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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (75 page)

BOOK: Las benévolas
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No obstante, me sentía muy poco seguro de mí mismo. ¿Se debía a los acontecimientos recientes o, sencillamente, a mi carencia innata de instinto burocrático? El caso es que, tras haber conseguido espigar en los documentos una idea de conjunto del problema, decidí, antes de irme a Oranienburg, en donde tenían la sede los de la IKL, ver a Thomas para hacerle una consulta. Le tenía mucho cariño a Thomas, pero nunca se me habría ocurrido hablarle de mis problemas personales; no obstante, en lo referido a las dudas profesionales, era el mejor confidente que conocía. En una ocasión me explicó con claridad meridiana el principio del funcionamiento del sistema (debió de ser en 1939 , o incluso a finales de 1938 , durante los conflictos internos que conmocionaron el Movimiento tras la
Kristallnacht):
«Que las órdenes sean siempre inconcretas es normal, es incluso algo deliberado, y se desprende de la propia lógica del
Führerprinzip.
A quien recibe la orden es a quien corresponde advertir las intenciones de quien la da y actuar en consecuencia. Quienes insisten para que les den órdenes claras o piden medidas legislativas no han entendido que lo que cuenta es la voluntad del jefe y no lo que ordena, y que quien recibe las órdenes es quien tiene que saber descifrar esa voluntad e incluso anticiparse a ella. Quienes sepan actuar así son unos nacionalsocialistas excelentes y nunca les reprochará nadie un exceso de celo, incluso aunque cometan errores; los otros son, como dice el Führer, esos
a quienes les da miedo saltar por encima de la propia sombra».
De eso ya me había dado cuenta; pero me daba cuenta también de que no tenía talento para ver a través de las fachadas y adivinar las bazas ocultas; y resultaba que ese talento Thomas lo tenía al máximo y por eso iba en un descapotable deportivo mientras yo volvía a casa en U-Bahn. Quedé con él en Neva Grill, uno de los buenos restaurante a los que le gustaba ir con frecuencia. Me habló con cinismo guasón del estado de ánimo de la población tal y como se traslucía de los informes confidenciales de Ohlendorf, de los que le mandaban copia: «Es notable hasta qué punto la gente está bien informada de los supuestos secretos: el programa de eutanasia, la aniquilación de los judíos, los campos de Polonia, el gas, todo. Tú, en Rusia, no habías oído hablar en la vida de los KL de Lublin o de Silesia, pero cualquier tranviario de Berlín o de Dusseldorf sabe que allí queman a los presos. Y, pese a que la propaganda de Goebbels los tiene machacados, los ciudadanos siguen siendo capaces de formarse una opinión. Las radios extranjeras no son la única explicación, pues, pese a todo, a muchos les sigue dando miedo oírlas. No, Alemania entera es hoy en día una gigantesca trama de rumores, una tela de araña que llega a todos los territorios que controlamos, al frente ruso, a los Balcanes, a Francia. Las informaciones circulan a una velocidad de vértigo. Y los más listos son capaces de superponerlas para llegar, a veces, a conclusiones pasmosamente exactas. ¿Sabes lo que hicimos hace poco? Lanzamos un rumor en Berlín, un rumor falso de verdad, basado en informaciones auténticas, pero deformadas, para estudiar en cuánto tiempo y por qué medios iba corriendo. En veinticuatro horas nos lo encontramos en Munich, en Viena, en Kónigsberg y en Hamburgo; y, en cuarenta y ocho horas, en Linz, en Breslau, en Lübeck y en Iena. Me están entrando tentaciones de probar a hacer lo mismo, pero desde Ucrania, a ver qué pasa. Pero lo alentador es que, a pesar de todo, la gente sigue apoyando al Partido y a las autoridades; siguen teniendo fe en nuestro Führer y creen en la
Endsieg.
¿Y qué demuestra eso? Pues que, diez años apenas después de la Toma del Poder, la mentalidad nacionalsocialista se ha convertido en
la
verdad de la vida cotidiana del
Volk.
