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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (113 page)

BOOK: Las benévolas
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Es posible que haya dicho ya que, en mis relaciones, había tenido siempre buen cuidado de evitar a los intelectuales y a los hombres de mi clase social: siempre querían hablar y tenían una enojosa tendencia a enamorarse. Con Mihaí hice una excepción, pero no resultaba demasiado arriesgado porque era cínico, frivolo y amoral. Tenía una casita al oeste de Charlottenburg y consentí en que me invitara a ir la primera noche, después de la cena, so pretexto de tomar la última copa, y me quedé allí hasta por la mañana. Tras las apariencias excéntricas había un cuerpo duro y nudoso de atleta, herencia sin duda de los orígenes campesinos, vello negro, rizado y lujuriante y un áspero olor a macho. Le hacía mucha gracia haber seducido a un SS: «La Wehrmacht o el
Auswártiges Amt
resulta demasiado fácil». Volví a verlo de vez en cuando. A veces iba a su casa después de haber cenado con Héléne; usaba de
él
con brutalidad como para limpiarme la cabeza de los deseos mudos de mi amiga o de mi propia ambigüedad.

En octubre, nada más pasar mi cumpleaños, me volvieron a enviar a Hungría. A Horthy lo había derribado un golpe de mano de Von dem Bach y de Skorzeny y las Cruces Flechadas de Szálasi estaban en el poder. Kammler pedía a voces mano de obra para sus fábricas subterráneas y sus V-2, cuyos primeros modelos acababan de dispararse en septiembre. Las tropas soviéticas estaban ya entrando en Hungría por el sur, y también en el propio territorio del Reich, en Prusia oriental. En Budapest, al SEk lo habían disuelto en septiembre, pero Wisliceny seguía allí y Eichmann no tardó en aparecer de nuevo. Y otra vez volvió todo a ser un desastre. Los húngaros se avinieron a darnos cincuenta mil judíos de Budapest (en noviembre Szálasi insistía ya en el hecho de que sólo era «un préstamo»), pero había que llevarlos hasta Viena, para Kammler y para la construcción de una
Ostwall,
y ya no había transporte disponible: Eichmann, de acuerdo sin duda con Veesenmayer, decidió mandarlos a pie. Lo que sucedió es sabido: muchos murieron por el camino y el oficial encargado de recibirlos, el Obersturmbannführer Hóse, rechazó a la mayoría de los que llegaron porque, una vez más, no podía poner a mujeres en trabajos de explanación. No pude hacer nada en absoluto, nadie escuchaba mis sugerencias, ni Eichmann, ni Winkelmann, ni Veesenmayer, ni los húngaros. Cuando el Obergruppenführer Jüttner, el jefe de la SS-FHA, llegó a Budapest con Becher, intenté recurrir a él; Jüttner se había cruzado con los caminantes, que caían como moscas entre el barro, la lluvia y la nieve, y el espectáculo lo había escandalizado; fue efectivamente a protestarle a Winkelmann, pero Winkelmann lo remitió a Eichmann, sobre quien no tenía control alguno, y Eichmann se negó en redondo a ver a Jüttner y le mandó a uno de sus subordinados, que descartó todas las quejas con altanería. Estaba claro que Eichmann había perdido todo control, ya no hacía caso de lo que le decía nadie, salvo quizá Müller y Kaltenbrunner, y Kaltenbrunner ni siquiera parecía tener en cuenta al Reichsführer. Hablé de ello con Becher, que iba a ver a Himmler; le pedí que interviniera y prometió hacer lo que estuviera en su mano. Szálasi, por su parte, se asustó enseguida: los rusos avanzaban; a mediados de noviembre interrumpió las salidas, no habíamos mandado aún ni a treinta mil; otro desbarajuste sin pies ni cabeza, uno más. Nadie parecía ya saber qué estaba haciendo, o, más bien, cada cual no hacía sino lo que le daba la gana, solo y por su cuenta; era imposible trabajar en esas condiciones. Hice una última gestión con Speer, que se había hecho cargo en octubre del control absoluto de la
Arbeitseinsatz,
incluido el uso de los presos de la WVHA; por fin se avino a recibirme, pero deprisa y corriendo, pues no le veía interés alguno a la entrevista. También es cierto que yo no tenía nada concreto que ofrecerle. En cuanto al Reichsführer, no conseguía ya entender nada de su postura. A finales de octubre envió a Auschwitz la orden de que dejasen de gasear a los judíos y, a finales de noviembre, dio por resuelta la cuestión judía y ordenó que destruyeran las instalaciones de exterminio del campo; al mismo tiempo, en la RSHA y en el
Persónlicher Stab,
se hablaba mucho de abrir un nuevo campo de exterminio en Alteist-Hartel, cerca de Mauthausen. Decían también que el Reichsführer estaba negociando con los judíos en Suiza y en Suecia; Becher parecía al tanto, pero eludía mis preguntas cuando le pedía aclaraciones. Supe también que consiguió por fin que el Reichsführer convocase a Eichmann (eso fue después, en diciembre), pero no supe qué se había dicho en esa ocasión hasta diecisiete años después, cuando juzgaron en Jerusalén al bueno del Obersturmbannführer: Becher, que era a la sazón un hombre de negocios millonario de Bremen, explicó en su declaración que la entrevista se celebró en el tren especial del Reichsführer, en la Selva Negra, cerca de Trimberg, y que el Reichsführer le habló a Eichmann
a la vez con bondad y con ira.
