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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (26 page)

BOOK: Las benévolas
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Blobel dio por concluida la
Aktion
pocos días después de Año Nuevo. Nos habíamos quedado con unos cuantos miles de judíos en la KhTZ para que hicieran trabajos pesados en la ciudad; ya los fusilaríamos más adelante. Nos acabábamos de enterar de que iban a relevar a Blobel. El lo sabía hacía semanas, pero no había dicho nada. Por lo demás, ya era hora de que se fuera. Desde que había llegado a Jarkov se había convertido en un guiñapo nervioso, casi en tan mal estado como en Lutsk. De pronto nos reunía para extasiarse con las últimas cifras totales a que había llegado el Sonderkommando como, al minuto siguiente, voceaba a grito pelado, rabioso e incoherente, por una bobada o un comentario torpe. Un día, a principios de enero, entré en su despacho para entregarle un informe de Woytinek. Sin saludarme, me arrojó una hoja de papel: «Fíjese qué mierda». Estaba borracho, pálido de ira. Cogí la hoja: era una orden del General Von Manstein, el comandante del 11° Ejército en Crimea. «Me lo ha hecho llegar Ohlendorf, su jefe. Lea, lea. ¿Se da cuenta de lo que pone abajo?
Es deshonroso que los oficiales presencien las ejecuciones de los judíos.
¡Deshonroso! Menudos maricones. ¡Como si fueran honrosas las cosas que hacen ellos... como si ellos
honrasen
a sus prisioneros! Yo estuve en la Gran Guerra. Y durante la Gran Guerra a los prisioneros se les atendía, se les daba de comer, no se dejaba que reventasen de hambre como si fueran ganado». Una botella de schnaps andaba por encima de la mesa; llenó el vaso y se lo bebió de un trago. Yo seguía a pie firme ante su escritorio y no decía nada. «Como si no nos llegasen a todos las órdenes del mismo sitio... Los muy cabrones. Esos desgraciados de la Wehrmacht no quieren mancharse las manos. Quieren dejarnos a nosotros el trabajo sucio..». Se iba enfureciendo cada vez más y se le arrebolaba el rostro: «Los muy perros. Quieren poder decir más adelante: "Ah, no, las cosas espantosas no las hicimos nosotros. Fueron ellos, los demás, los asesinos de las SS. Nosotros no tuvimos nada que ver con todo aquello. Peleamos como soldados con honor". Pero ¿quiénes tomaron todas las ciudades que limpiamos nosotros? ¿Eh? ¿A quién estamos protegiendo nosotros cuando eliminamos a los partisanos, a los judíos y a toda la chusma? ¡Como si ellos se quejasen de que lo hagamos! ¡Pero si nos lo piden!». Gritaba tanto que soltaba perdigones. «Ese cerdo de Manstein, ese hipócrita, ese cochino medio judío que le enseña a levantar la pata a su perro cuando oye "¡Heil Hitler!" y que tiene colgado detrás de su escritorio, me lo ha contado Ohlendorf, un cartel de imprenta en donde pone:
Pero ¿qué diría el Führer de esto?
Pues, precisamente, ¿qué diría nuestro Führer de esto? ¿Qué diría cuando el AOK 11 le pide a su Einsatzgruppe que liquide a todos los judíos de Simferopol antes de Navidad para que los oficiales puedan pasar unas fiestas
judenfrei?
¿Y después promulgan basuras acerca del honor de la Wehrmacht? Los muy asquerosos. ¿Quién firmó el
Kommissarbefehl?
