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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (101 page)

BOOK: Las benévolas
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La visita fue un viernes de diciembre. Hacía un frío cortante. A Speer lo acompañaban especialistas de su ministerio. Su avión particular, un Heinkel, nos llevó hasta Nordhausen; allí, una delegación del campo al frente de la cual estaba el Kommandant Fórschner nos recibió y nos llevó hasta las instalaciones. La carretera, cortada frecuentemente con puestos de control SS, bordeaba la ladera sur del Harz; Fórschner nos iba explicando que todo el macizo era zona prohibida y que habían puesto en marcha otros proyectos subterráneos algo más al norte, en campos auxiliares de
Mittelbau;
en las propias instalaciones de Dora, la zona norte de los túneles se dedicaba a la fabricación de motores de avión Junker. Speer escuchaba las explicaciones sin decir nada. La carretera terminaba en una amplia plaza de tierra apisonada; a un lado, se alineaban los barracones de los guardias SS y de la Kommandantur; enfrente, atestada de montones de materiales de construcción y tapada con redes de camuflaje, remetida bajo una cresta plantada de pinos, se abría la entrada del primer túnel. Nos metimos por ella en pos de Fórschner y de varios ingenieros de Mittelwerke. El polvo de yeso y el humo acre de los explosivos industriales se me pusieron en la garganta; junto a ellos me llegaban otros olores indefinibles, dulces y nauseabundos, que me recordaban mis primeras visitas a los campos. Según avanzábamos, el Spiess que iba delante de la delegación avisaba a los
Haftlinge,
que se ponían en fila y en posición de firmes y se quitaban bruscamente los gorros. La mayoría estaban espantosamente flacos; las cabezas, en equilibrio precario encima de los cuellos descarnados, parecían repugnantes bolas adornadas con enormes narices y con orejas de cartón recortado en las que alguien había encajado un par de ojos gigantescos y vacíos que se negaban a mirar a nadie. Cuando se pasaba cerca de ellos, los olores que me habían llamado la atención al entrar se convertían en una peste inmunda que les brotaba de la ropa sucia, de las llagas, de los propios cuerpos. Varios de los hombres de Speer se habían puesto verdes y sujetaban pañuelos contra sus caras; Speer seguía con las manos a la espalda y se fijaba en todo con expresión arisca y tensa. Para unir los dos túneles principales, el A y el B, se iban escalonando cada veinticinco metros unas galerías transversales: en la primera vimos unas filas de literas de madera muy basta, con cuatro niveles, de las que se estaba bajando a toda prisa para ponerse firmes, mientras repartía palos un suboficial SS, un tropel tumultuoso de presos harapientos, la mayoría desnudos o casi desnudos, y algunos con las piernas manchadas de mierda. La humedad rezumaba de las bóvedas de hormigón. Delante de las literas, en el cruce con el túnel principal, unos toneles metálicos grandes, cortados en dos a lo largo y tumbados, hacían las veces de letrinas, llenas casi hasta rebosar de un líquido pringoso, amarillo, verde, pardo, apestoso. Uno de los asistentes de Speer dijo: «¡Pero esto es el infierno de Dante!»; otro se había quedado algo atrás y vomitaba contra la pared. Yo también notaba que me volvía la antigua náusea, pero me contenía y respiraba silbando entre los dientes, despacio. Speer se volvió hacia Fórschner: «¿Los presos viven aquí?».. —«Sí, Herr Reichsminister».. —«¿No salen nunca?». —«No, Herr Reichsminister». Mientras seguíamos andando, Fórschner le iba explicando a Speer que carecía de todo y que no podía tener las condiciones sanitarias requeridas; las epidemias diezmaban a los presos. Nos enseñó incluso unos cuantos cadáveres apilados a la entrada de las galerías perpendiculares, desnudos o tapados con algo más o menos parecido a una lona, esqueletos humanos con la piel dañada. En una de las galerías-dormitorio servían el rancho: Speer quiso probarlo. Se tomó una cucharada y luego me lo dio a probar; tuve que hacer un esfuerzo para no escupirlo; era una papilla clara, amarga e infecta; parecía como si hubieran cocido hierbas silvestres; ni siquiera en el fondo del caldero había algo que fuera medio sólido. Anduvimos así por todo el túnel, hasta la fábrica Junker, chapoteando por el cieno y las inmundicias, respirando con dificultad entre los miles de
