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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (33 page)

BOOK: Las benévolas
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Divisamos la ciudad de lejos, desplegada por una elevada meseta rodeada de campos y huertos de frutales. Bordeaban aquí la carretera vehículos volcados, armas pesadas o carros de combate hechos pedazos; en la vía férrea, a lo lejos, cientos de vagones de mercancías ardían aún, despreocupadamente. Antaño, esta ciudad se llamaba Stavropol, que, en griego, quiere decir «la ciudad de la Cruz», o, más bien, «la ciudad de la Encrucijada»; la fundaron en el cruce de las antiguas carreteras del Norte y tiempos hubo, en el siglo XIX, durante la campaña de pacificación de las tribus montañesas, en que las fuerzas rusas la usaron de base militar. Ahora era una ciudad de provincias, pequeña, apacible y soñolienta, que no había crecido lo suficiente para que la desfigurase, como a tantas otras, un repulsivo extrarradio soviético. Un bulevar doble, muy largo, que enmarca un parque de plátanos, va cuesta arriba desde la estación; cuesta abajo, me llamó la atención una preciosa farmacia Art Nouveau, con una entrada y ventanales redondos, cuyos cristales habían roto las detonaciones. Estaba llegado también el Kommandostab del Ek 12 , y nos alojaron provisionalmente en el hotel Kavkaz. Se suponía que el Sturmbannführer doctor Müller, el jefe del Einsatzkommando, debía tener preparada la llegada del Gruppenstab, pero no estaba aún decidido ningún acomodo; todo era todavía incierto, porque también se esperaba la llegada del estado mayor del grupo de ejércitos A, y el Oberst Hartung, de la Feldkommandantur, andaba remiso a la hora de repartir los acuartelamientos: el Einsatzkommando tenía ya las oficinas en la Casa del Ejército Rojo, enfrente del NKVD, pero se hablaba de colocar el Gruppenstab con el OKHG. No obstante, el Vorkommando no había estado ocioso. Lo primero que hizo fue gasear, en un camión Saurer, a más de seiscientos pacientes de un hospital psiquiátrico que podían causar desórdenes; habían intentado fusilar a algunos, pero eso había traído consigo un incidente: uno de los locos empezó a correr en círculo, y el Hauptscharführer, que intentaba matarlo de un disparo, hizo fuego por fin cuando uno de sus colegas estaba en la línea de tiro; la bala le atravesó la cabeza al loco e hirió en el brazo al suboficial. También habían gaseado a unos cabecillas judíos, a quienes habían citado en las ex oficinas del NKVD. Y, finalmente, el Vorkommando había fusilado a muchos prisioneros soviéticos, fuera de la ciudad, cerca de un almacén oculto de carburante de aviones, y tiraron los cuerpos a los depósitos subterráneos.

El Einsatzkommando 12 no debía quedarse en Voroshilovsk, porque le habían encomendado la zona que los rusos llaman KMV,
Kavkazskie Mineralnye Vody,
es decir, «aguas minerales del Cáucaso», un rosario de ciudades pequeñas, famosas por sus manantiales de virtudes curativas y sus balnearios, y dispersas ente volcanes. Y se iría a Piatigorsk en cuanto quedara ocupada la zona. El doctor Bierkamp y el Gruppenstab llegaron una semana después que nosotros; la Wehrmacht por fin nos había destinado cuarteles y oficinas, en un ala aparte del gran complejo de edificaciones en donde se hallaba el OKHG: alzaron un muro para separarnos de ellos, pero seguíamos compartiendo la cantina, lo que nos permitió celebrar con los militares que una PK de la 1ª División alpina hubiera coronado la cima del Elbrus, la más elevada de la cadena del Cáucaso. El doctor Müller y su Kommando se habían ido y habían dejado un Teilkommando bajo la autoridad de Werner Kleber, para rematar la limpieza de Voroshilovsk. Bierkamp seguía esperando a que llegase el Brigadeführer Gerret Korsemann, el nuevo HSSPF de Kuban-Cáucaso. En cuanto al sustituto de Seibert, seguía sin aparecer y la interinidad corría a cargo del Hauptsturmführer Prill, quien me envió en misión a Maikop.

