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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (68 page)

BOOK: Las benévolas
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Una me llamó por teléfono por la mañana, inmediatamente antes de coger el tren. Tenía la voz dulce, tierna y cálida. La conversación fue breve; yo no atendía en realidad a lo que me decía, escuchaba aquella voz aferrado al auricular, perdido en mi desesperación. «Podemos volver a vernos -decía-. Puedes venir a casa».. —«Ya veremos», respondió esa persona que hablaba por mi boca. Otra vez me entraban arcadas, creí que iba a vomitar, tragué convulsivamente saliva, respirando por la nariz, y conseguí contenerme. Luego, Una colgó y volví a quedarme solo.

Thomas había logrado, a fin de cuentas, conseguirme una entrevista con Schulz. «En vista de que no avanzamos mucho, creo que merece la pena. Intenta llevar la cosa adelante con delicadeza». No tuve que esforzarme demasiado. Schulz, un hombrecillo enteco, que mascullaba, entre el bigote, con labios que cruzaba una fea cicatriz de duelo, se expresaba con perífrasis a veces difíciles de seguir, y, al tiempo que hojeaba mi expediente, no me dejaba mucho hueco para decir algo. Conseguí colar dos palabras acerca de mi interés por la política extranjera del Reich, pero no pareció darse por enterado. De esta entrevista lo que quedó claro fue que
se interesaban por mí en las altas esferas
y que
ya se vería al final de mi convalecencia.
Era poco alentador y Thomas ratificó la forma en que lo había interpretado yo: «Tienen que reclamarte desde allí para un destino concreto. Si no, si te mandan a alguna parte, será a Bélgica. Que es un sitio tranquilo, de acuerdo, pero el vino no es nada del otro mundo». Best me había sugerido que entrase en contacto con Knochen, pero lo que dijo Thomas me dio una idea mejor: bien pensado, estaba de permiso, nada me obligaba a quedarme en Berlín.

Cogí el expreso y llegué a París poco después de amanecer. Los controles no me pusieron ninguna pega. Delante de la estación, miré con placer la piedra pálida y gris de los edificios, el trasiego de las calles; por culpa del racionamiento, circulaban pocos vehículos, pero las calzadas estaban atestadas de bicicletas y de triciclos de reparto por entre los que los autos alemanes se abrían paso con dificultad. Muy alegre, entré en el primer café y me tomé un coñac, de pie, en la barra. Iba de paisano y no había razón para que no me tomase todo el mundo por un francés y nada más, y eso me hacía sentir una curiosa satisfacción. Me fui andando tranquilamente hasta Montmartre y me instalé en un hotelito discreto, en la ladera de la
butte,
más arriba de Pigalle; ya conocía el sitio: las habitaciones eran sencillas y limpias y el dueño no era curioso, cosa que me iba a las mil maravillas. Aquel primer día no quería ver a nadie. Me fui a pasear. Estábamos en abril; por doquier se intuía la primavera, en el liviano azul del cielo, en los retoños y las flores apuntando en las ramas, en cierto júbilo o, al menos, cierta ingravidez en el paso de las personas. Sabía que la vida era dura aquí, el cutis amarillento de muchos rostros revelaba las dificultades de abastecimiento. Pero nada parecía haber cambiado desde mi última visita, a no ser la circulación y las pintadas de las paredes, que ahora ponían STALINGRADO o 1918, borradas las más de las veces y, en ocasiones, sustituidas por 1763, una brillante iniciativa sin duda de nuestros servicios. Bajé con paso ocioso hasta el Sena, y luego fui a husmear en los cajones de los libreros de viejo, siguiendo los muelles: para mayor sorpresa mía, junto a Céline, Drieu, Mauriac, Bernanos o Montherlant, vendían abiertamente a Kafka, Proust e incluso a Thomas Mann; la dejadez era, por lo visto, la norma. Casi todos los libreros parecían tener un ejemplar del libro de Rebatet
Los escombros,
que había salido el año anterior: lo hojeé con curiosidad, pero pospuse el comprarlo. Me decidí al fin por una antología de ensayos de Maurice Blanchot, un crítico de la NRF de quien me habían gustado unos artículos antes de la guerra; eran unas galeradas encuadernadas en rústica, que había revendido sin duda un periodista, y llevaban el título de
Pasos en falso;
