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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (35 page)

BOOK: Las correcciones
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—Están ustedes soñando —insistió la derramasolaces a voz en cuello— si se creen que el pueblo norteamericano…

—Cariño —la interrumpió Finch, aprovechando la ventaja que le otorgaban su micrófono de solapa y la amplificación—, el pueblo norteamericano está a favor de la pena de muerte. ¿De veras cree usted que le va a plantear algún problema una opción socialmente constructiva, como la nuestra? Dentro de diez años veremos quién sueña. Sí, el de la camisa rosa, de la mesa tres. Dígame.

—Perdone —insistió la derramasolaces—, pero lo que pretendo es que sus inversores potenciales recuerden la Octava Enmienda…

—Sí, sí, muchas gracias —dijo Finch, apretándosele la sonrisa de maestra de ceremonias—. Ya que trae usted a colación los castigos crueles y desacostumbrados, le sugiero que salga de aquí y camine unas cuantas manzanas hacia el norte, hasta Fairmount Avenue. Échele un vistazo a la Penitenciaría Oriental del Estado. La primera prisión moderna del mundo, abierta en 1829, hasta veinte años de celda incomunicada, una tasa de suicidios verdaderamente asombrosa, ningún beneficio correctivo, y aun así sigue siendo, tengamos esto en mente,
el modelo básico para el cumplimiento de penas correctivas en los Estados Unidos.
No es de esto de lo que está hablando Ricitos en su entrevista de la CNN, amigos. Está hablando del millón de norteamericanos con Parkinson y de los cuatro millones que padecen Alzheimer. Lo que voy a decirles ahora no es para consumo general. Pero hay una cosa indiscutible: una alternativa a la cárcel, cien por cien voluntaria, es lo contrario de un castigo cruel y desacostumbrado. De todas las aplicaciones potenciales de Corecktall, ésta es la más humanitaria. Ésta es la visión liberal: la automejora auténtica, permanente, voluntaria.

La derramasolaces, meneando la cabeza con el énfasis de una persona a la que es imposible convencer, ya abandonaba el salón. Mister Doce Mil Acciones de la Exxon, a la altura del hombro izquierdo de Gary, hizo bocina con las manos y la abucheó.

Jóvenes de otras mesas siguieron su ejemplo, abucheándola con una sonrisita de superioridad en el rostro, pasándoselo pipa, como si aquello hubiera sido una peña deportiva, y —se temió Gary— confirmando a Denise en su desdén por ese mundo al que su hermano había decidido trasladarse. Denise, con el cuerpo inclinado hacia delante, miraba a Doce Mil Acciones de la Exxon con la boca abierta de puro asombro.

Daffy Anderson, un tipo con pinta de defensa de fútbol americano, luciendo sus patillas lustrosas y, en lo alto del cráneo, una parcelita de pelo de contextura diferente a la del resto, se adelantó en el estrado, dispuesto a contestar las preguntas de dinero. Se declaró
gratamente sobresuscrito.
Comparó lo picante de esta OPI con el
Vindaloo curry
y
Dallas in July.
No quiso dar a conocer el precio a que Hevy & Hodapp sacaría las acciones de la Axon. Dijo que se fijaría un precio correcto y que el mercado haría el resto. Aviso, aviso.

Denise tocó a Gary en el hombro y le señaló una mesa de detrás de la tribuna, donde Merilee Finch, a sus solas, se llenaba la boca de salmón.

—Nuestra presa se está alimentando. Propongo que nos lancemos sobre ella.

—¿Para qué? —dijo Gary.

—Para que incluyan a papá en la lista de enfermos para experimentación.

No había en la idea de que Alfred participara en la Fase II nada que a Gary le resultara especialmente atractivo, pero pensó que si Denise planteaba el tema de la enfermedad de Alfred, creando un clima de compasión por los Lambert y, así, justificando moralmente su derecho a los favores de la Axon, quizá tuviera él más posibilidades de conseguir sus cinco mil acciones.

—Tú hablas —dijo, poniéndose en pie—. Luego, yo también le contaré algo.

Mientras caminaban hacia la tribuna, las cabezas se volvían para admirar las piernas de Denise.

—¿Qué parte de «sin comentarios» no ha entendido usted? —contestaba Daffy Anderson a una pregunta, buscando la risa del público.

La consejera delegada de la Axon tenía los carrillos más henchidos que una ardilla. Merilee Finch se llevó una servilleta a la boca, con expresión de cansancio, mientras observaba la aproximación de los Lambert.

—Me estoy muriendo de hambre —dijo. Era la excusa de una mujer delgada por estar incurriendo en comportamientos físicos—. Si no les importa esperar un segundo. En seguida ponemos más mesas.

—Venimos por un asunto semiprivado —dijo Denise.

Finch tragó con dificultad, quizá por timidez, quizá porque no masticaba bien.

—Díganme.

Denise y Gary se presentaron, y Denise mencionó la carta que había recibido Alfred.

—Tenía que comer algo —explicó Finch, engullendo lentejas—. Creo que fue Joe quien le escribió a su padre. Doy por sentado que está todo resuelto, a estas alturas. Pero Joe los atenderá a ustedes con mucho gusto, si quieren saber algo más.