Haftlinge
que se descubrían mecánicamente, por turno, sin la menor expresión en el rostro. Miré los distintivos: además de los alemanes, entre los que había mayoría de «verdes», vi «rojos» de todos los países de Europa: franceses, belgas, italianos, holandeses, checos, polacos, rusos, e incluso españoles, republicanos internados en Francia después de su derrota (pero, claro está, no había judíos; por entonces, los trabajadores judíos estaban aún prohibidos en Alemania). En las galerías transversales, pasados los dormitorios, unos presos a los que dirigían unos ingenieros civiles trabajaban en los componentes y el montaje de los cohetes; más allá, entre un estruendo ensordecedor y una polvareda opaca, un auténtico ejército de hormigas excavaba galerías nuevas y sacaba las piedras en unas vagonetas que empujaban otros presos por unos raíles colocados deprisa y corriendo. Al salir, Speer quiso ver el Revier; era una instalación de lo más rudimentaria, con una capacidad para alrededor de cuarenta hombres como mucho. El médico jefe le enseñó las estadísticas de mortalidad y enfermedad: la disentería, el tifus y la tuberculosis sobre todo hacían estragos. Al salir, delante de la delegación en pleno, Speer tuvo una explosión de rabia, contenida pero virulenta: «¡Obersturmbannführer Fórschner! ¡Esta fábrica es un auténtico escándalo! ¡No he visto en mi vida nada semejante! ¿Cómo es posible que pretenda trabajar como es debido con hombres en ese estado?». Fórschner, ante las increpaciones, se había puesto instintivamente en posición de firmes. «Herr Reichsminister, estoy dispuesto a mejorar las condiciones. Pero no me dan medios. No se me puede considerar responsable». Speer estaba más blanco que el papel. «Muy bien -vociferó-. Le ordeno que construya inmediatamente un campo aquí, al aire libre, con duchas e instalaciones sanitarias. Que me preparen ahora mismo la documentación para la concesión de materiales y la firmaré antes de irme». Fórschner nos condujo a los barracones de la Kommandantur y dio las órdenes necesarias. Mientras Speer hablaba, furioso, con sus ayudantes y con los ingenieros, me llevé aparte a Fórschner: «Le había pedido expresamente en nombre del Reichsführer que se las compusiera para que el campo estuviera presentable. Esto es una
Schweinerei».
Fórschner no se dejó impresionar: «Obersturmbannführer, sabe tan bien como yo que una orden sin medios para cumplirla no vale gran cosa. Disculpe, no tengo varita mágica. Esta mañana mandé lavar las galerías, pero no podía hacer nada más. Si el Reichsminister nos proporciona materiales de construcción, mejor que mejor». Speer se había reunido con nosotros: «Haré lo necesario para que el campo reciba raciones suplementarias». Se volvió hacia un ingeniero civil que estaba a su lado: «Sawatsky, ni que decir tiene que los presos que están a sus órdenes tienen prioridad. No se puede pedir un trabajo complejo de montaje a unos enfermos y a unos moribundos». El ingeniero asintió con la cabeza: «Por supuesto, Reichsminister. Es la rotación lo que nos impide funcionar. Hay que sustituir con tanta frecuencia a los presos que no hay manera de formarlos como es debido». Speer se volvió hacia Fórschner: «Eso no quiere decir que tenga usted que descuidar a los que construyen las galerías. Aumentará usted sus raciones en la medida de lo posible. Hablaré de ello con el Brigadeführer Kammler».—
«Zu Befehl,
Herr Reichsminister», dijo Fórschner. Seguía con expresión inescrutable y arisca, pero Sawatsky parecía encantado. Fuera nos estaban esperando algunos de los hombres de Speer, garabateando en libretitas y respirando con avidez el aire frío. Me estremecí: el invierno estaba tomando posiciones.

