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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (72 page)

BOOK: Las benévolas
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Una fuerza muda me empujó a entrar en el que había sido el cuarto de Una. Ahora había una litera de madera, pintada de rojo y azul, y juguetes bien ordenados en fila, entre los que reconocí con ira algunos de los míos. Toda la ropa estaba doblada y metida en los cajones o en el armario. Hice un registro rápido, buscando indicios, pero no encontré nada. El apellido que había en los boletines de notas no me sonaba de nada y parecía ario. Aquellos boletines de notas eran de hacía unos cuantos años; así que llevaban ya tiempo viviendo allí. Oí a mi madre detrás de mí: «¿Qué haces?».. —«Mirar», dije sin darme la vuelta.. —«Más valdría que bajases y fueras a cortar leña, como te ha pedido Aristide. Voy a hacer la comida». Me volví: mi madre estaba en el umbral, severa e impasible. «¿Quiénes son esos niños?». —«Ya te lo he dicho: los hijos de una amiga íntima. Nos hicimos cargo de ellos cuando ella no pudo ya atenderlos. No tenían padre».. —«¿Desde cuándo llevan aquí?». —«Hace ya tiempo. Tú también hace tiempo que te fuiste, hijito». Miré a mi alrededor y, luego, volví a mirar a mi madre: «¿Son niños judíos, verdad? Confiesa. ¿A que son judíos?». No conseguí desconcertarla: «Deja de desbarrar. No son judíos. Si no me crees, ve a verlos cuando se estén bañando. ¿Eso es lo que hacéis, no?».. —«Sí. Eso es lo que hacemos a veces».. —«De todas formas, ¿qué iba a cambiar si fueran judíos? ¿Qué les ibas a hacer?». —«No les haría nada en absoluto». —«¿Qué hacéis con los judíos? -siguió diciendo-. Cuentan horrores de todo tipo. Hasta los italianos dicen que lo que hacéis es inaceptable». Me sentí de repente viejo y cansado: «Los mandamos a trabajar al Este. Hacen carreteras, casas, trabajan en fábricas». Pero no dejaba el tema: «¿También a los niños los mandáis a hacer carreteras? ¿También os lleváis a los niños, no?».. —«Los niños van a campos especiales. Se quedan con las madres que no pueden trabajar». —«¿Por qué hacéis eso?» Me encogí de hombros: «Alguien tenía que hacerlo. Los judíos son unos parásitos, unos explotadores. Ahora sirven a quienes explotaron. Y te haré notar que los franceses colaboran: en Francia, es la policía francesa la que los detiene y nos los entrega. Es la ley francesa la que decide. Algún día, la Historia considerará que tuvimos razón».. —«Estáis completamente locos. Ve a cortar la leña». Dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera de servicio. Fui a meter los tres libros de Burroughs en la bolsa y, luego, al cobertizo. Me quité la chaqueta, cogí el hacha, puse un tronco en el tajo y lo hendí. Resultaba bastante difícil, no estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo; tuve que probar varias veces. Al levantar el hacha, me acordé de las palabras de mi madre; no era su falta de comprensión política lo que me mortificaba, eran los ojos con que me miraba: ¿qué veía al mirarme? Me daba cuenta de qué doloroso me resultaba el peso del pasado, de las heridas reales o imaginarias, de las culpas irreparables, de lo irremediable del paso del tiempo. Revolverse no valía de nada. Cuando acabé de cortar unos cuantos troncos, me los apilé en los brazos y los llevé a la cocina. Mi madre estaba pelando patatas. Dejé la leña en el montón que estaba junto al fogón y me fui sin decir palabra a seguir partiendo. Hice así varios viajes. Y, mientras trabajaba, pensaba: en el fondo, el problema colectivo de los alemanes es el mismo que el mío; ellos también lo pasaban mal al intentar evadirse de un pasado aciago y hacer tabula rasa para empezar con cosas nuevas. Y así era como habían llegado a la solución más radical de todas, el crimen, el doloroso horror del crimen. Pero ¿era una solución el crimen? Me acordaba de todas las conversaciones que había tenido al respecto: en Alemania no era yo el único que tenía dudas.
¿Y
si el crimen no fuera una solución definitiva?
¿Y
si, antes bien, aquel nuevo hecho, que podía repararse aún menos que los demás, abría, a su vez, nuevos abismos? Y en tal caso, ¿qué salida quedaba? En la cocina, me di cuenta de que no había soltado el hacha. La habitación estaba vacía: mi madre debía de haber ido al salón. Miré el montón de leña. Aparentemente, ya había bastante. Estaba sudando; dejé el hacha en el rincón, junto a la leña, y subí a lavarme y a cambiarme de camisa.

