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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (21 page)

BOOK: Las benévolas
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No debía de ser yo el único que se hacía preguntas. Una incertidumbre sorda, pero intensa, recorría las filas de la Wehrmacht. La colaboración con las SS seguía siendo excelente, pero la Gran Acción había traído consigo preocupantes revuelos. Estaba empezando a circular una nueva orden del día de Von Reichenau, un texto crudo y duro, un mentís brutal a las conclusiones de Rasch. En él se describían las dudas de los hombres como
ideas inconcretas acerca del sistema bolchevique. El soldado, en los territorios del Este, no sólo es un combatiente según las reglas del arte de la guerra, escribía, sino también el portador de una ideología nacional implacable y el vengador de los actos bestiales que padeció la Nación alemana y los que le tocan de cerca por motivos de raza. Debe, pues, comprender por completo el soldado la necesidad de una venganza severa, pero justa en contra de la judería infrahumana.
Había que desterrar toda compasión humana: dar de comer a un eslavo que estuviera de paso, un agente bolchevique quizá, era pura falta de reflexión,
un acto humanitario mal entendido.
Había que destruir las ciudades, aniquilar a los partisanos, y a los indecisos también. Por supuesto que todas aquellas ideas procedían de Von Reichenau, el Reichsführer debía de haberle soplado algunos párrafos, pero lo esencial era que aquella orden
laboraba en la misma dirección que el Führer, según su línea y hacia su meta,
por usar esa hermosa frase de un oscuro funcionario del Ministerio de Agricultura prusiano, y no era, pues, de extrañar que al Führer le hubiera gustado mucho y que hubiera mandado que se les repartiera, a título de ejemplo, a todos los ejércitos del Este. Pero yo tenía mis dudas de que bastase para calmar los ánimos. El nacionalsocialismo era una filosofía íntegra, total, una
Weltanschauung,
como decíamos; todo el mundo debía reconocerse en ella, tenía que haber en ella sitio para todos. Ahora bien, lo que estaba pasando era como si hubieran abierto a la fuerza una brecha en aquel todo y se hubieran encarrilado todos los destinos del nacionalsocialismo por una vía única y sin retorno y por la que todo el mundo debía seguir hasta el final.

La fatalidad de las cosas en Kiev no hacía sino acrecentar el malestar que yo sentía. En el pasillo del palacio de las doncellas me crucé con un conocido de Berlín: «¡Herr Sturmbannführer Eichmann! Lo han ascendido. ¡Enhorabuena!».. —«Ah, Doktor Aue. Precisamente lo estaba buscando. Tengo un paquete para usted. Me lo dieron en el Prinz-Albrecht Palais». Había conocido a aquel oficial en la época en que estaba organizando las oficinas centrales de la emigración judía por encargo de Heydrich; pasaba con frecuencia por mi negociado para consultarnos cuestiones jurídicas. Era por entonces Obersturmführer; ahora lucía galones nuevos en el cuello de un uniforme negro de paseo que contrastaba con nuestro gris
feldgrau
de campaña. Iba muy ufano, parecía un gallito; era curioso, porque yo conservaba el recuerdo de un funcionario celoso y de destino mediocre. No lo reconocía: «¿Y qué le trae por aquí?», le pregunté, haciéndolo pasar a mi despacho.. —«Su paquete. Y tengo otro para uno de sus colegas».. —«No, quiero decir a Kiev». Habíamos tomado asiento y se inclinó hacia delante con expresión de conspirador: «He venido a ver al Reichsführer». Estaba claro que resplandecía de vanidad y parecía muy deseoso de hablar: «Con mi Amtchef. Una invitación especial». Volvió a inclinarse; en esa postura parecía un ave de presa, de pequeño tamaño, pero furtiva. «He tenido que presentar un informe. Un informe estadístico. Que realizaron mis servicios. ¿Sabe que ahora dirijo un
