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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

Las benévolas (77 page)

BOOK: Las benévolas
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Aún tenía que ver a Oswald Pohl, el sumo santón de la WVHA. Me recibió en sus oficinas de Unter den Eichen, con rebosante cordialidad, y hablamos de Kiel, en donde había pasado muchos años en la Kriegsmarine. Allí fue, en el Casino, donde el Reichsführer se fijó en él y lo reclutó en el verano de 1933. Empezó por centralizar la administración y las finanzas de las SS y, luego, poco a poco, fue construyendo su red de empresas. «Estamos muy diversificados, como cualquier multinacional. Andamos metidos en los materiales de construcción, la madera, la cerámica, los muebles, la edición e incluso el agua mineral».. —«¿El agua mineral?». —«Sí, es muy importante. Nos permite abastecer de agua potable a nuestros Waffen-SS en todos los territorios del Este». Se sentía especialmente ufano de una de sus últimas creaciones: Ostindustrie, las industrias del Este, una corporación organizada en el distrito de Lublin para poner a disposición de las SS el trabajo de los judíos que quedasen. Pero, pese a tanta bonachonería, se volvía enseguida muy impreciso en cuanto quería hablarle de la
Arbeitseinsatz
en general; según él, la mayoría de las medidas eficaces se habían tomado ya y, sencillamente, había que darles tiempo para que fueran efectivas. Le pregunté por los criterios de selección, pero me remitió a los responsables de Oranienburg: «Están más al tanto de los detalles. Pero puedo garantizarle que desde que la selección está en manos de los médicos todo va de maravilla». Me aseguró que el Reichsführer estaba informadísimo de todos esos problemas. «No lo dudo, Herr Obergruppenführer -le contesté-. Pero lo que me ha encomendado el Reichsführer es que vea en qué puntos hay bloqueos y qué mejoras pueden llevarse a cabo. El hecho de que lo integrasen en la WVHA, bajo el mando de usted, ha provocado considerables modificaciones en nuestro sistema de campos nacionalsocialistas, y las medidas que ha ordenado o que se han derivado de esas órdenes, y también los subordinados que ha elegido, han tenido un impacto altamente positivo. Creo que lo que desea ahora el Reichsführer, sencillamente, es tener una visión de conjunto. No dudo ni por un instante de que las sugerencias que pueda hacer usted de cara al futuro tendrán muchísimo peso». ¿Sentía Pohl que mi misión era una amenaza para él? Tras este sermón lenitivo, cambió de tema; pero algo después volvió a animarse e, incluso, me acompañó al salir para presentarme a alguno de sus colaboradores. Me invitó a que volviera a verlo al regresar de mi gira de inspección (tenía que irme pronto a Polonia y visitar también algunos campos del Reich); fue conmigo pasillo adelante, cogiéndome del hombro con confianza; ya en la calle, me volví; todavía me estaba despidiendo con la mano, sonriente: «¡Buen viaje!».

Eichmann había cumplido su palabra: al volver de Lichtenfelde, a media tarde, me encontré en mi despacho un sobre grande y lacrado ¡en el que ponía GEHEIME REICHSSACHE! Había dentro un legajo al que acompañaba una carta escrita a máquina; había también una nota manuscrita de Eichmann que me invitaba a su casa al día siguiente por la noche. Me llevó Piontek y fui, primero, a comprar flores -en número impar, como había aprendido en Rusia y chocolate. Luego, le dije que me dejara en la Kurfürstenstrasse. La vivienda de Eichmann estaba en un ala anexa a las oficinas, acondicionada también para oficiales solteros de paso. Me abrió en persona, vestido de paisano:
«Achí
Sturmbannführer Aue, debería haberle dicho que no viniera de uniforme. Es una velada íntima. En fin, no tiene importancia. Pase, pase». Me presentó a su mujer, Vera, una austríaca menudita y de personalidad insignificante, pero que se ruborizó de gusto y con una sonrisa encantadora cuando le entregué las flores con una reverencia. Eichmann hizo formar a dos de sus hijos: Dieter, que debía de andar por los seis años, y Klaus. «Horst, el pequeñín, ya está durmiendo», dijo Frau Eichmann.. —«Es nuestro benjamín -añadió su marido-. Todavía no ha cumplido el año. Venga, voy a presentarlo». Me llevó al salón, en donde había ya varios hombres y mujeres, de pie o sentados en unos sofás. Si no recuerdo mal, estaban el Hauptsturmführer Novak, un austríaco de origen croata de rasgos firmes y alargados, bastante guapo pero curiosamente desdeñoso; Boíl, el violinista; y algunos más cuyos nombres he olvidado por desdicha, todos ellos colegas de Eichmann, con sus mujeres. «Günther vendrá también un rato, pero sólo a tomar un té. Pocas veces se une a nosotros».. —«Veo que cultiva el espíritu de camaradería dentro de su sección».. —«Sí, sí, me gusta mantener relaciones cordiales con mis subordinados. ¿Qué quiere beber? ¿Un vasito de schnaps?