Un perpetua bruma estival impedía ver las montañas del Cáucaso antes de llegar al pie. Crucé sus accidentadas estribaciones por Armavir y Labinskaia; al salir de los territorios cosacos, florecían en los tejados de las casas banderas turcas, verdes con la media luna blanca; las habían izado los musulmanes para darnos la bienvenida. La ciudad de Maikop, uno de los grandes centros petrolíferos del Cáucaso, estaba acurrucada junto a las montañas y la cruzaba el Bielaia, un río hondo sobre el que se yergue la ciudad antigua, encaramada en unos despeñaderos gredosos. Antes de entrar en los arrabales, la carretera discurría junto a una vía férrea que atascaban miles de vagones atestados del botín que los soviéticos no habían tenido tiempo de evacuar. Se cruzaba luego un puente intacto y se entraba en la ciudad, que dividía en manzanas largas calles rectilíneas, todas iguales, trazadas a ambos lados de un Parque de la Cultura en donde acababan de caerse a pedazos estatuas de escayola de héroes del trabajo. Braune, un hombre de aspecto un tanto caballuno, con cara ancha y lunar que remataba una frente bulbosa, me recibió con vehemente entusiasmo; se notaba que le tranquilizaba volver a ver a uno de los últimos «hombres de Ohlendorf» que quedaban del anterior grupo, aunque él también estaba esperando que en cualquiera de las semanas siguientes llegara su sustituto. A Braune lo preocupaban las instalaciones petrolíferas de Neftegorsk: el Abwehr, inmediatamente antes de la toma de la ciudad, había conseguido infiltrar una unidad especial, la «Chamil», compuesta de montañeses del Cáucaso, disfrazada de batallón especial del NKVD, para intentar hacerse con los pozos intactos; pero la misión había fracasado y los rusos habían dinamitado las instalaciones en las mismísimas narices de los panzers. No obstante, ya estaban nuestros especialistas trabajando para volverlas a poner en marcha, y los primeros buitres de la Kontinental-Öl iban presentándose. Aquellos burócratas, todos ellos vinculados al Plan Cuatrienal de Góring, contaban con el apoyo de Arno Schickedanz, el Reichskommissar nombrado para Kuban-Cáucaso. «Seguramente está usted enterado de que Schickedanz debe el nombramiento al ministro Rosenberg, con quien cursó la enseñanza secundaria en Riga. Pero se peleó con su ex condiscípulo. Dicen que fue Herr Kórner, el
Staatssekretar
del Reichsmarschall Góring quien los reconcilió; y a Schickedanz le dieron un puesto en el consejo de administración de la KonÖl, la sociedad que ha creado el Reichsmarschall para explotar los campos de petróleo del Cáucaso y de Bakú». Braune opinaba que, cuando el Cáucaso pasara a un control civil, podríamos esperar una situación incluso más caótica e ingobernable que la de Ucrania, en donde el Gauleiter Koch hacía lo que le daba la gana, y se negaba a colaborar tanto con la Wehrmacht y con las SS como con su propio ministerio. «El único punto positivo para las SS es que Schickedanz ha nombrado a oficiales SS para los puestos de Generalkommissare de Vladikavkaz y de Azerbaiyán, lo que facilitará las relaciones en esos distritos al menos».