el librero me explicó que la publicación del libro se había retrasado por la escasez de papel, al tiempo que me aseguraba que era de lo mejor que se había escrito en los últimos tiempos, a menos que me gustase Sartre, pero a él no le gustaba Sartre (yo, por entonces, no había oído nunca mencionar a Sartre). En la plaza de Saint-Michel, cerca de la fuente, me acomodé en una terraza y pedí un bocadillo y una copa de vino. El anterior dueño del libro sólo le había cortado las hojas al primer cuadernillo; pedí que me trajesen un cuchillo y, mientras llegaba el bocadillo, corté las páginas que quedaban sin abrir, un ritual lento y plácido que siempre me deleitaba. El papel era de muy mala calidad y tenía que tener cuidado de no romper las hojas por ir con demasiadas prisas. Tras haber comido, me fui hacia el Luxemburgo. Siempre me había gustado ese parque frío y geométrico, luminoso, por el que cruza un bullicio sosegado. En torno al ancho redondel del estanque central, por los paseos que irradian desde él, entre los árboles y los parterres aún desnudos, la gente andaba, zumbaba, conversaba, leía o, con los ojos cerrados, se tostaba al sol pálido; un prolongado y apacible murmullo. Me acomodé en una silla de hierro, de desconchada pintura verde, y leí unos cuantos ensayos al azar, empezando por el de Orestes, que, por lo demás, hablaba más bien de Sartre, quien, por lo visto, había escrito una obra de teatro en que recurría al desdichado parricida para exponer sus ideas acerca de la libertad humana en el crimen; Blanchot tenía una opinión muy severa al respecto y yo no podía por menos de darle la razón. Pero lo que más me sedujo fue un artículo sobre
Moby Dick
de Melville, en donde Blanchot hablaba, misteriosamente, de aquel
libro imposible
que había marcado una etapa de mi juventud, de aquel
equivalente escrito del universo,
como de una obra que
conserva el carácter irónico de un enigma y no se da a conocer sino mediante la pregunta que propone.
A decir verdad, no es que me enterase mucho de lo que decía. Pero despertaba en mí la nostalgia de una vida que habría podido ser mía: el placer del libre juego del pensamiento y del lenguaje, y no el compacto rigor de la Ley; y dejé con deleite que me llevasen consigo los meandros de aquel pensamiento denso y paciente que excavaba un cauce en las ideas, igual que un río subterráneo se abre paso despacio por entre la piedra. Cerré, por fin, el libro y reanudé el paseo, primero hacia el Odeón, en donde proliferaban las pintadas, y luego por el bulevar de Saint-Germain, casi vacío, camino de la Asamblea Nacional. Cada uno de esos lugares despertaba en mí recuerdos concretos de mis años del curso preparatorio, y posteriores, cuando me matriculé en la ELSP; por entonces debía de sentirme bastante atormentado y recordaba a qué velocidad fue creciendo el odio que sentía por Francia, pero aquellos recuerdos, al mediar la distancia, me volvían algo así como apaciguados, casi dichosos, y los nimbaba una luz serena y, seguramente, deformante. Seguí hacia la explanada de los Inválidos en donde se aglomeraban los transeúntes para mirar a los trabajadores que estaban removiendo el césped con caballos de tiro para plantar verduras; más allá, cerca de un carro ligero de combate de fabricación checa con la cruz gamada, jugaban a la pelota, indiferentes, unos niños. Crucé luego el puente Alejandro III. En el Grand Palais, los carteles anunciaban dos exposiciones: una se llamaba
¿Por qué quisieron la guerra los judíos?;
y la otra era de una colección de obras griegas y romanas. No sentía necesidad alguna de pulir mi educación antisemita, pero la Antigüedad me atraía; pagué y entré. Había muchas piezas espléndidas, la mayoría traídas del Louvre sin duda. Estuve mucho rato admirando la belleza fría, reposada e inhumana de un Apolo citaredo de Pompeya, un bronce de gran tamaño que era ahora de tono verdoso. Tenía un cuerpo grácil, aún no formado del todo, con un sexo infantil y unas nalgas estrechas y carnosas. Recorrí la exposición de punta a punta, pero volvía siempre a él; me fascinaba su belleza. Podía no haber sido sino un adolescente delicioso y trivial, pero las anchas placas de pátina que le corroían la piel le daban una trascendencia pasmosa. Me llamó la atención un detalle: fuere cual fuere el ángulo desde el que pretendiera mirarlo a los ojos, pintados directamente en el bronce con una técnica realista, él nunca me miraba a los ojos a mí; imposible captarle la mirada, ahogada, perdida en el vacío de su eternidad. Aquella lepra metálica le abultaba la cara, el pecho, las nalgas, le comía casi la mano derecha, donde tendría que haber llevado el instrumento perdido. La expresión de la cara era presuntuosa, casi fatua. Cuando lo miraba, me embargaba el deseo, me entraban ganas de lamerlo; y él se me descomponía ante la vista con morosidad reposada e infinita. A continuación, evité ir por los Campos Elíseos y paseé por las callecitas silenciosas del distrito VIII, y subí despacio hasta Montmartre. Caía la tarde y el aire olía bien. Ya en el hotel, el dueño me indicó un restaurante pequeño del mercado negro en donde podía comer sin cupones: «Está lleno de impíos, pero cocinan bien». La clientela parecía, efectivamente, componerse de colaboracionistas y de traficantes del mercado negro; me dieron un solomillo con chalotas y judías verdes y una jarra de buen burdeos; de postre tarta
