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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (61 page)

BOOK: Las benévolas
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Fue también durante esos primeros días de marzo de 1943 cuando el doctor Mandelbrod me invitó a tomar el té.

Hacía ya tiempo que conocía a Mandelbrod y a su socio, Herr Leland. Antiguamente, después de la Gran Guerra -y quizá incluso antes, pero no tengo modo de comprobarlo mi padre había trabajado para ellos (también mi tío, por lo visto, hizo de agente para ellos en alguna ocasión). Por lo que había ido entendiendo poco a poco, sus relaciones iban más allá del simple trato entre jefe y empleado; cuando mi padre desapareció, el doctor Mandelbrod y Herr Leland ayudaron a mi madre en sus investigaciones y es posible que también le echasen una mano en lo económico, pero eso ya no es tan seguro. Y siguieron desempeñando un papel en mi vida; en 1934, cuando me disponía a romper con mi madre para irme a Alemania, entré en contacto con Mandelbrod, que llevaba mucho siendo una figura respetada dentro del Movimiento; me animó, me ofreció su ayuda; también fue él quien me empujó -pero ahora por Alemania, y no por Francia a seguir adelante con mis estudios y se hizo cargo de matricularme en Kiel y de inscribirme en las SS. Pese a que su apellido sonaba a judío, era, igual que el ministro Rosenberg, un alemán puro, de antigua cepa prusiana, y quizá con alguna gota de sangre eslava; en cuanto a Herr Leland, era de origen británico, pero sus convicciones germanófilas lo habían movido a renegar de su país natal mucho antes de que yo naciera. Eran industriales, pero sería difícil definir qué posición exacta tenían. Pertenecían a varios consejos de administración y, sobre todo, al de IG Farben y tenían participación financiera en más empresas, sin que sus nombres se vinculasen a ninguna de ellas en particular; se decía de ellos que eran muy influyentes en el sector químico (ambos pertenecían al
Reichsgruppe
de la industria química) y también en el sector de los metales. Estaban además muy próximos al Partido desde el
Kampfzeit
y habían participado en su financiación al principio; según Thomas, con quien había hablado de esto en una ocasión, tenían puestos en la cancillería del Führer, pero sin estar del todo subordinados a Philipp Bouhler, y los recibían en las más altas esferas de la cancillería del Partido. Para terminar, el Reichsführer-SS los había nombrado SS-Gruppenführer honoríficos y miembros del
Freundeskreis Himmler;
pero Thomas, con tono misterioso, afirmaba que tal cosa no otorgaba a las SS ninguna influencia sobre ellos y que, en caso de haber influencia, más bien iría en sentido contrario. Lo vi muy impresionado cuando le conté qué relaciones tenía con ellos y estaba claro que incluso me envidiaba un tanto por contar con tales protectores. Sin embargo, el interés que sentían éstos por mi carrera había variado según las diferentes épocas: cuando me quedé, por así decirlo, en vía muerta, después del informe que hice en 1939, intenté verlos; pero era una temporada movida, tardé varios meses en conseguir una respuesta y no me invitaron a cenar hasta el momento de la invasión de Francia: Herr Leland había estado más bien taciturno, como solía, y al doctor Mandelbrod le preocupaba sobre todo la situación política; no salió el tema de mi trabajo y no me atreví a sacarlo yo. Desde entonces no había vuelto a verlos. Así que la invitación de Mandelbrod me pilló de improviso: ¿qué podía querer de mí? Para aquella ocasión me puse el uniforme nuevo y todas las condecoraciones. Tenían los despachos privados en las dos últimas plantas de un espléndido edificio que daba a la Unter den Linden, junto a la Academia de Ciencias y de la sede de la
Reichsvereinigung Kohle,
