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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (50 page)

BOOK: Las correcciones
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De pronto, Sylvia, como desanimada, perdió las ganas de seguir adelante con aquel juego.

—¿Me haces un favor, Enid? —dijo, al fin—. ¿Te subes conmigo a tomar la penúltima?

La jornada de Enid había empezado a las cinco de la mañana, en St. Jude, pero ella nunca rechazaba una invitación interesante. Arriba, en el Bar Lagerkvist, fueron atendidas por un enano con casco de cuernos y chaleco de cuero, quien logró convencerlas de que tomaran akvavit de frambuesa.

—Quiero contarte una cosa —dijo Sylvia—, porque tengo que contársela a alguien del barco, pero que no se te vaya a escapar una palabra. ¿Sabes guardar un secreto?

—Pocas cosas se me dan mejor que guardar un secreto.

—Bueno, pues —dijo Sylvia—, dentro de tres días va a haber una ejecución en Pennsylvania. Y dos días después, el jueves próximo, Ted y yo celebramos nuestro cuadragésimo aniversario de boda. Si le preguntaras a Ted, te diría que por eso estamos en este crucero, por el aniversario. Te diría eso, pero no sería la verdad. O sería la verdad en lo que a él respecta, pero no para mí.

Enid empezó a inquietarse.

—El hombre a quien van a ejecutar —dijo Sylvia Roth— mató a mi hija.

—No.

La claridad azul de los ojos de Sylvia le confería el aspecto de un animal bello y adorable, pero no enteramente humano.

—Ted y yo —dijo— estamos en este crucero porque esta ejecución nos plantea un problema. Un problema entre nosotros.

—¡No! ¿Qué me estás diciendo? —se estremeció Enid—. No soporto oír esto. No lo soporto.

Sylvia acusó recibo de la alergia que le provocaba a Enid su revelación:

—Lo siento. No ha estado bien tenderte esta emboscada. Más vale que nos vayamos a la cama.

Pero Enid recuperó rápidamente la compostura. No quería perder la ocasión de convertirse en confidente de Sylvia.

—Cuéntame todo lo que te haga falta contarme —dijo—, que yo te escucharé.

Cruzó las manos sobre el regazo, como hacen los buenos oyentes.

—Adelante. Te escucho —insistió.

—Pues lo otro que tengo que contarte —dijo Sylvia— es que soy una artista de las armas. Dibujo armas. ¿De verdad quieres oírlo?

—Sí —Enid asintió tan ansiosa como vagamente. Observó que el enano utilizaba una pequeña escalera para alcanzar las botellas—. Es muy interesante.

Sylvia dijo que durante muchos años de su vida se había dedicado a la grabación, en plan amateur. Tenía un estudio muy soleado, en su casa de Chadds Ford, tenía una piedra litográfica suave como la crema y un juego de veinte piezas de cinceles alemanes para madera, y formaba parte del gremio de artistas de Wilmington, en cuyas exposiciones bianuales había vendido grabados decorativos a unos cuarenta dólares el ejemplar, mientras su hija Jordán iba creciendo, para dejar de ser una pequeña marimacho y convertirse en una muchacha independiente. Luego mataron a Jordán, y a partir de ese momento ella se dedicó a pintar armas, a dibujar armas, a hacer grabados de armas. Años y años de armas.

—Terrible, terrible —dijo Enid, en franca desaprobación.

El tronco, lacerado por el viento, del tulipífero que había junto al estudio de Sylvia la hacía pensar en culatas y cañones. Toda forma humana intentaba convertírsele en percutor, en seguro de gatillo, en cilindro, en empuñadura. No había abstracción que no pudiera ser la trayectoria de una bala trazadora, o el humo de la pólvora negra, o la floración de un proyectil de punta hueca. El cuerpo era idéntico al mundo en cuanto a la plenitud de sus posibilidades, y así como no había parte de este pequeño mundo que estuviera a salvo de la penetración de una bala, tampoco había fenómeno del mundo a gran escala que no fuese eco de un disparo. Una judía pinta era como una derringer, un copo de nieve era una Browning en su trípode. Sylvia no estaba loca; podía obligarse a pintar un círculo o a esbozar una rosa. Pero padecía compulsión de dibujar armas de fuego. Pistolas, fogonazos, pertrechos militares, munición. Se pasaba horas capturando con su lápiz los diseños del brillo en los niquelados. A veces incluía en el dibujo sus propias manos y sus muñecas y sus antebrazos en lo que a ella le parecía (nunca había sostenido un arma) la posición adecuada para agarrar una Desert Eagle del calibre 50, una Glock de nueve milímetros, un M16 totalmente automático con culata plegable de aluminio, y otras armas exóticas cuyos catálogos conservaba dentro de una serie de sobres marrones, en su estudio que el sol bañaba. Se abandonaba a su hábito como el alma de un condenado a sus menesteres infernales (por muy tercamente que se resistiera Chadds Ford —sutiles currucas aventurándose desde el Brandywine, aromas de anea y de palosanto fermentado que los vientos de octubre agitaban en las vecinas hondonadas— a encajar en la noción de infierno). Era una Sísifa que todas las noches destruía sus propias creaciones, haciéndolas pedazos, borrándolas en destilaciones minerales. Hacían buen fuego en el cuarto de estar.