tatin
con nata y, lujo supremo, café de verdad. Pero el Apolo del Grand Palais había despertado en mí otras apetencias. Bajé hasta Pigalle y encontré un café pequeño que conocía bien: me senté en la barra, pedí un coñac y esperé. No tardé mucho en regresar al hotel con un muchacho. Tenía el pelo rizado y despeinado bajo la gorra; un vello fino le cubría el vientre y se hacía más oscuro en los rizos del pecho; aquella piel mate despertaba en mí un ansia rabiosa de boca y culo. Era como a mí me gustan, taciturno y dócil. El culo se me abrió como una flor para él, y, cuando por fin me la metió, un bola de luz blanca empezó a crecerme en la parte de abajo de la espina dorsal, me subió despacio por la espalda y me anuló la cabeza. Y aquella noche más que nunca me dio la impresión de que aquello era una respuesta directa a mi hermana y que la incorporaba a mí, lo quisiera ella o no. Me trastornaba cuanto me ocurría en el cuerpo sometido a las manos y a la verga de aquel muchacho desconocido. Al acabar, le dije que se fuera, pero no me dormí; me quedé tendido en las sábanas arrugadas, desnudo y desparramado, como un chiquillo anonadado de felicidad.

Al día siguiente, fui a la redacción de
Je Suis Partout.
Allí trabajaban casi todos mis amigos parisinos, o andaban por aquella órbita. La cosa venía de lejos. Cuando llegué a París para el curso preparatorio, a los diecisiete años, no conocía a nadie. Fui interno al liceo Janson-de-Sailly; Moreau me había fijado una modesta cantidad mensual con la condición de que tuviera buenas notas y gozaba de relativa libertad; tras la pesadilla carcelaria de los tres años anteriores, habría podido perder la cabeza con menos. Sin embargo me portaba bien y era sensato. Al acabar las clases, me iba a las orillas del Sena a rebuscar en los puestos de libros de lance o me reunía con mis compañeros en una tabernita del barrio Latino para beber tintorro y volver a construir el mundo. Pero aquellos compañeros de clase me parecían más bien grises. Casi todos pertenecían a la alta burguesía y se disponían a seguir ciegamente tras las huellas de sus padres. Tenían dinero y les habían enseñado en edad temprana cómo era el mundo y qué sitio iban a ocupar en él: el sitio dominante. No sentían sino desprecio por los obreros, o miedo; las ideas que yo había traído conmigo de mi primer viaje a Alemania, que los obreros formaban parte de la Nación tanto como la burguesía, que había que disponer el orden social de forma orgánica en mayor beneficio de todos y no sólo de unos pocos afortunados, que a los trabajadores no había que reprimirlos, sino, antes bien, brindarles una vida digna y un lugar dentro de aquel orden para contrarrestar la seducción del bolchevismo, todo aquello les era ajeno. Tenían unas opiniones políticas tan poco amplias como su concepto del decoro burgués e intentar comentar con ellos el fascismo o el nacionalsocialismo alemán (que acababa precisamente de conseguir en septiembre de aquel mismo año una victoria aplastante en las urnas y se había convertido así en el segundo partido del país y causaba ondas de choque en la Europa de los vencedores) me parecía aún más inútil que comentar los ideales de los movimientos juveniles que predicaba Hans Blüher. Para ellos, Freud (en el supuesto de que hubieran oído hablar de él) era un erotómano; Spengler, un prusiano loco y chinchoso; Jünger, un belicista que coqueteaba peligrosamente con el bolchevismo; incluso Péguy les resultaba sospechoso. Sólo unos cuantos becarios de provincias parecían algo diferentes y fue sobre todo en su órbita en la que me moví. Uno de aquellos muchachos, Antoine R, tenía un hermano mayor en la Ecole Nórmale Supérieure en donde había soñado yo con cursar estudios, y fue él quien me llevó allí por primera vez para beber grog y hablar de Nietzsche y de Schopenhauer, que estaba yo descubriendo por entonces, con su hermano y sus compañeros de cuarto. Aquel Bertrand F. era un
cuadrado,
es decir, un alumno de segundo curso: los cuartos mejores, con sofá, láminas en las paredes y estufa, los ocupaban en su mayoría los
cubos,
los alumnos de tercer curso. Un día, al pasar delante de aquellos cuartos, me llamó la atención una inscripción en griego en el dintel: «En este cuarto estudian seis guapos y buenos
(hex kaloi kagathoi)
y otro
(kai tis allos)».