Krieg ist Krieg..».
Me reí, y él también: «Tiene buena memoria, Herr Obersturmbannführer». Cogí el vaso y lo alcé: «En esta ocasión bebo a la salud de su encantadora familia». Dio un taconazo e inclinó la cabeza: «Gracias». Charlamos un poco y, luego, Eichmann me hizo acercarme al aparador para enseñarme una foto enmarcada de negro en la que se veía a un hombre aún joven, de uniforme. «¿Su hermano?», pregunté.. —«Sí». Me miró con su peculiar expresión de pájaro que, con aquella luz, la nariz aguileña y las orejas despegadas acentuaban aún más. «Supongo que no se cruzaría usted con él por aquellas tierras». Nombró una división y yo negué con la cabeza: «No. Llegué bastante tarde, después del embolsamiento. Y conocía a poca gente».. —«Ah, ya veo. Helmut cayó durante una de las ofensivas del otoño. No estamos enterados de las circunstancias exactas, pero recibimos una notificación oficial».. —«Todo esto ha sido un sacrificio muy duro», dije. Se frotó los labios: «Sí, esperemos que no haya sido en vano. Pero yo creo en la genialidad del Führer».

Frau Eichmann estaba sirviendo bollos y té; llegó Günther, cogió una taza y se apostó en un rincón para beberla, sin hablar con nadie. Yo lo observaba de reojo mientras los demás charlaban. Era un hombre muy orgulloso, visiblemente; celoso de su comportamiento opaco y cerrado, que interponía entre él y sus colegas más charlatanes, como si fuera un reproche mudo. Decían que era hijo de Hans F. K. Günther, el decano de la antropología racial alemana, cuya obra tenía a la sazón un predicamento inmenso; si era cierto, podía estar orgulloso de su retoño, que era el paso de la teoría a la práctica. Se esfumó al cabo de menos de media hora, con un adiós distraído. Iba a empezar la música: «Siempre antes de la cena -aclaró Eichmann-. Luego está uno demasiado ocupado en digerir para tocar bien». Vera Eichmann tocaba el alto y otro oficial sacó del estuche un violonchelo. Tocaron dos de los tres cuartetos para cuerda de Brahms, agradables, pero de escaso interés para mi gusto; la ejecución era correcta, sin grandes sorpresas: sólo el violonchelista tenía talento. Eichmann tocaba con calma, de forma metódica, con los ojos clavados en la partitura; no cometía errores, pero no parecía darse cuenta de que con eso no bastaba. Me acordé entonces del comentario que había hecho la antevíspera: «Boíl toca mejor que yo, y Heydrich tocaba mejor aún». Quizá sí se daba cuenta, bien pensado, y aceptaba sus límites, disfrutando de lo poco que estaba a su alcance.