—Terrible —murmuró de nuevo Enid—. Es lo peor que puede sucederle a una madre.

Hizo señal al enano de que le sirviese otra copa de akvavit de frambuesa.

Entre los misterios de su obsesión, dijo Sylvia, había que mencionar su educación en la fe cuáquera y el hecho de que siguiera asistiendo a las reuniones de Kennett Square; que las herramientas utilizadas para torturar y dar muerte a Jordán fueron un rollo de cinta de nailon reforzado, un trapo de secar los platos, dos perchas, una plancha General Electric Light'n Easy y un cuchillo de sierra de doce pulgadas, marca WMF, comprado en Williams-Sonoma —es decir: nada de pistolas—; que el homicida, un chico de diecinueve años llamado Khellye Withers, se entregó a la policía de Filadelfia sin necesidad de que nadie desenfundara un arma; que teniendo un marido que cobraba un salario gigantesco, en su calidad de vicepresidente de Control de Calidad de la Du Pont, y poseyendo un todoterreno tan macizo que si chocara de frente con un Volkswagen Cabriolet saldría sin un rasguño, además de una casa de seis habitaciones, estilo Queen Ann, en cuya cocina y despensa habría cabido holgadamente el apartamento entero de Jordán en Filadelfia, Sylvia gozaba de una existencia de casi insensato bienestar y comodidad en la cual su única tarea —aparte de prepararle la comida a Ted—, literalmente su única tarea consistía en recuperarse de la muerte de Jordán; que, a pesar de todo ello, solía absorberse de tal modo en reproducir el ornamento de una culata de revólver, o las venas de su propio brazo, que a veces se veía obligada a meterse en el coche y conducir como una loca para no llegar tarde a sus sesiones terapéuticas de tres veces por semana con una doctora de Wilmington; que contándole cosas a la médica y doctora en Filosofía y asistiendo a sus sesiones de los miércoles por la noche con otros padres de Víctimas de la Violencia y de los jueves por la noche con su grupo de Mujeres Mayores, y leyendo poesía y novelas y libros de memorias y de meditación que le recomendaban las amigas, y relajándose con su yoga y con sus paseos a caballo, y trabajando como ayudante de un terapeuta físico en el Hospital Infantil, iba logrando superar su dolor, sin que por ello dejara de intensificarse su compulsión de dibujar armas; que no había mencionado esta compulsión a nadie, ni siquiera a la doctora de Wilmington; que sus amigos y consejeros la exhortaban constantemente a «curarse» por mediación del «arte»; que por «arte» entendían sus grabados y litografías; que cuando por casualidad veía antiguos grabados suyos en el cuarto de baño o el cuarto de huéspedes de alguna amiga se le retorcía el cuerpo de vergüenza ante el fraude que representaban; que cuando veía pistolas en la televisión o en el cine también se contorsionaba, por parecidas razones; que, dicho en otras palabras, tenía la secreta convicción de haberse convertido en una verdadera artista, una artista de la pistola, auténticamente buena; que la prueba de su condición artística era precisamente lo que destruía al final de cada jornada; que estaba convencida de que Jordán, a pesar de su Licenciatura en Bellas Artes, en la especialidad de Pintura, y de su máster en terapia artística, a pesar del apoyo y de la enseñanza de pago que recibió durante veinte años, no era una buena artista; que, tras haberse elaborado semejante imagen objetiva de su hija muerta, seguía dibujando pistolas y munición; y que, a pesar de la rabia y de la sed de venganza que su continua obsesión evidenciaba, ni siquiera una vez, en estos últimos cinco años, había dibujado el rostro de Khellye Withers.

