Las correcciones (48 page)

Read Las correcciones Online

Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
4.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero era típico del mundo moderno, verdad, que las cintas adhesivas del pañal tendieran a escurrirse de ese modo.

—Mira esto, por favor —dijo, con la esperanza de transmutar en esparcimiento filosófico su rabia ante la traicionera modernidad.

Era como si las cintas adhesivas hubieran estado recubiertas de Teflon. Entre la sequedad de su piel y las sacudidas de sus manos, retirar la protección de la cinta era como agarrar una canica con dos plumas de pavo real.

—Pero por Dios.

Porfió en su empeño durante cinco minutos, y luego otros cinco. Sencillamente dicho: no era capaz de quitar la protección.

—Pero por Dios.

Sonriendo ante su propia incapacidad. Sonriendo de frustración, y también porque tenía la abrumadora sensación de que alguien lo estaba vigilando.

—Pero por Dios —volvió a decir.

Era una frase que solía resultar útil para disipar la vergüenza ante los fracasos de menor consideración.

¡Qué tornadizas son las habitaciones, durante la noche! Cuando Alfred, por fin, renunció a las tiras adhesivas y se limitó a subirse un tercer pañal por los muslos, todo lo que pudo, que no fue gran cosa, por desgracia, resultó que ya no estaba en el mismo cuarto de baño. La luz poseía una nueva intensidad clínica. Alfred notó la pesada mano de una hora aún más extremadamente tardía.

—¡Enid! —llamó—. ¿Puedes ayudarme?

Sus cincuenta años de ejercicio de la profesión de ingeniero le sirvieron para comprender de inmediato que el servicio de asistencia urgente había hecho una verdadera chapuza. Uno de los pañales ya se había dado la vuelta casi por completo, y el otro tenía una pierna ligeramente espástica asomando por entre dos de sus pliegues, dejando la mayor parte de su capacidad de absorción sin aplicar, en dobleces, con las tiras adhesivas adheridas al aire. Alfred negó con la cabeza. No le podía echar la culpa al servicio de urgencias. La tenía él. Nunca debería haber emprendido una tarea así en semejantes condiciones. Mala evaluación suya. Cuando se intenta efectuar un control de daños y se va andando a ciegas en la oscuridad, puede uno acabar creando más problemas de los que resuelve.

—Sí, y ahora estamos metidos en un buen lío —dijo, con una amarga sonrisa.

Y qué era lo del suelo. ¿Un líquido? Dios mío, ahora parecía haber algo líquido en el suelo.

Y también fluyendo por las mil cañerías del
Gunnar Myrdal.

—Enid, por el amor de Dios. Te estoy pidiendo ayuda.

No contestaba el servicio de asistencia. Alguna fiesta de esas que todo el mundo se toma. Algo por el color del otoño.

¡Algo líquido en el suelo! ¡Algo líquido en el suelo!

Bueno, pues muy bien, a él le pagaban por asumir responsabilidades. Le pagaban por solucionar lo difícil.

Respiró profundamente, para recuperar el aliento.

En una crisis así, lo primero que había que hacer, evidentemente, era abrir una vía de desagüe. Inútil reparar el tendido, porque, si antes no establecemos un gradiente, nos arriesgamos a padecer una inundación muy grave.

Se dio cuenta, desalentado, de que no disponía de un rasero, ni siquiera de una simple plomada. Tendría que hacerlo a ojo.

Pero ¿cómo diablos se había metido en una cosa así? No debían de ser ni las cinco de la mañana, aún.

—Recuérdeme que llame al jefe de zona a las siete de la mañana —dijo.

Por supuesto que en alguna parte tenía que haber alguien de guardia, recibiendo los mensajes. Pero el problema era encontrar un teléfono, y en este punto se le manifestó una curiosa resistencia a levantar la vista por encima del nivel del inodoro. Las condiciones de trabajo eran imposibles. Podían darle las doce antes de encontrar un teléfono. Y para qué, ya.

—¡Puf! ¡Cuánto trabajo! —dijo.

Parecía haber una pequeña depresión en el suelo de la ducha. Sí, en efecto, un drenaje preexistente, quizá algún viejo proyecto del Departamento de Transportes, de esos que nunca acaban de arrancar, o algo del Ejército. Uno de esos golpes de suerte que tiene uno a medianoche: un verdadero drenaje. Así y todo, iba a tener que enfrentarse a un tremendo problema de ingeniería, si el objeto era reposicionar la operación para aprovechar el drenaje.

—Pero tampoco hay mucha elección, me temo.

Más valía ponerse a ello. No se le iba a pasar el cansancio por esperar. Pensemos en los holandeses y su proyecto Delta. Cuarenta años combatiendo con el mar. Situemos las cosas en sus justos términos. Una mala noche. En peores se las había visto.

Contar con algún otro elemento: ése era el plan. De ningún modo cabía confiar en que un pequeño drenaje fuera a absorber todo el aluvión. Podía haber acumulaciones en alguna parte.

—Y ahora sí que estamos en apuros —dijo—. Ahora sí que estamos en apuros.