En Berlín, volvieron a desbordarme las peticiones del Reichsführer. Le había informado de la visita en la que había acompañado a Speer y no me hizo sino un comentario: «El Reichsminister Speer debería saber lo que quiere». Me reunía ahora con él con regularidad para hablar de las cuestiones de mano de obra: quería aumentar a toda costa el número de trabajadores disponibles en los campos para nutrir las empresas SS, las empresas privadas y, sobre todo, los nuevos proyectos de construcción subterránea que quería desarrollar Kammler. La Gestapo no paraba de detener a gente, pero, por otra parte, con la llegada del otoño y, luego, del invierno, la mortalidad, que había bajado claramente durante el verano, volvía a crecer y el Reichsführer no estaba nada contento. No obstante, cuando le proponía una serie de medidas, realistas desde mi punto de vista, que estaba planificando con mi equipo, no hacía nada; y las medidas concretas que estaban aplicando Pohl y la IKL daban la impresión de ser accidentales e imprevisibles y no se ajustaban a plan alguno. En una ocasión, aproveché la oportunidad que me brindaba un comentario del Reichsführer para criticar lo que me parecían iniciativas arbitrarias y sin conexión entre sí, pero me replicó con tono seco: «Pohl sabe lo que hace». Poco después, me convocó Brandt y me echó un rapapolvo con tono cortés, pero firme: «Mire, Obersturmbannführer, trabaja usted muy bien, pero voy a decirle lo que ya le he dicho mil veces al Brigadeführer Ohlendorf: en vez de darle la lata al Reichsführer con críticas negativas y estériles y cuestiones complicadas que, por lo demás, no entiende, más le valdría cuidar sus relaciones con él. Llévele, no sé, un tratado medieval sobre las plantas medicinales, con una encuadernación bonita, y coméntelo un poco con él. Se quedará encantado y eso le permitirá trabar relación y conseguir que lo entienda mejor. Le facilitará mucho a usted las cosas. Y además, y disculpe que le diga esto, cuando le presenta los informes es usted tan frío y tan altanero que lo irrita más. Así no es como va a enderezar las cosas». Siguió un rato diciendo cosas por el estilo; yo no contestaba y pensaba; tenía razón seguramente. «Otro consejo: haría usted bien en casarse. Su actitud al respecto molesta muchísimo al Reichsführer». Me envaré: «Herr Standartenführer, ya le expuse mis razones al Reichsführer. Si no las aprueba, debería comunicármelo personalmente». Se me vino a la cabeza un pensamiento incongruente que me obligó a reprimir una sonrisa. Pero Brandt no se reía y me miraba fijamente, como una lechuza, a través de las gafas grandes y redondas, cuyos cristales me devolvían por partida doble mi propia imagen; el reflejo no me dejaba verle los ojos. «Está en un error, Obersturmbannführer, está en un error. Pero, en fin, es cosa suya».

