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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (36 page)

BOOK: Las correcciones
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Él alzó los brazos al aire.

—Cómoda para mí, ¿no? Estoy hasta las narices de tanto preocuparme por esa casa de St. Jude. Estoy hasta las narices de tanto viaje. Estoy hasta las narices de oír lo desgraciada que se siente mamá. Una situación que sea cómoda para ti y para mí es mejor que una situación que no sea cómoda para nadie. Mamá vive con una ruina en carne y hueso. A papá ya le pasó la vez, está terminado,
finito,
se acabó la historia, que lo carguen en la cuenta de beneficios. Y ella sigue erre que erre, pensando que todo se arreglaría, que todo volvería a ser como antes, sólo con que él pusiese un poco de empeño en mejorar. Bueno, pues no, señoras y señores, no:
nada volverá a ser como antes.

—Tú ni siquiera deseas que papá mejore.

—Denise —Gary cerró los ojos con fuerza—. Tuvieron cinco años antes de que él se pusiera enfermo. Y ¿qué hizo él? Mirar las noticias locales y esperar a que mamá le pusiera la comida en la mesa. Ésa es la realidad. Y quiero que salgan de esa casa…

—Gary.

—Quiero que se instalen aquí, en una comunidad de jubilados, y no me da ningún miedo decirlo.

—Gary, escúchame —Denise se inclinó hacia delante en una expresión de buena voluntad que irritó aún más a su hermano—. Papá puede quedarse conmigo los seis meses. Los dos pueden quedarse conmigo. Yo les traeré a casa la comida, no pasa nada. Si papá mejora, se vuelven a St. Jude. Si no mejora, habrán tenido seis meses para decidir si les gusta o no les gusta vivir en Filadelfia. Vamos a ver, ¿qué hay de malo en una cosa así?

Gary ignoraba qué había de malo en una cosa así. Pero ya estaba oyendo la odiosa cantinela de Enid sobre lo maravillosamente buena que es Denise. Y como era sencillamente inimaginable que Caroline y Enid compartieran la misma casa, no ya durante seis semanas o seis meses, sino durante seis días, Gary no podía, ni siquiera por cumplir, ofrecerse a alojar a sus padres.

Levantó los ojos hacia la intensidad de blancura que señalaba la proximidad del sol a uno de los ángulos de la torre de oficinas. Los arriates de crisantemos y begonias y liriopes que lo rodeaban eran como figurantes en bikini de un vídeo musical, plantados en la cumbre de su perfección y sentenciados a ser arrancados sin darles una oportunidad de perder pétalos, adquirir manchas marrones o soltar hojas. A Gary siempre le habían encantado los jardines de las oficinas en cuanto decoración adecuada para el espectáculo de los privilegiados, o metonimias del mimoserío, pero era de vital importancia no pedirles demasiado. Era de vital importancia no llegar a ellos en situación de necesidad.

—¿Sabes lo que te digo? Que me da igual —dijo—. Es un plan estupendo. Y si tú te empeñas en hacer el trabajo duro, pues mejor todavía.

—Muy bien, pues yo hago el «trabajo duro» —dijo Denise rápidamente—. Y ¿qué pasa con las Navidades? Papá está deseando que vayáis.

Gary se rió.

—O sea que ya se ha metido él también en el asunto.

—Es por mamá. Y ella sí que lo desea de verdad, pero de verdad.

—Por supuesto que lo desea. Estamos hablando de Enid Lambert. ¿Qué puede desear Enid Lambert en este mundo, más que unas Navidades en St. Jude?

—Pues yo voy a ir —dijo Denise— y voy a tratar de que Chip haga lo mismo, y creo que vosotros cinco deberíais ir. Creo que entre todos deberíamos hacer eso por ellos.

La tenue vibración de virtud que había en su voz le dio dentera a Gary. Un discurso sobre las Navidades era lo que menos le hacía falta en esa tarde del mes de octubre, con la aguja de su indicador de Factor 3 metiéndose de lleno en la zona roja.