Referat
?». —«No, no lo sabía. Enhorabuena».. —«El IV B4. Para las cuestiones judías». Había dejado la gorra encima de mi escritorio y se aferraba a una cartera de cuero negro apoyada en las rodillas; se sacó una funda del bolsillo de la guerrera y de ella unas gafas de cristales gruesos, se las puso y abrió la cartera para sacar un sobre bastante abultado que me entregó. «Aquí está el encargo. Por supuesto que no le pregunto de qué se trata».. —«Pero yo se lo puedo decir. Son partituras».. —«¿Toca usted un instrumento? Pues yo también, un poquito, fíjese. Toco el violín».. —«Pues la verdad es que no. Eran para otra persona, pero en el intervalo ha muerto». Se quitó las gafas: «Ah, cuánto lo siento. Esta guerra es realmente terrible. Por cierto -añadió sin transición-, su amigo el doctor Lulley, me ha dado también una facturita y me ha rogado que le cobre en su nombre los portes».. —«No hay problema. Se lo haré llegar antes de la noche. ¿Dónde se aloja?». —«Con el estado mayor del Reichsführer».. —«Muy bien. Y muchas gracias por el recado. Ha sido muy amable por su parte».. —«Nada, ha sido un placer. Para eso estamos los
SS-Männer,
para ayudarnos mutuamente. Sólo que estoy consternado de que haya llegado demasiado tarde». Me encogí de hombros: «Así son las cosas. ¿Puedo invitarlo a beber algo?».. —«Ay, no debería. El servicio, ya sabe. Pero..». Parecía desconsolado y le ofrecí un asidero: «Aquí decimos
Krieg ist Krieg..,».
Acabó la frase conmigo: «...
und Schnaps ist Schnaps.
Sí, ya sé. Bueno, sólo una copita». Saqué de mi caja fuerte dos vasos metálicos y la botella que guardaba para los invitados. Eichmann se puso de pie, ceremonioso, para hacer un brindis: «¡A la salud de nuestro Führer».. Chocamos los vasos. Notaba que tenía ganas de seguir hablando: «¿Y ese informe suyo en qué consistía? A menos que sea un secreto».. —«Pues todo esto es muy
hush-hush,
como dicen los ingleses. Pero a usted se lo puedo decir. Al Gruppenführer y a mí nos ha enviado aquí
der Chef
-se refería a Heydrich, que estaba ahora instalado en Praga en calidad de Reichsprotektor adjunto para hablar con el Reichsführer del plan de evacuación de los judíos del Reich».. —«¿Evacuación?». —«Pues sí. Hacia el este. De aquí a finales de año».. —«¿Todos?». —«Todos».. —«¿Y adonde los mandan?». —«Es probable que a la mayoría a l'Ostland. Y también al sur para que construyan la Durchgangstrasse IV. Todavía no está decidido».. —«Ya veo. ¿Y su informe?». —«Un resumen estadístico. Se lo presenté personalmente al Reichsführer. Acerca de la situación global en relación con la emigración judía». Alzó un dedo. «¿Sabe cuántos hay?». —«¿Cuántos qué?». —«Judíos. En Europa». Negué con la cabeza: «No tengo ni idea».. —«¡Once millones! Once millones, ¿se da cuenta? Por supuesto que para los países que aún no controlamos, como Inglaterra por ejemplo, las cantidades son aproximativas. Como no tienen leyes raciales, hemos tenido que basarnos en criterios religiosos. Pero de todas formas es posible hacerse una idea de la magnitud de esa cantidad. Sólo aquí, en Ucrania, tienen ustedes tres millones». Adoptó un tono aún más pedante: «Dos millones novecientos noventa y cuatro mil seiscientos veinticuatro para ser exactos».. —«Efectivamente, qué exactitud. Pero, dígame, no será con un Einsatzgruppe con lo que se pueda hacer gran cosa».. —«Precisamente. Se están estudiando otros sistemas». Miró el reloj y se puso de pie: «Y ahora me disculpará, tengo que volver con el Amtchef. Gracias por la copa».. —«¡Gracias por el paquete! Dentro de un rato le mando el dinero para Lulley». Y alzamos ambos el brazo a un tiempo para un atronador: «¡Heil Hitler!».