la Sociedad del Carbón, en donde también desempeñaban, por cierto, algún papel. En la entrada no había placa alguna. En el vestíbulo, examinó mi documentación una joven de larga melena castaña recogida hacia atrás, que iba vestida de color antracita y sin insignias, pero cuyo atuendo tenía parecido con un uniforme, con pantalón masculino y botas en vez de falda. Tras quedar conforme, me acompañó hasta un ascensor privado que puso en marcha con una llave que llevaba colgada del cuello con una cadena larga, y fue conmigo hasta el último piso sin decir palabra. Nunca había venido aquí: en los años treinta, tenían otra dirección y, en cualquier caso, los veía casi siempre en un restaurante o en alguno de los grandes hoteles. El ascensor daba a una amplia sala de espera con muebles de madera y cuero oscuro, con elementos decorativos de estaño pulimentado y cristal opaco embutidos, elegantes y discretos. La mujer que me escoltaba me dejó allí; otra, vestida igual que ella, me cogió el abrigo y fue a colgarlo a un guardarropa. Me rogó también que le diera el arma reglamentaria y, cogiéndola con pasmosa naturalidad entre los bonitos dedos de primorosa manicura, la metió en un cajón y la cerró con llave. No tuve que esperar y me hizo pasar por una puerta doble y acolchada. El doctor Mandelbrod me esperaba al fondo de una enorme estancia detrás de un ancho escritorio de caoba con reflejos rojizos, de espaldas a un largo ventanal, opaco también, por el que se filtraba una luz pálida y lechosa. Me pareció aún más grueso que la última vez que lo había visto. Varios gatos paseaban por las alfombras o dormían encima de los muebles de cuero o del escritorio. Me indicó, con dedos como salchichas, un sofá colocado a la izquierda ante una mesa baja: «Hola, hola. Siéntate, que enseguida voy». Nunca había comprendido cómo una voz tan melodiosa podía salir de tantas capas de grasa: siempre me resultaba sorprendente. Con la gorra debajo del brazo, crucé la habitación y me senté, quitándole el sitio a un gato blanco y atigrado, que no se lo tomó a mal, sino que se deslizó bajo la mesa y fue a acomodarse en otro sitio. Examiné la estancia: todas las paredes estaban acolchadas de cuero y, dejando aparte elementos estilísticos como los de la entrada, no había decoración alguna, ni cuadros, ni fotos, ni siquiera un retrato del Führer. En cambio el tablero de la mesa baja era de una soberbia marquetería, un complejo laberinto de maderas preciosas que protegía una gruesa placa de cristal. Sólo los pelos de gato, pegados a los muebles y las alfombras, desmerecían de aquel decorado discreto en el que se amortiguaban los sonidos. Reinaba un olor más o menos desagradable. Uno de los gatos se frotó contra las botas con el rabo en alto; intenté echarlo con la punta del pie, pero no me hizo caso. Entretanto, Mandelbrod debía de haber apretado un botón oculto: se abrió una puerta casi invisible en la pared, a la derecha del escritorio, y entró otra mujer, vestida como las dos primeras, pero completamente rubia. Se puso detrás de Mandelbrod, tiró de él hacia atrás, lo hizo girar y lo empujó hacia mí, a lo largo del escritorio. Me puse de pie. Mandelbrod había engordado desde luego; antes se movía en una silla de ruedas normal, pero ahora estaba acomodado en un ancho sillón circular montado en una plataforma pequeña, como si fuera un enorme ídolo oriental, del tamaño de un elefante, e impávido. La mujer empujaba aquella mole sin esfuerzo aparente, accionando y controlando sin duda un sistema eléctrico. Lo colocó delante de la mesa baja, que yo circunvalé para darle la mano; apenas si me rozó la yema de los dedos, mientras la mujer se iba por donde había venido. «Siéntate, por favor», susurró con aquella voz tan bonita. Llevaba un grueso traje de lana parda; la corbata desaparecía bajo un plastrón de carne que le colgaba del cuello. Sonó debajo de él un ruido grosero y me llegó un olor espantoso; me esforcé en seguir impasible. Al tiempo, se le subió un gato a las rodillas y Mandelbrod estornudó, luego se puso a acariciarlo, antes de volver a estornudar: cada estornudo llegaba como una explosión pequeña que sobresaltaba al gato. «Soy alérgico a estas pobres criaturas -sorbió-, pero me gustan demasiado». La mujer volvió a aparecer con una bandeja; se nos acercó con paso regular y firme, puso un servicio de té