Aplaudí vigorosamente; Frau Eichmann pareció especialmente halagada. «Voy a acostar a los niños -dijo-. Luego, cenaremos». Tomamos otra copa mientras la esperábamos: las mujeres hablaban del racionamiento o de los rumores; los hombres, de las últimas noticias, de escaso interés, pues el frente estaba estacionado y no había vuelto a pasar nada desde la caída de Túnez. El ambiente era informal,
gemütlich
al estilo austríaco, apenas excesivo. Luego Eichmann nos invitó a pasar al comedor. El mismo indicó los lugares en la mesa; me colocó en la cabecera, a su derecha. Descorchó unas cuantas botellas de vino del Rin y Vera Eichmann trajo un asado con salsa de bayas y judías verdes. Era un cambio, comparado con los guisos de Frau Gutknecht, que no había quien comiera, e incluso con lo que solían servir en la cantina de la SS-Haus. «Delicioso -felicité a Frau Eichmann-. Es usted una cocinera incomparable».. —«Ah, es que tengo suerte. Dolfi consigue muchas veces productos que escasean. En las tiendas no hay casi de nada». Me entró la inspiración y me permití un retrato caricaturesco de mi patrona, empezando por cómo guisaba y derivando hacia otras peculiaridades: «¿Stalingrado? -decía, imitando la jerga y el tono de voz-. Pero ¿qué coño fueron ustedes a hacer allí? ¿Es que aquí no se está a gusto? Y, además, para empezar, ¿eso por dónde cae?». Eichmann reía y se atragantaba con el vino. Seguí diciendo: «Una mañana salgo a la calle al mismo tiempo que ella. Vemos pasar a uno que lleva una estrella, un
Mischling
con algún privilegio, seguramente. Y va y dice: "¡Ay! ¡Mire Herr Offizier, un judío! ¿A ése todavía no lo han gaseado ustedes?"». Todo el mundo se reía. Eichmann lloraba de risa y tenía la cara metida en la servilleta. La única que seguía seria era Frau Eichmann: cuando me di cuenta, lo dejé. Parecía que quería hacer una pregunta, pero se contuvo. Para disimular el apuro, le puse vino a Eichmann: «Tome, beba». Todavía se estaba riendo. La conversación iba tomando otros derroteros y seguí comiendo; uno de los comensales estaba contando un chiste sobre Góring. Eichmann puso una expresión seria y se volvió hacia mí: «Sturmbannführer Aue, usted tiene estudios. Querría hacerle una pregunta, una pregunta seria». Le indiqué, moviendo el tenedor, que continuara: «Supongo que ha leído a Kant. En este momento -prosiguió, mientras se frotaba los labios estoy leyendo la
Crítica de la razón práctica.
Desde luego que un hombre como yo, sin formación universitaria, quiero decir, no puede entenderlo todo. Sin embargo, algunas cosas sí pueden entenderse Y he pensado mucho, sobre todo acerca del Imperativo kantiano. Estoy seguro de que estará usted de acuerdo conmigo si digo que todo hombre honrado debe vivir de acuerdo con ese imperativo». Bebí un sorbo de vino y asentí. Eichmann prosiguió: «El Imperativo, tal y como yo lo entiendo, dice: el principio de mi voluntad individual debe ser tal que pueda convertirse en principio de la Ley moral. El hombre, cuando actúa, legisla». Me limpié los labios: «Creo que sé dónde quiere usted ir a parar. Se pregunta si nuestro trabajo se ajusta al Imperativo kantiano».. —«No del todo. Pero uno de mis amigos, a quien también le interesan este tipo de cuestiones, asegura que, en tiempos de guerra, en virtud, por decirlo de alguna manera, del estado de excepción fruto del peligro, el Imperativo kantiano queda suspendido, ya que, por supuesto, lo que deseamos hacerle al enemigo, no queremos que el enemigo nos lo haga a nosotros y, por lo tanto, lo que hacemos no puede convertirse en cimiento de una ley general. Eso es lo que piensa, ya ve usted. Pero yo noto que está equivocado y que, de hecho, por fidelidad al deber, como quien dice, por obediencia a las órdenes superiores... resulta que, precisamente, tenemos que poner nuestra voluntad en cumplir mejor aún las órdenes. En vivirlas de forma positiva. Pero todavía no he dado con el argumento irrebatible con que demostrarle que está equivocado».. —«Pues me parece que es bastante sencillo. Estamos todos de acuerdo en que en un Estado nacionalsocialista el fundamento último de la ley positiva es la voluntad del Führer. Se trata del principio bien conocido
Fübrerworte haben Gesetzeskraft.
