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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (114 page)

BOOK: Las benévolas
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En Auschwitz me entrevisté en la Kommandantur con el Sturmbannführer Kraus, un oficial de enlace a quien había enviado Schmauser junto con un Sonderkommando del SD y había puesto al mando de una «oficina de enlace y transición». El tal Kraus, que era un oficial joven, afable y eficiente, que llevaba en el lado derecho del cuello y en la oreja las huellas de una grave quemadura, me explicó que lo suyo era esencialmente la responsabilidad de las fases «Inmovilización» y «Destrucción»: tenía sobre todo que garantizar que las instalaciones de exterminio y los almacenes no cayeran intactos en manos de los rusos. En cuanto a la responsabilidad de la aplicación de la orden de evacuación, cuando se diera, le incumbía a Bär. Este me recibió de forma bastante desagradable; estaba claro que me consideraba un burócrata ajeno al campo que venía a estorbarle y a no dejarle trabajar. Me llamaron la atención aquellos ojos agudos e inquietos, aquella nariz más bien gruesa y aquellos labios finos pero curiosamente sensuales; llevaba el pelo, abundante y ondulado, primorosamente peinado con brillantina, como si fuera un dandi de Berlín. Me pareció muy gris y muy limitado, todavía más que Höss, quien, al menos, había conservado un olfato de ex francotirador. Aproveché que era su superior para echarle una buena bronca por la falta de colaboración clara con los servicios del HSSPF. Me replicó con arrogancia no disimulada que Pohl apoyaba por completo su postura. «Cuando se decrete el
Fall-A,
me pondré a las órdenes del Obergruppenführer Schmauser. Hasta entonces, no dependo sino de Oranienburg. Y de usted no tengo por qué recibir órdenes».. —«Cuando se decrete el
Fall~A
-dije en tono iracundo-, será ya demasiado tarde para remediar su incompetencia. Le advierto que, en el informe que haga para el Reichsführer lo consideraré personalmente responsable de cualesquiera bajas excesivas». Mis amenazas parecían no tener efecto alguno sobre él; me escuchaba en silencio, disimulando apenas el desprecio.

Bär me dio un despacho en la Kommandantur de Birkenau e hice que vinieran desde Oranienburg el Obersturmführer Elias y uno de mis subordinados recientes, el Untersturmführer Darius. Me alojé en la
Haus der Waffen-SS;
me dieron la misma habitación que la primera vez que había estado allí, año y medio antes. Hacía un tiempo espantoso, frío, húmedo, caprichoso. Toda la comarca yacía bajo la nieve, una capa gruesa que, con frecuencia, salpicaba el hollín de las minas y de las fábricas, un encaje gris y sucio. En el campo, era casi negra; la apisonaba el paso de miles de presos y se mezclaba con un barro que las heladas solidificaban. Violentas borrascas bajaban sin avisar desde los Besquides y envolvían el campo, asfixiándolo durante unos veinte minutos bajo un velo blanco y movedizo antes de desvanecerse con la misma rapidez, dejando todo inmaculado durante unos pocos minutos. En Birkenau sólo humeaba aún una chimenea, de forma intermitente, el Krema IV, que seguía encendido para eliminar a los presos fallecidos en el campo; el Krema III estaba en ruinas desde el motín de octubre, y los otros dos, según las instrucciones de Himmler, se habían desmantelado parcialmente. La zona de nuevas edificaciones estaba abandonada y habían quitado la mayor parte de los barracones, de forma tal que el extenso terreno era el imperio de la nieve; las evacuaciones previas habían resuelto los problemas de exceso de población. Cuando se despejaba el cielo, de vez en cuando, la línea azulada de los Besquides asomaba tras las hileras geométricas de los barracones, y el campo, bajo la nieve, parecía algo así como apaciguado y tranquilo. Iba casi todos los días a inspeccionar los diversos campos auxiliares, Günthergrube, Fürstergrube, Tschechowitz, Neu Dachs, y los campos pequeños de Gleiwitz, para comprobar cómo andaban los preparativos. Las carreteras largas y llanas estaban casi desiertas, los camiones de la Wehrmacht apenas si causaban alguna alteración; regresaba, por las noches, bajo un cielo sombrío, una masa agobiante y gris; al fondo, a veces, la nieve caía como una sábana sobre los pueblos lejanos, y aún más al fondo, un cielo exquisito, azul y amarillo pálido, con sólo unas cuantas nubes de un violeta mudo que la luz del sol poniente orillaba, teñía de azul la nieve y el hielo de los pantanos que empapan la tierra polaca. El 31 de diciembre por la noche organizaron una velada discreta en la
