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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (74 page)

BOOK: Las correcciones
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—El problema —dijo, mirando las manchas de sangre— es que me cuesta menos trabajo que me peguen un tiro que pegarlo yo.

—Ya estás otra vez infravalorándote —le dijo Chip.

—Soy muy bueno aguantando el dolor, pero muy malo infligiéndolo.

—En serio. Deja de tratarte tan mal.

—Matar o que te maten. No es una idea muy fácil de asimilar.

Gitanas había hecho intentos de ser agresivo. Como señor de la guerra y delincuente, tenía un buen punto a su favor: el dinero que producía el Partido del Mercado Libre y Compañía. Cuando Lichenkev hubo plantado sitio al reactor de Ignalina, forzando así la venta de la Compañía Eléctrica de Lituania, Gitanas vendió su lucrativa participación en Sucrosas, vació las arcas del Partido del Mercado Libre y Compañía y compró el control de la principal operadora de telefonía móvil implantada en Lituania. La compañía, Transbaltic Wireless, era el único servicio público que, por precio, estaba a su alcance. Regaló a sus guardaespaldas 1.000 minutos de llamadas locales al mes, con buzón de voz e identificación de llamada gratis, y los puso a monitorizar las llamadas que hacía Lichenkev por sus múltiples teléfonos móviles de la Transbaltic. Cuando se enteró de que Lichenkev estaba a punto de deshacerse de todo lo que tenía en la Tenería Nacional y en Productos Agropecuarios y en Subproductos S.A., tuvo tiempo de largar sus propias acciones. La medida le supuso un buen pellizco, pero, a la larga, sus consecuencias fueron fatales. Lichenkev, enterado, mediante el soborno correspondiente, de que le estaban controlando los teléfonos, se cambió a un sistema regional más seguro, con sede en Riga. Luego dio media vuelta y atacó a Gitanas.

El día antes de las elecciones del 20 de diciembre, un «accidente» en una subestación dejó sin servicio el centro de intercambio de Transbaltic Wireless y seis de sus torres de transmisión-recepción. Una turbamulta de jóvenes usuarios de telefonía móvil de Vilnius, con la cabeza rapada y con perilla, coléricos, móvil en mano, intentaron tomar al asalto las oficinas de la Transbaltic. Los directivos pidieron ayuda utilizando la red telefónica básica; la «policía» que atendió la llamada se unió al populacho y contribuyó al saqueo de las instalaciones y a poner sus tesoros en estado de sitio, hasta la llegada de tres camionetas de «policía» de la única comisaría que Gitanas pudo sobornar. Tras intenso combate, el primer grupo de «policía» decidió retirarse, y el segundo dispersó a la chusma.

Durante la noche del viernes y la mañana del sábado, el personal técnico de la compañía se afanó en reparar un generador de emergencia (de la época de Brezhnev) que podía suministrar tensión al centro de intercambio. El principal direccionador de transferencia del generador estaba en avanzado estado de corrosión, y el supervisor jefe, al moverlo un poco para verificar su integridad, lo arrancó de su base. A continuación, el supervisor, tratando de reparar aquello a la luz de las velas y de las linternas, agujereó con el soplete la bobina primaria de inducción, y, dada la inestabilidad política surgida en torno a las elecciones, no hubo manera de encontrar en Vilnius ningún otro generador de corriente alterna accionado por gas, ni pagándolo en oro (y menos todavía un generador trifásico del tipo al que en su momento había sido adaptado el centro de intercambio, por la sencilla razón de que en tiempos de Brezhnev los generadores trifásicos iban muy baratos), y, entretanto, los proveedores de material eléctrico de Polonia y Finlandia, dada la inestabilidad política imperante, ponían toda clase de pegas para enviar lo que fuese a Lituania sin haber recibido antes el pago correspondiente en divisas fuertes, y, por tanto, un país cuyos ciudadanos, como ocurría en otros varios países europeos, habían lisa y llanamente desconectado sus teléfonos de hilo de cobre en cuanto la telefonía móvil se hizo más barata y universal, se vieron inmersos en un silencio comunicativo de proporciones decimonónicas.