Me noté resentido por la actitud de Brandt que, en mi opinión, no tenía justificación alguna: no tenía por qué meterse en mi vida privada. Por lo demás, mi vida privada iba por unos derroteros muy gratos y hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Los domingos iba a la piscina con Héléne, a veces también con Thomas y alguna de sus amiguitas; luego, íbamos a tomar un té o un chocolate, y llevaba a Héléne al cine si echaban algo que mereciera la pena, o a un concierto, a oír a Karajan o a Furtwángler; después íbamos a cenar antes de llevarla a su casa. También la veía de vez en cuando entre semana: pocos días después de la visita a
Mittelbau,
la invité a que viniera a la sala de esgrima del PrinzAlbrecht-Palais, en donde estuvo viendo los combates y aplaudió las estocadas buenas; luego fuimos a un restaurante italiano, con su amiga Liselotte y con Thomas, quien le tiraba los tejos de forma descarada. El 19 de diciembre pasamos juntos el ataque grande de los ingleses; en el refugio público en el que nos metimos, estuvo sentada junto a mí, sin decir nada, hombro con hombro, sobresaltándose levemente con las explosiones más próximas. Después de la incursión, la llevé al Esplanade, el único restaurante que encontramos abierto; sentada enfrente de mí, con las largas manos blancas encima de la mesa, me miraba fijamente en silencio con aquellos ojos oscuros y hondos, tan hermosos; una mirada escrutadora, curiosa, serena. En momentos así, me decía que si las cosas hubieran sido diferentes, habría podido casarme con aquella mujer, tener hijos con ella, como lo hice mucho más adelante con otra que valía infinitamente menos. No lo habría hecho desde luego por complacer a Brandt o al Reichsführer, ni para cumplir un deber, ni para plegarme a las convenciones, sino que habría sido una parte de la vida de todos los días y de todos los hombres, sencilla y natural. Pero mi vida había tomado otros derroteros y era demasiado tarde. También ella debía de pensar cosas así, cuando me miraba, o más bien debía de pensar cosas de mujeres, que se diferencian seguramente de las de los hombres más en cuanto a la tonalidad y el color que en cuanto al contenido, y que a un hombre le cuesta imaginar, incluso a un hombre como yo. Pero suponía que sería algo así: ¿Podría entrar dentro de lo posible que acabase en la cama de este hombre, que me entregase a él? Entregarse: curiosa expresión en nuestra lengua; pero el hombre que no capte todo el alcance que tiene que procure que lo penetren a él y se le abrirán los ojos. Estos pensamientos, en general, no me hacían arrepentirme de nada, sino que me daban más bien una sensación de amargura que era casi dulce. Aunque a veces, por la calle, y no de forma deliberada, con ademán espontáneo me cogía del brazo, y entonces sí, entonces me daba cuenta de que añoraba aquella otra vida que habría podido ser si no se hubiera quebrado algo en tan temprana edad. No era sólo el asunto de mi hermana; era algo de más envergadura, era todo el curso de los acontecimientos, la miseria del cuerpo y del deseo, las decisiones que tomamos y a las que ya no se puede renunciar, el sentido mismo que decidimos darle a eso que llamamos, quizá equivocadamente, nuestra vida.

Había empezado a nevar, una nieve tibia que no cuajaba. Cuando a veces duraba una noche o dos prestaba a las ruinas de la ciudad una breve y extraña hermosura; luego, se derretía y espesaba más el cieno que desfiguraba las calles levantadas. Yo llevaba botas gruesas, de montar a caballo, y pisaba sin fijarme porque un ordenanza me las iba a limpiar al día siguiente, pero Héléne llevaba unos zapatos corrientes y, cuando llegábamos a una extensión gris y espesa de nieve derretida, buscaba un tablón y lo cruzaba por encima y luego le cogía la delicada mano para que pasara por él, y, si también eso era imposible la llevaba en brazos, tan liviana. El día de Nochebuena, Thomas organizó una fiestecita en su nueva casa de Dahlem, una villa pequeña y suntuosa: como siempre, había sabido apañárselas bien. Vinieron Schellenberg con su mujer, y más oficiales; yo invité a Hohenegg, pero no pude localizar a Osnabrugge, que debía de estar aún en Polonia. Thomas, por lo visto, había conseguido lo que pretendía