en la mesa baja, fijó una mesita al brazo del sillón de Mandelbrod, nos sirvió dos tazas y volvió a desaparecer, y todo de forma tan discreta y tan silenciosa como si fuera uno de los gatos. «Hay azúcar y leche -dijo Mandelbrod—sírvete. Yo no tomo». Me examinó atentamente durante unos instantes: una luz maliciosa le chispeaba en los ojillos casi enterrados en los pliegues de grasa: «Estás cambiado -dijo-. El Este te ha sentado bien. Has madurado. Tu padre habría estado orgulloso de ti». Esas palabras me llegaron a lo más hondo: «¿Usted cree?».. —«Desde luego. Has hecho un trabajo notable: tus informes le llamaron la atención al mismísimo Reichsführer. Nos enseñó el álbum que preparaste en Kiev. Tu jefe quiso quedarse con todo el mérito, pero nosotros sabíamos que era cosa tuya. De todas formas, eso fue una bagatela. Pero los informes que has redactado, sobre todo estos últimos meses, eran excelentes. En mi opinión, tienes ante ti un porvenir brillante». Se calló y me contempló: «¿Qué tal va la herida?», preguntó por fin.. —«Bien, Herr Doktor. Ya está curada; sólo tengo que descansar un poco más de tiempo».. —«¿Y después?». —«Volveré a incorporarme al servicio, claro».— «¿Y qué piensas hacer?». —«No lo sé exactamente. Dependerá de lo que me propongan».. —«Sólo depende de ti que te propongan lo que quieras. Si eliges bien, se te abrirán las puertas, te lo aseguro».. —«¿En qué está usted pensando, Herr Doktor?» Alzó despacio la taza de té, sopló y bebió ruidosamente. Yo también bebí un poco. «Creo saber que en Rusia te ocupaste sobre todo de la cuestión judía, ¿verdad?». —«Sí, Herr Doktor -dije algo violento-, pero no sólo de eso». Mandelbrod siguió diciendo con aquella voz suya uniforme y melodiosa: «Desde la posición en que estabas, no podías, desde luego, percatarte ni de la amplitud del problema ni de la amplitud de la solución que se le está dando. Sin duda, has oído rumores: son ciertos. Desde finales de 1941, esa solución se ha ampliado a todos los países de Europa, dentro de la medida de lo posible. El programa está a punto desde la primavera del año pasado. Ya hemos tenido éxitos considerables, pero dista mucho de haber concluido. Ahí hay sitio para hombres enérgicos y entregados a la causa como tú». Noté que me ruborizaba: «Le agradezco la confianza, Herr Doktor. Pero debo decirle que ese aspecto de mi trabajo siempre me pareció dificilísimo y superior a mis fuerzas. Ahora desearía centrarme en algo que se ajustara más a mis capacidades y a mis conocimientos, como el derecho constitucional, o incluso las relaciones jurídicas con los demás países europeos. La construcción de la nueva Europa es un tema que me atrae mucho». Mientras yo soltaba mi perorata, Mandelbrod se había acabado el té; la amazona rubia volvió a aparecer y a cruzar la habitación, le sirvió otra taza y se volvió a marchar. Mandelbrod tomó otro sorbo. «Me hago cargo de esas vacilaciones -dijo por fin-. ¿Por qué cargar con las tareas penosas, si hay otros que pueden hacerlas? Esa es la mentalidad de estos tiempos. En la otra guerra era diferente. Cuanto más difícil o más peligrosa era una tarea, más hombres se agolpaban para hacerla. Tu padre, por ejemplo, opinaba que la dificultad en sí era razón suficiente para hacer una cosa, y para hacerla a la perfección. Tu abuelo era un hombre de ese mismo temple. En nuestros días, pese a todos los esfuerzos del Führer, los alemanes se van hundiendo en la molicie, la indecisión, las contemporizaciones». Noté el insulto indirecto como una bofetada; pero había dicho algo que me importaba más. «Discúlpeme, Herr Doktor, ¿he creído comprender que conoció usted a mi abuelo?» Mandelbrod dejó la taza: «Pues claro. El también trabajó con nosotros cuando estábamos empezando. Un hombre asombroso». Alargó la mano hinchada hacia el escritorio: «Ve a mirar ahí». Obedecí. «¿Ves el portadocumentos de cuero? Tráemelo». Volví junto a él y se lo entregué. Se lo puso en las rodillas, lo abrió y sacó una foto, que me alargó: «Mira». Era una foto antigua en sepia, un tanto amarillenta: tres personas juntas con