¿Quién firmó la orden acerca de las jurisdicciones? ¿Quién? Igual dicen que fue el Reichsführer». Se detuvo para recobrar aliento y tomarse otro vaso; se le fue la bebida por el otro lado, se atragantó y tosió. «Y como se pongan las cosas feas, nos lo cargarán todo a nosotros. Todo. Saldrán de ésta tan limpios y tan elegantes, saludando así con papel higiénico -me había quitado de las manos la hoja y la movía como un abanico y diciendo: "No, no fuimos nosotros quienes matamos a los judíos, a los comisarios, a los gitanos, podemos demostrarlo, ya saben, no estábamos de acuerdo, la culpa de todo la tuvieron el Führer y las SS..."». Se le iba poniendo tono quejumbroso: «Me cago en... Incluso si ganamos nos darán por el culo. Porque, fíjese bien, Aue, fíjese bien en lo que le digo -ahora casi cuchicheaba y tenía la voz ronca-, un día todo esto saldrá a relucir. Todo. Hay demasiada gente enterada, demasiados testigos. Y cuando salga a relucir, hayamos perdido la guerra o la hayamos ganado, hará ruido, va a ser un escándalo. Y pedirán cabezas. Y las cabezas que le servirán a la gente serán las nuestras, mientras todos los prusiano-judíos de mierda, como Von Manstein, todos los Von Rundstedt y los Von Brauchitsch y los Von Kluge se volverán a sus
von
casas de campo confortables y escribirán sus
von
memorias, mientras se dan palmadas en la espalda unos a otros porque fueron unos
von
soldados tan decentes y tan honorables. Y nosotros acabaremos en la basura. Nos volverán a montar una como la del 30 de junio, sólo que esta vez los palomos serán los de las SS. Los muy cabrones». Llenaba de saliva todos los papeles. «Los muy cabrones. Los muy cabrones. Nuestras cabezas en bandeja, y ellos con sus manitas blancas, bien limpias y bien elegantes, con la manicura bien hecha, ni una gota de sangre. Como si ninguno de ellos hubiera firmado nunca una orden de ejecución. Como si ninguno de ellos hubiera estirado nunca el brazo gritando "¡Heil Hitler!" cuando les hablaban de matar a los judíos». Se levantó de un brinco de la silla y se puso firme, sacando pecho, con el brazo casi en vertical, y tronó: «Heil Hitler! ¡Heil Hitler! ¡Heil Hitler!». Volvió a sentarse de golpe y empezó a mascullar: «Los muy cabrones. Vaya mamoncetes tan honorables. Ojalá pudiéramos fusilarlos también a ellos. A Reichenau no, que ése es un mujik, pero a los demás, a todos los demás». Cada vez era más incoherente. Por fin se calló. Aproveché para tenderle a toda prisa el informe de Woytinek y despedirme. Empezó a gritar otra vez no bien hube salido, pero no me paré.

Al fin llegó el sustituto. Blobel no se quedó mucho más: nos echó un breve discurso de despedida y cogió el primer tren para Kiev. Creo que nadie lo echó de menos, tanto más cuanto que nuestro nuevo comandante, el Standartenführer doctor Erwin Weinmann, contrastaba de forma muy positiva con su antecesor. Era un hombre joven, apenas si tenía pocos años más que yo, y muy comedido, de expresión preocupada, casi triste, y un nacionalsocialista auténtico y convencido. Al igual que el doctor Thomas, era médico de profesión, pero llevaba varios años trabajando en la
Staatspolizei.
Enseguida nos dio buena impresión. «He pasado varios días en Kiev con el Brigadeführer Thomas -nos comunicó de entrada-, y me ha explicado las enormes dificultades a las que han tenido que enfrentarse los oficiales y los hombres de este Kommando. Sepan que no ha sido en vano y que Alemania está orgullosa de ustedes. Pienso pasarme los próximos días familiarizándome con el trabajo del Kommando y, para ello, desearía tener una charla sincera y libre con todos y cada uno de ustedes de forma individual».