Tras irse Eichmann, volví a sentarme y miré el paquete que estaba encima del escritorio. Venían en él las partituras de Rameau y de Couperin que había encargado para el niño judío de Jitomir. Había sido una bobada, una ingenuidad sentimental; pero, no obstante, me llenaba de gran melancolía. Me parecía que ahora entendía mejor las reacciones de los hombres y de los oficiales durante las ejecuciones. Si sufrían, como había sufrido yo durante la Gran Acción, no era sólo por los olores y por la vista de la sangre, sino por el terror y el dolor anímico de los condenados; y, de igual forma, los fusilados sufrían más muchas veces por tener ante los ojos el dolor y la muerte de aquellos a quienes amaban, mujeres, padres, hijos de sus entrañas, que por la propia muerte que, en última instancia, era como una liberación. En muchos casos, llegaba yo a decirme, lo que había tomado por sadismo gratuito, la inaudita brutalidad con que algunos de los hombres trataban a los condenados antes de ejecutarlos no era sino una consecuencia de la monstruosa compasión que sentían y que, incapaz de hallar otro cauce de expresión, se convertía en rabia, pero en rabia impotente, sin objeto, y a la que, inevitablemente, no le quedaba más remedio que volverse contra aquellos que eran su causa primera. Si algo demuestran las terribles matanzas del Este es, desde luego, paradójicamente, la espantosa e inalterable solidaridad humana. Por muy embrutecidos y muy acostumbrados que estuvieran, ninguno de nuestros hombres podía matar a una mujer judía sin acordarse de su mujer, de su hermana o de su madre ni podía matar a un niño judío sin ver ante sí, en la fosa, a sus propios hijos. Aquellas reacciones suyas, aquella violencia, aquel alcoholismo, aquellas depresiones nerviosas, aquellos suicidios, mi propia tristeza, todo demostraba que
el otro
existe, que existe como otro, como humano, y que no hay voluntad ni ideología ni cúmulo de necedad y alcohol que puedan cortar ese vínculo, tenue pero indestructible. Y esto es un hecho, no una opinión.

La jerarquía estaba empezando a percatarse de ese hecho y a tenerlo en cuenta. Como me había explicado Eichmann, estaban en estudio nuevos sistemas. Pocos días después de su visita, llegó a Kiev un tal doctor Widmann, que venía a entregarnos un camión de un nuevo tipo. Aquel camión, de la marca Saurer, lo conducía Findeisen, el chófer personal de Heydrich, un hombre taciturno que se negó obstinadamente, pese a que se le pidió con insistencia, a explicarnos por qué lo habían escogido para hacer aquel viaje. Por lo que al doctor Widmann se refería, era el director de la sección de química del Instituto de Criminología Técnica, vinculado a la Kripo, hizo una extensa presentación para los oficiales: «El gas es un sistema más elegante», manifestó. El camión, herméticamente cerrado, usaba sus propios gases de escape para asfixiar a las personas encerradas en su interior; aquella solución, efectivamente, no carecía ni de elegancia ni de posibilidades de ahorro. Como nos lo explicó Widmann, habían probado otras cosas antes de llegar a esto; él había realizado personalmente experimentos en Minsk con los pacientes de un asilo, junto con su Amtchef, el Gruppenführer Nebe; fueron desastrosos los resultados de un test con explosivos. «Indescriptible. Una catástrofe». Blobel estaba entusiasmado; aquel juguete nuevo le gustaba y estaba deseando estrenarlo. Häfner objetó que en el camión cabía muy poca gente -el doctor Widmann nos había hablado de cincuenta personas, de sesenta como mucho-, no funcionaba muy deprisa y parecía, pues, poco eficaz. Pero Blobel descartó por completo tales reservas: «Lo dejaremos para las mujeres y los niños; será estupendo para el estado de ánimo de las tropas». El doctor Widmann cenó con nosotros; luego, ante la mesa de billar, nos contó cómo había surgido el invento: «En realidad, a quien se le ocurrió fue al Gruppenführer Nebe. Una noche, en Berlín, se pasó un poco con la bebida y se quedó dormido en el coche, dentro del garaje; el motor se quedó en marcha y casi se muere. Estábamos trabajando ya con un modelo de camión, pero pensábamos usar monóxido de carbono en botellas, lo que no es en absoluto posible en las condiciones del Este. Fue al Gruppenführer, tras aquel accidente, a quien se le ocurrió usar los gases del propio camión. Una idea brillante». A él le había contado la anécdota, en el metro, su superior, el doctor Heess: «Entre Wittemberg-Platz y Thiel-Platz para ser exactos. Me quedé muy impresionado».