Por supuesto, admitimos que, en la práctica, el Führer no puede ocuparse de todo y que, por lo tanto, también deben actuar otros y legislar en nombre suyo. En principio, esta idea debería abarcar el
Volk
entero. Así es como el doctor Frank, en su tratado de derecho constitucional, amplía la definición del
Führerprinzip
de la siguiente forma:
Actuad de manera tal que si el Führer se enterara de vuestra acción la aprobase.
No hay contradicción alguna entre este principio y el Imperativo de Kant».. —«Ya veo, ya veo.
Freí sein ist Knecht.
Ser libre es ser vasallo, como dice el antiguo refrán alemán». —«Exactamente. Ese principio puede aplicarse a todos los miembros de la
Volksgemeinschaft.
Hay que vivir el nacionalsocialismo personal viviendo la voluntad propia como si fuera la del Führer y, por lo tanto, por usar las palabras de Kant, como fundamento de la
Volksrecht.
Quien se limita a obedecer las órdenes de forma mecánica, sin examinarlas de manera crítica para comprender su íntima necesidad, no labora en la dirección del Führer; la mayor parte del tiempo, se está alejando. Por supuesto que el mismísimo principio de derecho constitucional
volkisch
es el
Volk:
no tiene aplicación fuera del
Volk.
El error de su amigo es que recurre a un derecho supranacional totalmente mítico, un invento aberrante de la Revolución Francesa. Todo derecho debe fundamentarse en unos cimientos que, históricamente, fueron siempre una ficción o una abstracción, Dios, el Rey o el Pueblo. Nuestro gran paso adelante fue fundamentar el concepto jurídico de la Nación en algo concreto e inalienable: el
Volk,
cuya voluntad colectiva se expresa mediante el Führer, quien lo representa. Cuando usted dice
Frei sein ist Knecht,
hay que entender que el primer vasallo de todos es precisamente el Führer, pues él no es sino servicio en estado puro. No servimos al Führer como tal, sino como representante del
Volk;
servimos al
Volk
y debemos servirlo como lo sirve el Führer, con total abnegación. Por eso, cuando nos encontramos frente a tareas dolorosas, hay que aceptarlas, controlar los sentimientos y llevarlas a cabo con firmeza». Eichmann me escuchaba atentamente, con el cuello estirado y la mirada fija tras los gruesos cristales de las gafas. «Sí, sí -dijo con vehemencia-, le entiendo perfectamente. Nuestro deber, nuestro cumplimiento del deber es la más alta expresión de nuestra libertad humana».. —«Exactamente. Si nuestra voluntad es servir a nuestro Führer y a nuestro
Volk,
entonces, por definición, somos también portadores del principio de la ley del
Volk,
tal y como se expresa en el Führer o como se deriva de su voluntad». —«Disculpe -intervino uno de los comensales-, pero, de todas formas, ¿Kant no era antisemita?». —«Desde luego -respondí-. Pero su antisemitismo nunca dejó de ser puramente religioso, tributario de su creencia en la vida futura. Son conceptos que hemos dejado atrás con mucho». Frau Eichmann estaba quitando la mesa con ayuda de una de las invitadas. Eichmann servía schnaps y fumaba un cigarrillo. Se reanudó la charla durante unos minutos. Me tomé el schnaps y fumé yo también. Eichmann me hizo una seña: «Venga conmigo que quiero enseñarle algo». Lo seguí hasta su dormitorio. Encendió una luz, me indicó una silla, se sacó una llave del bolsillo y, mientras me sentaba, abrió un cajón del escritorio y sacó un álbum bastante grueso encuadernado en cuero negro granulado. Me lo alargó con los ojos brillantes y se sentó en la cama. Lo hojeé: contenía una serie de informes, algunos en brístol y otros en papel corriente, y de fotos, todo ello encuadernado como aquel álbum que se me ocurrió hacer en Kiev después de la
Grosse Aktion.
