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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (39 page)

BOOK: Las benévolas
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Llovió tres días seguidos. Los sanatorios se llenaban de heridos que traían desde Malgobeck y Sagopshi, en donde nuestra nueva ofensiva contra Grozny estaba partiéndose el espinazo tras toparse con una resistencia encarnizada. Korsemann vino a repartir medallas a los voluntarios finlandeses de la «Wiking», unos muchachos guapos y rubios, un tanto desorientados, diezmados por el fuego cruzado del valle del Juruk, más abajo de Nijny Kurp. La nueva administración militar del Cáucaso se iba constituyendo. A principios de octubre, por decreto del Generalquartiermeister Wagner, seis
raion
cosacos, con 160.000 habitantes, recibieron el nuevo estatuto de «gobierno autónomo»; la autonomía karachai iban a anunciarla oficialmente durante una gran fiesta en Kislovodsk. Korsemann y Bierkamp volvieron a convocarme en Voroshilovsk, junto con los principales oficiales de las SS de la comarca. A Korsemann lo tenían intranquilo los limitados poderes policiales de las SS en los distritos con gobierno autónomo, pero deseaba insistir en una política de cooperación más intensa con la Wehrmacht. A Bierkamp se le notaba furioso; llamaba a los
Ostpolitiker zaristas
y
barones bálticos:
«Esa dichosa
Ostpolitik
no es sino una resurrección del espíritu de Tauroggen», clamaba. En privado, Leetsch me dio a entender con medias palabras que a Bierkamp lo traían por el camino de la amargura las cifras de las ejecuciones de los Kommandos, que ahora no pasaban de unas cuantas decenas semanales: ya habían liquidado a los judíos de todas las zonas ocupadas, salvo a unos cuantos artesanos que había dejado aparte la Wehrmacht para que ejercieran de zapateros y de sastres; caían prisioneros pocos partisanos y pocos comunistas; en cuanto a las minorías nacionales y los cosacos, que constituían la mayoría de la población, ahora eran casi intocables. Me pareció que Bierkamp adolecía de una mente muy estrecha, pero podía entenderlo: en Berlín se valoraba la eficiencia de los Einsatzgruppen por las cifras y un bajón de la actividad podía interpretarse como falta de energía por parte del Kommandant. No obstante, el grupo no estaba inactivo. En Elista, en los confines de la estepa calmuca, estaban creando un Sk «Astrachan» con vistas a la toma de la ciudad; en la región de Krasnodar, tras cumplir con todas las tareas prioritarias, el Sk 10a vaciaba los asilos para débiles mentales, hidrocéfalos y degenerados, recurriendo sobre todo a un camión de gas. En Maikop, el 17° Ejército volvía a lanzar la ofensiva contra Tuapse, y el Sk 11 tenía que colaborar en la represión de una intensa guerrilla en las montañas, en terreno muy accidentado, y que la intensidad de la lluvia complicaba aún más. El 10 de octubre, celebré mi cumpleaños yendo al restaurante con Voss, aunque sin decírselo; a la mañana siguiente, partíamos con gran parte del AOK a Kislovodsk para festejar el Uraza Bairam, la ruptura de ayuno con que concluye el mes de ramadán. Fue algo así como un día triunfal. En un extenso campo de las afueras de la ciudad, el imán de los karachais, un anciano arrugado de voz firme y clara, dirigía un prolongado rezo colectivo; de cara a las colinas cercanas, cientos de gorras, casquetes, sombreros o gorros de piel, en filas prietas, bajaban hasta el suelo y volvían a alzarse al ritmo de su melopea. Luego, en una tarima adornada con banderas alemanas y musulmanas, Kóstring y Bráutigam, cuyas voces amplificaba un altavoz de la PK, proclamaron la creación del Distrito Autónomo karachai. Todas las frases acababan con aclamaciones y disparos de fusil. Voss, con la manos a la espalda, traducía el discurso de Bráutigam; Kóstring leyó el suyo directamente en ruso y, luego, unos jóvenes entusiastas lo lanzaron por los aires varias veces. Bráutigam presentó al cadí Bairamukov, un campesino antisoviético, como nuevo jefe del distrito: el anciano, ataviado con una