Haus
para los oficiales de paso y algunos oficiales del campo; se entonaron canciones melancólicas, los hombres bebían despacio y hablaban en voz baja; todo el mundo se daba cuenta de que era el último Año Nuevo de la guerra y que había pocas probabilidades de que el Reich sobreviviera hasta el siguiente. Me encontré allí con el doctor Wirths, tremendamente deprimido, que había enviado a su familia a Alemania, y hablé con el Untersturmführer Schurz, el nuevo jefe de la
Politische Abteilung,
que me trató con mucha más deferencia que su Kommandant. Charlé mucho rato con Kraus, había servido varios años en Rusia, hasta que lo hirieron gravemente en Kursk, en donde consiguió salir por los pelos de su panzer en llamas; tras la convalecencia, lo destinaron al distrito SS Sudeste, en Breslau, y acabó en el estado mayor de Schmauser. Aquel oficial, que tenía los mismos nombres, Franz Xaver, que otro Kraus, un conocido teólogo católico del siglo pasado, me dio la impresión de ser un hombre serio, abierto a las opiniones de los demás, pero fanáticamente decidido a llevar a buen término su misión; afirmaba que entendía bien mis objetivos, pero sostenía que ningún preso, por supuesto, debía caer vivo en manos de los rusos y le parecía que esos dos imperativos no eran incompatibles. Es muy probable que, en principio, estuviera en lo cierto, pero a mí, por mi parte, me preocupaba -y con razón, como ya se verá- que las órdenes demasiado severas pudieran exacerbar la crueldad de los guardias del campo, que, en aquel sexto año de la guerra, eran la hez de las SS, hombres demasiado viejos o demasiado enfermos para servir en el frente,
Volksdeutschen
que apenas hablaban alemán, veteranos con trastornos mentales pero a quienes se había considerado aptos para el servicio, alcohólicos, drogadictos y degenerados lo suficientemente hábiles para no acabar en el batallón de marcha o ante el pelotón. Muchos oficiales no valían más que sus hombres; la organización de los KL había crecido de forma tan desmesurada en aquel último año que la WVHA se había visto en la obligación de alistar a cualquiera, de ascender a subalternos de notoria incompetencia, de volver a dar un destino a oficiales degradados por faltas graves o a algunos a quienes no quería tener nadie. El Hauptsturmführer Drescher, un oficial con quien también coincidí aquella noche, me ratificó en mis puntos de vista pesimistas. Drescher dirigía el sector de la comisión Morgen que funcionaba aún en el campo y me había visto una vez en Lublin con su superior; aquella noche, en un entrante algo apartado de la sala del restaurante, se sinceró bastante conmigo en lo referido a las investigaciones en curso. La investigación en contra de Höss, a punto de llegar a buen puerto en octubre, se vino súbitamente abajo en noviembre, pese al testimonio de una presa, una prostituta austríaca a quien Höss había seducido y había intentado matar a continuación encerrándola en un calabozo de castigo de la PA. Cuando enviaron a Höss a Oranienburg, a finales de 1943, su familia siguió viviendo en la casa del Kommandant, y sus sustitutos sucesivos tuvieron que buscarse alojamiento; no se habían mudado hasta hacía un mes, por la amenaza rusa seguramente, y era del dominio público que Frau Höss había pedido cuatro camiones para llevarse sus posesiones y los había llenado hasta arriba. Drescher se ponía enfermo, pero Morgen se había dado de bruces con los protectores de Höss. Seguían las investigaciones, pero sólo las que tenían que ver con los peces chicos. Wirths se unió a nosotros y Drescher siguió hablando sin dar importancia a la presencia del médico; por lo visto, éste no se iba a enterar de nada nuevo. A Wirths le preocupaba la evacuación: pese al plan de Boesenberg, ni en el
Stammlager
ni en Birkenau habían tomado medida alguna para preparar raciones de viaje o ropa de abrigo. Yo también estaba preocupado.

