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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (49 page)

BOOK: Las correcciones
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La señora Söderblad era un accesorio confeccionado con metales preciosos, algo rayado y con cierta pérdida de lustre, de tanto usarlo el señor Söderblad. Su lápiz de labios, su tinte de pelo, su sombra de ojos y su laca de uñas marcaban variantes sobre el tema del platino. Su vestido era de lame argentado y abría buenas perspectivas de sus morenos hombros y de sus incrementos de silicona.

—St. Moritz es muy bonito —dijo la señora—. Yo he actuado muchas veces en St. Moritz.

—¿ES USTED ARTISTA? —vociferó Enid.

—Signe ha sido siempre una artista muy especial —se apresuró a explicar el señor Söderblad.

—Las estaciones alpinas se pasan una barbaridad con los precios —señaló la noruega, la señora Nygren, con una especie de estremecimiento.

Tenía los ojos redondos y grandes, y una distribución radial de las arrugas del rostro que, en conjunto, le conferían el aspecto de una mantis religiosa. Desde el punto de vista visual, la bruñida Söderblad y ella eran una auténtica confrontación.

—Por otra parte —prosiguió—, a nosotros, los noruegos, nos resulta muy fácil ser exigentes al respecto. Tenemos ciudades donde se puede esquiar magníficamente en los parques públicos. No hay nada parecido en ninguna parte.

—Pero conviene establecer una distinción —dijo el señor Nygren, que era muy alto y que tenía unas orejas como chuletas de ternera— entre la modalidad alpina de esquí y el esquí de fondo, o nórdico. Noruega ha dado esquiadores alpinos de primera categoría (mencionemos, por ejemplo, a Kjetil Andre Aadmodt, que seguramente les sonará a ustedes), pero es fuerza reconocer que no siempre hemos estado en primera fila, en esta área. Pero el esquí de fondo, o modalidad nórdica, es otra historia, muy diferente. Ahí se puede decir, sin riesgo alguno, que seguimos obteniendo más distinciones de las que proporcionalmente nos corresponderían.

—Los noruegos son fantásticamente aburridos —dijo el señor Söderblad, con voz ronca, al oído de Enid.

Los otros dos «flotantes» de la mesa, un matrimonio mayor, muy agradable, los Roth de Chadds Ford, Pennsylvania, habían hecho a Enid el instintivo favor de entablar conversación con Alfred. Éste tenía el rostro arrebolado por el calor de la sopa, el drama de la cuchara y quizá, también, por el esfuerzo de no dejar caer los ojos ni una sola vez por el deslumbrante escote Söderbladiano, mientras les explicaba a los Roth los principios mecánicos aplicables a la estabilización de un trasatlántico. El señor Roth, un hombre de aspecto sesudo, con corbata de lazo y unas gafas de esas que hinchan los ojos, lo estaba asaeteando a preguntas muy bien planteadas, y asimilaba las respuestas con tanto entusiasmo que parecía en estado de trance.

La señora Roth prestaba menos atención a Alfred que a Enid. Era una mujer pequeña, una especie de niñita mona con los sesenta muy cumplidos. Apenas si conseguía rebasar la altura de la mesa con los codos. Llevaba el pelo a lo paje, negro con mechas blancas, y tenía las mejillas sonrosadas y unos grandes ojos azules con los que miraba descaradamente a Enid, como miran las personas muy inteligentes o muy estúpidas. Era tal la intensidad de choque de su mirada, que parecía una especie de hambre. Enid supo inmediatamente que la señora Roth iba a ser su gran amiga en aquel crucero, o quizá su gran rival, de modo que, con algo semejante a la coquetería, se abstuvo tanto de hablar con ella como de dar por recibidas sus miradas. Mientras traían filetes y se llevaban de la mesa las devastadas langostas, estuvo lanzándole preguntas sobre su profesión al señor Söderblad, que las eludía cumplidamente, dando a entender que se dedicaba a algo relacionado con la venta de armas. Absorbió la mirada azul de la señora Roth junto con la envidia que, según imaginaba ella, tenían que estar provocando los «flotantes» en las demás mesas. Se figuró que, a ojos de los
hoi polloi
encamisetados, los «flotantes» debían de tener un aspecto extremadamente europeo. Un toque de distinción. Belleza, pañuelo al cuello, corbata de lazo. Cierto caché.