cherkesska
y un
beskmet
y tocado con un enorme
papakha
blanco de cordero, dio las gracias solemnemente a Alemania por haber liberado a los karachais del yugo ruso. Un niño trajo ante la tarima un espléndido caballo blanco de Kabardina, cuyo lomo cubría un
sumak
daguestaní de vivos colores. El caballo resopló, sacudiendo la cabeza; el anciano explicó que se trataba de un regalo del pueblo karachai al jefe de los alemanes, Adolf Hitler; Kóstring le dio las gracias y le aseguró que harían llegar el caballo al Führer a Vinnitsa, en Ucrania. Entonces unos muchachos montañeses con el traje tradicional pasearon a hombros a Kóstring y a Bráutigam entre los vítores de los hombres, las albórbolas de las mujeres y las reiteradas salvas de escopetas de mala muerte. Voss, rojo de satisfacción, lo miraba todo encantado de la vida. Fuimos siguiendo a la muchedumbre: al fondo del campo, un breve ejército de mujeres apilaba vituallas encima de largas mesas colocadas bajo unos tejadillos. En grandes calderos de hierro colado cocían a fuego lento increíbles cantidades de carne de cordero, que servían junto con el caldo; también había pollo cocido, ajos silvestres, caviar y
manti,
algo así como unos raviolis caucásicos; las mujeres karachais, preciosas y risueñas algunas de ellas, ponían continuamente nuevos platos ante los comensales; los muchachos estaban apiñados a un lado, cuchicheando con frenesí, mientras sus mayores, sentados, comían. Kóstring y Bráutigam presidían bajo un palio, junto con los ancianos y ante el caballo de Kabardina del que todo el mundo parecía haberse olvidado y que, arrastrando el cabestro, se acercaba a olisquear los platos mientras los espectadores reían. Unos músicos montañeses cantaban largas melopeas acompañándose con unos instrumentos de cuerda pequeños y de sonido bastante agudo; luego, se les unieron unos percusionistas y la música se volvió furibunda, endemoniada; se formó un corro grande y los jóvenes, a quienes dirigía un maestro de ceremonias, bailaron, nobles, espléndidos y viriles, la
lesghinka
y, después, con pasmoso virtuosismo, otras danzas con cuchillos. No había alcohol, pero la mayoría de los comensales alemanes, que se habían acalorado con las viandas y las danzas, parecían estar borrachos, rojos, sudorosos y sobrexcitados. Los karachais celebraban los pasos de danza más conseguidos con salvas, lo que llevaba el frenesí al paroxismo. Me latía el corazón con violencia; Voss y yo llevábamos el compás con pies y manos, y yo gritaba como un loco en el corro de espectadores. Al caer la noche, trajeron antorchas y la fiesta siguió; cuando uno se notaba cansado en exceso, volvía a las mesas para tomar té y comer algo. «¡Los
Ostpolitiker
se han marcado todo un triunfo! Esto convencería a cualquiera», exclamé dirigiéndome a Voss.

Pero las noticias del frente no eran buenas. En Stalingrado, pese a que los boletines militares anunciaban a diario alguna ruptura decisiva del frente, el 6º Ejército, según el Abwehr, se había estancado por completo en el centro de la ciudad. Los oficiales que volvían de Vinnitsa aseguraban que en el cuartel general imperaba un ambiente deplorable y que el Führer ya casi ni dirigía la palabra a los generales Keitel y Jodl, a quienes había prohibido sentarse con él a la mesa. Corrían siniestros rumores por los círculos militares, y Voss me los contaba a veces: el Führer padecía agotamiento nervioso, caía en ataques de demencia rabiosa y tomaba decisiones contradictorias e incoherentes; los generales estaban empezando a perder la confianza. Por supuesto que se trataba de exageraciones, pero el propio hecho de que corriesen tales rumores por el ejército me parecía preocupante y lo cité en el capítulo
Estado anímico de la Wehrmacht.
