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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (99 page)

BOOK: Las benévolas
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La noche siguiente hubo otra incursión aérea, la quinta y última de esta serie. Los daños fueron espantosos: el centro de la ciudad estaba completamente en ruinas y también buena parte de Wedding; se calculaban más de 4.000 muertos y 400.000 personas sin hogar; habían quedado destruidos muchos ministerios y muchas industrias; se tardarían semanas en volver a poner en funcionamiento las comunicaciones y los transportes públicos. La gente vivía en pisos sin ventanas y sin calefacción: había ardido gran parte de la reserva de carbón almacenada en los jardines con vistas al invierno. Era imposible conseguir pan, las tiendas estaban vacías y el NSV había puesto cocinas de campaña en las calles asoladas para servir sopa de col. En el complejo de la Reichsführung y de la RSHA las cosas no estaban tan mal: se podía comer y dormir y daban ropa y uniformes a quienes se habían quedado sin nada. Cuando me recibió Brandt, le propuse trasladar a parte de mi equipo a Oranienburg, a los locales de la IKL y dejar una oficina reducida en Berlín para las funciones de enlace. La idea le pareció buena, pero quería consultar al Reichsführer. Me informó de que éste había dado el visto bueno a que Speer visitara
Mittelbau:
tenía que hacerme cargo de organizarlo todo. «Apáñese para que el Reichsminister se quede... satisfecho», especificó. Tenía otra sorpresa que darme: me ascendían a Obersturmbannführer. Me alegré, aunque me quedé asombrado: «Pero ¿por qué?».. —«Lo ha decidido el Reichsführer. Sus funciones han adquirido ya bastante envergadura, e irán a más. Y, a propósito, ¿qué opina de la reorganización de Auschwitz?» A principios de mes, el Obersturmbannführer Liebehenschel, el ayudante de Glücks en la IKL, había permutado el puesto con Höss; a partir de ese momento, habían dividido Auschwitz en tres campos diferentes: el
Stammlager,
el complejo de Birkenau y Monowitz con todos los
Nebenlager.
Liebehenschel seguía siendo Kommandant del I y también
Standortálteste
para los tres, lo que le otorgaba derecho de control sobre la labor de los otros dos Kommandanten nuevos, Hartjenstein y el Hauptsturmführer Schwarz, que hasta entonces, con Höss, había sido Arbeitskommandoführer y, luego, Lagerführer. «Herr Standartenführer, me parece que esa reforma administrativa es una iniciativa excelente: el campo era demasiado grande y se estaba haciendo imposible gestionarlo. En cuanto al Obersturmbannführer Liebehenschel, por lo que pude ver, es una buena elección; entendió perfectamente las nuevas prioridades. Pero tengo que confesar que cuando me paro a pensar en el nombramiento del Obersturmbannführer Höss para la IKL, me cuesta entender la política de personal de esa organización. Siento el mayor respeto por el Obersturmbannführer Höss; lo considero un soldado excelente, pero, si quiere saber mi opinión, debería estar en el frente al mando de un regimiento de Waffen-SS. No es un gestor. Liebehenschel llevaba la mayor parte de los asuntos cotidianos de la IKL. Y, desde luego, no será Höss quien se interese por esos detalles administrativos». Brandt me miraba fijamente a través de las gafas de buho. «Le agradezco una opinión tan sincera. Pero no creo que el Reichsführer esté de acuerdo con usted. Y, de todas formas, incluso aunque el Obersturmbannführer Höss tenga virtudes diferentes de las de Liebehenschel, siempre estará el Standartenführer Maurer». Asentí con la cabeza: Brandt compartía la opinión general acerca de Glücks. Isenbeck, cuando volví a verlo la semana siguiente, me contó lo que se decía en Oranienburg: todo el mundo se daba cuenta perfectamente de que los tiempos de Höss en Auschwitz habían concluido menos el propio Höss; por lo visto, el Reichsführer en persona le había comunicado el traslado durante una visita al campo cuyo pretexto era -eso contaba Höss en Oranienburglas emisiones de la BBC acerca del exterminio; que lo hubieran ascendido para ponerlo al frente del D 1 hacía plausible esa versión. Pero ¿por qué lo trataban con tanto guante blanco? Para Thomas, a quien le pregunté, no había más que una explicación: Höss había estado en la cárcel con Bormann en los años veinte, por un crimen véhmico; debían de haber conservado la amistad y Bormann protegía a Höss.