Ha penetrado en los menores resquicios. Así que, incluso aunque perdamos la guerra, sobrevivirá».. —«Hablemos más bien de la forma de ganar la guerra, ¿quieres?» Mientras comíamos, le conté las instrucciones que me habían dado y el estado general de la situación tal y como yo lo suponía. Me escuchaba mientras bebía vino y cortaba el filete a la parrilla, en su punto exacto, con el centro sonrosado y jugoso. Acabó la carne y volvió a servirse vino antes de contestar: «Te has agenciado un puesto muy interesante, pero no te lo envidio. Me da la impresión de que te han metido en un cesto de cangrejos y, si no te andas con ojo, te comerán el culo. ¿Qué sabes de la situación política? Me refiero a la interior». Yo también estaba acabando de comer: «No sé gran cosa de la situación política interior».. —«Pues deberías saber. Ha evolucionado de forma radical desde el principio de la guerra. Punto primero: en mi opinión, el Reichsmarschall está definitivamente fuera de juego. Entre el fracaso de la Luftwaffe en la defensa de los bombardeos, su corrupción homérica y su uso inmoderado de los estupefacientes, ya nadie le hace ni caso: lo usan de figurante, lo sacan de la alacena cuando necesitan a alguien para que hable en vez del Führer. Al querido doctor Goebbels, pese a los valerosos esfuerzos que ha hecho después de Stalingrado, lo dan de lado. El astro que asciende en este momento es Speer. Cuando el Führer lo nombró, todo el mundo le daba seis meses; desde entonces, ha triplicado nuestra producción de armas y el Führer le concede todo lo que pide. Además, ese arquitecto que no era nadie y del que todo el mundo se reía ha resultado ser un político notable y se ha buscado apoyos muy sólidos; Milch, que le lleva el Ministerio del Aire a Góring, y Fromm, que es quien manda en el
Ersatzheer.
¿Por qué interesa Fromm? Fromm tiene que proporcionar hombres a la Wehrmacht; así que todo trabajador alemán a quien sustituye un trabajador extranjero o un preso es un soldado más para Fromm. Speer, por su parte, sólo piensa en los medios de aumentar la producción y Milch hace otro tanto para la Luftwaffe. Y los tres no piden más que una cosa: hombres, hombres, hombres. Y ahí es donde el Reichsführer se topa con un problema. Por supuesto que nadie puede criticar el programa
Endlósung
propiamente dicho; es una orden directa del Führer y por lo tanto los ministerios sólo pueden andar rebañando los bordes, intentando que les desvíen a parte de los judíos para ponerlos a trabajar. Pero desde que Thierack aceptó vaciar sus cárceles para mandar a los presos a los KL, éstos representan un vivero de mano de obra no desdeñable. Muy poca cosa, desde luego, si lo comparamos con los trabajadores extranjeros, pero menos es nada. Ahora bien, el Reichsführer es muy celoso de la autonomía de las SS y, precisamente, Speer se mete en esa autonomía. Cuando el Reichsführer quiso que se implantasen industrias en los KL, Speer fue a ver al Führer y, visto y no visto, lo que se hizo fue enviar a los presos a las fábricas. Ya te das cuenta del problema: el Reichsführer es consciente de que está en posición de debilidad y tiene que pagarle prendas a Speer y demostrar que tiene buena voluntad. Por supuesto que si consigue de verdad trasvasar más mano de obra a la industria todo el mundo estará encantado. Pero ahí es, en mi opinión, donde aparece el problema