—Papá me dijo una cosa muy rara el sábado pasado —prosiguió Denise—. Me dijo «No sé cuánto tiempo me queda». Los dos hablaban de estas Navidades como si fueran a ser las últimas. Algo muy intenso.

—Mamá nunca falla —dijo Gary, algo descontrolado— a la hora de expresarse con la máxima eficacia de coerción sentimental.

—Cierto. Pero también creo que lo dice en serio.

—¡Por supuesto que lo dice en serio! —dijo Gary—. Y me lo pensaré. Pero, Denise, no es tan fácil que nos embarquemos los cinco en ese viaje.
¡No es tan fácil!
Sobre todo porque para nosotros lo que verdaderamente tiene sentido es quedarnos aquí. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta?

—Sí, lo sé, me doy cuenta —corroboró Denise, sin levantar la voz—. Pero comprende que es una sola vez, y nada más.

—Ya te he dicho que voy a pensármelo. Pero es todo lo que puedo hacer, ¿vale? ¡Lo pensaré! ¡Lo pensaré! ¿Vale?

Denise dio la impresión de sorprenderse ante ese arrebato.

—Vale, muy bien, gracias. Pero el caso es…

—Eso, sí, ¿cuál es el caso? —dijo Gary, alejándose tres zancadas de ella y volviéndole la espalda—. Dime cuál es el caso.

—Bueno, estaba yo pensando…

—Mira, ya llego media hora tarde. Tengo que volver a la oficina.

Denise levantó los ojos para mirarlo, con la boca abierta de par en par, como la tenía en mitad de la frase anterior.

—Pongamos fin a esta conversación —dijo Gary.

—Vale. No quiero parecer mamá, pero…

—¡Demasiado tarde para eso! ¿No? ¿No? —se encontró gritando con una jovialidad de loco, con las manos levantadas.

—No quiero parecer mamá, pero… No esperes mucho para decidirte a comprar los billetes. Ya está. Ya lo dije.

Gary estuvo a punto de echarse a reír, pero controló sus carcajadas antes de que se le escapasen.

—¡Buen plan! —dijo—. ¡Tienes razón¡ ¡Hay que decidirlo en seguida! ¡Hay que comprar los billetes! ¡Buen plan!

Aplaudió como un entrenador de fútbol a sus muchachos.

—¿Paso algo malo?

—No, no, estás en lo cierto. Tenemos que ir todos a St. Jude, por última vez, en Navidades, antes de que vendan la casa, o de que papá se desmorone en pedacitos, o de que alguien muera. No hay que pararse a pensar. Todos tenemos que estar allí. Es pura evidencia. Estás totalmente en lo cierto.

—No veo por qué te enfadas, entonces.

—¡Por nada! No me enfado por nada.

—Vale. Muy bien —Denise levantó los ojos para mirarlo cara a cara—. Entonces voy a preguntarte otra cosa. Quiero saber por qué piensa mamá que estoy liada con un hombre casado.

Una pulsación de culpabilidad, una ola de conmoción, recorrió a Gary.

—Ni idea —dijo.

—¿Le has dicho tú que estoy liada con un hombre casado?

—¿Cómo iba a decirle semejante cosa? No sé absolutamente nada de tu vida privada.

—Ya, pero ¿se lo has dado a entender? ¿La has llevado de algún modo a pensarlo?

—Denise. De veras —Gary recuperaba su compostura de padre, su aura de indulgencia primogenital—. Eres la persona más reticente que conozco. ¿En qué iba yo a basarme para decir nada?

—¿La has llevado de algún modo a pensarlo? —insistió ella—. Porque desde luego
alguien
lo ha hecho. Alguien le ha metido esa idea en la cabeza. Y se me ocurre que en cierta ocasión te dije una cosita que tú quizá interpretaras mal, y que le pudiste pasar a ella. Y mira, Gary, ya tenemos suficientes dificultades, mamá y yo, como para que encima vengas tú dándole ideas.

—Pues si no te anduvieras con tanto misterio…

—No me ando con ningún «misterio».