Weinmann nos traía una noticia importante. Por fin habían puesto al frente del AOK 6, a principios de año, en el lugar de Von Reichenau, a un recién llegado al teatro de operaciones, el General der Panzertruppe Friedrich Paulus, uno de sus ex jefes de estado mayor que, desde 1940 , tenía a su cargo la planificación del OKW y a quien él había recomendado. Ahora bien, Paulus se había quedado ya sin protector. La víspera de la llegada de Weinmann a Jarkov, tras la habitual carrera matutina a veinte grados bajo cero, Von Reichenau se había desplomado, víctima, según unos, de un ataque al corazón y, según otros, de una embolia cerebral; a Weinmann se lo había contado en el tren un oficial del AOK. Como Von Reichenau vivía aún, el Führer había dado orden de que lo llevasen a Alemania; el avión se estrelló cerca de Lemberg, y lo hallaron aún sujeto al asiento y empuñando el bastón de Feldmarschall, triste fin para un héroe alemán. Tras pensárselo, nombraron al Generalfeldmarschall Von Bock para el puesto; el mismo día del nombramiento, los soviéticos, que intentaban capitalizar sus triunfos de Moscú, lanzaron una ofensiva desde Izyum, al sur de Jarkov, hacia Poltava. Ahora estábamos a treinta grados bajo cero, no podía ya circular casi ningún vehículo, el abastecimiento había que hacerlo en vagones
panje
y el
Rollbahn
perdía más hombres que las divisiones del frente. Y, por su parte, los rusos estaban enviando de forma masiva al frente un nuevo carro de combate, el T-34 , invulnerable al frío y que tenía aterrorizados a los Landser; menos mal que no resistía ante nuestros cañones 88. Paulus trasladó el AOK 6 de Poltava a Jarkov, lo que trajo animación a nuestra ciudad. Estaba claro que los rojos pretendían poner cerco a Jarkov, pero la pinza norte nunca se puso en marcha; la pinza sur reventó nuestras líneas y costó trabajo contenerla a finales de mes, ante Krasnograd y Paulograd, lo que dejó un saliente enorme, de más de setenta kilómetros, clavado en nuestro frente, una cabeza de puente peligrosa más allá del Donets. Los partisanos, en la retaguardia de nuestras líneas, incrementaban las operaciones; incluso Jarkov se estaba volviendo poco segura: pese a una represión feroz, los atentados iban a más; sin duda contribuía a ello la hambruna declarada que asolaba la ciudad. El Sonderkommando no se libró de ella. Un día, muy a principios de febrero, me habían citado en una oficina de la Wehrmacht en el centro, en el Maidan Tereleva. Hanika me acompañaba para intentar dar con algo que mejorase nuestro rancho, y lo dejé haciendo recados. La conversación fue breve y volví a salir enseguida. En lo alto de las escaleras, me detuve un momento para respirar el aire frío y punzante y, después, encendí un cigarrillo. Contemplé la plaza mientras daba las primeras bocanadas. El cielo estaba luminoso, con ese azul tan puro de los inviernos rusos, que no puede verse en ninguna otra parte. A un lado, tres koljosianas viejas, sentadas en unos cajones, albergaban la esperanza de vender unas cuantas verduras humildes y lacias; en la plaza, al pie del monumento bolchevique a la liberación de Jarkov (la de 1919 ) , jugaban alrededor de media docena de niños, pese al frío, con una pelota de trapos. Algunos de nuestros Orpo andaban dando vueltas un poco más allá. Hanika estaba en la esquina, junto al Opel, que el chófer mantenía con el motor en marcha. Se le veía pálido y huraño; mis broncas recientes le habían afectado; a mí también me sacaba él de quicio. Otro niño salió corriendo de una callejuela y fue a galope hacia la plaza. Llevaba algo en la mano. Al llegar a la altura de Hanika, estalló. La explosión dejó el Opel sin cristales, oí claramente el tintineo del vidrio en los adoquines. Los Orpo, presas del pánico, empezaron a disparar ráfagas contra los niños que jugaban. Las viejas daban alaridos, la pelota de trapos se desbarató entre la sangre. Corrí hacia Hanika: estaba arrodillado en la nieve y se sujetaba el vientre. Tenía el cutis, salpicado de acné, espantosamente pálido; antes de que llegase hasta él, se le fue la cabeza hacia atrás y vi con total claridad que los ojos azules se le confundían con el azul del cielo. El cielo le borró los ojos. Luego se desplomó de lado. El chiquillo estaba muerto, con el brazo arrancado; en la plaza, los policías, escandalizados, se acercaban a los niños muertos, que las koljosianas zarandeaban lanzando gritos estridentes. Weinmann dio más importancia a la metedura de pata de los Orpo que a la muerte de Hanika: «Es intolerable. Estamos intentando mejorar las relaciones con la población local y les matamos a los niños. Habría que llevarlos a juicio». Yo me mostré escéptico: «Va a resultar difícil, Herr Standartenführer. Ha sido una reacción inoportuna, pero comprensible. Además hace meses que los tenemos fusilando niños; sería incómodo castigarlos por hacer eso mismo».. —«¡No es lo mismo! ¡Los niños que ejecutamos son condenados! Estos eran niños inocentes».