En cuanto el Reichsführer dio el visto bueno a mi propuesta, procedí a reorganizar la oficina. La unidad entera que tenía a su cargo las investigaciones, con Asbach al frente, se trasladó a Oranienburg. Asbach parecía aliviado al irse de Berlín. Volví a instalarme, con Fräulein Praxa y dos asistentes, en el antiguo local de la SS-Haus. Walser no había vuelto: Piontek, a quien envié por fin para que recabara información, me dijo que había caído una bomba de lleno en el refugio de su edificio la noche del martes. Se calculaba el número de muertos en ciento veintitrés, todos los vecinos del edificio; no había supervivientes, pero la mayoría de los cadáveres que habían desenterrado estaban irreconocibles. Para quedarme más tranquilo, lo declaré como desaparecido; así la policía lo buscaría en los hospitales; pero me quedaban pocas esperanzas de volver a verlo vivo. Piontek parecía muy acongojado. A Thomas se le había pasado el ataque de esplín y rebosaba energía; ahora que éramos otra vez vecinos de despacho lo veía más a menudo. En vez de contarle lo de mi ascenso, esperé, para darle la sorpresa, a que me llegase la notificación oficial y a tener cosidos los galones nuevos en las mangas y las hombreras. Cuando me presenté en su despacho, soltó la carcajada, rebuscó en su escritorio, sacó una hoja, la agitó y exclamó: «¡Ah, miserable! ¡Te creías que me ibas a alcanzar!». Hizo un avión con el documento y me lo tiró. El morro me pegó en la Cruz de Hierro y lo desdoblé para leer que Müller proponía a Thomas para Standartenführer. «Y puedes tener la seguridad de que no le van a decir que no. Pero -añadió, amabilísimo- hasta que sea algo oficial ya pagaré yo las cenas».

Tampoco le hizo efecto alguno mi ascenso a la imperturbable Fräulein Praxa, pero no pudo disimular el asombro cuando cogió una llamada directa de Speer: «El Reichsminister quiere hablar con usted», me dijo con voz emocionada al tiempo que me alargaba el auricular. Después de la última incursión, le había enviado un recado para ponerlo al tanto de mi nueva dirección. «¡Sturmbannführer! -dijo con su voz firme y agradable-. ¿Qué tal está? ¿No hay demasiados destrozos?». —«Me parece que han matado a mi archivero, Herr Reichsminister. Pero, por lo demás, todo va bien. ¿Y usted?». —«Me he mudado a una oficina provisional y he mandado a la familia al campo. ¿Hay novedades?». —«Acaban de dar el visto bueno a su visita a
Mittelbau,
Herr Reichsminister. Me han encargado que la organice. En cuanto pueda, me pondré en contacto con su secretaria para fijar la fecha». Para las cuestiones importantes, Speer me había dicho que llamara a su secretaria personal y no a un asistente. «Muy bien -dijo-. Hasta pronto». Había escrito ya a
Mittelbau
para avisar de que tenían que preparar la visita. Llamé por teléfono al Obersturmbannführer Fórschner, el Kommandant de Dora, para confirmar los preparativos. «Mire -refunfuñó una voz cansada al otro lado del hilo-, haremos lo que podamos».. —«No le estoy pidiendo que haga lo que pueda, Obersturmbannführer. Lo que pido es que las instalaciones estén presentables para la visita del Reichsminister. El Reichsführer ha insistido personalmente en este punto. ¿Entendido?» —«Bien, bien. Volveré a dar órdenes».

