antes de poder adelantarlos. Pero no parecía una invasión, todo transcurría de forma tranquila y ordenada; los civiles se ponían en hilera a la orilla de las carreteras para mirarnos pasar y algunos hacían incluso gestos amistosos.

Llegamos a Budapest a media tarde y nos acuartelaron en la orilla derecha, detrás del castillo, en Schwabenberg, en donde las SS habían requisado todos los hoteles grandes. Me encontré de forma provisional en una suite del Astoria, con dos camas y tres sofás para ocho hombres. A la mañana siguiente, me fui en busca de información. La ciudad estaba a rebosar de alemanes, oficiales de la Wehrmacht y de las Waffen-SS, diplomáticos del
Auswártiges Amt,
funcionarios de policía, ingenieros de la OT, economistas de la WVHA, agentes del Abwehr cuyos nombres cambiaban con frecuencia. Con toda aquella confusión, no sabía ni quién era mi superior y fui a ver a Geschke, quien me puso al tanto de que lo habían nombrado BdS, pero que el Reichsführer había nombrado también un HSSPF, el Obergruppenführer Winkelmann, y que Winkelmann me lo explicaría todo. Ahora bien, a Winkelmann, un policía de carrera un tanto grueso, con el pelo a cepillo y de mandíbula prominente, ni siquiera le habían dicho que existía yo. Me explicó que, pese a las apariencias, no habíamos ocupado Hungría, sino que nos había invitado Horthy para que aconsejáramos y respaldáramos a los servicios húngaros: pese a que hubiera un HSSPF, un BdS, un BdO y todas las estructuras aledañas, no teníamos función ejecutiva alguna y las autoridades húngaras conservaban todas las prerrogativas de su soberanía. Cualquier controversia seria debía someterse al criterio del nuevo embajador, el doctor Veesenmayer, un SS-Brigadeführer honorario, o al de sus colegas del
Auswártiges Amt.
Según decía Winkelmann, Kaltenbrunner también estaba en Budapest; había venido en el vagón especial de Veesenmayer, que habían enganchado al tren de Horthy cuando regresó de Klessheim, y estaba negociando con el teniente general Dome Sztójay, el ex embajador de Hungría en Berlín, todo lo relacionado con la formación de un gobierno nuevo (Kállay, el ministro depuesto, se había refugiado en la legación turca). Yo no tenía motivo alguno para ir a ver a Kaltenbrunner y preferí presentarme a la legación alemana: Veesenmayer estaba ocupado y me recibió su encargado de negocios, el Legationsrat Feine, que tomó nota de mi misión, me sugirió que esperase a que estuviera más clara la situación y me recomendó que siguiera en contacto con ellos. Aquello era un lío de mucho cuidado.

En el Astoria, vi al Obersturmbannführer Krumey, el adjunto de Eichmann. Ya había tenido una reunión con los dirigentes de la comunidad judía y había quedado muy satisfecho. «Vinieron con maletas -me dijo con risa campechana-. Pero los tranquilicé y les dije que no íbamos a detener a nadie. Los tenía aterrados la
histeria de la extrema derecha.
Les hemos prometido que no pasaría nada si colaboraban y se han calmado». Volvió a reírse: «Deben de estar pensando que vamos a protegerlos de los húngaros». Los judíos tenían que constituir un consejo; para no asustarlos -la palabra
Judenrat,
muy corriente en Polonia, se conocía aquí lo suficiente para provocar cierta angustia- se llamaría Zentralrat. En los días posteriores, mientras los miembros del nuevo consejo traían al Sondereinsatzkommando colchones y mantas -yo me incauté de unos cuantos para nuestra suite- y, luego, según la gente iba pidiéndolos, máquinas de escribir, espejos, agua de colonia y lencería femenina, y unos cuantos cuadritos preciosos de Watteau o, al menos, de su escuela, mantuve con ellos, sobre todo con el presidente de la comunidad judía, el doctor Samuel Stern, una serie de consultas para hacerme una idea de los recursos disponibles. Había judíos, hombres y mujeres, que trabajaban en las fábricas de armamento húngaras, y Stern pudo proporcionarme cifras aproximadas. Pero surgió en el acto un problema de envergadura: todos los hombres judíos válidos, sin empleos de necesidad esencial y en edad de trabajar, llevaban varios años movilizados en el Honvéd para prestar servicio en los batallones de trabajo de retaguardia. Y era cierto, lo recordaba, cuando entramos en Jitomir, que aún dependía de Hungría, oí hablar de esos batallones judíos, y eso dejaba al margen a mis colegas del Sk 4a. «Esos batallones no dependen en absoluto de nosotros -me explicaba Stern-. Tendrá que hablarlo con el gobierno».