En la página del título y caligrafiado en letra gótica se leía: ¡LA JUDERÍA DE VARSOVIA YA NO EXISTE! «¿Qué es?», pregunté.. —«Son los informes del Brigadeführer Stroop acerca de la represión del levantamiento judío. Le ha regalado este álbum al Reichsführer, que me lo ha entregado para que lo estudie». Estaba radiante de orgullo. «Mire, mire, es asombroso». Examiné las instantáneas; había algunas impresionantes. Búnkers fortificados, edificios incendiados, judíos que saltaban desde los tejados para huir de las llamas; luego, los escombros del barrio después de la batalla. Los Waffen-SS y las fuerzas auxiliares habían tenido que rendir a los grupos aislados de resistentes con disparos de artillería a bocajarro. «Duró casi un mes -cuchicheó Eichmann, mordisqueándose un padrastro-. ¡Un mes! Con más de seis batallones. Mire, al principio, la lista de bajas». En la primera página figuraban dieciséis muertos, entre ellos un policía polaco. Venía luego una larga lista de heridos. «¿Qué armas tenían?», pregunté.. —«Poca cosa, afortunadamente. Unas cuantas ametralladoras, granadas y pistolas, botellas incendiarias».. —«¿Cómo las consiguieron?. —«Seguramente de los partisanos polacos. Pelearon como lobos, ¿ha visto? Unos judíos que llevaban tres años pasando hambre. Los Waffen-SS estaban escandalizados». Era casi la misma reacción que la de Thomas, pero Eichmann parecía más asustado que admirado. «El Brigadeführer Stroop asegura que incluso las mujeres llevaban granadas escondidas debajo de las faldas para saltar por los aires con un alemán cuando se rendían».. —«Es comprensible -dije-. Sabían lo que les esperaba. ¿El barrio se ha quedado vacío del todo?». —«Sí. A todos los judíos cogidos vivos los han mandado a Treblinka. Es uno de los centros que dirige el Gruppenführer Globocnik».. —«Sin seleccionarlos».. —«¡Pues claro que no! Muchos de ellos eran demasiado peligrosos. Un vez más el Obergruppenführer Heydrich estaba en lo cierto, ¿sabe? Lo comparaba con una enfermedad: el residuo último es siempre el más difícil de destruir. Los débiles y los viejos se mueren enseguida; al final, sólo quedan los jóvenes, los fuertes, los astutos. Es algo muy preocupante, porque es fruto de la selección natural, el vivero biológico más resistente: si ésos sobreviven, dentro de cincuenta años todo estará otra vez por empezar. Ya le dije que ese levantamiento nos ha tenido muy intranquilos. Si se repitiera, podría ser una catástrofe. No hay que dejarles oportunidad alguna. ¡Imagínese un levantamiento así en un campo de concentración! Impensable».. —«Y, sin embargo, sabe usted perfectamente que necesitamos trabajadores».. —«Desde luego la decisión no está en mi mano. Pretendía, sencillamente, destacar los riesgos. Ya le he dicho que el asunto del trabajo no es de mi competencia ni poco ni mucho, y cada cual tiene sus ideas. Pero, bueno, como suele decir el Amtchef,
no puede cepillarse un tablón sin que salten astillas.
Sólo me refería a eso». Le devolví el álbum: «Gracias por habérmelo enseñado; es muy interesante». Fuimos a reunimos con los demás; ya se estaban despidiendo los primeros invitados. Eichmann me hizo quedarme para tomar la última copa; luego, me disculpé por retirarme ya y besé la mano a Frau Eichmann al darle las gracias. En el pasillo de entrada, Eichmann me dio una palmada amistosa en la espalda: «Permítame, Sturmbannführer, es usted una persona estupenda y no uno de esos creídos con guantes de lana del SD. No; usted es un individuo legal». Debía de haberse pasado con la bebida y se había puesto sentimental. Le di las gracia, le estreché la mano y lo dejé en el umbral, con las manos en los bolsillos y una sonrisa en las comisuras de los labios.

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