En una mañana de domingo verdaderamente tétrica, Lichenkev y la banda de contrabandistas y matones incluidos en la lista del Partido de la Energía Barata para el Pueblo obtuvieron 38 de los 141 escaños de la Seimas. Pero el presidente de Lituania, Audrius Vitkunas, un hombre muy carismático, ultranacionalista paranoico, que odiaba con parigual vehemencia a los rusos y a los occidentales, se negó a sancionar el resultado de las elecciones.

—No será el hidrófobo de Lichenkev, con su jauría de perros infernales, echando espuma por la boca, quien va a intimidarme —gritó Vitkunas en un discurso televisivo que pronunció en la noche de aquel mismo domingo—. Los fallos energéticos localizados, la caída casi total de la red de comunicaciones de la capital y de su entorno, junto con la presencia errabunda de «vigilantes» fuertemente armados, todos ellos integrantes de la jauría de perros infernales a sueldo de Lichenkev, babeando y echando espuma por la boca, no contribuyen a que podamos confiar en que los resultados de los comicios de ayer reflejen la férrea voluntad y el inmenso sentido común del grande e inmortal y glorioso pueblo lituano. No quiero, no puedo, no debo, no oso sancionar los resultados de estas elecciones parlamentarias nacionales llenas de escoria, agusanadas y con sífilis de tercer grado.

Gitanas y Chip escucharon el discurso en el televisor del otrora salón de baile del palacete. Dos guardaespaldas jugaban tranquilamente al Dungeonmaster en un rincón de la estancia, mientras Gitanas traducía a Chip los ricos meollos de la elocuencia vitkunasiana. La luz de turba del día más corto del año ya se había mustiado en las persianas.

—Me da muy mal fario todo esto —dijo Gitanas—. Me huelo que Lichenkev está pensando en pegarle un tiro a Vitkunas y ver qué pasa con quien le suceda.

Chip, que estaba haciendo lo posible por olvidarse de que faltaban cuatro días para Navidad, no tenía ganas de quedarse remoloneando en Vilnius para que luego lo expulsaran una semana después de las vacaciones. Le preguntó a Gitanas si se le había pasado por la cabeza la posibilidad de vaciar la cuenta del Crédit Suisse y abandonar Lituania.

—Sí, claro —Gitanas llevaba puesta su cazadora de moto-cross y se sujetaba los hombros con los brazos cruzados sobre el pecho—. Todos los días pienso en ir de compras a Bloomingdale's. Y en el árbol de Navidad del Rockefeller Center.

—¿Pues qué es lo que te retiene aquí?

Gitanas se rascó el cuero cabelludo y se olió las uñas, mezclando el aroma del pelo con el olor de las segregaciones epidérmicas de alrededor de la nariz y hallando evidente satisfacción en el sebo.

—Si me marcho —dijo—, y el conflicto se dispara, ¿en qué situación voy a quedar? Lo tengo jodido por tres sitios al mismo tiempo. No puedo trabajar en los Estados Unidos. El mes que viene ya no estaré casado con una ciudadana norteamericana. Y mi madre está en Ignalina. ¿Qué pinto en Nueva York?

—Podríamos llevar esto desde Nueva York.

—Allí hay leyes. Nos cerrarían en una semana. Lo tengo jodido por tres sitios.

