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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

Las correcciones (51 page)

BOOK: Las correcciones
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—Pero no es por nada de eso —dijo— por lo que estamos en este crucero.

—¿No? —dijo Enid, como despabilándose.

—No. Estamos aquí porque Ted no admite que Jordán haya sido asesinada.

—¿Está…?

—Bueno, lo sabe perfectamente —dijo Sylvia—. Pero se niega a hablar de ello. Se sentía muy unido a Jordán, más unido que a mí, en muchos aspectos. Y sufrió muchísimo, eso no tengo más remedio que reconocérselo. Sufrió. Lloraba tanto que apenas podía moverse. Pero luego, una mañana, de pronto, se le pasó. Dijo que Jordán se había ido y que él no podía vivir en el pasado. Dijo que a partir del Día del Trabajo iba a olvidarse de que Jordán había sido una víctima. Y se pasó el mes de agosto recordándome que a partir del próximo Día del Trabajo se negaría a admitir el asesinato. Ted es una persona muy racional. Lo que pensó fue que los seres humanos llevan perdiendo hijos desde siempre, y que sufrir demasiado es ser estúpido e incurrir en indulgencia con uno mismo. También dejó de importarle la suerte de Withers. Decía que seguir el desarrollo del juicio era otra manera de no superar el asesinato.

»Así que llegó el Día del Trabajo y, en efecto, me dijo: “Vas a pensar que es extraño, pero nunca volveré a hablar de su muerte; y acuérdate de lo que te digo. ¿Vas a acordarte, Sylvia? ¿No vas luego a pensar que me he vuelto loco?” Y yo le contesté: “No me gusta nada esto, Ted, no puedo aceptarlo”. Y él me dijo que lo sentía, pero que tenía que hacerlo. Y lo siguiente fue cuando volvió del trabajo, aquel mismo día, y le dije, creo que fue eso lo que le dije, que el abogado de Withers había alegado confesión obtenida por medios coercitivos y que el verdadero culpable andaba suelto por ahí. Y Ted como que me sonrió, igual que cuando te está tomando el pelo, y me dijo: “No sé de qué me hablas”. Y yo, de hecho, le dije: “Hablo del individuo que mató a tu hija”. Y él dijo: “A mi hija no la ha matado nadie. Y no quiero volver a oírte decirlo”. Y yo dije: “Esto no va a funcionar, Ted”. Y él dijo: “¿Qué es lo que no va a funcionar?” Y yo dije: “Hacer como que Jordán no ha muerto”. Y él dijo: “Teníamos una hija, y ahora no la tenemos, de modo que supongo que estará muerta, pero te lo advierto, Sylvia, no se te ocurra decirme que la mataron. ¿Está claro?” Y desde entonces, Enid, por mucho que lo presione, no sale de ahí. Y, mira, me falta muy poquito para divorciarme. En serio. Lo que pasa es que en todo lo demás sigue portándose encantadoramente conmigo, siempre. Nunca se enfada cuando le menciono a Withers, hace como que no se deja engañar y se ríe de mí, como si la cosa fuera una rareza mía, una idea fija que se me ha metido en la cabeza. Y yo es que lo veo igual que al gato, cuando se pone a jugar con una curruca muerta. El gato no sabe que a ti no te gustan las currucas muertas. Ted pretende que yo sea igual de racional que él, piensa que me está haciendo un favor, y me lleva de viaje y de cruceros, y todo está muy bien, salvo que para él la cosa más horrible de nuestra vida no ha sucedido, y para mí sí.

—¿Pero sucedió? —dijo Enid.

Sylvia echó la cabeza hacia atrás, muy sorprendida.

—Gracias —dijo, aunque Enid había hecho la pregunta en un momento de confusión, no por hacerle un favor a Sylvia—. Te agradezco que tengas la franqueza de preguntarme eso. A veces me siento loca. Todo mi trabajo está en mi cabeza. Muevo de aquí para allá un millón de piececitas de la nada, un millón de ideas y de sensaciones y de recuerdos, dentro de la cabeza, día tras día, durante años, hay como un andamio y un plano enorme, como si estuviera levantando una catedral de palillos de dientes dentro de mi cabeza. Y tampoco me sirve de nada llevar un diario, porque no consigo que las palabras de la página tengan ningún efecto en mi cerebro. Tan pronto como escribo algo, lo dejo atrás. Es como echar monedas por la borda de un barco. Así que estoy llevando a cabo todo este esfuerzo mental sin ninguna posibilidad de ayuda exterior, si quitamos a los miembros de mis grupos de los miércoles y de los jueves, que son todos un poco sosos. Y, mientras tanto, mi propio marido pretende que la clave entera y verdadera de todo este esfuerzo interior no es verdad, que mi hija no fue asesinada. De modo que, cada vez más, literalmente, los únicos asideros que me quedan en esta vida, mi único Norte, Sur, Este y Oeste, son mis propias emociones.