con Liselotte, la amiga de Héléne: al llegar, lo besó fogosamente. Héléne llevaba un vestido nuevo -Dios sabe de dónde habría sacado la tela, el racionamiento era cada vez mayor-, sonreía de forma adorable y parecía feliz. Por una vez, todos los hombres iban de paisano. Acabábamos de llegar cuando empezaron a ulular las sirenas. Thomas nos tranquilizó y nos explicó que los aviones que venían de Italia casi nunca soltaban las primeras bombas antes de llegar a Schóneberg y Tempelhof, y los que venían de Inglaterra pasaban por el norte de Dahlem. Sin embargo, bajamos las luces; había cortinas negras gruesas para tapar las ventanas. La Flak comenzó a tronar. Thomas puso un disco, jazz americano desaforado, y se lanzó a bailar con Liselotte. Héléne bebía vino blanco y los miraba; luego, Thomas puso música lenta y ella me sacó a bailar. Oíamos rugir, allá arriba, las escuadrillas; la Flak ladraba sin parar, los cristales temblaban y casi no se oía el disco, pero Héléne bailaba como si estuviéramos solos, apoyándose levemente en mí y con su mano firme en la mía; luego bailó con Thomas mientras yo brindaba con Hohenegg. Thomas estaba en lo cierto: al norte se intuía más que se oía una gigantesca vibración sorda, pero nada caía a nuestro alrededor. Miré a Schellenberg; había engordado, el éxito no lo inclinaba a la moderación. Bromeaba con sus especialistas acerca de nuestros descalabros en Italia. Yo había acabado por caer en la cuenta, por algunos comentarios que se le escapaban a veces a Thomas, de que Schellenberg creía que tenía la clave del porvenir de Alemania; estaba convencido de que si le hicieran caso y si se lo hicieran a sus irrecusables análisis, todavía estaríamos a tiempo de salvarnos de la quema. Con lo de
salvarse de la quema
bastaba para irritarme muchísimo, pero, por lo visto, el Reichsführer se fiaba de él, y yo me preguntaba en qué punto andaba con sus intrigas. Cuando acabó la alerta, Thomas intentó hablar por teléfono con la RSHA, pero estaban cortadas las líneas. «Esos cabrones lo han hecho aposta para amargarnos la Navidad -me dijo-. Pero no vamos a dejar que se salgan con la suya». Miré a Héléne; estaba sentada junto a Liselotte y charlaban animadamente. «Está muy bien esa chica -dijo Thomas, que me había seguido la dirección de la mirada-. ¿Por qué no te casas con ella?» Sonreí: «Thomas, métete en lo tuyo». Se encogió de hombros: «Por lo menos haz correr el rumor de que sois novios. Así dejará Brandt de darte la lata». Le había contado los comentarios de Brandt. «¿Y tú? -repliqué-. Me llevas un año. ¿A ti no te dan la murga?» Se rió: «¿Yo? No es lo mismo. Para empezar todo el mundo sabe de sobra que tengo una incapacidad congénita para estar más de un mes con la misma chica. Pero sobre todo -bajó la voz-, y esto no se lo cuentes a nadie, ya he mandado dos al
Lebensborn.
Por lo visto, el Reichsführer está encantado». Fue a poner otro disco de jazz; me dije que debía de cogerlos de los almacenes donde estaban los discos que se incautaba la Gestapo. Me fui detrás de él y saqué a bailar otra vez a Héléne. A medianoche, Thomas apagó todas las luces. Oí el grito alegre de una chica, una risa sofocada. Héléne estaba junto a mí: por un breve instante noté su aliento suave y tibio en la cara, y rozó sus labios con los míos. El corazón me latía a todo latir. Cuando volvió la luz me dijo con expresión honda y sosegada: «Tengo que volver a casa, no he avisado a mis padres. Y con lo de la alerta van a preocuparse». Yo me había llevado el coche de Piontek. Fuimos hacia el centro por Kurfürstendamm; a la derecha se veía el resplandor rojizo de los incendios que habían causado los bombardeos. Empezaba a nevar. Habían caído unas cuantas bombas en el Tiergarten y en Moabit, pero los daños parecían de menor importancia en comparación con las incursiones grandes del mes anterior. Delante de su casa, Héléne me cogió la mano y me dio un fugitivo beso en la mejilla: «¡Feliz Navidad! Hasta pronto». Me volví a Dahlem, a emborracharme, y acabé la noche durmiendo encima de la moqueta, tras haberle cedido el sofá a una secretaria desconsolada porque Liselotte la había echado del dormitorio del dueño de la casa.

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