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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (65 page)

BOOK: Las benévolas
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Thomas sí que era un hombre de convicciones, y claramente de convicciones compatibles por completo con la persecución de sus ambiciones y del placer. Al regresar al hotel, me encontré una notita suya para invitarme al ballet. Lo llamé por teléfono para disculparme; sin darme tiempo a ello, me soltó: «¿Qué, qué tal ha ido?» y, luego, empezó a explicarme por qué, por su lado, no conseguía nada. Lo escuché con paciencia y, en cuanto se me presentó la primera oportunidad, intenté rechazar la invitación. Pero no quiso saber nada: «Te estás volviendo huraño. Te sentará bien salir». La verdad es que la idea aquella me aburría una barbaridad, pero acabé por transigir. Por supuesto que todos los rusos estaban vedados; bailaban unos
divertimenti
de Mozart, los ballets de
Idomeneo
y, luego, una
Gavota
y las
Naderías.
La orquesta la dirigía Karajan, una estrella joven en alza, a la sazón, cuya fama no eclipsaba aún la de Furtwángler. Me reuní con Thomas junto a la entrada de artistas: uno de sus amigos le había conseguido un palco privado. Todo estaba soberbiamente organizado. Unas acomodadoras atentísimas nos cogieron los abrigos y las gorras y nos llevaron a un ambigú en donde nos sirvieron un aperitivo en compañía de unos cuantos músicos y de unas aspirantes a estrellas de los estudios de Goebbels, que se quedaron encantadas enseguida con la labia y la buena planta de Thomas. Cuando nos condujeron al palco, que estaba al pie del escenario, encima de la orquesta, le cuchicheé: «¿No intentas invitar a alguna?». Thomas se encogió de hombros: «¡Estás de guasa! ¡Para tener la vez detrás del buen doctor hay que ser por lo menos Gruppenführer!». Yo había soltado la broma de forma mecánica, sin convicción alguna; seguí encerrado en mí mismo, hostil a todo; pero en cuanto empezó el espectáculo, me quedé arrobado. Tenía a los bailarines a pocos metros de mí y, al mirarlos, me sentía pobre y demacrado y mísero, como si aún no me hubiera sacudido del cuerpo el frío y el miedo del frente. Y ellos, esplendorosos, saltaban, como para marcar una distancia infranqueable, con sus trajes brillantes, y aquellos cuerpos rutilantes y suntuosos me dejaban petrificado y me enloquecían de excitación (pero era una excitación vana, sin meta, desvalida). El oro, los cristales, las arañas, el tul, la seda, las joyas opulentas, los dientes deslumbrantes de los artistas y sus músculos resplandecientes me agobiaban. En el primer entreacto, sudando con aquel uniforme, me abalancé hacia el bar y tomé varias copas; luego, me llevé la botella al palco. Thomas me miraba, divertido, y bebía también, pero con más calma. En el otro lado de la sala, en un palco del primer piso, una mujer me miraba con unos prismáticos. Estaba demasiado lejos, no conseguía verle los rasgos y yo no tenía prismáticos, pero estaba claro que tenía la vista clavada en mí y aquel jueguecito acabó por irritarme una barbaridad; en el segundo entreacto, no hice el menor intento por ir a su encuentro; busqué refugio en el ambigú privado y seguí bebiendo con Thomas, pero, en cuanto se reanudó el ballet, me porté como un niño. Aplaudía y pensé incluso en mandarle flores a una de las bailarinas, pero no sabía por cuál decidirme, y además no sabía cómo se llamaban ni lo que había que hacer y me daba miedo equivocarme. La mujer seguía mirándome, pero me importaba un bledo. Bebí más y me reí. «Tenías razón -le dije a Thomas-; era una buena idea». Todo me maravillaba y me asustaba. No conseguía entender la belleza de los cuerpos de los bailarines, una belleza casi abstracta, asexuada, sin distinción entre hombres y mujeres: aquella belleza casi me escandalizaba. Al terminar el ballet, Thomas me llevó a una callecita de Charlottenburg; para mayor espanto mío, me di cuenta, al entrar, de que era un burdel, pero era demasiado tarde para dar marcha atrás. Seguí bebiendo y tomé unos bocadillos mientras Thomas bailaba con las mozas ligeras de ropa que estaba claro que lo conocían muy bien. Había otros oficiales y algunos civiles. En un gramófono sonaban discos americanos, un jazz frenético y crispante por el que cruzaba la risa desapacible y extraviada de las putas. La mayoría iba sólo en ropa interior de seda de colores y aquella carne fofa, desabrida, dormida, que Thomas agarraba a manos llenas, me daba asco. Una de las mujeres intentó sentárseme en las rodillas, la rechacé con suavidad, poniéndole una mano en el vientre descubierto, pero insistía; la mandé a paseo con brutalidad y ella se ofendió. Estaba lívido y descompuesto; todo relucía, todo repiqueteaba