Pasé tres días trabajando con Braune, ayudándolo a preparar documentos e informes para la transmisión de poderes. Mi única distracción consistía en beber el vino local, que era malo, en el patio de una cantina que llevaba un montañés viejo y arrugado. Conocí, no obstante, y no del todo por azar, a un oficial belga, el Kommandeur de la Legión Valonia, Lucien Lippert. En realidad a quien quería conocer era a Léon Degrelle, el jefe del movimiento rexista, que combatía por la zona; Brasillach, en París, me había hablado de él con un lirismo desbordante. Pero el Hauptmann del Abwehr, a quien pregunté, se me rió en las narices: «¿Degrelle? Todo el mundo quiere verlo. Debe de ser el suboficial más famoso de nuestro ejército. Pero está en el frente ¿sabe? Y por allí andan las cosas calentitas. Al general Rupp casi lo matan la semana pasada en un ataque sopresa. Los belgas han perdido muchos hombres». En vez de a Degrelle, me presentó a Lippert, un oficial joven, flaco y más bien risueño, que llevaba un uniforme feldgrau arrugado, remendado y que le estaba un poco ancho. Me lo llevé a charlar de política belga bajo el manzano de mi taberna. Lippert era un militar de carrera, un artillero; había aceptado alistarse en la Legión por antibolchevismo, pero seguía siendo un auténtico patriota y se quejaba de que, pese a lo prometido, obligasen a los legionarios a vestir el uniforme alemán. «Los hombres estaban furiosos. A Degrelle le costó calmar los ánimos». Degrelle, cuando se alistó, pensó que por su historial político le darían unos galones de oficial; pero la Wehrmacht se negó en redondo: no tenía experiencia. Lippert todavía se estaba riendo: «Bueno, pues se fue de todas formas, como servidor de ametralladora raso. Hay que decir que no le quedaba más remedio. Las cosas no le iban demasiado bien en Bélgica». Desde aquel momento, pese a unas cuantas coladuras iniciales en Gromovo-Balka, estaba combatiendo con coraje y había ascendido por méritos en combate. «Lo malo es que se toma por algo así como un comisario político, ¿sabe? Quiere tratar personalmente lo que tenga que ver con la implicación de la Legión. Pero ¿qué se ha creído? A fin de cuentas, no es más que un suboficial». Ahora su sueño era que adscribieran la Legión a las Waffen-SS. «Se reunió con Steiner, el general de ustedes, el otoño pasado y se le subió a la cabeza. Pero yo me niego. Si lo hace, pido que me releven». Se le había puesto una expresión muy seria. «No me lo tome a mal, no tengo nada contra las SS. Pero soy un militar; y en Bélgica los militares no hacen política. No es cometido nuestro. Soy monárquico, soy patriota, soy anticomunista, pero no soy nacionalsocialista. Cuando me alisté, en Palacio me aseguraron que esa acción era compatible con mi juramento de fidelidad al rey, del que no me considero libre, digan lo que digan. Lo demás, los juegos políticos con los flamencos y todas esas cosas no son problema mío. Pero las Waffen-SS no es un cuerpo regular, es una formación del Partido. Degrelle dice que sólo quienes hayan combatido con Alemania tendrán derecho a la palabra después de la guerra y un lugar en el nuevo orden europeo. Estoy de acuerdo. Pero tampoco hay que irse a los extremos». Yo sonreía; pese a su vehemencia, el tal Lippert me gustaba; era un hombre recto, íntegro. Le puse más vino y desvié la conversación: «Deben de ser ustedes los primeros belgas que combaten en el Cáucaso».. —«Está usted en un error», dijo soltando una carcajada. Y me narró por encima las rocambolescas aventuras de Don Juan van Halen, héroe de la revolución belga de 1830 , un noble flamenco a medias y a medias español, ex oficial napoleónico, que acabó, en tiempos de Fernando VII en los calabozos de la Inquisición de Madrid por sus convicciones liberales. Se escapó y fue a dar, Dios sabe cómo, a Tiflis, en donde el general Ermolov, el jefe del ejército ruso del Cáucaso, le ofreció un puesto de mando. «Combatió contra los chechenos -decía Lippert entre risas-. ¿Se da cuenta?» Yo me reía con él, me parecía muy simpático. Pero tenía que irse: el AOK 17 estaba preparando la ofensiva contra Tuapse para tomar el control del final del oleoducto y la Legión, agregada a la 97ª División de cazadores alpinos, tenía un papel que desempeñar. Al separarnos, le deseé suerte. Pero aunque Lippert, igual que su compatriota Van Halen, salió vivo del Cáucaso, por desdicha la suerte lo abandonó algo más allá: ya casi al final de la guerra me enteré de que lo habían matado en febrero de 1944, en la ofensiva de Cherkassy. Adscribieron la Legión Valonia a las Waffen-SS en junio de 1943, pero Lippert no quiso dejar a sus hombres sin Kommandeur y, ocho meses después, seguía esperando un sustituto. Degrelle, por su parte, se libró de todo; en la retirada final, abandonó a sus hombres por la zona de Lübeck y huyó a España en el avión personal del ministro Speer. Aunque lo condenaron a muerte en rebeldía, nunca tuvo problemas de verdad. El pobre Lippert se habría avergonzado de aquel comportamiento.