Blobel llevaba ya varios días enviando Teilkommandos fuera de Kiev para limpiar las ciudades pequeñas, Pereiaslav, Yagotin, Koselets, Chernigov; había muchas. Pero los Teilkommandoführer estaban empezando a desesperarse: si, tras una acción, volvían a pasar por una ciudad, se encontraban de nuevo con una cantidad de judíos aún mayor; los que se habían escondido regresaban cuando ya se habían ido. Se quejaban de que aquello les ponía manga por hombro todas las estadísticas. El Kommando, según los totales que había sumado Blobel, había liquidado a cincuenta y una mil personas,
de las cuales, catorce mil sin ayuda extema
(es decir sin los batallones Orpo de Jeckeln). Se estaba constituyendo un Vorkommando para entrar en Jarkov y yo iba a formar parte de él; entretanto, como ya no tenía nada que hacer en Kiev (el Ek 5 se había quedado con todos nuestros cometidos), Blobel me pidió que fuera a realizar inspecciones para reforzar los Teilkommandos. Estaban comenzando las lluvias y en cuanto se cruzaba el Dniéper, crecido, naufragaba uno en el barro. De los camiones y los coches chorreaba un barro negro y pringoso, repleto de briznas de paja, porque los soldados saqueaban los almiares de las orillas de la carretera para echar en vano paja seca delante de los vehículos. Necesité dos días para reunirme con Häfner en Pereiaslav y, la mayor parte del tiempo, tiraron de nosotros artefactos de caballos de la Wehrmacht y anduve cubierto de barro hasta las cejas a fuerza de chapotear en él para empujar el Admiral. Pasé la noche en un pueblecito con unos cuantos oficiales de una división de infantería que iba al frente desde Jitomir, unos hombres agotados que veían llegar el invierno con angustia y se preguntaban cuál era el objetivo final. Me cuidé muy mucho de no mencionar los Urales; no se podía ya avanzar ni siquiera hasta Jarkov. Se quejaban de los nuevos efectivos recién llegados de Alemania para llenar los huecos de las bajas, mal entrenados y que ante el fuego sucumbían al pánico enseguida o, al menos, con mayor facilidad que antes. El material se caía a pedazos: las carretas alemanas modernas, con neumáticos de caucho y rodamientos de bolas, se descuajeringaban en las pistas y las sustituían por los
panje
que cogían a los campesinos y que eran casi indestructibles. Los estupendos caballos alemanes, húngaros o irlandeses con los que había empezado la campaña se morían en masa, sólo sobrevivían los menudos ponis rusos que comían lo que fuera, brotes de abedul o paja del tejado de las isbas; pero eran demasiado flojos para los trabajos pesados de acarreo, y las unidades abandonaban toneladas de municiones y de equipamiento. «Todas las noches, los hombres se enfrentan entre sí para conseguir un tejado o un agujero medio seco. Todo el mundo tiene los uniformes hechos unos harapos y llenos de piojos; ya no nos llega nada, casi ni siquiera pan». Los propios oficiales carecían de todo: no tenían ya ni cuchillas de afeitar, ni jabón, ni pasta de dientes, ni cuero para arreglar las botas, ni agujas, ni hilo. Llovía día y noche y perdían muchos más hombres por enfermedades -disentería, ictericia, difteria que en el frente. Los enfermos tenían que andar hasta treinta y cinco kilómetros diarios, porque no había forma de llevarlos y si los dejaban solos en los pueblos llegaban los partisanos y los mataban. Los partisanos ahora proliferaban como los piojos; era como si los hubiera por todas partes, y los oficiales de enlace o los enlaces aislados desaparecían en los bosques. Sin embargo, yo me había fijado también en que, entre los soldados, había muchos rusos con uniforme alemán que llevaban el brazalete blanco de los
Hilfswillige.