—A veces me excito tanto pensando en el café que me voy a tomar por la mañana —dijo el señor Söderblad—, que me paso la noche sin dormir.

Toda esperanza de Enid en el sentido de que Alfred la llevara a bailar al Salón Pippi Calzaslargas quedó tachada cuando él se puso en pie y comunicó que se iba a la cama. No eran ni las siete de la tarde. ¿Habíase visto alguna vez una persona hecha y derecha metiéndose en la cama a las siete de la tarde?

—Siéntate, que ahora viene el postre —le dijo—. Se supone que son divinos.

La servilleta de Alfred, fea de ver, cayó de sus muslos al suelo. El hombre no parecía tener ni la más leve sospecha de hasta qué punto le estaba haciendo sentir vergüenza ajena, de hasta qué punto la estaba decepcionando.

—Quédate tú —le contestó—. Para mí ya vale.

Y allá que se fue, dando tumbos sobre la moqueta de punto ancho del Soren Kierkegaard, luchando contra los desvíos de la horizontal, que se habían hecho más pronunciados desde que zarparon de Nueva York.

Familiares oleadas de pena ante la mucha diversión de que nunca podría disfrutar con semejante marido dejaron empapado el espíritu de Enid, hasta que se dio cuenta de que ahora tenía una larga velada por delante, para ella sola, sin ningún Alfred que le aguara la fiesta.

Se puso radiante, y más aún cuando el señor Roth pasó a la Sala de Lectura Knut Hamsun, dejando sola a su mujer. La señora Roth cambió de silla para situarse junto a Enid.

—Los noruegos leemos mucho —señaló la señora Nygren, aprovechando la ocasión.

—Y no veas lo que largáis —masculló el señor Söderblad.

—En Oslo abundan las bibliotecas y las librerías —puso la señora Nygren en conocimiento de sus compañeros de mesa—. Creo que no ocurre igual en todas partes. La lectura está en decadencia en el mundo entero. Pero no en Noruega, hum. Esta temporada, mi Per se está leyendo por segunda vez las obras completas de John Galsworthy. En inglés.

—No, Inga, nooo —gimoteó Per Nygren—. ¡Por tercera vez!

—Cielo Santo —dijo el señor Söderblad.

—Es verdad —la señora Nygren se quedó mirando a Enid y a la señora Roth, como esperando que se asombrasen muchísimo—. Per lee todos los años una obra de un premio Nobel de Literatura, y también la obra completa de alguno de sus favoritos entre los ganadores de otros años. Y la tarea se le va haciendo más difícil según pasan los años y va habiendo nuevos ganadores, como ustedes comprenderán.

—Es como ir subiendo el listón en el salto de altura —explicó Per—. Cada año un poco más difícil.

El señor Söderblad, a quien Enid llevaba contabilizadas ocho tazas de café, se le acercó y le dijo:

—Cielo Santo, qué aburrida es esta gente.

—Puedo asegurarles que he leído a Henrik Pontoppidan más a fondo que nadie —dijo Per Nygren.

La señora Söderblad inclinó a un lado la cabeza, sonriendo soñadoramente.

—¿Saben ustedes —dijo, tal vez a Enid o la señora Roth— que hasta hace cien años Noruega era una colonia sueca?

Los noruegos entraron en erupción, como una colmena recién pateada.

—¿Colonia? ¿Colonia?

—Huy, huy —protestó Inga Nygren—, me parece a mí que esta historia les puede interesar mucho a nuestros amigas norteamericanas…

—¡Estamos hablando de alianzas estratégicas! —declaró Per.