»Y, encima, Ted tiene razón, él piensa que nuestra cultura otorga demasiado importancia a los sentimientos, dice que hemos perdido el control, que no son los ordenadores quienes están convirtiéndolo todo en virtual, que es la salud mental. Todos andamos empeñados en corregir nuestras ideas y en mejorar nuestros sentimientos y en trabajarnos las relaciones y la capacidad para educar a los hijos, en vez de hacer como se ha hecho toda la vida, es decir, casarnos y tener hijos y ya está. Eso dice Ted. Nos estamos dando con la cabeza en el último techo de la abstracción, porque nos sobran el tiempo y el dinero, dice, y se niega a tomar parte en ello. Quiere consumir comida «real» e ir a sitios «reales» y hablar de cosas «reales», como los negocios y la ciencia. De modo que él y yo hemos dejado de estar de acuerdo en cuanto a qué es lo importante en esta vida.

»Y logró despistar a mi terapeuta, Enid. La invité a cenar para que pudiera observar a Ted, y ¿sabes esas cenas que dicen en las revistas, que nunca debes prepararlas para las visitas, porque te pasas veinte minutos en la cocina entre plato y plato? Pues una de ésas preparé risotto a la milanesa y luego filetes fritos en sartén, a fuego lento, y mi terapeuta en el comedor, interrogando sin parar a Ted. Al día siguiente, cuando me encontré con ella, me dijo que Ted se hallaba en una situación muy común entre los hombres: parecía haber superado su dolor en grado suficiente para seguir funcionando, y no creía que fuese a cambiar. Y de mí dependía aceptarlo o no.

»Y, bueno, se supone que no debo incurrir en el pensamiento mágico o religioso, pero hay una idea de la que no puedo evadirme: esta enloquecida sed de venganza, que tantos años dura ya, en realidad no es mía. Es de Ted. Él se niega a ocuparse del asunto, y alguien tiene que ocuparse, de modo que soy yo quien lo hago, como una especie de madre de alquiler, sólo que yo no llevo un niño dentro, yo llevo emociones. Quizá, si Ted hubiera aceptado la responsabilidad de sus sentimientos y se hubiera dado menos prisa en reincorporarse a su trabajo de la Du Pont, yo habría seguido como siempre, vendiendo mis grabados en el gremio de artistas, todas las Navidades. Quizá fuera la acción combinada de la racionalidad y la seriedad laboral de Ted lo que me ha empujado al abismo. Y, bueno, la moraleja de esta larga historia que has tenido la delicadeza de escucharme, Enid, es que, por más que me empeñe, no consigo evitar encontrarle moraleja.

A Enid le vino en ese momento una visión de la lluvia. Se vio en una casa sin paredes, y sólo había tisú para mantener a raya los meteoros. Y llegó la lluvia por levante, y ella le opuso una versión tisú de Chip y su nuevo y apasionante trabajo de reportero. Y llegó la lluvia por poniente, y el tisú fue lo inteligentes y lo guapos que eran los chicos de Gary y cuánto los quería. Luego cambió el viento, y Enid acudió corriendo a la zona norte de la casa, con los jirones de tisú que Denise le permitía: que se había casado demasiado joven, pero que ahora había aprendido y estaba teniendo mucho éxito como restauradora y que acabaría encontrado un hombre como Dios manda. Y luego vino un chaparrón por el sur, y el tisú se desintegraba, a pesar de lo mucho que insistía ella en que los males de Al eran muy leves y que se pondría bien en cuanto mejorara su actitud y le ajustasen un poco la medicación, y la lluvia arreciaba, y ella estaba cansadísima, y no tenía más que tisú en las manos…

—Sylvia —dijo.

—¿Sí?

—Tengo que decirte una cosa. Es sobre mi marido.