«¿Los hiwis? -contestó un oficial a quien se lo comenté-. No, la verdad es que no está permitido. Pero lo hacemos, no nos queda más remedio. Son civiles voluntarios, o prisioneros. Hacen todo el trabajo de los equipajes y del escalón B; la cosa no funciona mal del todo; están más acostumbrados que nosotros a estas condiciones. Y, además, al estado mayor le importa un carajo y cierra los ojos. De todas formas, han debido de olvidarse de nosotros. Cuando lleguemos a Poltava ya ni sabrán quiénes somos».. —«Pero ¿no temen que los partisanos se aprovechen para meter infiltrados e informar a los rojos de los movimientos de ustedes?» Se encogió de hombros con expresión exhausta y asqueada: «Si así se divierten... De todas formas, no hay ni un ruso a cien kilómetros a la redonda. Ni tampoco un alemán. Nadie. Lluvia y barro y nada más». Aquel oficial parecía totalmente desalentado, pero también me explicaba cómo limpiarme el barro del uniforme; me resultaba muy útil y no quería llevarle la contraria. «Lo primero que tiene que hacer es dejar que se seque el barro junto a la estufa; luego, lo raspa con un cuchillo, así, y después con un cepillo metálico, y sólo después de eso puede lavar el uniforme. La ropa interior tiene que hervirla a la fuerza». Asistí a la operación: era repulsivo; los piojos se desprendían, en el agua hirviendo, por racimos enteros, gruesos y henchidos. Entendí mejor la ira contenida de Häfner cuando llegué por fin a Pereiaslav. Tenía consigo a tres Untersturmführer; Ott, Ries y Dammann, que no hacían gran cosa que digamos porque casi ni podían salir de la ciudad pues las carreteras estaban completamente impracticables. «¡Necesitaríamos blindados! -exclamó Häfner al verme-. Pronto no podremos ya ni ir a Kiev. Tenga, es para usted -añadió antes de apartarse, muy seco-. Mi enhorabuena». Era un teletipo de Blobel que me confirmaba el ascenso; me habían concedido también la Cruz por servicios de guerra de 2ª clase. Me fui detrás de Häfner hasta la escuela que ocupaba el Teilkommando y busqué un rincón donde dejar mis cosas. Todo el mundo, soldados y oficiales, dormía en el gimnasio; las aulas se usaban para oficinas. Me cambié y fui a reunirme con Häfner, quien me puso al tanto de las desventuras de sus ayudantes: «En ese pueblo, Zolonotocha, ya sabe, pues por lo visto hay más de cuatrocientos judíos. Dammann ha intentado ir tres veces y tres veces ha tenido que darse la vuelta. Y encima la última vez estuvo a punto de no poder volver. Los hombres se están volviendo muy atravesados». Por la noche había sopa y el pésimo
Kommissbrot
negro de la Wehrmacht y la gente se iba temprano a la cama. Dormí mal. A uno de los Waffen-SS, a pocos metros de mi jergón, le crujían los dientes, un ruido atroz que ponía los nervios de punta; en cuanto me quedaba traspuesto, me volvía a despertar. Me sacaba de quicio. Y no sólo a mí; los hombres le echaban broncas, oí golpes y vi que le estaban pegando; pero de nada valía, aquel ruido horrísono seguía o se paraba para volver a reanudarse pocos instantes después. «Y así todas las noches -refunfuñó Ries, que dormía a mi lado-. Me estoy volviendo loco. Un día de éstos lo estrangulo». Me quedé dormido por fin y tuve un