—Es más bien con usted con quien queremos hablar —dijo Denise.

—Perdón. Un bocado más y estoy con ustedes.

Finch masticó su salmón con mucho método, tragó lo masticado y dejó caer la servilleta encima del plato.

—En lo que se refiere a la patente, voy a serles franca: lo primero que pensamos fue no respetarla. Es lo que todo el mundo hace. Pero Ricitos también es inventor, y quería hacer las cosas bien.

—Pues, la verdad —dijo Gary—, para hacer las cosas bien tendrían que haber ofrecido más dinero.

La lengua de Finch rebuscaba bajo el labio superior igual que un gato bajo una manta.

—Quizá tenga usted una idea un poco exagerada de lo que su padre logró —dijo—. En los años sesenta hubo muchos investigadores que se ocuparon de esos geles. Creo, incluso, que el descubrimiento de la anisotropía eléctrica se suele atribuir a un equipo de la Universidad de Cornell. Además, según me dice Joe, la redacción de la patente de su padre es muy poco precisa. Ni siquiera menciona el cerebro. Sólo habla de «tejidos humanos». Y la justicia siempre se pone del lado del más fuerte, en los litigios sobre patentes. De modo que, a mi entender, hemos sido muy generosos.

Gary puso su cara de qué gilipollas soy y miró al estrado, donde Daffy Anderson padecía el asalto de una turba de gente que le deseaba todo el éxito del mundo y le pedía cosas.

—Nuestro padre aceptó la oferta sin problemas —aseguró Denise a Finch—. Y a mí me gustaría enterarme más a fondo de lo que están haciendo ustedes.

Ese contacto entre mujeres, rompiendo el hielo por la vía agradable, le produjo a Gary unas ligeras náuseas.

—No recuerdo en este momento en qué hospital trabaja —dijo Finch.

—En ninguno —dijo Denise—. Era ingeniero de ferrocarriles. Tenía un laboratorio en el sótano.

Finch manifestó sorpresa.

—¿Hizo todo eso en plan aficionado?

Gary no sabía qué versión de Alfred lo encolerizaba más: si el malévolo tirano viejo que realiza un espléndido hallazgo en el sótano de su casa y luego pierde una fortuna dejándose engañar, o el aficionado casero que, en su despiste, sin pretenderlo siquiera, lleva a cabo la labor de un verdadero químico, se gasta una parte de los escasos fondos familiares en obtener y en conservar viva una patente redactada en términos imprecisos, y al final le arrojan una migaja del banquete de Earl Eberle. Ambas versiones lo encolerizaban.

A fin de cuentas, quizá había sido mejor que las cosas ocurrieran así, que el viejo aceptara la oferta sin hacer caso a Gary.

—Mi padre tiene Parkinson —dijo Denise.

—Vaya, lo siento mucho.

—Bueno, pues estábamos preguntándonos si no sería posible incluirlo en la lista de enfermos para experimentación.

—No es impensable —dijo Finch—. Habrá que preguntarle a Ricitos. Me gusta esa faceta de interés humano. ¿Vive por aquí cerca su padre?

—Está en St. Jude.

Finch frunció el entrecejo.

—No habrá nada que hacer si no puede usted traerlo a Schwenksville dos veces por semana durante un período mínimo de seis meses.

—No es problema —dijo Denise, volviéndose hacia Gary—. ¿Verdad?

Gary odiaba todo lo incluido en semejante conversación. Salud salud, mujer mujer, agradable agradable, fácil fácil. No se dignó contestar.

—¿Cómo está de la cabeza? —preguntó Finch.

Denise abrió la boca, pero al principio no le salieron las palabras.

—Está bien —dijo, recuperándose—. Bastante… Bien.

—¿No hay demencia?

Denise, con los labios fruncidos, dijo que no con la cabeza.

—No. Tiene momentos de confusión, pero… No.

—La confusión puede ser por las medicinas que toma —dijo Finch—. En ese caso, tiene arreglo. Pero la demencia Lewy Body está excluida de la experimentación de Fase II. También el Alzheimer.

—Tiene la cabeza muy clara —dijo Denise.

—Pues si es capaz de seguir unas instrucciones básicas, y acepta venirse al este en enero, Ricitos hará un esfuerzo por incluirlo en la lista. Será una buena historia para los medios.

Finch tendió su tarjeta, dio un caluroso estrechón de manos a Denise, otro, no tan caluroso, a Gary, y se aproximó a la multitud que cercaba a Daffy Anderson.

Gary fue tras ella y la sujetó del codo. Finch se dio media vuelta, bastante sorprendida.

—Escucha, Merilee —dijo Gary en voz baja, como queriendo decir
Ahora vamos a ser realistas, entre personas mayores podemos prescindir de esa estupidez de ser agradable
—. Me alegro mucho de que mi padre te parezca una «buena historia» para los medios. Y ha sido una muestra de generosidad por vuestra parte que le dierais los cinco mil dólares. Pero creo que vosotros nos necesitáis a nosotros mucho más que nosotros a vosotros.