Pocos días después de que se constituyera el gobierno de Sztójay, el nuevo gabinete, en una única sesión legislativa que duró once horas, promulgó una serie de leyes antijudías que la policía húngara comenzó a aplicar en el acto. Veía poco a Eichmann, que siempre andaba liado con personalidades oficiales o iba a hacer visitas a los judíos; se interesaba, según Krumey, por su cultura y pedía que le enseñasen su biblioteca, su museo y la sinagoga. A finales de mes, habló personalmente con el Zentralrat. Todo su SEk acababa de mudarse al hotel Majestic; yo me quedé en el Astoria, en donde pude conseguir dos habitaciones más para instalar la oficina. No me invitaron a la reunión, pero lo vi después; parecía muy satisfecho de sí mismo y me aseguró que los judíos iban a colaborar y a someterse a las exigencias alemanas. Hablamos de la cuestión de los trabajadores; las nuevas leyes permitirían a los húngaros incrementar los batallones de trabajo civiles -podría movilizarse a todos los funcionarios, periodistas, notarios, abogados y contables judíos que iban a quedarse sin empleo y Eichmann reía sarcásticamente: «¡Imagínese, mi querido Obersturmbannführer, unos abogados judíos cavando zanjas anticarros!»-. Pero no teníamos ni idea de qué iban a querer darnos; tanto Eichmann como yo nos temíamos que intentaran quedarse ellos con los mejores. Pero Eichmann se había buscado un aliado, un funcionario del condado de Budapest, el doctor Lászlo Endre, un antisemita desaforado, y esperaba conseguir que lo nombrasen ministro de Interior. «Hay que evitar que se repita el error de Dinamarca, ¿sabe? -me explicaba con la cabeza apoyada en la manaza y mordisqueándose el dedo meñique-. Hace falta que los húngaros lo hagan todo ellos y que nos pongan a sus judíos en bandeja». Ya estaba el SEk, con ayuda de la policía húngara y las fuerzas de la BdS, deteniendo a los judíos que violaban las nuevas normas; habían instalado en Kistarcsa, cerca de la ciudad, un campo de paso, que vigilaba la gendarmería húngara, y ya habían internado a más de tres mil judíos. Yo, por mi parte, no estaba cruzado de brazos: había entrado en contacto, por mediación de la legación, con los ministerios de Industria y de Agricultura para indagar cómo veían las cosas, y estaba estudiando la nueva legislación junto con Herr Von Adamovic, el experto de la legación, un hombre afable e inteligente, pero a quien tenían casi paralizado la ciática y la artritis. Al tiempo, seguía en contacto con mi oficina de Berlín. A Speer, cuyo cumpleaños coincidía con el de Eichmann, lo habían dado de alta en Hohenlychen y se había ido a pasar la convalecencia a Italia, en Merano; yo le había mandado un telegrama para darle la enhorabuena y unas flores, pero no había habido respuesta. Me invitaron también a asistir a una conferencia en Silesia acerca de la cuestión judía, cuya organización estaba a cargo del doctor Franz Six, el primero de mis jefes de departamento en el SD. Ahora trabajaba en el
Auswártiges Amt,
pero de vez en cuando volvía a echarle una mano a la RSHA. También invitaron a Thomas, y a Eichmann y unos cuantos de sus especialistas. Me las compuse para viajar con ellos. Nuestro grupo salió en tren, pasando por Presburgo; cambiamos luego en Breslau para Hirschberg; la conferencia se celebraba en Krummhübel, una conocida estación de esquí de los Sudetes de Silesia, que ahora ocupaban en gran parte las oficinas del AA, entre ellas la de Six, que habían evacuado de Berlín por los bombardeos. Nos metieron en una
Gasthaus
llena hasta los topes; los barracones nuevos que había construido el AA no estaban acabados todavía. Me alegré de volver a ver a Thomas, que había llegado poco antes que nosotros y aprovechaba la ocasión para esquiar con secretarias o asistentes jóvenes y guapas, una de ellas de origen ruso, a quien me presentó, y que parecían todas bastante desocupadas. Eichmann, por su parte, se estaba encontrando con colegas de toda Europa y andaba pavoneándose. La conferencia empezó al día siguiente de nuestra llegada. Six abrió los debates con un discurso acerca de «Las tareas y los objetivos de las operaciones antijudías en el extranjero». Nos habló de la estructura política del judaismo mundial, y afirmó que
la judería europea ya no volverá a desempeñar un papel político y biológico.