—Si no te anduvieras con tanto misterio —dijo Gary—, seguro que no tendrías ese problema. Es como si estuvieras deseando que la gente murmurara a tus espaldas.

—Resulta muy revelador que no contestes a mi pregunta.

Gary exhaló el aire entre los dientes, muy despacio.

—No tengo ni idea, no sé de dónde ha podido sacarse eso mamá. Yo no le he dicho nada.

—Muy bien —dijo Denise, poniéndose en pie—. Pues yo haré el «trabajo duro». Y tú piensas en las Navidades. Y ya nos reuniremos cuando papá y mamá estén aquí. Hasta luego.

Con impresionante resolución caminó hacia la salida más próxima, sin desplazarse tan de prisa como para poner de manifiesto su enfado, pero sí lo suficiente para que su hermano no pudiera alcanzarla sin echar a correr. Gary esperó un segundo, a ver si volvía. En vista de que no, salió del patio y encaminó sus pasos hacia la oficina.

Gary se había sentido halagado cuando su hermanita pequeña eligió un
college
en la misma ciudad donde Caroline y él acababan de comprar la casa de sus sueños. Le encantó la idea de presentarles a Denise a todos sus amigos y compañeros de trabajo (de exhibirla ante ellos, en realidad). Imaginó que Denise cenaría una vez al mes en Seminole Street y que Caroline y ella acabarían siendo como hermanas. Imaginó que toda su familia, Chip incluido, acabaría estableciéndose en Filadelfia. Imaginó sobrinas y sobrinos, fiestas en casa y juegos de salón, largas Navidades nevadas en Seminole Street. Y ahora llevaban viviendo más de quince años en la misma ciudad, Denise y él, y Gary seguía en la impresión de no conocer apenas a su hermana. Denise nunca le pedía nada. Por cansada que estuviera, nunca se presentaba en Seminole Street sin flores o postre para Caroline, dientes de tiburón o cómics para los chicos, un chiste de abogados o de enroscar bombillas para Gary. No había forma de eludir su corrección, no había forma de comunicarle la profundidad de su desencanto ante el hecho de que el rico futuro familiar que él había imaginado no se hubiese cumplido en casi ninguno de sus aspectos.

Hacía cosa de un año, en un restaurante, Gary le había contado a Denise que un «amigo» suyo casado (un compañero de trabajo, en realidad: Jay Pascoe) estaba liado con la profesora de piano de su hija. Gary afirmó que sí, que alcanzaba a comprender el interés recreativo de su amigo por el asunto (Pascoe no tenía la menor intención de abandonar a su mujer), pero que no le entraba en la cabeza que la profesora de piano aceptara la cosa.

—O sea que no puedes concebir —dijo Denise— que una mujer acepte liarse contigo.

—No estamos hablando de mí —dijo Gary.

—Pero tú estás casado y tienes hijos.

—Lo que digo es que no entiendo qué puede ver una mujer en un tipo que es un mentiroso y un falso, sabiéndolo ella muy bien.

—Lo más probable es que, en general, no le guste la gente mentirosa y falsa —dijo Denise—. Pero está enamorada de ese hombre, y con él hace una excepción.

—O sea que es una especie de autoengaño.

—No, Gary, es así como funciona el amor.

—Bueno, supongo que siempre existe la posibilidad de que tenga suerte y acabe casándose con alguien de dinero instantáneo.

Este pinchazo de la inocencia liberal de Denise con una puntiaguda verdad económica dio la impresión de entristecerla.

—Ves una persona con hijos —dijo—, y ves lo felices que se sienten de ser padres, y te atrae su felicidad. Lo imposible tiene su atractivo. La seguridad de las cosas sin salida, comprendes.

—Escuchándote, cualquiera diría que lo sabes por experiencia propia.

—Emile es el único hombre
sin hijos
por quien me he sentido atraída.

Esto último despertó el interés de Gary. So capa de obtusidad fraterna, se arriesgo a preguntar:

—Y ¿con quién estás saliendo ahora?

—Con nadie.