No obstante, los rusos seguían sin moverse. Al Oeste, nuestras fuerzas intentaban romper las líneas (los americanos se habían afianzado en Bastogne) y también habíamos pasado a la ofensiva en Budapest, con lo que habíamos recobrado algo de esperanza. Pero quienes sabían leer entre líneas se daban cuenta de que los famosos cohetes V-2 no eran eficaces; nuestra ofensiva secundaria al norte de Alsacia no había tardado en frenar, y se notaba perfectamente que aquello no era ya sino cuestión de tiempo. A principios de enero, le di un día de permiso a Piontek para que evacuara a su familia de Tarnowitz y la llevara al menos hasta Breslau; no quería que, cuando llegase el momento, tuviera el corazón en un puño pensando en ella. Nevaba con regularidad y, cuando se despejaba el cielo, el denso humo sucio de las fundiciones se enseñoreaba del paisaje de Silesia, testigo de aquella producción de carros de combate, de cañones, de municiones, que iba a seguir hasta el último momento. Pasaron así alrededor de diez días, en una intranquila calma y al ritmo de las peleas burocráticas. Conseguí por fin convencer a Bär para que preparase raciones especiales y se las repartiera a los presos al emprender la marcha; en cuanto a la ropa de abrigo, me dijo que la cogería de «el Canadá», cuyos almacenes estaban a reventar, puesto que no había transportes. Alivió la tensión de pronto la llegada de una buena noticia, aunque por poco tiempo. Una noche, en la
Haus,
se presentó Drescher en mi mesa con dos copas de coñac y sonriendo por entre la barbita: «Enhorabuena, Herr Obersturmbannführer», dijo, alargándome una copa y alzando la otra.. —«Me parece estupendo, pero ¿por qué?». —«He hablado hoy con el Sturmbannführer Morgen. Y me ha pedido que le diga que le han dado carpetazo a su caso». Sentí tal alivio al oír la noticia que casi ni me importó que Dreschen estuviera enterado. Y él siguió diciendo: «En vista de que no hay ninguna prueba material, el juez Von Rabingen ha decidido sobreseer la causa contra usted. Von Rabingen le dijo al Sturmbannführer que nunca había visto un caso tan endeble y que se apoyara en tan poca cosa y que la Kripo había hecho un trabajo infame. Le faltaba poco para pensar que todo venía de un complot para perjudicarle». Respiré hondo: «Eso es lo que siempre dije. Menos mal que el Reichsführer siguió confiando por completo en mí. Si lo que me dice es cierto, entonces ya está limpio mi honor».. —«Efectivamente -aseguró Dreschen, asintiendo con la cabeza-. El Sturmbannführer Morgen me ha dicho incluso, en confianza, que el juez Von Rabingen estaba pensando en tomar medidas disciplinarias contra los inspectores que lo anduvieron acosando».. —«Nada podría complacerme más». La noticia me la confirmó tres días después una carta de Brandt, que llevaba aneja otra al Reichsführer en la que Von Rabingen afirmaba que estaba
plenamente convencido de mi inocencia.
Ninguna de las dos mencionaba a Clemens y Weser, pero a mí con aquello ya me bastaba.

Por fin, tras aquella breve tregua, los soviéticos lanzaron, desde su cabeza de puente en el Vístula, la ofensiva tan temida y barrieron a nuestras magras fuerzas de cobertura. Durante aquella interrupción, los rusos habían reunido una potencia de fuego inaudita; sus T-34 se abalanzaron en columnas, cruzando las llanuras polacas, destrozando nuestras divisiones, imitando briosamente nuestras tácticas de 1941; en muchos lugares, a nuestras tropas las sorprendieron los carros enemigos cuando creían que sus líneas estaban a más de cien kilómetros. El 17 de enero, el gobernador general Frank y su administración evacuaron Cracovia y nuestras últimas unidades se retiraron de las ruinas de Varsovia. Los primeros carros blindados soviéticos estaban entrando ya en Silesia cuando Schmauser puso en marcha el
Fall-A.
Por mi parte, había hecho cuanto me había parecido posible: había almacenado latas de gasolina, bocadillos y ron en nuestros dos vehículos y había destruido las copias de los informes. La noche del 17, Bär me convocó junto con todos los demás oficiales; nos comunicó que, según las instrucciones de Schmauser, se iba a evacuar a pie a todos los presos en condiciones a partir de la mañana siguiente: el pase de lista que se estaba llevando a cabo en ese momento sería el último. La evacuación se atendría al plan. Todos los comandantes de columna tendrían que velar para que ningún preso pudiera escaparse o quedarse rezagado en la carretera; debería castigarse sin compasión cualquier intento; Bär recomendaba, no obstante, que se evitara fusilar a los presos al pasar por los pueblos, para no escandalizar a la población. Uno de los comandantes de columna, un Obersturmführer, tomó la palabra: «Herr Sturmbannführer, ¿no es una orden demasiado rigurosa? Si un
Haftling
intenta escaparse, es normal fusilarlo. ¿Pero y si es que está demasiado débil para andar?».. —«Todos los
Haftlinge
que se marchan están clasificados como aptos para trabajar y deben poder caminar cincuenta kilómetros sin problema -replicó Bär-. Los enfermos y los que no son aptos se quedan en los campos. Si en las columnas hay enfermos, hay que eliminarlos. Y son órdenes que hay que cumplir».