sueño raro y llamativo. Era un gran dios-calamar y reinaba sobre una ciudad muy hermosa y amurallada hecha de agua y piedra blanca. El centro, esencialmente, era de agua por completo, y en torno se erguían elevados edificios. En mi ciudad vivían seres humanos que me rendían culto, y yo había delegado parte de mi poder en uno de ellos, mi Servidor. Pero un día decidí que quería que todos aquellos seres humanos se fueran de mi ciudad, al menos por un tiempo. Salió como un cohete la consigna, que difundió mi Servidor y, en el acto, el gentío empezó a huir por las puertas de la ciudad para irse a esperar en cuchitriles y cabanas que se apiñaban en el desierto, allende las murallas. Pero no se daban la prisa suficiente para mi gusto y empecé a revolverme con violencia, haciendo con los tentáculos que espumeara el agua del centro antes de plegarlos y abalanzarme sobre los enjambres de humanos aterrados, fustigándolos y rugiendo con mi terrible voz: «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!». Mi Servidor corría como un loco para todos lados, daba órdenes, guiaba, informaba a los retrasados, y así se iba vaciando la ciudad. Pero en las casas más próximas a las murallas y más alejadas de las aguas en donde descargaba yo mi rabia divina, había grupos de humanos que no tomaban en cuenta mis órdenes. Eran forasteros y no tenían conciencia plena de mi existencia y de mi poder sobre esta ciudad. Habían oído las órdenes de evacuación, pero les parecían ridiculas y no hacían caso. Mi Servidor tuvo que ir a ver a esos grupos, de uno en uno, para convencerlos diplomáticamente de que se fueran. Estaba, por ejemplo, aquel coloquio de oficiales finlandeses que protestaban porque habían alquilado el hotel y la sala de conferencias y los habían pagado por adelantado y no pensaban irse así como así. A ellos, mi Servidor tuvo que mentirles con sutileza y decirles, por ejemplo, que había una alerta, un grave peligro exterior y que tenían que marcharse por su propia seguridad. A mí aquello me parecía muy humillante, porque la verdadera razón era mi Voluntad, tenían que irse porque lo quería yo y no porque los engatusaran. Mi rabia iba en aumento, me movía y rugía más y más y lanzaba enormes olas que rompían por toda la ciudad. Cuando me desperté, la lluvia seguía resbalando por los cristales. Para desayunar nos dieron
Kommissbrot,
margarina a base de carbón del Rhur y miel sintética hecha con resina de pino bastante sabrosa y el espantoso sucedáneo de té Schlüter, en cuyos paquetes idénticos no había nunca los mismos ingredientes. Los hombres comían en silencio. Ries, cetrino, me señaló a un soldado joven inclinado sobre su taza de té: «Es ése».. —«¿Cómo que ése?» Ries simuló un crujido con la mandíbula. Volví a mirar; era casi un adolescente, tenía el rostro chupado y moteado de acné y los ojos perdidos entre unas ojeras gigantescas. Sus compañeros lo trataban mal, le endilgaban los trabajos más penosos con insultos, le daban cachetes si tardaba. El chico no decía nada. «Todo el mundo está deseando que lo maten los partisanos -me confió Ries-. Han probado de todo, hasta lo han amordazado. Pero no hay nada que hacer».

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