Desde entonces, suele citarse en los libros una frase que, por lo visto, le espetó entonces el Reichsführer, según Becher, a su tozudo subordinado: «Hasta ahora ha estado exterminando a los judíos, pero, a partir de ahora, si yo se lo ordeno, y se lo estoy ordenando, será usted una niñera para los judíos. Le recuerdo que en 1933 fui yo quien creó la RSHA, y no el Gruppenführer Müller ni usted. ¡Si no es capaz de obedecerme, dígamelo!». Es posible que sea cierto. Pero el testimonio de Becher no es nada de fiar; se atribuye, por ejemplo, gracias a la influencia que tenía sobre Himmler, la interrupción de las marchas forzadas desde Budapest -siendo así que la orden la habían dado los húngaros, presas de pánico-, y también, pretensión aún más extremosa, la iniciativa de la orden para parar la
Endlósung:
ahora bien, si hubo quien le sugiriera esa idea al Reichsführer, a buen seguro que no fue ese astuto especulador (quizá fue Schellenberg).

Mi asunto con la justicia seguía su camino; el juez Von Rabingen me convocaba con regularidad para aclarar este punto o aquél. De vez en cuando quedaba con Mihai; en cuanto a Héléne, era como si se volviese cada vez más transparente, no por miedo, sino por emoción contenida. Cuando, al volver de Hungría, le hablé de las atrocidades de Nyfregyháza (el III Cuerpo blindado había vuelto a tomar la ciudad a los rusos a finales de octubre y había encontrado mujeres de todas las edades violadas, padres clavados vivos en las puertas ante sus hijos mutilados; y estábamos hablando de húngaros, no de alemanes), me miró durante un buen rato y dijo con suavidad: «¿Y en Rusia pasaban cosas muy diferentes?». No dije nada. Le miraba las muñecas, delicadísimas, que le salían de las mangas, y me decía que habría podido, sin dificultad, rodearlas con el pulgar y el índice. «Sé que su venganza será terrible -dijo ella luego-, pero nos la hemos merecido». A principios de diciembre, mi piso, que hasta entonces se había ido salvando milagrosamente, desapareció durante un bombardeo: una bomba entró por el techo y se llevó por delante las dos últimas plantas del edificio; el pobre Herr Zempke murió de un ataque al corazón al salir del sótano medio derrumbado. Menos mal que yo había cogido la costumbre de tener en la oficina parte de la ropa y de las mudas. Mihai me propuso que me fuera a vivir con él, pero prefería instalarme en Wannsee, en casa de Thomas, que se había ido allí en mayo, después del incendio de su casa de Dahlem. Llevaba una vida loca; siempre andaban por allí unos cuantos energúmenos de la Amt VI, un par de colegas de Thomas, Schellenberg y, por supuesto, chicas. Schellenberg charlaba mucho en privado con Thomas, pero estaba claro que no se fiaba de mí. Un día volví un poco más temprano y oí una conversación animada en el salón, voces altas, el tono guasón e insistente de Schellenberg: «Si el Bernadotte ese acepta..».. Se interrumpió en cuanto me vio en el umbral y me saludó con acento jovial: «Aue, me alegro de verlo». Pero no siguió charlando con Thomas. Cuando me cansaba de las juergas de mi amigo, dejaba a veces que Mihaí me llevara donde quisiera. Solía asistir a las cotidianas fiestas de despedida del doctor Kosak, el embajador croata, que se celebraban o en la legación o en su quinta de Dahlem; la flor y nata del cuerpo diplomático y del
Auswártiges Amt
acudía para atiborrarse, emborracharse y codearse con las aspirantes a actrices más bonitas de la UFA, Maria Milde, Use Werner, Marikka Rock. A eso de las doce de la noche un coro cantaba canciones populares dálmatas; después de la tradicional incursión de los
mosquitos,
los artilleros de la batería de Flak croata, que estaba allí mismo, venían a beber y a tocar jazz hasta la madrugada; había entre ellos un oficial superviviente de Stalingrado, pero yo me guardaba muy mucho de decirle que yo estaba en el mismo caso, porque no me habría dejado ni a sol ni a sombra. Aquellas bacanales degeneraban a veces hasta convertirse en orgías; las parejas se abrazaban en los dormitorios de la legación y algunos fanfarrones frustrados salían al jardín a vaciar el cargador de la pistola; una noche, borracho, me acosté con Mihaí en el dormitorio del embajador, que roncaba en la planta baja en un sofá; luego, Mihaí, completamente pasado de rosca, subió con una actriz jovencita y folló con ella delante de mí mientras yo me terminaba una botella de
slivovitz
y meditaba acerca de las servidumbres de la carne. Aquel alborozo vano y frenético no podía durar. A finales de diciembre, mientras los rusos ponían sitio a Budapest y nuestra última ofensiva se iba a pique en las Ardenas, el Reichsführer me mandó a Auschwitz para que supervisara la evacuación.