La puerta no estaba cerrada, la empujé y pregunté en griego: «¿Y quién es ese otro?». Un joven de cara redonda alzó del libro los gruesos cristales de las gafas y contestó en la misma lengua: «Un hebreo que no sabe griego. Y tú ¿quién eres?».. —«También soy otro, pero de un metal mejor que ese hebreo tuyo: un alemán».. —«¿Un alemán que sabe griego?». —«¿Qué mejor lengua para hablar con un francés?» Se echó a reír y se presentó: era Robert Brasillach. Le expliqué que, en realidad, era francés a medias y llevaba viviendo en Francia desde 1924; me preguntó si había vuelto a Alemania desde entonces, y le conté el viaje del verano anterior; no tardamos en hablar del nacionalsocialismo. Escuchó atentamente lo que le describí y lo que expliqué. «Vuelve cuando quieras -me dijo al final-. Tengo amigos a quienes les gustaría conocerte». Descubrí con él otro mundo que no tenía nada que ver con el de los futuros servidores del Estado. Aquellos jóvenes alimentaban visiones de futuro para su país y para Europa y tenían acaloradas controversias, al tiempo que las nutrían con un documentado estudio del pasado. Sus ideas y sus intereses salían disparados en todas direcciones. Brasillach, con su futuro cuñado, Maurice Bardéche, estudiaba el cine con pasión y me hizo descubrir no sólo el de Chaplin o el de Rene Clair, sino también a Eisenstein, Lang, Pabst, Dreyer. Me presentó en la redacción de
L'Action Francaise
y en su imprenta de la calle de Montmartre, un precioso edificio estrecho con una escalera renacentista que llenaba el estrépito de las rotativas. Vi a veces a Maurras; llegaba siempre entrada la noche, a eso de las once, medio sordo, amargo, pero continuamente dispuesto a abrir su corazón y a dejar correr la bilis que llevaba dentro contra los marxistas, los burgueses, los republicanos y los judíos. Brasillach, por entonces, dependía de él por completo, pero el odio empecinado que sentía Maurras por Alemania era para mí un obstáculo insalvable, y Robert y yo discutíamos con frecuencia por esa cuestión. Si Hitler llegaba al poder, afirmaba yo, e integraba al trabajador alemán en la clase media, obstaculizando de forma definitiva el peligro rojo, y si Francia hacía otro tanto, y si los dos países unidos conseguían eliminar la influencia perniciosa de los judíos, en tal caso el corazón de Europa, a un tiempo nacionalista y socialista, formaría con Italia un bloque de intereses comunes invencibles. Pero los franceses estaban todavía trabados en sus intereses de corredores mercantiles de poca monta y en su revanchismo obsoleto. Por supuesto que Hitler daría al traste con las cláusulas inicuas de Versalles, era sencillamente una necesidad histórica; pero si las fuerzas sanas de Francia conseguían por su parte liquidar la República corrupta y sus marionetistas judíos, entonces una alianza francoalemana sería no sólo una posibilidad, sino que se convertiría en una realidad inevitable, en una nueva Entente europea que les cortaría las alas a los plutócratas y a los imperialistas británicos y no tardaría en estar lista para plantarles cara a los bolcheviques y devolver a Rusia al seno del concierto de las naciones civilizadas (como puede verse, mi formación intelectual había sacado buen provecho de mi viaje a Alemania; Moreau se habría quedado espantado si hubiera sabido lo que hacía con su dinero). Brasillach estaba de acuerdo conmigo en términos generales: «Sí, -decía-, ya acabó la posguerra. Tenemos que darnos prisa si queremos evitar otra guerra. Sería un desastre, el final de la civilización europea, el triunfo de los bárbaros». La mayoría de los jóvenes discípulos de Maurras opinaba lo mismo. Uno de los más brillantes y corrosivos era Lucien Rebatet, que tenía a su cargo la crítica literaria y cinematográfica de
L'Action Francaise
y firmaba como Francois Vinneuil. Me llevaba diez años, pero no tardamos en hacer amistad, ya que nos unía el atractivo que sentía por Alemania. También estaban Maxence, Blond, Jacques Talagrand, que se convirtió en Thierry Maulnier, Jules Supervielle, y muchos otros. Quedábamos en la Brasserie Lipp cuando alguno andaba bien de fondos, y, si no, en un restaurante estudiantil del Barrio Latino. Hablábamos febrilmente de literatura e intentábamos determinar cómo era una literatura «fascista»: Rebatet proponía a Plutarco, Corneille y Stendhal. «El fascismo -soltó un día Brasillaches la poesía del siglo XX propiamente dicha», y yo no podía por menos de estar de acuerdo con él;
fascista, fascio, fascinación
(pero, más adelante, cuando se volvió más sensato o más prudente, dijo otro tanto del comunismo).

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