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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (38 page)

BOOK: Las correcciones
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La puerta trasera estaba cerrada con llave y con la cadena puesta. Le aplicó unos cuantos golpes tan firmes como gozosos. Por la ventana vio que Jonah acudía al trote ligero, en chanclas y bañador, que metía la clave de seguridad y que primero descorría la cerradura y luego quitaba la cadena.

—¡Hola, papá! Estoy haciéndome una sauna en el cuarto de baño —dijo, mientras se alejaba al mismo trote de la venida.

El objeto del deseo de Gary, la mujer rubia ablandada por las lágrimas a quien él había reconfortado por teléfono, estaba sentada con Caleb, viendo una peli galáctica antigua en el televisor de la cocina. Humanoides la mar de serios, pijamas unisex.

—Hola —dijo Gary—. Todo parece estar en orden.

Caroline y Caleb asintieron con la cabeza, pero con los ojos en un planeta distinto.

—Supongo que tendré que poner otro cartel ahí fuera —dijo Gary.

—Deberías clavarlo al tronco de un árbol —dijo Caroline—. Quítale el poste de fijación y clávalo al tronco de un árbol.

Con la condición humana casi a cero, por frustración de expectativas, Gary se llenó el pecho de aire y luego tosió.

—La idea, Caroline, es que hay un toque de clase, algo sutil, en el mensaje que estamos proyectando. Una especie de opinión pericial. Pero si encadenamos el cartel a un árbol para evitar que nos lo roben…

—He dicho clavar, no encadenar.

—Es como decirles a todos los sociópatas: ¡Estamos hechos a la idea! ¡Vengan ustedes a por nosotros! ¡Vengan ustedes a por nosotros!

—No he dicho encadenar. He dicho clavar. Caleb se hizo con el mando a distancia y subió el volumen del televisor.

Gary bajó al sótano y sacó de una caja plana de cartón uno de los carteles sobrevivientes de los seis que había comprado al representante de Neverest. Habida cuenta de lo que costaba el servicio de seguridad en el hogar de Neverest, los carteles eran una chapuza increíble. Aquellas pequeñas pancartas estaban pintadas de cualquier manera y cada una de ellas venía sujeta mediante frágiles remaches de aluminio a un rollito de metal laminado, a guisa de poste de fijación, demasiado fino como para hincarlo en la tierra a martillazos (había que hacer agujeros).

Caroline no levantó la cabeza cuando Gary regresó a la cocina. Era como si aquellas llamadas de pánico no hubieran existido más que en la mente alucinada de Gary, salvo por la persistencia de una sensación de humedad en los calzoncillos y por el hecho de que Caroline había vuelto a echar el cerrojo de la puerta trasera, a poner la cadena y a conectar la alarma, todo ello durante los treinta segundos escasos que él permaneció en el sótano.

Él, por supuesto, padecía una enfermedad mental. Ella no. ¡Ella!

—¡Por el amor de Dios! —exclamó, mientras picaba la fecha de su boda en el teclado numérico.

Dejando la puerta de par en par, fue al jardín delantero y plantó el nuevo cartel de Neverest en el antiguo agujero infértil. Cuando regresó, un minuto más tarde, la puerta estaba cerrada otra vez. Sacó las llaves, hizo girar la cerradura y abrió la puerta hasta donde lo permitía la cadena, dando lugar a que saltara la alarma interior, tipo perdóneme-usted-por-favor. Se apoyó contra la puerta, poniendo a prueba los goznes. Se le pasó por la cabeza la idea de cargar con el hombro y arrancar la cadena. Con una mueca y un grito, Caroline saltó sobre sus pies y acudió cojeando a meter el código antes de que transcurrieran los treinta segundos de margen.

—La próxima vez, haz el favor de llamar, Gary —dijo.

—Estaba en el jardín delantero —dijo él—. A veinte metros escasos. ¿Para qué has puesto la alarma?