— «Si me lo permite, Herr Standartenführer, la base sobre la que se deciden las condenas hace que esa distinción resulte un tanto arbitraria». Abrió mucho los ojos y se le estremecieron de ira las aletas de la nariz; luego, cambió de opinión y se tranquilizó de golpe: «Vamos a dejarlo, Hauptsturmführer. De todas formas, llevaba varios días queriendo charlar con usted. Tengo entendido que está usted muy cansado. El doctor Sperath opina que se halla usted al filo del agotamiento nervioso».. —«Disculpe, Herr Standartenführer, pero permítame que niegue esa opinión. Me encuentro muy bien». Me ofreció un cigarrillo y él encendió otro. «Hauptsturmführer, soy médico de profesión. Yo también sé reconocer ciertos síntomas. Está usted, como se dice vulgarmente, muy quemado. No es el único, por lo demás: casi todos los oficiales del Kommando están exhaustos. En cualquier caso, debido al invierno estamos viendo ya una considerable merma de la actividad y podemos permitirnos funcionar durante un mes o dos con efectivos reducidos. Vamos a relevar a unos cuantos oficiales, o a concederles un permiso médico de larga duración. Quienes tengan familia, regresarán a Alemania. Los demás, como usted, irán a Crimea, a uno de los sanatorios de la Wehrmacht. Por lo visto es una zona preciosa. Podrá usted incluso bañarse dentro de pocas semanas». Le pasó una sonrisita por la cara alargada y me alargó un sobre. «Aquí tiene los permisos de viaje y los certificados. Todo está en orden. Tiene dos meses y, luego, ya veremos. Descanse mucho».

La decisión de Weinmann me provocó un ataque irrazonable de odio y de resentimiento; pero, al llegar a Crimea, comprendí que había tenido razón. Durante el largo viaje en tren, pensé poco y dejé que las ideas divagasen por las dilatadas extensiones blancas. Echaba de menos a Hanika. Cuando volví a la habitación para preparar el petate, al verla vacía se me oprimió el corazón; me daba la impresión de que la sangre de Hanika me cubría de pies a cabeza y me cambié de ropa rabiosamente; todos los uniformes que tenía me parecían poco limpios y eso me sacaba de mis casillas. Me dio otro ataque de vómitos, pero ni se me ocurrió llorar. Me fui lo antes posible, por Dniepropetrovsk hasta Simferopol. Casi todos los hombres que viajaban en el tren eran convalecientes o estaban de permiso, y los mandaban a que se entonasen después de los horrores del frente. Un médico militar me contó que, sólo en el mes de febrero, habíamos perdido el equivalente de doce divisiones por culpa de las heladas y las enfermedades. Ya iban templando un poco las temperaturas y había esperanzas de que lo peor hubiera pasado; pero había sido uno de los peores inviernos que pudiera recordar un hombre, y no sólo en Rusia; había hecho tanto frío que en toda Europa quemaban los libros, los muebles y los pianos, incluso los más antiguos, de la misma forma que de punta a punta del continente se estaba quemando todo cuanto había constituido el orgullo de nuestra civilización. Lo que se deben de estar riendo los negros en su jungla si es que se han enterado, me decía yo amargamente. Nuestras locas ambiciones no aportaban, por el momento, el resultado previsto y el sufrimiento crecía por doquier y se iba extendiendo. Ni siquiera el Reich estaba ya a buen recaudo: los británicos lanzaban amplias expediciones aéreas, sobre todo sobre el Ruhr y sobre el Rin; los oficiales cuyas familias vivían en aquellas regiones estaban muy preocupados. En mi compartimento, sin ir más lejos, un Hauptmann de artillería, herido en una pierna ante Izyum, había perdido a sus dos hijos en un bombardeo en Wuppertal; le habían propuesto que fuera a casa, pero había pedido ir a Crimea porque no quería ver a su mujer. «No sería capaz», soltó lacónicamente antes de encerrarse en el mutismo.

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