y me hacía daño. Thomas vino, riéndose, a llenarme otra vez la copa: «Si no te gusta ésa, no merece la pena montar un escándalo; hay más». Movía la mano, con la cara enrojecida: «Escoge, escoge, que yo invito». No me apetecía nada, pero insistía; por fin, para que me dejase en paz, agarré por el gollete la botella que me estaba bebiendo y subí con una de las mujeres, escogida al azar. En su cuarto, todo estaba más tranquilo. Me ayudó a quitarme la guerrera, pero cuando quiso desabrocharme la camisa, la detuve e hice que se sentara. «¿Cómo te llamas?», le pregunté.. —«Emilie», contestó, usando la forma francesa del nombre.. —«Cuéntame una historia, Émilie».. —«¿Qué clase de historia, Herr Offizier?». —«Cuéntame tu infancia». Las primeras palabras que dijo me dejaron helado: «Tenía una hermana gemela. Se murió a los diez años. Las dos teníamos la misma enfermedad, reuma articular agudo, y luego ella se murió de uremia, el agua subía, subía... murió asfixiada». Rebuscó en un cajón y sacó dos fotos enmarcadas. En la primera se veía a las dos gemelas juntas, con ojos grandes y lazos en el pelo, a la edad de diez años; en la otra, a la muerta metida en su caja y rodeada de tulipanes. «En casa, pusieron esta foto colgada de la pared. A partir de ese día, mi madre no aguantaba ya los tulipanes, el olor de los tulipanes. Decía:
Perdí al ángel y me quedó el diablo.
Después de aquello, cuando me veía por casualidad en un espejo, me parecía que estaba viendo a mi hermana muerta. Y volvía del colegio corriendo, a mi madre le daba un ataque de nervios tremendo, le parecía que estaba viendo a mi hermana; así que hacía el esfuerzo de volver siempre despacio del colegio».. —«¿Y cómo acabaste aquí?», le pregunté. Pero la mujer, cansada, se había quedado dormida en el sofá. Me puse de codos en la mesa y la miré, bebiendo de vez en cuando. Se despertó: «Ay, perdón, me desnudo ahora mismo». Le sonreí y contesté: «No merece la pena». Me senté en el sofá, le puse la cabeza en mis rodillas y le acaricié el pelo. «Venga, duerme un poco más».

Me estaba esperando otro recado en el hotel Edén: «Frau Von Üxküll -me explicó el portero-. Este es el número al que puede llamarla». Subí y me senté en mi sofá sin desabrocharme siquiera la guerrera, muy aplanado. ¿Por qué entrar así en contacto conmigo después de todos aquellos años? ¿Por qué ahora? Habría sido incapaz de decir si quería volver a verla; pero sabía que si era un deseo de ella, me sería tan imposible no volver a verla como dejar de respirar. Aquella noche no dormí, o casi no dormí. Los recuerdos afluían de forma brutal; a diferencia de los que llegaban en amplias oleadas en Stalingrado, habían dejado de ser los recuerdos solares que estallaban con la fuerza de la felicidad, sino que eran recuerdos teñidos ya con la fría luz de la luna llena, blanca y amarga. En primavera, tras regresar de los deportes de invierno, volvimos a nuestros juegos en el granero, desnudos, luminosos entre la luz cargada de polvo, entre las muñecas y las maletas apiladas y las perchas atestadas de ropa vieja detrás de las que nos acurrucábamos. Salíamos del invierno y yo estaba descolorido y no tenía aún ni un pelo; en cuanto a ella, le estaba apareciendo entre las piernas la sombra de un mechón y unos senos diminutos empezaban a deformarle el pecho, que a mí me gustaba bien plano y liso. Pero no había forma alguna de dar marcha atrás. Aún hacía frío y se nos ponía la piel tensa y erizada. Una se puso encima de mí, pero ya le corría por la cara interna de los muslos un hilillo de sangre. Lloraba: «Ya empieza; ya empieza la degradación». La tomé en mis brazos flacos y lloré con ella. Aún no teníamos trece años. No era justo: yo quería ser como ella. ¿Por qué no podía sangrar yo también, compartir aquello? ¿Por qué no podíamos ser iguales? Yo todavía no eyaculaba, y seguíamos jugando; pero es posible que ahora nos observásemos mutuamente, que nos observásemos a nosotros mismos un poco más, y eso traía ya consigo una distancia, ínfima sin duda, pero que nos obligaba quizá a forzar las cosas a veces. Luego, llegó lo inevitable: aquella crema blancuzca, un día, en mi mano y en mis muslos. Se lo dije a Una, y se la enseñé. Le fascinaba, pero cogió miedo, le habían explicado las leyes de la mecánica. Y, por primera vez, el desván nos pareció lúgubre, polvoriento, atestado de telarañas. Quería besarle un pecho, redondo ya, pero no le interesaba y se arrodilló, presentándome las estrechas nalgas de adolescente. Había traído coldcream, que había cogido del cuarto de baño de nuestra madre: «Mira -me explicó-. Por aquí no puede pasar nada». Más aún que de la sensación, me acuerdo del olor acre y obsesivo de la crema. Estábamos entre la Edad de Oro y la Caída.