—Tú es que no te haces idea de lo que ha sido estar aquí hoy —murmuró ella, cojeando hacia el espacio interestelar—. Me siento muy sola aquí, Gary. Muy sola.

—Pero ahora estoy en casa. ¿O no?

—Sí, estás en casa.

—Oye, papá, ¿qué hay de cenar? —dijo Caleb—. ¿Por qué no parrillada?

—Sí —dijo Gary—. Yo preparo la cena y yo lavo los platos y a lo mejor también podo el seto, porque yo, mira tú por dónde, estoy bien. ¿Te suena lo de estar bien, Caroline?

—Sí, claro, haz tú la cena, por favor —murmuró ella, sin apartar los ojos del televisor.

—Muy bien. Hago la cena.

Gary batió palmas y tosió. Era como si en su interior, en el pecho y en la cabeza, hubiera habido antiguos engranajes saliéndose de sus ejes, entrando en colisión con otras partes de la maquinaria, reclamando del cuerpo una arranque de bravura, una energía no deprimida, que, sencillamente dicho, el cuerpo no estaba en condiciones de proporcionar.

Esta noche tenía que dormir bien durante un mínimo de seis horas. Para conseguirlo, se hizo a la idea de tomarse dos martinis vodka y meterse en la cama antes de las diez. Inclinó la botella de vodka, abierta, sobre la coctelera con hielo dentro, y, descaradamente, la dejó ir haciendo todo el gluglú que quiso, porque un vicepresidente del CenTrust no tenía por qué avergonzarse de buscar un poco de relajación tras una dura jornada de trabajo. Prendió fuego con mezquite y se pimpló el primer martini. Igual que una moneda lanzada en una amplia y tambaleante órbita de decadencia, trazó un círculo de regreso a la cocina y logró disponer la carne, pero sintiéndose demasiado cansado para cocinarla. Dado que Caroline y Caleb no le habían prestado la menor atención mientras se preparaba el primer martini, se preparó el segundo, para mayor energía y mejor reforzamiento, y le otorgó la clasificación oficial de martini número uno. Luchando contra los vítreos efectos de lente de la confusión por vodka, salió al patio y arrojó carne encima de la parrilla. De nuevo lo invadió el cansancio, de nuevo el déficit de todo neurofactor amable. Delante de toda su familia, entera y verdadera, se sirvió un tercer martini (número dos, oficialmente) y se lo pimpló. Por la ventana vio que la parrilla estaba en llamas.

Llenó de agua un cacharro de Teflón y sólo se le derramó un poco en la carrera hacia la extinción del fuego. Subía una nube de vapor y de humo y de grasa en aerosol. Dio la vuelta a todos los trozos de carne, dejándolos con la chamuscada y resplandeciente barriga al aire. Había un olor a quemadura húmeda como el que van dejando los bomberos al pasar. A los carbones sólo les quedaban fuerzas para colorear levemente las porciones crudas de los trozos de carne, y eso que los dejó otros diez minutos.

Su hijo Jonah, siempre tan milagrosamente considerado, había puesto la mesa, mientras, y había sacado pan y mantequilla. Gary sirvió a su mujer y a sus hijos los trozos de carne menos quemados y los trozos de carne menos crudos. No sin dificultades en el manejo del cuchillo y del tenedor, se llenó la boca de cenizas y de pollo sanguinolento, pero de todas formas estaba demasiado cansado como para masticar y tragar, y demasiado cansado, también, para levantarse y escupir lo que tenía en la boca. Ahí se quedó, sentado, con el pollo en la boca, sin masticar, hasta que se dio cuenta de que se le estaba cayendo la baba por el mentón abajo (algo no precisamente correcto como prueba de buena salud mental). Se tragó el bolo entero. Fue como una pelota de tenis bajándole por el pecho. Su familia lo miraba.

—¿Te pasa algo, papá? —dijo Aaron.