Serían las doce de la noche cuando Chip subió a acostarse, es decir, a meterse entre las heladoras sabanitas modelo bloque oriental que había en su cama. Su dormitorio olía a yeso húmedo y a tabaco y a las fuertes fragancias de champú sintético tan agradables al olfato báltico. Su cabeza tenía consciencia de su propia aceleración. No llegaba a caer en el sueño, rebotaba en su superficie, una y otra vez, como una piedra en el agua. Constantemente tomaba la luz del alumbrado público por la luz del amanecer filtrándose ya por las persianas. Se trasladó a la planta baja y, una vez allí, comprendió que ya estábamos a última hora de la tarde del día de Nochebuena: fue presa del pánico habitual de aquellos a quienes se les han pegado las sábanas y tienen la sensación de llegar tarde a todo, de no saber qué ocurre. Su madre estaba en la cocina preparando la cena de Nochebuena. Su padre, muy juvenil, con su cazadora de cuero, estaba sentado en la semipenumbra del salón de baile, viendo el telediario de la CBS presentado por Dan Rather. Chip, por pura amabilidad, le preguntó que qué novedades había.

—Dígale usted a Chip —le dijo Alfred a Chip, sin reconocerlo—, que hay lío en el este.

La auténtica luz diurna empezaba a las ocho. Lo despertó un grito procedente de la calle. Hacía frío en el dormitorio, pero no muy acusado: un olor templado y polvoriento llegaba del radiador; el Servicio Central de Calderas seguía funcionando, el orden social seguía intacto.

Por entre las ramas del abeto que había frente a su ventana vio una muchedumbre de hombres y mujeres con abrigos muy abultados, arremolinándose por docenas ante la valla. Había caído nieve en polvo durante la noche. Dos de los guardias de seguridad de Gitanas, los hermanos Jonas y Aidaris —unos tipos grandes y rubios, con semiautomáticas en bandolera—, parlamentaban a través de las rejas de la puerta principal con dos mujeres maduras de pelo basto y cara roja, que bastaban, como el radiador de Chip, para dar testimonio de la persistencia de la vida ordinaria.

Abajo, en el salón de baile, reverberaban, enfáticas, las declaraciones lituanas televisadas en directo. Gitanas estaba sentado exactamente donde Chip lo dejó por la noche, pero llevaba otra ropa y parecía haber dormido.

La luz grisácea de la mañana y la nieve en los árboles y el sentido periférico de desbarajuste y quebranto hacían pensar en los últimos días del período académico de otoño, los últimos exámenes, antes de las vacaciones de Navidad. Chip se metió en la cocina y vertió leche de soja
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en un bol de cereales
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Bebió un poco del viscoso zumo de frambuesas orgánicas que últimamente le estaba gustando mucho. Preparó dos tazones de café instantáneo y los llevó al salón de baile, donde Gitanas había apagado el televisor y estaba otra vez olisqueándose los dedos.

Chip le preguntó que qué había de nuevo.

—Han huido todos los guardaespaldas, menos Jonas y Aidaris —dijo Gitanas—. Se han llevado el Volkswagen y el Lada. No creo que vuelvan.

—Con defensores así, sobran los atacantes —dijo Chip.

—Nos han dejado el Stomper, que es una especie de imán para delincuentes.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Debe de haber sido en cuanto el presidente Vitkunas puso el ejército en estado de alerta.

Chip se echó a reír.

—Y ¿cuándo ha ocurrido eso?

—Esta mañana temprano. En la ciudad todo parece seguir funcionando. Menos, claro, la Transbaltic Wireless —dijo Gitanas.

Fuera, la muchedumbre había aumentado de tamaño. Podía haber ya unas cien personas, cada una con su móvil en alto, generando colectivamente un sonido entre siniestro y angelical. Hacían que sonora la secuencia tonal indicativa de
servicio interrumpido.

—Quiero que te vuelvas a Nueva York —dijo Gitanas—. Ya veremos qué pasa, una vez allí. Puede que te siga, puede que no. Tengo que ver a mi madre en Navidades. Mientras sí, mientras no, aquí tienes una indemnización por despido.