Aquella noche los SS del campo durmieron poco. Desde la
Haus,
cerca de la estación, yo miraba pasar las largas filas de civiles alemanes que huían de los rusos: después de haber cruzado la ciudad y el puente sobre el Sola, tomaban la estación por asalto o seguían trabajosamente a pie hacia el Oeste. Unos SS custodiaban un tren especial reservado para las familias del personal del campo; estaba ya hasta los topes, los maridos intentaban amontonar los bultos junto a sus mujeres y a sus hijos. Después de cenar, fui a pasar revista al
Starnmlager
y a Birkenau. Entré en unos cuantos barracones: los presos intentaban dormir, los kapos me aseguraron que no se había repartido ropa de abrigo, pero yo tenía aún la esperanza de que lo hicieran al día siguiente, antes de la partida. En los paseos, ardían montones de papeles; los incineradores estaban a tope. En Birkenau me llamó la atención un gran barullo por la parte de «el Canadá»: a la luz de los focos, unos presos estaban cargando todo tipo de mercancías en unos camiones; un Untersturmführer que supervisaba la operación me aseguró que iban al KL Gross-Rosen. Pero me daba perfecta cuenta de que los SS también cogían lo que querían y, a veces, sin disimulos. Todo el mundo gritaba y se afanaba con frenesí y en vano, porque me daba cuenta de que aquellos hombres estaban aterrados y se les iba de las manos el sentido de la medida y la disciplina. Como siempre, habían esperado al último minuto para hacerlo todo, porque hacerlo antes habría sido prueba de derrotismo; ahora, teníamos encima a los rusos, los guardias de Auschwitz se acordaban de la suerte que habían corrido los SS capturados en el campo de Lublin y perdían toda noción de las prioridades para no intentar ya sino una cosa: huir. Deprimido, fui a ver a Drescher a su despacho del
Starnmlager.
El también estaba quemando papeles. «¿Ha visto el saqueo?», preguntó riéndose por entre la barba. Sacó de un cajón una botella de armañac caro: «¿Qué le parece? Me la ha dado de regalo de despedida un Untersturmführer detrás del que llevo cuatro meses, pero que aún no he conseguido pescar, el muy cabrón. Es robada, por supuesto. Venga, tome una copa conmigo». Echó dos tragos en dos vasos de agua: «Lo siento, no tengo nada más adecuado». Alzó el vaso y yo lo imité. «Venga, proponga un brindis». Pero no se me ocurría nada. Se encogió de hombros: «A mí tampoco. Bueno, pues bebamos». El armañac estaba exquisito; una leve quemazón perfumada. «¿Dónde va?», le pregunté.. —«A Oranienburg, a redactar mi informe. Me llevo lo suficiente para inculpar a once. Luego, me mandarán a donde quieran». Cuando me disponía a irme, me alargó la botella: «Tenga, quédese con ella. La va a necesitar mucho más que yo». Me la metí en el bolsillo del gabán, le estreché la mano y salí. Pasé por el HKB en donde Wirths estaba supervisando la evacuación del material sanitario. Le hablé del problema de la ropa de abrigo. «Los almacenes están llenos -me aseguró-. No debería ser demasiado difícil conseguir que repartan mantas, botas y abrigos». Pero Bär, a quien encontré a eso de las dos de la mañana en la Kommandantur de Birkenau planificando el orden de salida de las columnas, no era de ese parecer. «Los bienes de los almacenes son propiedad del Reich. No tengo orden alguna para repartirlos entre los presos. Se evacuarán en camión o en ferrocarril cuando se pueda». Fuera, la temperatura debía de ser de diez grados bajo cero; los paseos estaban helados y resbaladizos. «Con la ropa que llevan, los presos no sobrevivirán. Muchos van casi descalzos».. —«Los que valgan sobrevivirán -afirmó-. Y los demás no necesitan nada». Cada vez más furioso, me fui al centro de comunicación y mandé que me pusieran en contacto con Breslau, pero Schmauser no estaba localizable y Boesenberg tampoco. Un operador me enseñó un telegrama de la Wehrmacht: acababa de caer Czenstochau; las tropas rusas estaban a las puertas de Cracovia. «La cosa está que arde», dijo lacónicamente. Pensé en enviarle un télex al Reichsführer, pero no iba a servir de nada. Más valía localizar a Schmauser a la mañana siguiente, con la esperanza de que tuviera más sentido común que el borrico de Bär. Me noté muy cansado de repente y me fui a la
Haus
para meterme en la cama. Seguían llegando columnas de civiles, mezclados con soldados de la Wehrmacht, campesinos exhaustos y muy abrigados, con sus pertenencias y sus hijos amontonados en carretas, arreando por delante al ganado.

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