Gary se limpió la barbilla.

—Estoy bien, Aaron, gracias. Eb bollo tan boco duro. El pollo está un poco duro.

Tosió, con el esófago convertido en una columna de fuego.

—Lo mejor sería que te echaras —dijo Caroline, como quien le habla a un niño pequeño.

—No, no: voy a podar el seto —dijo Gary.

—Pareces cansadísimo —dijo Caroline—. Sería mejor que te echaras.

—No estoy cansado, Caroline. Es que se me ha metido el humo en los ojos.

—Gary…

—Me consta que andas por ahí contándole a todo el mundo que estoy deprimido, pero da la casualidad de que no lo estoy.

—Gary.

—¿No es cierto, Aaron? ¿No es cierto? ¿No te dijo a ti que estoy clínicamente deprimido? ¿No te lo dijo?

Aaron, cogido por sorpresa, miró a Caroline, que le hizo un gesto muy marcado y muy significativo con la cabeza.

—¿Te lo dijo o no te lo dijo? —insistió Gary.

Aaron clavó los ojos en el plato, ruborizándose. El espasmo de amor que sintió entonces Gary por su primogénito, su petulante y tierno y honrado y ruborizado hijo, estaba en conexión directa con la rabia que ahora lo impulsaba, sin comprender siquiera lo que ocurría, a alejarse de la mesa. Estaba soltando tacos delante de sus hijos. Estaba diciendo:

—¡A tomar por culo todo esto, Caroline! ¡A tomar por culo tanto susurro! Me voy a podar el jodido seto.

Jonah y Caleb agacharon la cabeza, como para evitar los tiros. Aaron parecía estar leyendo el relato de su vida, sobre todo de su vida futura, en los churretes de grasa de su plato.

Caroline habló con la voz tranquila, baja, trémula de quienes acaban de sufrir una vejación irrefutable.

—Muy bien, Gary. Perfectamente —dijo—. Vete y déjanos disfrutar de la cena.

Gary se fue. Salió como un huracán y cruzó el jardín trasero. La vegetación contigua a la casa tenía ahora el color de la tiza, por la luz que rebosaba del interior, pero aún quedaba suficiente crepúsculo en los árboles del oeste como para trocarlos en siluetas. Una vez en el garaje, descolgó de su sitio la escalera de tijera de dos metros cincuenta y se puso a bailar y dar vueltas con ella, y menos mal que logró controlarse a tiempo, porque estuvo a punto de cargarse el parabrisas del Stomper. Se llevó en volandas la escalera hasta la parte frontal de la casa, prendió las luces y volvió a buscar la podadora eléctrica y el cable de extensión de treinta metros. Para evitar que el sucio cable entrara en contacto con la carísima camisa de lino que llevaba puesta, de lo cual se había dado cuenta demasiado tarde, lo llevó arrastrando y dio lugar a que se fuera trabando en las flores, con muy destructivos efectos. Se quedó en camiseta, pero no se detuvo a cambiarse de pantalones, por miedo a perder impulso y quedarse tumbado en el césped —que aún irradiaba el calor del sol—, escuchando a los grillos y a las fluctuantes chicharras, y al final dormirse. El esfuerzo físico continuado le aclaró hasta cierto punto la cabeza. Se encaramó a la escalera y se puso a chapodar las ramas de color verde lima que colgaban de los tejos, inclinándose hacia adelante todo lo que osaba inclinarse. Seguramente, viéndose incapaz de alcanzar el último palmo de seto, el más cercano a la casa, tendría que haber apagado la podadora y haberse bajado de la escalera y haber acercado ésta a su objetivo, pero, como era cosa de un palmo y no disponía de infinitas reservas de energía y paciencia, trató de que la escalera
se desplazase
en dirección a la casa, imprimiéndole una especie de balanceo y luego brincando con ella, todo con la podadora en la mano y sin haberla apagado antes.