—¿Qué palabra sueca, exactamente, está usted traduciendo por «colonia»,
señora
Söderblad? Dado que mi inglés es evidentemente mucho mejor que el suyo, tal vez podría yo proporcionar a nuestras amigas norteamericanas una traducción más exacta. Por ejemplo: «socios a partes iguales en un reino peninsular unificado».

—Signe —le dijo el señor Söderblad, pérfidamente, a su mujer—, creo que has puesto el dedo en la llaga —levantó una mano—. Camarero, por favor, un poco más de café.

—Si nos situamos a finales del siglo nueve —dijo Per Nygren—, y sospecho que incluso nuestros amigos suecos aceptarán que la ascensión al trono de Harald el Rubio es un punto de vista razonable para el examen de la zigzagueante relación entre las dos grandes potencias rivales, o las tres grandes potencias, deberíamos quizá decir, porque Dinamarca también desempeña un papel fascinante en nuestra historia…

—Es un placer escucharle a usted, pero vamos a tener que dejarlo para otro rato —interrumpió la señora Roth, echándose hacia adelante para tocar la mano de Enid—. ¿Recuerda que dijimos a las siete en punto?

Enid se quedó desconcertada por un momento. Pidió perdón y fue en pos de la señora Roth hasta el salón principal, donde había una aglomeración de personas mayores y de aromas gástricos, desinfectantes.

—Me llamo Sylvia, Enid —dijo la señora Roth—. ¿Te gustan las máquinas tragaperras? Llevo todo el día con necesidad física de ellas.

—Oh, sí, yo también —dijo Enid—. Creo que están en la sala Esfinge.

—Strindberg, sí.

Enid admiraba la rapidez mental, pero rara vez se preciaba de poseerla ella.

—Gracias por… Bueno, por… —dijo, mientras seguía a Sylvia Roth por entre la muchedumbre.

—Por el rescate. De nada.

La Sala Strindberg estaba atestada de mirones especializados, de jugadores de blackjack de menor cuantía y de amantes de la ranura. Enid no recordaba haberse divertido tanto en toda su vida. A la quinta moneda de cuarto de dólar le salieron tres ciruelas; y, la máquina, como si tanta fruta le hubiera revuelto las tripas, evacuó un borbotón de monedas por los bajos. Metió las ganancias en un cubo de plástico. Once cuartos de dólar más tarde volvió a ocurrir: tres cerezas, un chorreón de plata. Canosos ludópatas de máquinas contiguas le echaban miradas asesinas. Qué apuro estoy pasando, se dijo, pero no estaba pasando ningún apuro.

Decenios de insuficiente prosperidad habían hecho de ella una prudente inversora. Apartó de sus ganancias el importe de su apuesta inicial. Y también guardó la mitad de sus beneficios hasta el momento.

Su fondo de juego no daba señales de agotarse, sin embargo.

—Bueno, ya me he metido mi dosis —dijo Sylvia Roth, cerca de una hora más tarde, dándole un golpecito a Enid en el hombro—. ¿Vamos a escuchar el cuarteto de cuerda?

—¡Sí, sí! Es en la Sala Griega.

—Grieg —dijo Sylvia, riéndose.

—Ay, qué gracia, ¿no? Grieg. Estoy de un tonto subido, esta noche.

—¿Cuánto has ganado? Daba la impresión de que te iba estupendamente.

—No sé, no lo he contado.

Sylvia le dirigió una sonrisa muy avispada.

—Claro que lo has contado. Con toda precisión.

—Vale —dijo Enid, poniéndose colorada, porque Sylvia estaba empezando a gustarle muchísimo—. Ciento treinta dólares.