Podría haber sido bastante peor, de hecho. Suerte tenían de que hubiera habido un ingeniero a mano cuando el agua rompió la contención. Imaginen el lío que se habría armado si no hubiera estado él ahí.

—Podría haber sido un verdadero desastre.

Lo primero que había que hacer era tapar la fuga con un parche provisional, y luego enfrentarse a la pesadilla logística de retrazar la operación entera en función del drenaje, y luego cruzar los dedos para que la cosa se mantuviera así hasta la salida del sol.

—Y a ver qué pasa.

En la defectuosa luz, vio que el líquido discurría por el suelo en una dirección y que luego, muy despacio, invertía el sentido de su marcha, como si la horizontal hubiera perdido la cabeza.

—¡Enid! —llamó, con muy poca esperanza, mientras emprendía el mareante trabajo de detener la fuga y de recuperar al mismo tiempo los cabales, y mientras el buque surcaba el mar.

Gracias al Aslan® —y también al joven doctor Hibbard, un chico extraordinario, de primera fila—, Enid estaba gozando su primera noche de sueño ininterrumpido desde hacía varios meses.

Había mil cosas que ella le pedía a la vida, pero en vista de que ninguna estaba a su disposición, allá en su casa de St. Jude, con Alfred, no había tenido más remedio que embalsar todos sus deseos en los días contados, efímeros como una mariposa, que durara su crucero de lujo. Durante meses, el crucero había sido el aparcamiento seguro de su mente, el futuro que le hacía tolerable el presente; y el caso era que, además, tras el fracaso de la tarde neoyorquina en cuanto a diversión, se había embarcado en el
Gunnar Myrdal
con redobladas ganas.

Allí sí que había diversión, de la buena, en todas las cubiertas, entre clanes de personas mayores que disfrutaban del retiro como a ella le habría gustado que lo disfrutase Alfred. Aunque Nordic Pleasurelines no era, en modo alguno, una compañía de ofertas turísticas, el crucero estaba ocupado casi en su integridad por grandes grupos como la Asociación de Alumnos de la Universidad de Rhode Island, la Hadassah Norteamericana de Chevy Chase (Maryland), la Reunión de la 85.
a
División Aerotransportada («Diablo del Cielo») y el Escalón Superior de la Liga de Bridge por Parejas del Condado de Dade (Florida). Viudas en excelente estado de salud se conducían mutuamente por el codo hacia los puntos de encuentro especiales donde se repartían las chapas identificativas y las carpetas de información, y el modo preferido de reconocerse unas a otras era el aullido capaz de hacer añicos una copa de cristal. Mientras, personas mayores dispuestas a saborear cada minuto del precioso crucero se encontraban ya en el bar, tomándose el cóctel helado
du jour,
un Frappé Lapón de Arándanos Suecos, en copas de tal tamaño que había que manejarlas con las dos manos para no incurrir en riesgos innecesarios. Otros poblaban las barandillas de las cubiertas inferiores, los protegidos de la lluvia, escrutando Manhattan en busca de una cara a quien decir adiós con la mano. En la Sala de Espectáculos Abba, un conjunto interpretaba polcas heavymetal.

Mientras Alfred despachaba una sesión precena en el cuarto de baño, la tercera de la última hora, Enid se sentó en el salón de la Cubierta B y se dedicó a escuchar el lento apoyarse y arrastrarse de alguien que recorría el Salón A, arriba, con ayuda de algún tipo de andador.

Al parecer, el uniforme de la Liga de Bridge por Parejas era una camiseta con la inscripción: los viejos bridgeros nunca mueren, sólo pierden cada vez más. Enid no pensó que el chiste fuera como para andar contándolo por ahí.

Vio jubilados
corriendo,
separando literalmente los pies del suelo, camino del Frappé Lapón de Arándanos Suecos.

—Bueno, claro —murmuró para sí, en un intento de explicarse la avanzada edad de todos los pasajeros—. ¿Quién, si no, va a poder pagarse un crucero así?

Lo que en principio parecía un dachshund que un hombre llevaba de la correa resultó ser una botella de oxígeno montada sobre ruedas y enjaezada con un jersey de perro.

Un señor muy gordo se paseaba por ahí con una camiseta en que se leía: titanio: el cuerpo.

Se pasaba una la vida haciéndose esperar impacientemente y ahora resultaba que la permanencia mínima del marido en el cuarto de baño era de quince minutos.

los viejos urólogos nunca mueren, sólo dejan de tenerse en pie.

Ni siquiera en las noches de menos gala, como la de hoy, se miraban con buenos ojos las camisetas. Enid se había puesto un vestido de lana y le había pedido a Alfred que llevara corbata, aunque, dado su manejo de la cuchara sopera, en los últimos tiempos las corbatas se hubieran convertido en víctimas preferentes de las escaramuzas de la cena. Le había metido doce en la maleta. Enid tenía una aguda conciencia del carácter lujoso de este crucero de la Nordic Pleasurelines. Esperaba —y eso era lo que había pagado, en parte con su propio dinero—
elegancia.
Cada camiseta que veía era una pequeña ofensa, muy concreta, contra su fantasía y, por consiguiente, contra su gozo.