Durante el verano, nos había dado muchas preocupaciones la evacuación precipitada y tardía del KL Lublin: los soviéticos habían tomado las instalaciones intactas y con los almacenes llenos, lo que había llevado agua al molino de su propaganda de atrocidades. Desde finales de agosto, sus fuerzas estaban acampadas a orillas del Vístula, pero estaba claro que no se iban a quedar ahí. Había que tomar medidas. La evacuación de los campos, y de los campos anejos del complejo de Auschwitz si venía al caso, era responsabilidad del Obergruppenführer Ernst Schmauser, el HSSPF del distrito militar VIII, que incluía Alta Silesia; Brandt me explicó que las operaciones correrían a cargo del personal del campo. Mi cometido consistía en velar por el carácter prioritario de la evacuación de la mano de obra en condiciones de trabajar para seguir explotándola dentro de las fronteras del Reich. Tras mis fracasos en Hungría, no me fiaba nada: «¿Cuáles son mis poderes? -le pregunté a Brandt-. ¿Podré dar las órdenes necesarias?». Eludió la pregunta: «El Obergruppenführer Schmauser tiene plena autoridad. Si ve usted que el personal del campo no coopera con la mentalidad exigida, remítase a él para que dé las órdenes necesarias».. —«¿Y si tengo problemas con el Obergruppenführer?». —«No tendrá problemas con el Obergruppenführer. Es un nacionalsocialista excelente. En cualquier caso, estará usted en contacto con el Reichsführer o conmigo». Yo sabía por experiencia que era una garantía de muy poco peso. Pero no tenía elección.

A la posibilidad de un avance enemigo que amenazara a un campo de concentración se había referido el Reichsführer, el 17 de junio de 1944, en unas instrucciones llamadas
Fall-A,
«caso A», que concedían al HSSPF de la zona, si llegaba una crisis, poderes que incluían al personal del campo. Por lo tanto, si Schmauser comprendía la importancia de salvaguardar la mayor cantidad posible de mano de obra, había una posibilidad de que las cosas pudieran hacerse de forma adecuada. Fui a verlo a su cuartel general de Breslau. Era un hombre de la generación anterior, debía de andar por los cincuenta o los cincuenta y cinco años, severo, tieso, pero profesional. Me explicó que el plan de evacuación de los campos entraba dentro del marco general de la estrategia de retirada
Auflockerung-Raürnung-Láhmung-Zerstórung
(«Desmontaje-Evacuación-Inmovilización-Destrucción») concebida en 1943 «y aplicada con gran éxito en Ucrania y en Bielorrusia, en donde los bolcheviques no sólo no encontraron dónde alojarse ni comida, sino que ni siquiera pudieron, en algunos distritos como Novgorod, hacerse ni con un solo ser humano a quien pudieran sacarle provecho». El distrito VIII promulgó la orden de aplicación de ARLZ el 19 de septiembre. Dentro de su ámbito, ya habían evacuado hacia el
Altreich
a 65.000
Háftlinge,
incluidos todos los presos polacos y rusos que podían suponer un peligro para la retaguardia en caso de proximidad del enemigo. Quedaban 67.000 presos, de los cuales 35.000 estaban aún trabajando en las fábricas de Alta Silesia y las zonas vecinas. Schmauser encomendó ya en octubre a su oficial de enlace, el Major der Polizei Boesenberg, que planificase la evacuación final así como las dos últimas fases de ARLZ; para los detalles, tenía que hablar con él y saber que sólo el Gauleiter Bracht, en tanto en cuanto Reichskommissar para la defensa del
Gau,