un telón de fondo de árboles tropicales. La mujer del centro tenía una carita de muñeca, que no había perdido aún la redondez de la adolescencia; los dos hombres llevaban trajes claros de verano: el de la izquierda, de cara estrecha y rasgos un poco desenfocados, con un mechón cruzándole la frente, llevaba además corbata; el hombre de la derecha llevaba el cuello de la camisa abierto y, más arriba, el rostro era anguloso, como tallado en una piedra preciosa; ni siquiera las gafas de cristales ahumados conseguían ocultar la intensidad alegre y cruel de los ojos. «¿Quién de los dos es mi abuelo?», pregunté fascinado y, también, angustiado. Mandelbrod me señaló al hombre de la corbata. Volví a mirarlo: al contrario que el otro hombre, tenía ojos enigmáticos y casi transparentes. «¿Y la mujer?», seguí preguntando, aunque intuyéndolo ya.. —«Tu abuela. Se llamaba Eva. Una mujer espléndida, magnífica». En verdad, no conocía a ninguno de los dos: mi abuela había muerto mucho antes de nacer yo y las escasas visitas de mi abuelo, cuando era yo muy pequeño, no me habían dejado recuerdo alguno. Había muerto poco antes de que desapareciera mi padre. «¿Y quién es el otro hombre?» Mandelbrod me miró con sonrisa seráfica: «¿No lo adivinas?». Lo miré: «¡No puede ser!», exclamé. No perdió la sonrisa. «¿Y eso por qué? ¿No irás a pensar que tuve siempre el aspecto que tengo ahora?» Tartamudeé, confuso: «¡No, no, no quería decir eso, Herr Doktor! Pero la edad... En la foto aparenta tener la misma edad que mi abuelo». Otro gato, que andaba de paseo por la alfombra, se subió de un salto ágil al respaldo del sillón y se le puso en el hombro, restregándose contra aquella cabeza tan grande. Mandelbrod volvió a estornudar. «En realidad -dijo entre dos estornudo sera mayor que él. Pero me conservo bien». Yo seguía mirando todos los detalles de la foto con avidez. ¡Cuántas cosas más podía revelarme! Pregunté tímidamente: «¿Puedo quedarme con ella, Herr Doktor?».. —«No». Decepcionado, se la devolví; volvió a guardarla en el portadocumentos y me mandó que volviera a dejarlo encima del escritorio. Volví y me senté de nuevo. «Tu padre era un nacionalsocialista de verdad -manifestó Mandelbrod-, incluso antes de que existiera el Partido. Los hombres de aquella época vivían sometidos a ideas falsas: para ellos nacionalismo quería decir patriotismo ciego y ramplón, patriotismo de terruño, acompañado de una tremenda injusticia interna; para sus adversarios, el socialismo era una falsa igualdad internacional y de clase, y una lucha entre las clases dentro de cada nación. En Alemania, tu padre fue uno de los primeros en darse cuenta de que era preciso conceder un papel de igual importancia, con un respeto mutuo, a todos los miembros de la nación, pero sólo dentro de la nación. Todas las grandes sociedades de la historia fueron, a su manera, nacionales y socialistas. Fíjate en Temudjin, el proscrito: hasta que no consiguió que se impusiera esta idea y que las tribus se unificasen basándose en ella, los mogoles no pudieron conquistar el mundo en nombre de ese desclasado convertido en Emperador Oceánico, Gengis Kan. Le hice leer al Reichsführer un libro sobre él y se quedó muy impresionado. Con una sensatez tremenda y feroz, los mogoles lo fueron arrasando todo para volver a construirlo después sobre bases sanas. Toda la infraestructura del Imperio ruso, todos los asentamientos sobre los que edificaron, después, los alemanes, en su territorio, como subditos de zares que de hecho eran alemanes también, todo se lo deben a los mogoles: las carreteras, el dinero, el servicio de correos, las aduanas, la administración. Y hasta que los mogoles se jugaron su pureza al casarse, generación tras generación, con mujeres extranjeras, y muchas veces, por cierto, tomándolas de entre los nestorianos, es decir, los más judíos de los cristianos, no se desbarató ni se desplomó su imperio. Los chinos nos brindan el caso contrario, pero no menos instructivo: no se mueven de su Imperio de Enmedio, pero absorben y

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