Le hacía daño que, en tantas ocasiones, las personas más ricas que ella fuesen muchos menos atractivas y presentables. Unos patanes y unos desaseados. Había cierto consuelo en el hecho de ser más pobre que la gente muy guapa y muy lista. Pero estar en peor situación económica que esos gordinflones en camisetas con chistecitos…

—Listo —anunció Alfred, haciendo su entrada en el salón.

Luego tomó de la mano a Enid para subir, en ascensor, al comedor Soren Kierkegaard. Así, de la mano, Enid se sentía una mujer casada y, como tal, bien afincada en el universo y en mejor disposición hacia la vejez, pero ello no le evitaba considerar cuánto más le habría gustado ir de la mano de Alfred durante los varios decenios que él se pasó andando un par de zancadas por delante de ella. Ahora, su mano, menesterosa, le estaba sometida. Incluso los temblores de apariencia más violenta resultaban ligeros como plumas, estando en contacto. Pero Enid notaba con qué facilidad recuperaban las manos su tendencia a moverse de un lado para otro, en cuanto se veían libres otra vez.

A los pasajeros sin grupo se les habían atribuido mesas especiales, y los llamaban «flotantes». Para gran alegría de Enid, a quien le encantaba la compañía cosmopolita, siempre que no fuera demasiado esnob, dos de los «flotantes» de su mesa eran noruegos, y los otros dos, suecos. A Enid le gustaban pequeños, los países europeos. Se puede uno enterar de alguna interesante costumbre sueca o de algún dato noruego sin tener por ello que avergonzarse ante la propia ignorancia de la música alemana, la literatura francesa o el arte italiano. El empleo de «skoal» era un buen ejemplo. También el hecho de que Noruega fuera el mayor exportador europeo de petróleo, como el señor y la señora Nygren, de Oslo, estaban explicando a la concurrencia cuando los Lambert ocuparon los dos últimos asientos libres.

Enid se dirigió en primer lugar a su vecino de la izquierda, el señor Söderblad, un sueco de edad avanzada y de aspecto muy reconfortante, con su pañuelo al cuello y su blazer azul.

—¿Qué le parece a usted el barco, hasta ahora? —le preguntó—. ¿No es verdaderamente súper auténtico?

—Bueno, por el momento no se hunde —dijo el señor Söderblad—, aunque tengamos mar gruesa.

Enid alzó la voz para mejorar su comunicabilidad:

—Quiero decir que es SUPERAUTÉNTICAMENTE ESCANDINAVO.

—Bueno, sí, claro —dijo el señor Söderblad—. Pero, al mismo tiempo, todo en este mundo resulta cada vez más norteamericano, ¿no le parece?

—Pero ¿no cree usted que este barco capta SÚPER BIEN —dijo Enid— todo el sabor de una EMBARCACIÓN VERDADERAMENTE ESCANDINAVA?

—Es bastante mejor que los barcos escandinavos normales. Mi mujer y yo estamos muy contentos, hasta ahora.

Enid cesó en su interrogatorio, no muy convencida de haberse hecho entender por el señor Söderblad. Para ella, Europa tenía que ser europea. Había visitado el continente varias veces, cinco de vacaciones y otras dos acompañando a Alfred en sendos viajes de trabajo, o sea un montón de veces, y ahora, cuando oía a sus amigos planificar viajes por Francia o por España, le encantaba comunicarles, con un suspiro, que ella pasaba ya de aquellos sitios. Pero la sacaba de quicio que su amiga Bea Meisner fingiera la misma indiferencia: «Estoy harta de ir a St. Moritz cada vez que mi nieto cumple años», etcétera. La muy tontorrona, y no menos sosa, de Cindy, la hija de Bea, se había casado con un médico austríaco especializado en medicina deportiva, un
vori
Algo que había cosechado una medalla olímpica de bronce en eslalon gigante. Que Bea siguiera alternando con Enid, por encima de la divergencia en sus respectivas fortunas, venía a ser una especie de triunfo de la lealtad. Pero Enid nunca olvidó que fue la gran inversión de Chuck Meisner en acciones de Erie Belt, en vísperas de su compra por la Midland Pacific, lo que les subvencionó la mansión de Paradise Valley. Chuck había llegado a presidente del consejo de administración de su banco, mientras Alfred se quedaba en el segundo nivel de la Midland Pacific e invertía sus ahorros en rentas vitalicias muy susceptibles a la inflación; como consecuencia de lo cual, ni siquiera ahora podían los Lambert permitirse un crucero de la calidad que los ofrecía las Nordic Pleasurelines sin que Enid echara mano de sus propios fondos, cosa que hizo para no morirse de envidia.

—Mi mejor amiga de St. lude pasa las vacaciones en St. Moritz —gritó, más bien sin venir a cuento, en dirección a la agraciada mujer del señor Söderblad—, en el chalé de su hija, que por cierto está casada con un austríaco de muchísimo éxito.

Other books

La casa de la seda by Anthony Horowitz
Forget Me by K.A. Harrington
The Canton Connection by Fritz Galt
Ex, Why, and Me by Susanna Carr
When the Black Roses Grow by Angela Christina Archer