Merilee saludó a alguien, levantando un dedo: iría en un segundo.

—La verdad —le dijo a Gary— es que no nos hacen ustedes ninguna falta. Así que no entiendo lo que me quiere decir.

—Mi familia quiere comprar cinco mil acciones de su oferta.

Finch se rió como se ríen las ejecutivas que trabajan ochenta horas a la semana.

—Eso quieren todos los aquí presentes —dijo—. Para eso están los bancos de inversión. Si me permite…

Se liberó de Gary y se alejó. Gary, con tanto cuerpo humano alrededor, tenía dificultades para respirar y estaba furioso consigo mismo por haber
mendigado,
furioso por haber permitido que Denise asistiera al espectáculo, furioso de ser un Lambert. Echó a andar, a grandes zancadas, hacia la salida más próxima, sin esperar a Denise, que se vio obligada a correr para alcanzarlo.

Entre el Four Seasons y la torre contigua había un patio de oficinas con un jardín tan espléndidamente plantado y tan impecablemente mantenido, que podía haber estado hecho de píxeles en un paraíso de cibertiendas. Ambos Lambert iban cruzando el jardín cuando la cólera de Gary descubrió un aliviadero por el que descargarse.

—No sé dónde diablos piensas que va a vivir nuestro padre cuando se venga para acá —dijo.

—Una temporada contigo y otra conmigo —dijo Denise.

—Tú no estás nunca en casa —dijo él—. Y papá ha dejado perfectamente claro que en mi casa se niega a quedarse más allá de cuarenta y ocho horas.

—Pero ahora no sería como en las Navidades pasadas —dijo Denise—. Créeme. El sábado tuve la impresión de que…

—Y, además, ¿quién lo va a llevar a Schwenksville dos veces por semana?

—¿Qué estás diciendo, Gary? ¿Te opones a que hagamos esto?

Unos oficinistas, viendo que se les echaba encima una pareja en plena discusión, se levantaron del banco de mármol que ocupaban y lo dejaron libre. Denise tomó asiento y cruzó los brazos intransigentemente. Gary trazó un círculo estrecho, con las manos en las caderas.

—Papá —dijo— lleva diez años sin hacer nada por cuidarse. Lo único que hace es estar sentado en su jodido sillón azul, envuelto de pies a cabeza en la autocompasión. No veo en qué te basas para pensar que de pronto va a ponerse a…

—Ya, pero si viera que de veras hay una esperanza de curación…

—¿Para qué? ¿Para seguir otros cinco años con la depresión puesta? ¿Para morirse miserablemente a los ochenta y cinco, en vez de a los ochenta? ¿Eso es lo que vamos a sacar en limpio?

—Si está deprimido, será por la enfermedad.

—Lo siento, Denise, pero eso es una chorrada. Hablar por hablar. Lleva con la depresión desde antes de retirarse. Cuando todavía gozaba de una salud perfecta.

Murmuraba, en las proximidades, una fuente de escasa altura, generando un atmósfera de mediana intimidad. Una nubécula sin filiación conocida se había adentrado en el rectángulo de cielo privado que trazaban los edificios colindantes. La luz era costera y difusa.

—Y ¿qué harías tú —dijo Denise—, si tuvieras a mamá encima durante veinticuatro horas al día, diciéndote que tienes que salir y vigilando cada uno de tus movimientos, y haciéndote ver que el sillón en que te sientas es una cuestión de índole moral? Cuanto más le dice ella que se levante, más sentado se queda él. Cuanto más tiempo permanece sentado, más…

—Estás viviendo en el país de las fantasías, Denise.

Ella miró con odio a Gary.

—No se te ocurra tratarme con esa superioridad. Igual de fantasioso es comportarse como si papá fuera un aparato viejo y averiado. Es un ser humano, Gary. Tiene su propia vida interior. Conmigo, al menos, se porta estupendamente…

—Bueno, pues conmigo no —dijo Gary—. Y con mamá se porta como un matón egoísta, abusando de ella todo el rato. Y, por mí, como si quiere no volver a levantarse del sillón ese y pasar el resto de su vida durmiendo. Me encanta la idea. Estoy mil por ciento a favor de la idea. Pero primero vamos a arrancar ese sillón de una casa de tres plantas que se está cayendo en pedazos y que pierde valor cada día que pasa. Vamos a conseguirle un poco de calidad de vida a mamá. Que haga eso, y luego se puede sentar en su sillón y seguir compadeciéndose de sí mismo hasta que les salga pelo a las ranas.

—A mamá le encanta la casa. Esa casa es su calidad de vida.

—Pues también ella vive en el país de las fantasías. De mucho le vale estar tan encantada con la casa, si tiene que pasarse veinticuatro horas al día cuidando al ancianito ese.

Denise bizqueó los ojos y lanzó un bufido que le levantó el pelo de la frente.

—Tú sí que vives en el país de las fantasías —dijo—. Según tú, van a ser felices viviendo en un apartamento de dos habitaciones en una ciudad donde no conocen a nadie más que a ti y a mí. ¿Y sabes para quién es cómoda esa solución? ¡Para nadie más que para ti!

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