Hohenegg había regresado, pero la conferencia en que participaba transcurría en Kislovodsk y aún no lo había visto; al cabo de unos días, me mandó una nota para invitarme a cenar. Voss, por su parte, había ido a reunirse con el III.er Cuerpo blindado en Projladny; Von Kleist estaba preparando otra ofensiva hacia Nalchik y Oryonikidze y quería seguirla de cerca para garantizar la seguridad de las bibliotecas y los institutos.

Aquella misma mañana, vino a mi despacho el Leutnant Reuter, un ayudante de Von Gilsa: «Tenemos un caso curioso que debería usted ver. Se ha presentado aquí un viejo; ha venido porque ha salido de él. Cuenta cosas muy raras y dice que es judío. El Oberst propone que lo interrogue usted».. —«Si es judío, habría que enviarlo al Kommando».. —«Es posible. Pero ¿no quiere usted verlo? Le aseguro que es algo pasmoso». Un ordenanza me trajo al hombre. Era un anciano de elevada estatura y larga barba blanca; resultaba evidente que era todavía un hombre vigoroso. Llevaba una
cherkesska
negra, unas botinas de cuero flexible con chanclos de campesino ucraniano y un casquete bordado muy bonito, morado, azul y dorado. Le indiqué con un ademán que se sentara y, un tanto contrariado, le dije al ordenanza: «Supongo que sólo habla ruso. ¿Dónde está el
Dolmetscher?».
El viejo me miró con ojos penetrantes y me dijo en un griego clásico de curioso acento, pero comprensible: «Veo que eres hombre educado. Debes de saber griego». Me quedé cortado, despedí al ordenanza y respondí: «Sí, sé griego. Y tú ¿cómo es que hablas esa lengua?». No hizo caso de mi pregunta. «Me llamo Nahum ben Ibrahim, de Magaramkend, en la
goubernatoria
de Derbent. Para los rusos, tomé el nombre de Shamiliev, en honor al gran Shamil con quien combatió mi padre. Y tú ¿cómo te llamas?». —«Me llamo Maximilian y vengo de Alemania».. —«¿Y quién era tu padre?» Sonreí: «¿Qué te importa a ti mi padre, anciano?».. —«¿Cómo quieres que sepa con quién estoy hablando si no conozco a tu padre?» Ahora me daba cuenta de que en el griego que hablaba había giros por completo inusuales, pero conseguía entenderlo. Le dije cómo se llamaba mi padre y pareció satisfecho. Luego, le dije: «Si tu padre luchó con Shamil, debes de ser muy viejo».. —«Mi padre murió gloriosamente en Dargo, tras haber matado a decenas de rusos. Era un hombre muy piadoso y Shamil respetaba su religión. Decía que nosotros, los
Dagh-Chufuti,
creíamos en Dios mejor que los musulmanes. Me acuerdo del día en que lo dijo ante sus
murid,
en la mezquita de Vedeno».. —«¡Es imposible! No has podido conocer personalmente a Shamil. ¡Enséñame el pasaporte!» Me tendió un documento que hojeé deprisa. «¡Fíjate! Aquí pone que naciste en 1866. En aquella época Shamil estaba ya en manos de los rusos, en Kaluga». Me quitó calmosamente el pasaporte de las manos y se lo guardó en un bolsillo interior. Parecía como si los ojos le chispeasen de guasa y malicia. «¿Cómo quieres que un pobre
chinovnik
-usó la palabra rusa de Derbent, un hombre que ni siquiera acabó la escuela primaria, sepa cuándo nací? Contaron setenta años cuando se hizo este papel, sin preguntarme nada. Pero soy mucho más viejo. Nací antes de que Shamil soliviantase a las tribus. Era ya un hombre cuando esos perros rusos mataron a mi padre en Dargo. Habría ocupado su lugar junto a Shamil, pero ya estaba entregado al estudio de la Ley y Shamil me dijo que tenía suficientes guerreros, pero que también necesitaba hombres sabios». Yo no sabía qué pensar; parecía convencido de lo que decía, pero era algo bastante extraordinario: y en tal caso, tendría por lo menos ciento veinte años. «¿Y el griego? ¿Dónde lo aprendiste?», volví a preguntar.. —«Daguestán no es Rusia, joven oficial. Antes de que los rusos los mataran sin compasión, los hombres más sabios del mundo vivían en Daguestán, musulmanes y judíos. La gente venía de Arabia, de Turquestán e incluso de China para consultarlos. Y los
Dagh-Chufuti
no son los judíos piojosos de Rusia. La lengua de mi madre es el parsi, y todo el mundo habla turco. Aprendí el ruso para comerciar, porque, como decía el rabino Eliezer, el pensamiento de Dios no llena el estómago. El árabe lo estudié con los imanes de las madrazas de Daguestán, y el griego y el hebreo en los libros. Nunca aprendí esa lengua de los judíos de Polonia, que no es más que alemán, una lengua de
niemtsy». Meirakion.