El almuerzo transcurrió en un silencio taciturno. Los gemelos comían en el colegio; éramos tres nada más. Moreau intentaba comentar las últimas noticias -los ingleses y los norteamericanos avanzaban rápidamente hacia Túnez; en Varsovia habían estallado disturbios-, pero yo seguía en un silencio obstinado. Lo miraba y me decía: es un hombre astuto; debe también de estar en contacto con los terroristas y ayudarlos un poco; si las cosas se ponen feas, dirá que siempre estuvo de su parte, que sólo trabajó con los alemanes para usarlos de tapadera. Pase lo que pase, sabrá salir adelante este viejo león, cobarde y desdentado. Aunque los gemelos no fueran judíos, estaba seguro de que había escondido a judíos: una oportunidad estupenda, y sin jugarse nada (con los italianos no corría ningún riesgo) para tener más adelante una coartada. Pero, entonces, me venía este pensamiento rabioso: ya les enseñaremos, a él y a los que son como él, de lo que es capaz Alemania; todavía no nos han derribado. También mi madre estaba callada. Después de comer, dije que me iba a dar un paseo. Crucé el parque, salí por la verja, que seguía entornada, y bajé hasta la playa. Por el camino, el olor a sal del mar se mezclaba intensamente con el de los pinos y otra vez se alzaba en mí el pasado, aquel pasado feliz impregnado de aquellos olores, y el pasado desdichado también. En la playa, tiré hacia la derecha, hacia el puerto y la ciudad. Al pie del Fort Carré, en una franja de tierra que dominaba el mar y rodeaban unos pinos piñoneros, había un gran campo de deportes en donde jugaban al balón unos niños. De pequeño, era muy poquita cosa y no me gustaba hacer deporte; prefería leer, pero Moreau, que me veía canijo, le aconsejó a mi madre que me apuntara en un club de fútbol; así que yo también había jugado en aquel campo. No puede decirse que con éxito. Como no me gustaba correr, me pusieron de portero; un día, otro niño me disparó un balón tan fuerte contra el pecho que me lanzó hasta el fondo de la portería. Me acuerdo de que me quedé tirado en el suelo, mirando a través de la red de la portería la cima de los pinos, que movía la brisa, hasta que acudió, por fin, el monitor para ver si sufría una conmoción. Poco después, jugamos nuestro primer partido contra otro club. El capitán del equipo no quería que yo jugara; por fin, en la segunda mitad, me dejó salir al campo. Me vi, no sé cómo, con el balón en los pies y eché a correr hacia la meta. Ante mí se abría un espacio ancho y despejado; los espectadores vociferaban y silbaban y yo no veía ya nada más que aquella meta y al portero que, impotente, se esforzaba en detenerme gesticulando con los brazos; me salí con la mía y metí gol, pero en la portería de mi propio equipo; en los vestuarios los demás chicos me dieron una zurra. Y se acabó el fútbol. Tras dejar atrás el Fort Carré, viene la curva del puerto Vauban, una ancha ensenada natural acondicionada, en donde chapoteaban unas barcas de pesca y unos avisos de la marina italiana. Me senté en un banco y encendí un cigarrillo mientras miraba cómo las gaviotas daban vueltas por encima de los barcos de pesca. También allí iba antes con frecuencia. Hubo sobre todo un paseo, en 1930, inmediatamente antes de que me examinase del final del bachillerato, durante las vacaciones de Pascua. Hacía casi un año que eludía ir a Antibes, desde que mi madre se había casado con Moreau; pero en aquellas vacaciones recurrió a una argucia muy hábil: me escribió, sin hacer alusión alguna a lo sucedido ni a mi carta de insultos, para decirme que Una iría a casa durante las fiestas y se alegraría mucho de verme. Hacía tres años que nos tenían separados: Qué cabrones, me dije, pero no podía negarme a ir y bien que lo sabían. El encuentro fue tirante, hablábamos poco; por descontado, mi madre y Moreau no nos dejaban nunca a solas como quien dice. Cuando llegué, Moreau me cogió del brazo: «Nada de guarrerías, ¿eh? Que no te quito ojo de encima». A él, que era un burgués obtuso, le parecía evidente que yo había seducido a Una. No dije nada, pero cuando llegó mi hermana por fin, supe que la quería más que nunca. Cuando, en medio del salón, me rozó al pasar y con el dorso de la mano tocó la mía durante una fracción de segundo, fue como si una descarga eléctrica me dejara clavado al suelo; tuve que morderme el labio para no gritar. Y, luego, fuimos a pasear, a dar la vuelta al puerto. Nuestra madre y Moreau iban delante, ahí, a pocos pasos del sitio en que estaba ahora sentado acordándome de aquel momento; le hablé a mi hermana de mi centro escolar, de los curas, de la corrupción y de las costumbres depravadas de mis compañeros de clase. Le dije también que había estado con chicos. Ella sonrió con dulzura y me dio un rápido beso en la mejilla. Sus propias experiencias no eran muy diferentes, aunque la violencia había sido más moral que física. Me dijo que todas las monjas eran
unas neuróticas, unas reprimidas y unas frígidas.