interno: mira, las SS son como el Reich en pequeño; rozan por todas partes. Fíjate en la RSHA: Heydrich era un genio, una fuerza de la naturaleza y un nacionalsocialista admirable; pero estoy seguro de que cuando se murió, el Reichsführer se sintió secretamente aliviado. Lo de enviarlo a Praga fue ya una jugada brillante: Heydrich se lo tomó como un ascenso, pero no le quedaba más remedio que darse cuenta de que así se veía, hasta cierto punto, en la obligación de aflojar la mano en la RSHA, sencillamente porque ya no estaba en Berlín. Tenía una tendencia muy fuerte a la autonomía y por eso el Reichsführer no quiso poner a nadie en su lugar. Y entonces fueron los Amtchefs los que empezaron a tirar cada cual por su lado. El Reichsführer nombró a Kaltenbrunner para controlarlos, con la esperanza de que a Kaltenbrunner, que es brutísimo, podría controlarlo él. Pero ya verás como va a volver a pasar lo mismo: es una exigencia del cargo, más que del hombre. Y sucede otro tanto en todos los demás departamentos y divisiones. La IKL está especialmente bien surtida en
alte Kámpfer:
ahí hasta el Reichsführer tiene que andarse con pies de plomo».. —«Si te he entendido bien, ¿el Reichsführer quiere ir haciendo reformas sin que se forme demasiado revuelo en la IKL?» —«También puede suceder que le importen un bledo las reformas, pero quiera utilizarlas como instrumento para apretarles las tuercas a los recalcitrantes. Y, al mismo tiempo, tiene que hacerle ver a Speer que coopera con él, pero sin darle la posibilidad de que meta las narices en las SS o les quite privilegios».. —«Pues la verdad es que es una situación delicada».. —«Ya te lo dijo Brandt: análisis y diplomacia».. —«También dijo: iniciativa».. —«¡Desde luego! Si das con soluciones, incluso con soluciones a problemas que no te hayan encomendado directamente, pero que correspondan a los intereses vitales del Reichsführer, tienes tu carrera asegurada. Pero si empiezas a portarte como un burócrata romántico y a querer poner todo patas arriba te encontrarás muy pronto de sustituto en una
SD-Stelle
de mala muerte en el rincón más remoto de Galitzia. Así que mucho ojo: si me vuelves a hacer la misma jugada que en Francia, me arrepentiré de haberte sacado de Stalingrado. Eso de estar vivo hay que merecérselo».

Vino a remachar aquella advertencia, a un tiempo burlona y temible, una breve carta de mi hermana. Como ya me lo suponía, se fue a Antibes en cuanto hablamos por teléfono:

Max, la policía hablaba de un psicópata o de un ladrón o, incluso, de un arreglo de cuentas. En realidad no saben nada. Me dijeron que estaban investigando los negocios de Aristide. Fue algo odioso. Me hicieron todo tipo de preguntas acerca de la familia: les hablé de ti, pero, no sé por qué, tuve buen cuidado de no decirles que estabas allí cuando sucedió. No sé qué tenía en la cabeza, pero tenía miedo de crearte problemas. Y además ¿para qué? Me fui al acabar el entierro. Deseaba que estuvieras presente y, al mismo tiempo, me habría horrorizado que hubieras estado. Era todo triste, pobre y horroroso. Los enterraron juntos en el cementerio municipal. Aparte de mí y de un policía que vino a ver quién asistía a las honras fúnebres, sólo había unos cuantos antiguos amigos de Aristide y un cura. Me fui inmediatamente después. No sé qué más escribirte. Estoy espantosamente triste. Ten cuidado.