podía tomar decisiones en lo referido a la aplicación. «Compréndame -me dijo Schmauser a modo de conclusión-, todos sabemos hasta qué punto es importante salvaguardar el potencial de trabajo, pero para nosotros, y también para el Reichsführer, las cuestiones de seguridad siguen siendo primordiales. Una cantidad tal de enemigos dentro de nuestras líneas representa un riesgo tremendo, incluso aunque no estén armados. ¡Sesenta y siete mil presos son casi siete divisiones: imagínese siete divisiones enemigas en libertad en la retaguardia de nuestras tropas durante una ofensiva! Quizá esté ya enterado de que en octubre se amotinaron en Birkenau los judíos del Sonderkommando. Menos mal que pudimos sofocar el motín, pero tuvimos bajas e hicieron saltar con dinamita uno de los crematorios. ¡Imagínese si llegan a establecer contacto con los partisanos polacos que están siempre rondando por las inmediaciones del campo, habrían podido causar daños incalculables y darse a la fuga miles de presos! Y, desde agosto, los americanos bombardean la fábrica de la IG Farben y, siempre que vienen, los presos aprovechan para intentar escaparse. En la evacuación final, si llegamos a eso, tendremos que hacer cuanto esté en nuestra mano para impedir que se repita una situación así. Habrá que andarse con muchísimo ojo». Comprendía muy bien ese punto de vista, pero temía las consecuencias prácticas que pudiera traer. Las explicaciones de Boesenberg no me tranquilizaron gran cosa. Había preparado, por escrito, un plan meticuloso, con mapas concretos para todas las rutas de evacuación, pero Boesenberg criticaba mucho al Sturmbannführer Bar, quien había rechazado toda labor en común para la preparación del plan (la última reorganización administrativa de finales de noviembre había dejado al ex pastelero en el puesto de Kommandant de los campos I y II integrados y también en el de
Standortdltester
de los tres campos y de todos los
Nebenlager);
Bär pretextaba que el HSSPF no tenía autoridad alguna sobre el campo, lo que era técnicamente exacto hasta que entrase en vigor el
Fall-A,
y sólo aceptaba remitirse al Amtsgruppe D. No parecía tener buen cariz lo de una cooperación estrecha y fluida entre las autoridades responsables en caso de evacuación. Además -algo que me resultaba todavía más preocupante después de las experiencias de octubre y de noviembre-, el plan de Boesenberg preveía una evacuación a pie de los campos, los presos tendrían que caminar entre 55 y 63 kilómetros antes de subirse a unos trenes en Gleiwitz y Loslau. Era un plan lógico: la situación bélica que se anticipaba en ese plan no permitía el uso pleno de los ferrocarriles en las líneas de vanguardia; en cualquier caso, era desesperada la escasez de material rodante (en toda Alemania no quedaban sino alrededor de doscientos mil vagones; habíamos perdido en dos meses el setenta por ciento del parque ferroviario). También había que tener en cuenta la evacuación de los civiles alemanes, que era prioritaria, de los trabajadores extranjeros y de los prisioneros de guerra. El 21 de diciembre, el Gauleiter Bracht promulgó un
U-Plan/Treckplan
completo para la provincia que incluía el plan de Boesenberg, según el cual los presos de los KL tendrían preferencia, por razones de seguridad, para cruzar el Oder, que era el cuello de botella principal en las rutas de evacuación. Una vez más, tenía sentido en el papel, pero yo sabía cuáles podían ser los resultados de una marcha forzada en pleno invierno y sin preparación, y, además, los judíos de Budapest se habían puesto en camino con buen estado de salud, mientras que ahora se trataba de
Háftlinge
cansados, débiles, mal alimentados y mal vestidos y en un estado de pánico que, pese a la planificación, podía fácilmente degenerar y convertirse en desbandada. Le hice muchas preguntas a Boesenberg acerca de los puntos clave; me aseguró que, antes de ponerse en marcha se repartirían ropa de abrigo y mantas suplementarias y que por las carreteras estarían esperando reservas de alimentos. Aseguraba que no se podía hacer nada mejor. Y no me quedaba más remedio que admitir que, seguramente, estaba en lo cierto.

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