Mi piso estaba más o menos en condiciones. Por fin había conseguido encontrar cristales para dos ventanas; las demás seguían tapadas con un hule. Mi vecina no sólo se había encargado de que me arreglaran la puerta, sino que, además, me había encontrado dos lámparas de aceite, a la espera de que volvieran a dar la luz. Compré carbón y, en cuanto puse en marcha la gran estufa de azulejos, dejó de hacer frío. Me decía a mí mismo que haber escogido un piso en la última planta no había sido muy astuto: había tenido una suerte inaudita al librarme de las incursiones de toda la semana, pero si volvían, y volverían, aquello no podía durar. En el fondo, me negaba a preocuparme: la casa no era mía y tenía pocos efectos personales; en cosas así, había que tener la actitud serena de Thomas. Me limité a comprarme otro gramófono y discos de las
Partitas
de Bach para piano y también unos cuantos fragmentos de ópera de Monteverdi. Por la noche, a la luz arcaica y suave de una lámpara de aceite y con una copa de coñac y unos cigarrillos al alcance de la mano, me recostaba en el sofá para escuchar la música y olvidarme de todo lo demás.

No obstante, había un pensamiento nuevo que me volvía a la mente cada vez con mayor frecuencia. El domingo siguiente a los bombardeos, a eso de las doce de la mañana, cogí el coche del garaje y me fui a casa de Héléne Anders. Hacía un tiempo frío y húmedo, seguía nublado, pero no llovía. De camino, conseguí encontrar flores, las vendía en la calle una anciana, cerca de la estación del S-Bahn, y compré un ramo. Al llegar a su edificio, me di cuenta de que no sabía en qué piso vivía. No aparecía su nombre en los buzones. Una mujer bastante gruesa, que salía en ese momento, se detuvo y me miró de arriba abajo antes de espetarme, en recia jerga berlinesa: «¿A quién busca?».. —«A Fräulein Anders». —«¿Anders? Aquí no viven ningunos Anders».—Describí a Héléne. «Esa es la hija de los Winnefeld. Pero no es una
Fräulein».
Me dijo el piso; subí y llamé. Me abrió una señora de pelo blanco que frunció el ceño. «¿Frau Winnefeld?». —«Sí». Di un taconazo e hice una inclinación con la cabeza. «Mis respetos, meine Dame. He venido a ver a su hija». Le alargué las flores y me presenté. Apareció Héléne en el pasillo, con un jersey echado por los hombros y el rostro se le tiñó levemente de rosa: «Ah -sonrió-, es usted».. —«He venido a preguntarle si piensa ir a nadar hoy». —«¿Funciona todavía la piscina?». —«Por desgracia, no». Había pasado antes por allí; una bomba incendiaria había pegado de lleno en el tejado y el portero que cuidaba las ruinas me había asegurado que, vistas las prioridades, seguramente no la volverían a abrir hasta después de la guerra. «Pero sé de otra».. —«Pues entonces con mucho gusto. Voy a por mis cosas». Ya en la calle, le hice subir al coche y arranqué. «No sabía que fuera usted una
Frau»,
dije al cabo de unos instantes. Me miró con expresión pensativa: «Soy viuda. Unos partisanos mataron a mi marido en Yugoslavia el año pasado. Llevábamos casados menos de un año».. —«Lo siento mucho». Miró por la ventanilla: «Yo también», dijo. Se volvió hacia mí: «Pero hay que seguir viviendo, ¿no?». No dije nada. «A Hans, mi marido -añadió-, le gustaba mucho la costa dálmata. En sus cartas, hablaba de irnos a vivir allí después de la guerra. ¿Conoce usted Dalmacia?». —«No. Serví en Ucrania y en Rusia. Pero no querría irme a vivir allí».. —«¿Y dónde querría vivir?». —«La verdad es que no lo sé. Me parece que en Berlín no. No lo sé». Le conté brevemente mi infancia en Francia. Ella era berlinesa de pura cepa; sus abuelos ya vivían en Moabit. Llegamos a la Prinz-Albrechtstrasse y aparqué delante del número ocho. «Pero si esto es la Gestapo», exclamó con cara de susto. Me eché a reír: «Pues claro. Tienen una piscina de agua caliente en el sótano». Me miró: «¿Es usted policía?».. —«En absoluto». Le señalé por la ventanilla el ex hotel PrinzAlbrecht