También leí a vuestro Platón y a vuestro Aristóteles. Pero los leí con Moisés de León, lo que resulta muy diferente». Yo llevaba un rato mirándole fijamente la barba, recortada en cuadrado, y, sobre todo, el labio superior, afeitado. Había algo que me intrigaba: el labio superior, bajo la nariz, era liso, sin la parte hundida que hay habitualmente en el centro. «¿Cómo es que tienes el labio así? Nunca he visto nada igual». Se frotó el labio: «¿Esto? Cuando nací el ángel no me selló los labios. Y por eso me acuerdo de todo lo que sucedió antes».. —«No entiendo».. —«Y eso que eres un hombre instruido. Todo eso está escrito en el
Libro de la Creación del Niño de los Pequeños Midrashim.
En un principio, los padres del hombre copulan. Y así se crea un gota en la que Dios introduce el espíritu del hombre. Luego, el ángel lleva esa gota al Paraíso por la mañana y al Infierno por la noche; después, le enseña en dónde vivirá en la tierra y en dónde la enterrarán cuando Dios llame al espíritu que puso en ella. Y, luego, escrito está lo siguiente. Discúlpame si lo recito mal porque tengo que traducir del hebreo, porque tú no sabes hebreo:
Pero el ángel siempre devuelve la gota al cuerpo de la madre y el santo, loado sea, cierra tras de ella puertas y cerrojos. Y el santo, loado sea, le dice: Hasta ahí irás y no más allá. Y el niño se queda en el seno de la madre durante nueve meses.
Y, luego, está escrito:
El niño come de cuanto come su madre, bebe de cuanto bebe su madre y no elimina excrementos pues, si lo hiciera, mataría a su madre.
Y, luego, está escrito: Y
cuando llega el momento en que debe venir al mundo, se le presenta el ángel y le dice: Sal, pues llegado es el momento de que aparezcas en el mundo. Y el espíritu del niño responde: Ya dije a quien estuvo aquí que estoy satisfecho del mundo en que he vivido. Y el ángel le responde: El mundo al que te llevo es hermoso. Y después: Mal que te pesare, te formaron en el cuerpo de tu madre y mal que te pese naciste para venir al mundo. Acto seguido, el niño empieza a llorar. ¿Y por qué llora? Por el mundo en donde había vivido y que tiene que dejar. Y, no bien ha salido, el ángel le da un golpe en la nariz y le apaga la luz que tiene sobre la cabeza; obliga a salir al niño asu pesar y el niño olvida cuanto vio. Y no bien sale, empieza a llorar.
Ese golpe en la nariz que menciona el libro es lo siguiente: el ángel le sella los labios al niño y ese sello deja una marca. Pero el niño no olvida en el acto. Cuando mi hijo tenía tres años, hace mucho tiempo, lo sorprendí una noche junto a la cuna de su hermanita: "Hablame de Dios -le decía-, que se me está olvidando". Por eso el hombre tiene que volver a aprenderlo todo acerca de Dios mediante el estudio y por eso los hombres se vuelven perversos y se matan entre sí. Pero a mí el ángel me hizo salir sin sellarme los labios, como puedes ver, y me acuerdo de todo».. —«¿Entonces te acuerdas del sitio en donde te enterrarán?», le pregunté. Sonrió de oreja a oreja: «Por eso precisamente he venido a verte aquí».. —«¿Y está lejos?». —«No. Te lo puedo enseñar si quieres». Me levanté y cogí el gorro: «Vamos».

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