Cuando la llamé, al final de la mañana, le oí una voz completamente tranquila. «Estamos en el Kaiserhof».. —«¿Estás libre?». —«Sí. ¿Podemos vernos?». —«Paso a recogerte». Me estaba esperando en el vestíbulo y se puso de pie al verme. Me quité la gorra y me besó delicadamente en la mejilla. Luego retrocedió un paso para contemplarme. Estiró un dedo y dio unos golpecitos con la uña en uno de los botones con la cruz gamada de mi guerrera. «Te sienta bastante bien este uniforme». La miré sin decir nada: no había cambiado; estaba algo más madura, desde luego, pero seguía igual de guapa. «¿Qué haces aquí?», pregunté.. —«Berndt tenía asuntos que solucionar con su notario. Me dije que a lo mejor estabas en Berlín y me entraron ganas de verte».. —«¿Cómo me has encontrado?». —«Un amigo que tiene Berndt en el OKW llamó por teléfono a Prinz-Albrechtstrasse y le dijeron dónde te alojabas. ¿Qué quieres hacer?». —«¿Tienes tiempo?». —«Todo el día».. —«Pues entonces vamos a Potsdam. Comemos y nos paseamos por el parque».

Era uno de los primeros días buenos del año. El aire se iba haciendo tibio, los árboles retoñaban bajo un sol pálido todavía. En el tren, cruzamos pocas palabras; Una parecía distante y yo, si he de decir la verdad, estaba aterrado. Con la cara vuelta hacia la ventanilla, ella miraba pasar los árboles aún sin hojas del bosque de Grunewald; y yo miraba aquella cara. Bajo el poblado cabello de azabache, parecía casi translúcida; largas venas azules se le dibujaban con claridad bajo la piel lechosa. Una de ellas le salía de la sien y le rozaba el rabillo del ojo, luego le cruzaba la mejilla con una prolongada curva, como si fuera un chirlo. Me imaginaba el pulso lento de la sangre bajo aquella superficie tan compacta y honda como los óleos opalescentes de un maestro flamenco. En la base del cuello, nacía otra red de venas, que se desplegaba pasando por encima de la frágil clavícula e iba, por debajo del jersey, bien lo sabía yo, como dos manos grandes y abiertas, a irrigar los senos. En cuanto a los ojos, se los veía reflejados en el cristal, sobre el fondo pardo de los troncos prietos, incoloros, lejanos, ausentes. En Potsdam, conocía yo un restaurante pequeño cerca de la Garnisonskirche. Las campanas del carillón tocaban una breve melodía melancólica tomada de una pieza de Mozart. El restaurante estaba abierto: «Las ideas fijas de Goebbels no son de curso legal en Potsdam», comenté. Pero incluso en Berlín la mayoría de los restaurantes estaban volviendo a abrir. Pedí vino y le pregunté a mi hermana por la salud de su marido. «Está bien», me contestó lacónicamente. Sólo iban a estar en Berlín unos pocos días; luego, se iban a un sanatorio suizo, en donde tenía que hacer una cura Von Üxküll. Entre titubeos, quise hacerle hablar de su vida en Pomerania. «No tengo queja -aseguró mirándome con aquellos grandes ojos claros-. Los granjeros de Berndt nos traen comida y tenemos todo lo que necesitamos. Incluso conseguimos pescado. Leo mucho, doy paseos. La guerra me parece muy lejana».. —«Se va acercando», dije con dureza.. —«Pero ¿no creerás que van a llegar hasta Alemania?» Me encogí de hombros: «Todo es posible». Seguíamos hablando de forma fría y embarazada; me daba cuenta, pero no sabía cómo romper aquella frialdad que a ella parecía no importarle. Bebimos y comimos algo. Por fin se aventuró a decir con acento algo más suave: «He oído que te hirieron. A unos amigos militares de Berndt. Llevamos una vida bastante retirada, pero él conserva algunos contactos. No me dieron detalles y me preocupé. Pero ahora que te veo me doy cuenta de que no debió de ser nada serio». Entonces le conté, con calma, lo que había pasado y le enseñé el agujero. Soltó los cubiertos y se puso lívida: alzó la mano y luego volvió a apoyarla en la mesa. «Perdona. No lo sabía». Alargué los dedos y le toqué el dorso de la mano; la