—No estarás con algún hombre casado —bromeó él.

El rostro de Denise ganó un punto de palidez y dos de sonrojo mientras su mano alcanzaba el vaso de agua.

—No estoy saliendo con nadie —dijo—. Tengo muchísimo trabajo.

—Bueno, pues no te olvides —dijo Gary— de que hay otras cosas en la vida, aparte de la cocina. Estás ahora mismo en un momento en que más vale que empieces a medir cuáles son tus objetivos y cómo piensas alcanzarlos.

Denise se agitó en su silla e hizo señal al camarero de que les trajese la cuenta.

—A lo mejor me caso con alguien de dinero instantáneo —dijo.

Cuanto más vueltas le daba Gary a la posibilidad de que Denise mantuviese una relación con un hombre casado, más lo encolerizaba la idea. Pero lo cierto era que nunca debería haberle mencionado el asunto a Enid. La revelación se había producido por beber ginebra con el estómago vacío mientras su madre cantaba las alabanzas de Denise, en Navidades, unas horas antes de que apareciera el reno austríaco mutilado y de que el regalo de Enid para Caroline fuese descubierto en la basura, como un bebé recién asesinado. Enid se deshacía en alabanzas del generoso multimillonario que financiaba el nuevo restaurante de Denise y que la había enviado a darse una vuelta de aprendizaje gastronómico por Francia y Europa Central, en plan lujoso; se deshacía en alabanzas de Denise por las muchas horas que dedicaba al trabajo y por su carácter frugal, y, de paso, con ese modo suyo, tan equívoco, de comparar, se quejaba del «materialismo» de Gary, de su «ostentación» y de su «obsesión por el dinero» —¡como si ella no hubiera llevado un signo de dólar estampado en la frente! ¡Como si a ella, de haber podido, no le hubiera encantado comprarse una casa como la de Gary, para amueblarla luego más o menos igual! Gary ardía en deseos de decirle:
De tus tres hijos, yo soy el que lleva una vida más parecida a la vuestra. Lo que tengo es lo que me enseñaste a desear. Y,
ahora que lo tengo, no te parece bien.

Pero lo que en realidad dijo, cuando los vapores del enebro se apoderaron por fin de él, fue lo siguiente:

—¿Por qué no le preguntas a Denise con quién se está acostando? Pregúntale si es un hombre casado y si tiene hijos.

—No creo que esté saliendo con nadie —dijo Enid.

—Hazme caso —dijeron los vapores del enebro—, pregúntale si alguna vez ha tenido algo que ver con un hombre casado. Creo que, por pura honradez, deberías hacerle esa pregunta antes de presentarla como parangón de las virtudes del Medio Oeste.

Enid se tapó los oídos.

—¡No quiero saber nada de eso!

—Vale, estupendo, esconde la cabeza en la arena —dijeron los desbocados espíritus—. Pero a mí no me cuentes más chorradas sobre ese ángel que tienes por hija.

Gary era consciente de haber infringido el código de honor de la fraternidad. Pero se alegraba. Se alegraba de que a Denise volviera a tocarle mal rollo con Enid. Se sentía cercado, aprisionado, con tanta mujer expresándole su desaprobación.

Había, por supuesto, un modo muy sencillo de liberarse: podía decirle
sí,
en vez de
no,
a cualquiera de las diez o doce secretarias y transeúntes del género femenino y vendedoras que, todas las semanas, tomaban nota de su estatura y de su pelo color gris esquisto, de su chaquetón de piel de becerro y de sus pantalones franceses de montaña, y lo miraban a los ojos como diciéndole
La llave está debajo del felpudo.
Pero seguía sin haber en este mundo un cono que le apeteciera lamer, un mechón de cabello que le apeteciera empuñar como la cuerda dorada y sedosa de una campana, unos ojos en que le apeteciera fijar los suyos durante el orgasmo, quitados los de Caroline. Lo único que sin duda alguna podía sacar en claro de una aventura extraconyugal era la entrada en su vida de otra mujer que le expresara su desaprobación.

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