Le lanzó a Chip un sobre marrón, muy grueso, y, al mismo tiempo, empezó a oírse un golpeteo sordo en las paredes exteriores del palacete. A Chip se le cayó al suelo el sobre. Un objeto rompió una ventana y se detuvo un poco antes de llegar al televisor. Era una cosa de cuatro lados, un adoquín de granito, arrancado de la calzada. Venía rebozado en hostilidad recién hecha y daba la impresión de sentirse algo a disgusto.

Gitanas llamó a la «policía» por la red telefónica básica y habló en tono muy cansado. Los hermanos Joñas y Aidaris, con el dedo en el gatillo, entraron por la puerta delantera, seguidos por un aire frío con un toque de abeto navideño. Los hermanos eran primos de Gitanas: de ahí, cabía suponer, que no hubieran desertado como todos los demás. Gitanas colgó el teléfono y conferenció con ellos en lituano.

El sobre marrón contenía un pingüe relleno de billetes de cincuenta y de cien dólares.

Chip continuaba, a plena luz del día, en la sensación del sueño, de haberse dado cuenta a última hora de que las Navidades ya estaban encima. Ninguno de los jóvenes papawebes había venido al trabajo hoy, y Gitanas acababa de hacerle un regalo, y la nieve se agarraba a las ramas del abeto, y a la puerta había gente cantando villancicos.

—Recoge tus cosas —dijo Gitanas—. Jonas te va a llevar al aeropuerto.

Chip subió a su cuarto con la cabeza y el corazón vacíos. Oyó tiros en el porche delantero, el tintineo de los cartuchos expulsados: Jonas y Aidaris disparando al aire (o eso esperaba). Navidad, Navidad, dulce Navidad.

Se puso los pantalones y el abrigo de cuero. Hacer el equipaje lo devolvió al momento en que lo deshizo, a principios de octubre: se completaba un ciclo temporal, se cerraba una cortina que hacía desaparecer las doce semanas intermedias. Aquí estaba otra vez, haciendo el equipaje.

Gitanas se olía los dedos, con la mirada en las noticias, cuando Chip regresó al salón de baile. Los bigotes de Víctor Lichenkev subían y bajaban la pantalla.

—¿Qué dice?

Gitanas se encogió de hombros.

—Que Vitkunas no está en pleno uso de sus facultades mentales, etc. Que Vitkunas está montando un putsch para invertir el sentido de la voluntad del pueblo lituano libremente expresada en las urnas. Etcétera.

—Deberías venirte conmigo —dijo Chip.

—Voy a ver a mi madre —dijo Gitanas—. La semana que viene te llamo.

Chip tomó a su amigo entre los brazos y lo apretó contra sí. Le llegó el olor de las grasas del cuero cabelludo que Gitanas, con los nervios, se olisqueaba. Tuvo la impresión de estarse abrazando a sí mismo, palpando sus propios omoplatos de primate, sintiendo el picor de la lana de su propio jersey. También percibió la desolación de su amigo, su modo de no estar allí, su alejamiento, su cerrazón; y ello lo hizo sentirse —él también— completamente perdido.

Jonas tocaba la bocina en el camino de grava que unía la entrada del palacete con la salida a la calle.

—Nos vemos en Nueva York —dijo Chip.

—A lo mejor, sí —Gitanas se apartó de él y se encaminó hacia el televisor.

Ante la puerta sólo quedaban unos cuantos rezagados, que arrojaron piedras al Stomper cuando Jonas y Chip salieron a toda marcha por la verja abierta. Se dirigieron al sur, desde el centro de la ciudad, por una calle bordeada de formidables gasolineras y edificios de paredes morrones, con cicatrices de tráfico, que parecían más felices y más ellos mismos en días como éste, con tiempo desabrido y luz escasa. Jonas hablaba muy poco inglés, pero logró expresar tolerancia con respecto a Chip, si no amistad, todo ello sin apartar los ojos del espejo retrovisor. Había muy poco tráfico aquella mañana, y los todoterreno, caballos de batalla de los señores de la guerra y de su clase, se hacían notar de un modo muy poco saludable en aquellos momentos de inestabilidad.

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