Hizo también una digresión interesante acerca del sionismo, que aún era muy poco conocido por entonces en nuestros círculos; para Six, la cuestión del regreso a Palestina de los judíos que quedasen debía subordinarse a la cuestión árabe, que adquiriría importancia después de la guerra, sobre todo si los británicos salían de parte de su Imperio. Tras su intervención, vino la del especialista del
Auswártiges Amt,
un tal Von Thadden, quien expuso el punto de vista de su ministerio acerca de «La situación política de los judíos en Europa y la situación en relación con las medidas ejecutivas antijudías». Thomas habló de los problemas de seguridad que habían planteado los levantamientos judíos del año anterior. Otros especialistas o consejeros contaron cómo estaban las cosas en los países en los que estaban destinados. Pero el plato fuerte del día fue el discurso de Eichmann. Parecía como si la Einsatz húngara lo hubiera colmado de inspiración y casi nos trazó un cuadro del conjunto de las operaciones antijudías tal y como habían transcurrido desde el principio. Pasó revista rápidamente al fracaso de la guetización y criticó la falta de eficacia y la confusión de las operaciones móviles: «Fueren cuales fueren los éxitos obtenidos, siguen siendo esporádicos; demasiados judíos consiguen escapar y refugiarse en los bosques para ir a engrosar las filas de los partisanos, y les dejan la moral por los suelos a los hombres». El éxito, en países extranjeros, dependía de dos factores: la movilización de las autoridades locales y la cooperación, por no decir la colaboración, de los dirigentes de la comunidad judía. «En cuanto a lo que sucede cuando intentamos detener nosotros a los judíos en países en los que no contamos con recursos suficientes, basta con fijarse en el ejemplo de Dinamarca, un fracaso total; el del sur de Francia, en donde conseguimos resultados bastante pobres, incluso después de haber ocupado la ex zona italiana; y el de Italia, en donde la población y la Iglesia esconden a miles de judíos que no podemos localizar... En cuanto a los
Judenráte,
permiten una economía considerable de personal y uncen a los propios judíos a la tarea de su destrucción. Por supuesto que esos judíos tienen sus propias metas, sus propios sueños. Pero también nos vienen bien los sueños de los judíos. Sueñan con corrupciones grandiosas, nos ofrecen su dinero, sus bienes. Cogemos ese dinero y esos bienes y seguimos adelante con nuestra tarea. Sueñan con las necesidades económicas de la Wehrmacht, con la protección que aportan los certificados de trabajo, y nosotros usamos esos sueños para dotar nuestras fábricas de armamento, para que nos brinden la mano de obra que necesitamos para construir nuestros complejos subterráneos y, de paso, para que nos entreguen también a los débiles, y a los viejos, a las bocas inútiles. Pero tienen ustedes que entender bien esto: eliminar a los cien mil primeros judíos es mucho más fácil que eliminar a los últimos cinco mil. Fíjense en lo que sucedió en Varsovia, o durante las demás sublevaciones de las que nos ha hablado el Standartenführer Hauser. Cuando el Reichsführer me envió el informe de los combates de Varsovia, comentó que no le cabía en la cabeza que unos judíos en un gueto pudieran luchar así. Y, sin embargo, nuestro tan llorado
Chef
el Obergruppenführer Heydrich, lo había entendido hacía mucho. Sabía que los judíos más fuertes, los más corpulentos, los más astutos, siempre se librarían de todas las selecciones y serían los más difíciles de exterminar. Ahora bien, ésos son precisamente los que constituyen la reserva vital a partir de la cual podría reconstruirse el judaismo,
la célula infecciosa de la regeneración judía,
como decía nuestro difunto Obergruppenführer. Nuestro combate es la prolongación del de Koch y Pasteur. Tenemos que llegar hasta el final». Unos aplausos atronadores acogieron estas palabras. ¿Creía Eichmann de verdad en lo que decía? Era la primera vez que lo oía hablar así y me daba la impresión de que se había embalado, de que se había dejado arrastrar por su reciente papel y que el juego le gustaba tanto que acababa por confundirse con él. Sin embargo, sus comentarios prácticos distaban mucho de ser necios; se notaba que había analizado todos los experimentos anteriores para sacar de ellos las lecciones esenciales. Durante la cena -Six, por cortesía y en recuerdo del pasado me había invitado, junto con Thomas, a una cena privada-, comenté favorablemente su discurso. Pero Six, que nunca perdía la expresión huraña y deprimida, lo juzgó de forma mucho más negativa: «Ni un ápice de interés intelectual. Es un hombre relativamente simple y sin dotes particulares. Por supuesto que tiene buena facha, y capacidades, dentro de los límites de su especialidad».. —«Precisamente -dije-. Es un buen oficial, que pone mucho interés en lo que hace y tiene talento a su manera. Creo que puede llegar aún muy lejos».. —«Me extrañaría -dijo Thomas, muy seco-. Es demasiado cabezota. Es un bulldog, un ejecutor nato. Pero no tiene imaginación alguna. Es incapaz de reaccionar ante los acontecimientos que se salgan de lo suyo y de evolucionar. Ha edificado su carrera sobre los judíos, sobre el exterminio de los judíos, y eso se le da muy bien. Pero en cuanto acabemos con los judíos -o si cambia el viento y resulta que el exterminio de los judíos no está ya a la orden del día-, entonces no sabrá adaptarse y estará perdido».

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