Me reí y le pregunté dónde había aprendido esas palabras; las niñas del internado, me contestó con una breve risa alegre, ya no sobornaban a los conserjes para que les hicieran llegar a escondidas libros de Voltaire y de Rousseau, sino más bien Freud, Spengler y Proust; y si yo no había leído a esos autores, ya era hora de que me pusiera a ello. Moreau se paró para comprarnos helados de cucurucho. Pero, cuando volvió junto a nuestra madre, reanudamos la conversación: esta vez, hablé de nuestro padre. «No está muerto», dije con apasionado cuchicheo.. —«Ya lo sé -dijo ella-. Y, aunque lo estuviera, no tienen ellos por qué enterrarlo».. —«La cuestión no está en el entierro. Es como si lo hubieran asesinado. Asesinado con un papel. ¡Qué ignominia! Para atender a sus deseos vergonzosos».. —«¿Sabes? -dijo ella entonces-. Yo creo que está enamorada de él».. —«¡Me importa un carajo! -dije en tono sibilante-. Se casó con nuestro padre y es su mujer. Esa es la verdad. Y un juez no puede cambiarla». Se detuvo y me miró: «Seguramente tienes razón». Pero ya nos estaba llamando nuestra madre y nos acercamos, lamiendo los helados de vainilla.

Ya en la ciudad, tomé un vaso de vino blanco en la barra de un bar: seguía dándole vueltas a todo eso y me dije que había visto lo que había venido a ver, aunque siguiera sin saber qué era; ya estaba pensando en marcharme. Fui a la taquilla que estaba junto a la estación de autocares y saqué un billete para Marsella, para el día siguiente; en la estación de ferrocarril, que estaba al lado, me vendieron un billete para París; el transbordo era rápido y llegaría antes de la noche. Luego me volví a casa de mi madre. El parque se extendía, tranquilo y silencioso, en torno a la casa, y lo recorría el suave rumor de las agujas de pino que acariciaba la brisa del mar. La puerta vidriera del salón se había quedado abierta: me acerqué y llamé, pero nadie me contestó. A lo mejor están durmiendo la siesta, me dije. Yo también estaba cansado; debía de ser cosa del vino y del sol, di la vuelta a la casa y subí por la escalera principal sin encontrarme a nadie. Mi cuarto estaba en penumbra y fresco. Me acosté y me dormí. Cuando me desperté, la luz había cambiado y todo estaba muy oscuro: en el umbral de la puerta de mi cuarto vislumbré a los dos gemelos, de pie, juntos, mirándome fijamente con aquellos ojos grandes y redondos. «¿Qué queréis?», pregunté. Al oír estas palabras retrocedieron a un tiempo y se fueron. Oí cómo los pasos menudos retumbaban por la tarima y, luego, bajaban por la escalera grande. La puerta principal se cerró de un portazo y volvió a reinar el silencio. Me senté al borde de la cama y me di cuenta de que estaba desnudo y eso que no me acordaba de haberme levantado para quitarme la ropa. Me dolían los dedos heridos y me los chupé distraídamente. Luego encendí la lámpara y, guiñando los ojos, miré la hora; mi reloj, que estaba en la mesilla de noche, se había parado. Eché una ojeada a mi alrededor, pero no vi mi ropa. ¿Dónde demonios andaría? Saqué una muda limpia de la bolsa, y el uniforme, del armario. Me raspaba un poco la barba, pero decidí que me afeitaría más tarde y me vestí. Bajé por la escalera de servicio. La cocina estaba vacía, y el fogón, frío. Fui a la entrada de servicio; fuera, por el lado del mar, empezaba a apuntar el alba, tiñendo apenas de rosa la parte baja del cielo. Qué curioso que los gemelos estén levantados tan temprano, me dije. ¿Así que no me había despertado a la hora de la cena? Debía de estar más cansado de lo que pensaba. Pero el autocar salía temprano y tenía que prepararme. Di media vuelta tras cerrar la puerta, subí los tres peldaños que llevaban al salón, entré y fui a tientas hasta la puerta vidriera. En la penumbra, tropecé con algo blando tirado en la alfombra. Aquel contacto me dejó helado. Retrocedí hasta el interruptor de la lámpara de techo, eché el brazo hacia atrás sin volverme y