El retrato de Edvard Grieg colgaba en una sala de áurea suntuosidad, que remitía al esplendor dieciochesco de la corte real Sueca. El gran número de butacas vacías confirmó a Enid en la sospecha de que muchos de los pasajeros de aquel barco eran de baja extracción. En otros cruceros en que había estado, los conciertos de música clásica siempre se celebraban con gente de pie en los pasillos.

Sylvia no se desmayó de entusiasmo ante los músicos, pero a Enid, en cambio, le parecieron maravillosos. Tocaron,
de memoria,
varias melodías clásicas muy conocidas, como la «Rapsodia sueca», y fragmentos de
Finlandia
y de
Peer Gynt.
En mitad de
Peer Gynt,
el segundo violín se puso verde y tuvo que abandonar la sala durante un minuto (la mar estaba bastante picada, desde luego, pero Enid no se mareaba, y Sylvia llevaba puesto un parche), y luego regresó a su asiento y logró situarse otra vez sin perder el ritmo, como aquel que dice. Las veinte personas del público le gritaron «¡Bravo!».

En la elegante recepción posterior, Enid se gastó el 7,7% de sus ganancias del juego en una casete del cuarteto. Probó —era gratis— una copa de Spögg, un licor sueco que en ese momento estaba siendo objeto de una campaña de
marketing
de 15 millones de dólares. El Spögg sabía a vodka con azúcar y rábano picante, y tales eran, de hecho, sus ingredientes. Mientras los demás asistentes reaccionaban ante el Spögg con sorpresa y desagrado, a Enid y a Sylvia les dio por reírse.

—¡Por cuenta de la casa! —dijo Sylvia—. Spögg gratis. ¡Pruébalo!

—¡Qué bueno! —dijo Enid, muerta de risa y aspirando aire—. ¡Spögg!

Luego tocaba la Cubierta Ibsen, donde a las diez en punto estaba previsto un helado de confraternización. Dentro del ascensor, Enid pensó que el buque no sólo padecía de movimiento oscilatorio, sino que también daba bandazos, como si la proa fuera poniendo cara de asco. Al salir del ascensor estuvo a punto de caerse encima de un hombre que estaba a cuatro patas en el suelo, como para esa broma al alimón en que uno empuja y el otro se pone detrás. Al dorso de su camiseta podía leerse: sólo pierden puntería.

Enid aceptó la soda con helado y almíbar que le ofrecía una camarera con cofia. A continuación emprendió con Sylvia un intercambio de datos familiares que no tardó en convertirse en más preguntas que respuestas. Enid tenía la costumbre, en cuanto detectaba que el tema familiar no era el favorito de su interlocutor o interlocutora, de hurgar en la herida sin piedad. Se habría dejado matar antes de reconocer que sus hijos la tenían decepcionada, pero oír esa misma decepción en boca de otros —los sórdidos divorcios, el abuso de drogas, las inversiones descabelladas— la hacían sentirse mejor.

En la superficie, Sylvia Roth no tenía de qué avergonzarse. Sus dos hijos vivían en California, uno era médico y el otro informático, y ambos estaban casados. Y, sin embargo, como tema de conversación eran una especie de campo de minas que evitar cuidadosamente, o que atravesar a toda carrera.

—Tu hija estudió en Swarthmore —dijo Sylvia.

—Sí, pero no mucho tiempo —dijo Enid—. De modo que cinco nietos. Dios mío. ¿Qué edad tiene el más pequeño?

—El mes pasado cumplió dos años. Y tú ¿qué? —dijo Sylvia—. ¿Tienes nietos?

—El mayor nuestro, Gary, tiene tres hijos. Pero, oye, qué curioso: ¿los dos más jóvenes se llevan cinco años?

—Casi seis, de hecho, pero háblame de tu otro hijo, el de Nueva York. ¿Estuviste con él hoy?

—Sí, nos ofreció un almuerzo estupendo en su casa, pero el mal tiempo nos impidió ir con él a su despacho del
Wall Street Journal,
donde acaba de empezar a trabajar, o sea que irás frecuentemente a California, a ver a tus nietos.

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