Regresé a Voroshilovsk al tiempo que nuestras tropas tomaban Mozdok, un importante centro militar ruso; el frente iba ahora siguiendo el curso de los ríos Terek y Baksan, y la 111ª División de infantería se estaba preparando para cruzar el Terek en dirección a Grozny. Nuestros Kommandos no paraban: en Krasnodar, el Sk 10a liquidó a los trescientos pacientes del hospital psiquiátrico comarcal así como a los de un hospital psiquiátrico infantil; en la KMV, el doctor Müller estaba preparando una
Aktion
de envergadura y había constituido ya Consejos judíos en todas las ciudades; los judíos de Kislovodsk, que dirigía un dentista, se mostraron tan ansiosos por ser amables que incluso nos trajeron sus alfombras, sus joyas y su ropa de abrigo antes de que se lo ordenásemos. El HSSPF Korsemann acababa de llegar de Voroshilovsk con su estado mayor y nos invitó, la noche de mi regreso, a su discurso de presentación. Yo había oído ya hablar de Korsemann en Ucrania: era un veterano de los Freikorps y de la SA, que había trabajado sobre todo en el Hauptamt Orpo y no había entrado en las SS hasta última hora, cuando estaba a punto de empezar la guerra. Decían que Heydrich no quería tenerlo cerca y lo llamaba
agitador SA;
pero contaba con el apoyo de Daluege y de Von dem Bach, y el Reichsführer decidió convertirlo en HSSPF haciéndole subir poco a poco los peldaños. En Ucrania ya estaba de HSSPF z.b.V, es decir, «con destino especial», pero había quedado muy en la sombra de Prützmann, que había sucedido a Jeckeln en el cargo de HSSPF Russland-Süd en noviembre de 1941. Por lo tanto, Korsemann seguía sin demostrar lo que podía dar de sí; la ofensiva del Cáucaso le brindaba la oportunidad de hacer gala de su capacidad, lo que parecía haberle aguijoneado un entusiasmo que rezumaba del discurso que hizo. Las SS, recalcaba, no tenían que limitarse a tareas negativas, de seguridad y de represión, sino que también tenían que dedicarse a tareas positivas, a las que el Einsatzgruppe podía y debía contribuir: propaganda positiva con los autóctonos, lucha contra las enfermedades infecciosas, rehabilitación de los sanatorios para los heridos de las Waffen-SS, y producción económica, sobre todo en la industria petrolífera, pero también en lo referido a otras riquezas mineras cuyo control aún estaba sin adjudicar y del que podían hacerse cargo las SS para sus empresas. Insistió con no menor fuerza en el capítulo de las relaciones con la Wehrmacht: «Seguramente están todos ustedes al tanto de los problemas que, en este tema, han trastornado mucho el trabajo del Einsatzgruppe al principio de la campaña. En adelante, para evitar cualquier incidente, las relaciones de las SS con el OKHG y los AOK estarán centralizadas en mi oficina. Más allá de las conexiones y las relaciones de trabajo habituales, ningún oficial SS a mi mando tiene potestad para tratar directamente cuestiones de importancia con la Wehrmacht. Si alguien toma iniciativas intempestivas en este ámbito, pueden ustedes tener la seguridad de que las reprimiré de forma implacable». Pero, pese a aquel envaramiento poco habitual, que parecía fruto sobre todo de la falta de seguridad de un recién llegado, Korsemann hablaba con elocuencia y emanaba de él un gran encanto personal; la impresión general fue más bien positiva. Más tarde, durante la velada, en una íntima reunión informal de oficiales subalternos, Remmer propuso una explicación del comportamiento tan formalista de Korsemann: lo que lo tenía preocupado era que hasta el momento no tenía casi ninguna autoridad efectiva. Según el principio de la doble subordinación, el Einsatzgruppe rendía cuentas directamente a la RSHA y, en consecuencia, Bierkamp podía recurrir a ese sistema para oponerse a toda orden de Korsemann con la que no estuviera de acuerdo; otro tanto sucedía con los economistas SS de la WVHA y por supuesto con las Waffen-SS que, en cualquier caso, estaba subordinada a la Wehrmacht. Normalmente, para ejercer su autoridad, un HSSPF contaba con unos cuantos batallones Orpo; pero aún no habían puesto esas fuerzas a disposición de Korsemann y, por lo tanto, seguía siendo, de hecho, un HSSPF «sin destino concreto»: podía hacer sugerencias, pero Bierkamp no tenía por qué aceptarlas si no le parecían bien.

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