lo giré. Brotó la luz de varias lámparas, fuerte, cruda, casi lívida. Miré el bulto con el que había tropezado: era un cuerpo, como ya había notado instintivamente, y ahora vi que la alfombra estaba empapada de sangre, que estaba pisando en un charco de sangre que rebasaba la alfombra y se extendía por las baldosas de piedra, por debajo de la mesa y hasta la puerta vidriera. El horror y el susto me daban un deseo pánico de salir huyendo para ir a esconderme en un sitio oscuro; hice un esfuerzo para controlarme y desenvainé la pistola automática que llevaba colgada del cinturón. Intenté quitar el seguro con el dedo. Luego me acerqué al cuerpo. No quería pisar la sangre, pero resultaba imposible. Cuando estuve más cerca, comprobé, aunque ya lo sabía, que se trataba de Moreau, con el pecho destrozado, el cuello medio cortado y los ojos aún abiertos. El hacha que había dejado en la cocina estaba tirada en la sangre, junto al cuerpo; aquella sangre casi negra le empapaba la ropa; le salpicaba la cara, algo torcida y el bigote entrecano. Miré en torno, pero no vi nada. La puerta vidriera parecía estar cerrada. Volví a la cocina y abrí la puerta del trastero; no había nadie. Iba dejando con las botas grandes regueros de sangre por las baldosas; abrí la puerta de servicio, salí y las limpié en la hierba, sin dejar de escudriñar el fondo del parque, alerta. Pero no había nada. El cielo iba palideciendo, las estrellas empezaban a desaparecer. Di la vuelta a la casa, abrí la puerta principal y subí. Mi cuarto estaba vacío; el de los gemelos, también. Sin soltar la pistola, llegué ante la puerta del cuarto de mi madre. Alargué la mano izquierda hacia el picaporte; me temblaban los dedos. Lo agarré y abrí. Las contraventanas estaban cerradas, estaba oscuro; en la cama, podía vislumbrar una forma gris. «¿Mamá?», susurré. Buscando a tientas, mientras apuntaba con el arma, di con el interruptor y encendí. Mi madre, con un camisón de cuello de encaje, yacía, cruzada en la cama. Los pies asomaban un poco; en uno llevaba aún una zapatilla rosa, el otro estaba descalzo. Petrificado de espanto, no olvidé mirar detrás de la puerta y de agacharme rápidamente para comprobar que no había nadie debajo de la cama: no había nada más que la zapatilla que se le había caído. Me acerqué, tembloroso. Los brazos descansaban encima de la colcha; el camisón, pulcramente estirado hasta los pies, no estaba arrugado; no parecía haberse defendido. Me incliné y le arrimé la oreja a la boca abierta; no salía aliento alguno. No me atrevía a tocarla. Tenía los ojos desorbitados y unas marcas rojas en el descarnado cuello. Señor, me dije, la han estrangulado; han estrangulado a mi madre. Revisé la habitación; no había nada fuera de sitio, todos los cajones de los muebles estaban cerrados, y también los armarios empotrados. Entré en el gabinete, estaba vacío y todo parecía en orden; volví al dormitorio. Vi entonces que había huellas de sangre en la colcha, en la alfombra, en el camisón: el asesino había debido de matar primero a Moreau y, luego, subir aquí. Me ahogaba de angustia, no sabía qué hacer. ¿Registrar la casa? ¿Buscar a los gemelos y preguntarles? ¿Llamar a la policía? No me daba tiempo; tenía que coger el autocar. Despacio, muy despacio, así el pie que colgaba y lo volví a colocar en la cama. Debería haberle puesto otra vez la zapatilla que se le había caído, pero no tenía valor para volver a tocar a mi madre. Salí de la habitación andando casi de espaldas. Ya en mi cuarto, metí de cualquier manera mis pocas pertenencias en la bolsa y salí de la casa, cerrando la puerta principal. Llevaba aún en las botas huellas de sangre; las enjuagué en una palangana que andaba tirada por allí y donde había un poco de agua de lluvia. No se veía ni rastro de los gemelos; debían de haber escapado. De todas formas, yo no tenía nada que ver con esos niños.

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