El suave golpe, el rasponazo casi sin punta que a continuación se aplicó en la parte más carnosa de la palma, junto al pulgar de la mano derecha, una vez inspeccionado, resultó ser un agujero profundo, con gran efusión de sangre, del que, si todo fuera perfecto en este mundo, habría debido ocuparse un médico de guardia. Pero de Gary podía decirse todo menos que no fuese concienzudo. Sabía que estaba demasiado borracho para ir conduciendo él mismo hasta el hospital de Chestnut Hill, y tampoco podía pedirle a Caroline que lo llevara sin dar lugar a muy engorrosas preguntas sobre su decisión de subirse a una escalera y manejar una máquina tan potente hallándose bajo los efectos del alcohol, lo cual, colateralmente, contribuiría a que quedara de manifiesto la cantidad de vodka que se había bebido antes de la cena y, en general, a pintar de él una imagen perfectamente opuesta a la de persona en buen estado de Salud Mental que había pretendido transmitir por el hecho de salir a podar el seto. De modo que, mientras un enjambre de insectos picadores de carne y comedores de tela, atraídos por las luces del porche, invadían la casa por la puerta principal que Gary, al entrar a toda prisa con esa sangre tan rara y tan fresca acumulándosele en el cuenco de las manos, no había tenido la precaución de cerrar con el pie, se refugió en el cuarto de baño de la planta baja y dejó caer la sangre en el lavabo, viendo granadina, o jarabe de chocolate, o aceite de motor muy sucio, en sus remolinos férricos. Se vertió agua fría en el corte. Al otro lado de la puerta, cuyo pestillo había quedado sin echar, Jonah le preguntaba si se había hecho daño. Gary juntó con la mano izquierda una almohadilla absorbente de papel higiénico y la situó sobre la herida y luego trató de sujetársela con un esparadrapo cuyo carácter adhesivo se desvaneció de inmediato ante la acción del agua y de la sangre. Había sangre en la taza del váter, sangre en el suelo, sangre en la puerta.

—Papá, nos están entrando bichos —dijo Jonah.

—Sí, Jonah, ¿por qué no cierras la puerta de la calle y luego subes a bañarte? En seguida estoy contigo y jugamos a las damas.

—¿No te da igual al ajedrez?

—Sí, me da igual.

—Pero tienes que darme la reina, un alfil, un caballo y una torre.

—Que sí; pero hale, a la bañera.

—¿No tardarás?

—Voy en seguida.

Gary le arrancó de los dientes al dispensador un nuevo trozo de esparadrapo y se rió ante el espejo, para comprobar que aún podía reírse. La sangre empapaba el papel higiénico, fluyendo en hilillos alrededor de su muñeca y despegando el esparadrapo. Se envolvió la mano en una toalla pequeña y con otra toalla, bien mojada en agua, limpió de sangre el suelo del cuarto de baño. Entreabrió la puerta y pudo oír la voz de Caroline en el piso de arriba, el ruido del lavavajillas en la cocina, el grifo de la bañera de Jonah. Un rastro de sangre retrocedía desde el centro del vestíbulo hacia la puerta principal. En cuclillas y desplazándose de lado como un cangrejo, y con la mano del corte apretada contra el abdomen, Gary borró con la toalla la sangre del suelo. También el suelo del porche, de madera gris, estaba lleno de salpicaduras. Gary andaba apoyándose en los lados de los pies, para no hacer ruido. Fue a la cocina a buscar un cubo y una bayeta, y en la cocina estaba el armario de las bebidas alcohólicas.

Bueno, pues lo abrió. Colocándose la botella de vodka bajo la axila derecha pudo desenroscar el tapón con la izquierda. Y cuando levantaba la botella y, al mismo tiempo, echaba hacia atrás la cabeza, para efectuar una pequeña retirada de fondos del ya diminuto saldo alcohólico, sus ojos derivaron hacia el techo del armario, y en ese momento vio la cámara.

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