que estaba al lado: «Trabajo ahí, en la oficina del Reichsführer. Soy jurista; llevo cuestiones económicas». Pareció tranquilizada. «No se preocupe. La piscina la usan mucho más las taquimecanógrafas y las secretarias que los policías, que tienen otras cosas que hacer». En realidad, la piscina era tan pequeña que había que inscribirse de antemano. Nos encontramos allí con Thomas, ya en traje de baño. «¡Anda, pero si yo la conozco! -exclamó, besando galantemente la mano blanca de Héléne-. Es usted amiga de Liselotte y de Mina Wehde». Le dije dónde estaba el vestuario de señoras y fui a cambiarme mientras Thomas me sonreía con expresión socarrona. Cuando volví, Thomas estaba en el agua charlando con una chica, pero Héléne no había aparecido aún. Me zambullí e hice unos cuantos largos. Héléne salió del vestuario. El traje de baño, de línea moderna, moldeaba una formas llenas y esbeltas a la vez; podían intuirse claramente los músculos bajo las curvas. Tenía una expresión alegre en el rostro, cuya belleza no alteraba el gorro: «¡Duchas con agua caliente! ¡Qué lujo!». Se zambulló a su vez, cruzó la mitad de la piscina buceando y empezó a hacer largos. Yo estaba ya cansado y salí, me puse un albornoz y me senté en una de las sillas que había alrededor de la piscina, para fumar y mirar cómo nadaban los demás. Thomas vino, chorreando, a sentarse a mi lado: «Ya era hora de que empezaras a espabilarte».. —«¿Te gusta?» El chapoteo del agua retumbaba bajo la bóveda del recinto. Héléne hizo cuarenta largos sin parar: un kilómetro. Fue, luego, a apoyarse en el borde, como la primera vez que la había visto, y me sonrió: «Nada usted poco».. —«Es por los cigarrillos. Me quedo sin resuello».. —«Qué lástima». Volvió a alzar los brazos y a hundirse; pero esta vez volvió a aparecer en el mismo sitio y salió de la piscina con un impulso ligero. Cogió una toalla, se secó la cara y vino a sentarse a nuestro lado mientras se quitaba el gorro y sacudía la melena húmeda. «¿Y usted también se dedica a cuestiones económicas?», le preguntó a Thomas.. —«No -contestó él-. Eso se lo dejo a Max. Es mucho más inteligente que yo».. —«Es policía», añadí. Thomas torció el gesto: «Digamos que estoy en la seguridad».. —«Brrrr -dijo Héléne-. Debe de ser tétrico».. —«Bah, tampoco es para tanto». Me acabé el cigarrillo y fui a nadar un poco más. Héléne se hizo otros veinte largos; Thomas le tiraba los tejos a una de las secretarias. Depués me aclaré en la ducha y me cambié; dejé a Thomas y le propuse a Héléne ir a tomar un té. «¿Dónde?». —«Buena pregunta. En Unter den Linden no queda ya nada. Pero algo encontraremos». Al final, la llevé al hotel Esplanade, en la Bellevuestrasse: estaba un tanto deteriorado, pero había sobrevivido a lo peor; en el salón de té, dejando aparte los tablones en las ventanas, disimulados con cortinas de brocado, uno habría podido creerse en los tiempos de antes de la guerra. «Qué sitio tan bonito -susurró Héléne-. Nunca había venido».. —«Las pastas son muy buenas, por lo visto. Y no sirven sucedáneos». Pedí un café, y ella, un té. Tomamos también pastas surtidas. Eran estupendas, en efecto. Cuando encendí un cigarrillo, me pidió otro. «¿Fuma?». —«A veces». Algo después, me dijo, pensativa: «Qué pena que haya esta guerra. Las cosas podrían haber estado tan bien».. —«Es posible. Debo confesarle que no me paro a pensarlo». Me miró: «Dígamelo francamente. ¿Vamos a perder, verdad?».. —«¡No! -dije, escandalizado-. Por supuesto que no». Volvió a clavar la mirada en el vacío y dio una última calada al cigarrillo. «Vamos a perder», dijo. La llevé a su casa. Delante de la puerta de la calle, me dio la mano con expresión seria. «Gracias -dijo-. Me ha gustado mucho».. —«Espero que no sea ésta la última vez».. —«Yo también. Hasta pronto». Miré cómo cruzaba la acera y se metía en el portal. Luego, volví a casa a oír a Monteverdi.

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