La mañana de octubre en que estos misterios se le revelaron, todos a la vez, Sylvia subió las escaleras de su estudio tras haber desayunado a toda prisa. En una hoja de papel marfil Cansón, y utilizando un espejo, para que pareciera la mano derecha, dibujó su mano izquierda con el pulgar alzado y los dedos recogidos, a sesenta grados del pleno perfil, casi totalmente vista por detrás. A continuación llenó la mano con un chato revólver del 38, hábilmente escorzado, cuyo cañón penetraba en unos labios de sonrisa burlona, sobre los cuales dibujó con mucha precisión, de memoria, los ofensivos ojos de Khellye Withers, por quien no se habían derramado muchas lágrimas cuando, agotados todos los recursos legales, vio confirmada su sentencia. Y sobre ello —un par de labios, un par de ojos— Sylvia dejó su lápiz.

—Era el momento de seguir adelante —le dijo Sylvia a Enid—. Me di cuenta de pronto. Me gustara o no, quien sobrevivía era yo, la artista era yo. Todos estamos condicionados a pensar que nuestros hijos son más importantes que nosotros, y tendemos a vivir de ellos, por delegación. Y de pronto me harté de ese modo de ver las cosas. Mañana puedo estar muerta, me dije, pero ahora estoy viva. Y puedo vivir intencionadamente. He pagado el precio, he hecho lo que me tocaba hacer y no tengo de qué avergonzarme.

»Y ¿no es extraño que el gran acontecimiento, el cambio radical en tu vida, consista en una especie de revelación interior? No se produce absolutamente ningún otro cambio, salvo que empiezas a ver las cosas de otro modo y tienes menos miedo y estás menos angustiada y te sientes más fuerte, como consecuencia. ¿No es sorprendentísimo que una cosa completamente invisible, mental, se perciba con más realidad que cualquier otra cosa que hayas experimentado antes? No es sólo que lo veas todo con más claridad, es que
sabes
que lo estás viendo con más claridad. Y se te ocurre que ése es el verdadero significado del amor a la vida, que a eso se refiere la gente cuando habla en serio de Dios. A momentos así.

—¿Le importa ponerme otro? —le dijo Enid al enano, alzando el vaso.

A duras penas prestaba atención a las palabras de Sylvia, pero movía la cabeza y decía «¡Oh!» y «¡Ah!» mientras la conciencia le daba tumbos entre nubes de alcohol, por ámbitos conjeturales tan absurdos como preguntarse qué sensación le produciría el enano en el vientre y las caderas si se apretara contra ella. Sylvia le estaba resultando muy intelectual, y Enid tenía la sensación de que su amistad estaba basándose en presupuestos falsos, pero no por no escuchar podía dejar de escuchar, porque estaba perdiéndose datos clave, como, por ejemplo, si Khellye era negro y si Jordán había sido brutalmente violada.

Desde su estudio, Sylvia fue directamente al Mercado de Alimentación Wawa y se compró un ejemplar de cada revista porno que vio en las estanterías. Nada en ellas le pareció suficientemente obsceno, sin embargo. Tenía que ver el verdadero asunto, el acto en su literalidad. Se volvió a Chadds Ford y puso en marcha el ordenador que le había regalado su hijo pequeño como medio para fomentar la unión entre ellos en aquel tiempo de desgracia. El buzón de correo electrónico albergaba un mes de mensajes filiales alentadores, pero decidió ignorarlos. Tardó menos de cinco minutos en localizar la mercancía que buscaba —sólo necesitó la tarjeta de crédito—, y se puso a ratonear de viñeta en viñeta, hasta hallar el ángulo necesario sobre el acto necesario con los actores necesarios: un negro practicando el sexo oral con un blanco, con la cámara situada sobre la cadera izquierda, a sesenta grados del pleno perfil, con un cuarto creciente de curvas de alto contraste por encima del trasero, con nudillos de dedos negros oscuramente visibles en su tanteo de lado oscuro de aquella luna. Se bajó la imagen y la visionó en alta resolución.

Tenía sesenta y cinco años y nunca había visto una escena así. Se había pasado la vida creando imágenes y nunca había sabido apreciarles el misterio. Aquí estaba, ahora. Todo aquel comercio de bit y de bytes, esos ceros y esos unos derramándose por los servidores de alguna universidad del Medio Oeste. Tanto tráfico evidente para tanta nada no menos evidente. Una población pegada a las pantallas y las revistas.