retiró despacio. Yo no decía nada; de todas formas no sabía qué decir: todo cuanto habría querido decir, todo cuanto habría tenido que decir, no podía decirlo. No tenían café; acabamos de comer y pagué. Las calles de Potsdam estaban tranquilas: militares, mujeres con cochecitos de niño, pocos vehículos. Nos encaminamos hacia el parque, sin hablar. El Marlygarten, por donde se entraba, era la prolongación, aún más densa, de la tranquilidad de las calles; de tarde en tarde, se veía alguna pareja o algunos heridos convalecientes, con muletas o sillas de ruedas. «Es terrible -susurró Una-. Qué estropicio».. —«Es necesario», dije. No contestó: seguimos hablando mientras caminábamos juntos. Ardillas poco asustadizas corrían por la hierba; a la derecha, una iba corriendo a coger unos trozos de pan de la mano de una niña, retrocedía, volvía para mordisquearlos, y la niña soltaba una carcajada alegre. En los estanques nadaban o venían a posarse patos silvestres, y otros que no lo eran: inmediatamente antes del impacto, movían las alas a toda prisa, poniéndolas en vertical para frenar y apuntaban con las patas palmeadas hacia el agua; en cuanto tocaban la superficie del agua, recogían las patas y acababan de posarse con el vientre abombado, levantando un breve surtidor. El sol brillaba entre los pinos y las ramas sin hojas de los robles; en el cruce de los paseos, se erguían, en unos pedestales, angelotes o ninfas de piedra gris, superfluos e irrisorios. En el Mohrenrondell, un glorieta con bustos adosados a setos recortados, bajo unas terrazas escalonadas en donde había parras e invernaderos, Una se recogió la falda alrededor de las piernas y se sentó en un banco, con presteza adolescente. Encendí un cigarrillo; me lo cogió y dio unas cuantas caladas antes de devolvérmelo. «Hablame de Rusia». Le expliqué con frases breves y secas en qué consistía el trabajo de seguridad en retaguardia. Escuchó sin decir nada. Al acabar, me preguntó: «¿Y tú has matado a gente?».. —«Una vez tuve que dar tiros de gracia. Casi siempre me he dedicado a la información, a escribir informes».. —«¿Y qué notabas cuando disparabas sobre esa gente?» Respondí sin titubear: «Lo mismo que cuando veía disparar a los demás. Desde el momento en que hay que hacerlo, poco importa quién lo hace. Y, además, como que en mirarlo hay tanta responsabilidad como en hacerlo».. —«Pero ¿hay que hacerlo?». —«Si queremos ganar esta guerra, sí, desde luego». Se lo pensó y, luego, dijo: «Me alegro de no ser hombre».. —«Y yo he deseado con frecuencia tener la suerte que tienes tú». Alargó el brazo y me pasó la mano por la mejilla, pensativa; pensé que iba a asfixiarme de felicidad y a acurrucarme entre sus brazos como un niño. Pero se levantó y yo la seguí. Subía calmosamente por las terrazas, camino del palacio pequeño, de color amarillo. «¿Has sabido algo de mamá?», preguntó por encima del hombro.. —«Nada. Llevamos años sin escribirnos. ¿Qué es de su vida?». —«Sigue en Antibes con Moreau, que tenía negocios con el ejército alemán. Ahora, están bajo control italiano; se portan muy bien, por lo visto, pero Moreau está furioso porque está convencido de que Mussolini quiere anexionarse la Costa Azul». Habíamos llegado a la última terraza, una explanada de grava que daba a la fachada del palacio. Desde allí, veíamos el parque desde arriba; los tejados y los campanarios de Potsdam se perfilaban detrás de los árboles. «A papá le gustaba mucho este sitio», dijo Una tranquilamente. Se me subió la sangre a la cara y la cogí del brazo: «¿Y tú cómo sabes eso?». Se encogió de hombros: «Lo sé, y ya está».. —«¿Nunca has...?» Me miró con tristeza: «Max, está muerto. Tienes que metértelo en la cabeza».. —«Tú también dices eso», escupí con odio. Pero Una no se alteró: «Sí, yo también lo digo». Y recitó estos versos en inglés:

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