De los gemelos no decía ni palabra; me extrañaba, después de la reacción violenta que había tenido por teléfono. Y lo que me extrañaba más aún era mi propia falta de reacción: aquella carta asustada y enlutada me parecía una hoja de otoño amarillenta, desprendida de la rama y muerta incluso antes de tocar el suelo. Pocos minutos después de haberla leído, ya estaba pensando otra vez en los problemas del trabajo. Las preguntas que, pocas semanas antes, aún me corroían y no me dejaban descansar, las veía ahora como una hilera de puertas cerradas y mudas; el recuerdo de mi hermana era un horno apagado que olía a ceniza fría; y el recuerdo de mi madre, un tumba apacible descuidada desde hacía mucho. Aquella extraña apatía abarcaba todos los demás aspectos de la vida: las chinchorrerías de la patrona me dejaban indiferente; el deseo sexual parecía un antiguo recuerdo abstracto; la angustia del porvenir un lujo frivolo y vano. Por lo demás, es hasta cierto punto el estado en que estoy hoy en día, y me encuentro bien. No pensaba sino en el trabajo, daba vueltas a los consejos de Thomas: me parecía que tenía aún más razón de lo que él creía. A finales de mes, el Tiergarten florecía y los árboles cubrían la ciudad, gris aún, con sus verdes frondas insolentes; fui de visita a las oficinas del Amtsgruppe D, que había sido la IKL, en Oranienburg, cerca del KL Sachsenhausen: edificios alargados, blancos y pulcros; paseos trazados a cordel; platabandas que cavaban y escardaban meticulosamente unos presos bien alimentados y con uniformes limpios; oficiales dinámicos, atareados, que tenían interés por las cosas. Me recibió cortésmente el Brigadeführer Glücks. Glücks hablaba mucho y deprisa y aquel aluvión de palabras imprecisas contrastaba una barbaridad con aquel halo de eficacia que caracterizaba sus dominios. No tenía visión de conjunto alguna y se demoraba mucho y de forma obstinada en detalles administrativos carentes de interés por completo, citándome al azar estadísticas, con frecuencia erróneas, que yo anotaba por educación. A cada pregunta un poco concreta respondía de forma invariable: «¡Huy, eso valdría más que lo viera usted con Liebehenschel!». Eso sí, era de lo más cordial, me llenaba la copa de coñac francés y me servía pastas. «Las hace mi mujer. Se las apaña a pesar del racionamiento. Es un hada». Estaba claramente deseoso de librarse de mí lo antes posible, aunque sin arriesgarse a ofender al Reichsführer, para volver a su sopor y a sus pastas. Decidí cortar por lo sano; no bien hice una pausa, llamó a su ayudante y me puso una última copa de coñac: «A la salud de nuestro querido Reichsführer». Me humedecí los labios, dejé la copa, saludé y me fui con mi guía. «Ya verá -fue lo último que me espetó Glücks cuando estaba saliendo por la puerta-; Liebehenschel podrá contestar a todas sus preguntas». Tenía razón, y su ayudante, un hombrecillo de aspecto triste y cansado, que también dirigía la Oficina Central del Amtsguppe D, me hizo una exposición concisa, lúcida y realista de la situación y del grado de progreso de las reformas en marcha. Yo ya estaba al tanto de que la mayoría de las órdenes que firmaba Glücks en realidad las preparaba Liebehenschel, y no me sorprendía. Para Liebehenschel, buena parte de los problemas venían de los Kommandanten: «Carecen de imaginación y no saben cómo aplicar nuestras órdenes. En cuanto te topas con un Kommandant que tenga interés la situación cambia por completo. Pero adolecemos de falta de personal y no hay perspectivas de que sustituyan a esos mandos».. —«¿Y las estructuras médicas no consiguen paliar esas deficiencias?». —«Ya verá al doctor Lolling, después de verme a mí, y entonces se dará cuenta». Efectivamente, aunque durante la hora que pasé con el Standartenführer doctor Lolling no me enteré de mucho acerca de los problemas de las unidades médicas de los KL, ese rato me permitió, al menos, pese a lo que me irritó, entender por qué aquellas unidades no podían sino funcionar de manera autónoma. Entrado en años, con los ojos húmedos y la mente confusa y enredada, Lolling, de cuyo departamento dependían todas las instalaciones sanitarias de los campos, no sólo era un alcohólico, sino que, según un rumor que circulaba abiertamente, metía mano a diario a las reservas de morfina. Yo no entendía cómo aquel hombre podía seguir en las SS, y menos aún en un puesto de responsabilidad. Debía de contar con protectores en el Partido. No obstante, le saqué un montón de informes muy útiles: Lolling, a falta de algo mejor que hacer y para disimular su incompetencia, se pasaba la vida encargando informes a sus subordinados; no todos eran como él y había allí materiales sustanciosos.

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