Se preguntó: ¿cómo podía la gente reaccionar a esas imágenes, si éstas no gozaban en secreto de la misma condición que las cosas reales? No era que las imágenes fuesen tan fuertes, sino que el mundo era débil. Podía ser intenso, desde luego, en su debilidad, como los días en que el sol hornea las manzanas en los frutales y el valle huele a sidra, y las noches frías en que Jordán venía a cenar a Chadds Ford y las ruedas de su Cabriolet hacían crujir el pedregullo de la entrada. Pero el mundo sólo era fungible en cuanto imágenes. Nada penetraba en la cabeza sin convertirse antes en imagen.

Y, sin embargo, Sylvia estaba atónita ante el contraste entre el porno en línea y su inacabado dibujo de Withers. A diferencia del deseo normal, que puede aplacarse mediante imágenes o por el ejercicio de la pura imaginación, el deseo de venganza no admite trucos. Ninguna imagen alcanza a satisfacerlo, por expresiva que sea. Este deseo exigía la muerte de un individuo en concreto, el cierre final de una historia concreta. Como decía en las tiendas: no se admiten cambios. Podía dibujar su deseo, pero no su cumplimiento. Y acabó confesándose la verdad: deseaba la muerte de Khellye Withers.

Deseaba su muerte, a pesar de que en unas recientes declaraciones al
Filadelfia Inquirer
hubiera confesado que la muerte del hijo de otra persona no iba a devolverle a su hija. Deseaba su muerte, a pesar del fervor religioso con que su doctora le había prohibido interpretar religiosamente la muerte de Jordán (por ejemplo: como juicio divino sobre sus actitudes liberales o su educación liberal o su insensata riqueza). Deseaba su muerte, a pesar de hallarse en el convencimiento de que la muerte de Jordán había sido una tragedia fortuita y de que la redención no radicaba en la venganza, sino en conseguir una disminución a escala nacional de la incidencia de tragedias fortuitas. Deseaba su muerte, a pesar de que imaginaba una sociedad capaz de ofrecer puestos de trabajo con un salario digno para jóvenes como él (para que no se vieran obligados a atar por las muñecas y los tobillos a su antigua terapeuta artística y arrancarle las claves de sus tarjetas bancarias y de crédito), una sociedad capaz de detener el flujo de drogas hacia los vecindarios urbanos (de modo que Withers no hubiera podido gastarse el dinero robado en crack y se hubiera hallado en mejores condiciones mentales cuando volvió al apartamento de su antigua terapeuta y no hubiera procedido a fumarse la piedra y torturarla a ella, intermitentemente, durante treinta horas), una sociedad en que los jóvenes pudieran creer en algo más que las marcas de los bienes de consumo (de modo que Withers no se hubiera obsesionado tan demencialmente con el Cabriolet de su antigua terapeuta artística y la hubiera creído cuando le dijo que se lo había prestado a una amiga para el fin de semana y no hubiera prestado tanta importancia al hecho de que tuviera dos juegos de llaves —«No pude superarlo», explicó, en su confesión parcialmente forzada, pero admisible ante el tribunal, «todas esas llaves, ahí, encima de la mesa de la cocina, ¿comprenden lo que les digo? Se me metió en el coco»—, y no hubiera aplicado la plancha Light'n Easy directamente sobre la piel de la víctima, en repetidas ocasiones, subiendo poco a poco el ajuste, de Rayón a Algodón/Lino, exigiéndole que le dijera dónde había aparcado el Cabriolet, y no le hubiera rebanado la garganta, presa del pánico, cuando volvió la amiga, el domingo por la noche, a devolver el automóvil, con el tercer juego de llaves), una sociedad que pusiera fin, de una vez por todas, a la costumbre de maltratar a los niños (de modo que hubiera resultado absurdo, en un asesino convicto, alegar en juicio que su padrastro lo había quemado con una plancha eléctrica cuando era pequeño, aunque en el caso de Whiters, que no tenía quemaduras visibles, a lo único que contribuía esta declaración era a poner de manifiesto la falta de imaginación mentirosa por parte del condenado). Deseaba su muerte, a pesar de haberse dado cuenta, en la terapia, de que la sonrisa de Khellye era la máscara protectora a que apelaba un muchacho rodeado de personas que lo odiaban, y de que si ella le hubiera dirigido una sonrisa de perdón materno, él habría apartado la máscara y habría roto a llorar de verdadero arrepentimiento. Deseaba su muerte, a pesar de que este deseo sería del gusto de los conservadores, para quienes la frase «responsabilidad personal» equivale a un permiso para ignorar la injusticia social. Deseaba su muerte, aun siendo incapaz, por todas esas razones políticas, de asistir a la ejecución y ver con sus propios ojos la cosa que ninguna imagen podía sustituir.

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