Con ganas, quizá, de devolverle el favor de haberla escuchado, Sylvia asintió con la cabeza para animar a Enid. Pero, de pronto, Enid, al verla, pensó en Katharine Hepburn. En los ojos de Hepburn había una cándida inconsciencia de los propios privilegios, ante lo cual a una mujer que había sido pobre, como Enid, le venían ganas de liarse a puntapiés en tan patricias espinillas, con los zapatos de baile más duros que encontrara por ahí. Pensó que sería un error contarle nada a aquella mujer.

—¿Sí? —la animaba Sylvia.

—No, nada. Perdona.

—Pero cuéntamelo.

—Nada, de verdad, sólo que me tengo que ir a la cama. ¡Mañana tenemos un montón de cosas que hacer!

Se puso en pie, algo insegura, y dejó que Sylvia firmara la cuenta. No hablaron durante la subida en ascensor. Pasado el primer arrebato de intimidad, les quedaba una sensación de torpeza un poco indecente. No obstante, cuando Sylvia se bajó en la Cubierta Superior, Enid salió tras ella. No soportaba la idea de que Sylvia la viera como una persona de Cubierta B.

Sylvia se detuvo junto a la puerta de un amplio camarote exterior.

—¿Dónde estás tú?

—Un poco más allá, al fondo —dijo Enid.

Pero en seguida se dio cuenta de que semejante fingimiento era insostenible. Mañana tendría que decir que se había confundido.

—Bueno, pues buenas noches —dijo Sylvia—. Y gracias otra vez por haberme escuchado.

Esperó, con una sonrisa amable en el rostro, que Enid echara a andar. Pero Enid no se movió. Echó los ojos en torno, como dudando.

—Perdona, ¿en qué cubierta estamos?

—En la Superior.

—Ay, por Dios, me he equivocado de cubierta. Lo siento.

—Por qué vas a sentirlo. ¿Quieres que te acompañe abajo?

—No, no, es que me he hecho un lío, ahora lo tengo claro, ésta es la Cubierta Superior y la mía es la inferior. Muy inferior. Lo siento.

Se dio la vuelta como para marcharse, pero no arrancó.

—Mi marido…

Sacudió la cabeza.

—No, bueno, mi hijo. No pudimos comer con él hoy. Eso era lo que quería decirte. Nos fue a recoger al aeropuerto y se suponía que íbamos a comer con él y con su amiga, pero… Se marcharon. Así, por las buenas. No lo entiendo. Y mi hijo no volvió, y aún es el momento en que no sabemos dónde pudo meterse. Total que…

—Qué raro —dijo Sylvia.

—Que no quiero aburrirte.

—No no no, Enid, parece mentira.

—Sólo quería aclarar eso, y ahora me voy a la cama, y me alegro mucho de que nos hayamos conocido. Mañana hay un montón de cosas que hacer. Así que. Nos vemos en el desayuno.

Antes de que Sylvia pudiera detenerla, Enid echó a andar pasillo adelante, con paso tardo (tenía que operarse de la cadera, pero quién dejaba a Alfred solo en casa mientras ella estaba en el hospital), castigándose por estar andando a ciegas por un sitio que no era el suyo y por haber soltado unas cuantas tonterías bochornosas sobre su hijo. Se desvió hacia un banco acolchado y se dejó caer en él, y ahora sí que rompió a llorar. Dios le había dado imaginación para llorar por las tristes y esforzadas personas que contrataban un camarote interior de la Cubierta B lo más barato posible, en un crucero de lujo; pero una niñez sin dinero la había hecho incapaz de digerir los 300 dólares por persona que costaba ascender un peldaño en la categoría; de modo que lloró por sí misma. Estaba en la impresión de que Alfred y ella eran los únicos seres humanos inteligentes de su generación que no habían conseguido hacerse ricos.

He aquí una tortura que los inventores griegos del Banquete y de la Piedra no incluyeron en su Hades: el Manto del Auto-engaño. Un manto adorable, calentito, que servía de abrigo a las almas atormentadas,
pero que no acababa de cubrirlo todo.
Y las noches iban haciéndose frías, últimamente.

Le pasó por la cabeza la idea de volver al camarote de Sylvia y soltárselo todo.

Pero entonces, entre lágrimas, vio una cosa muy bonita bajo el banco contiguo.

Era un billete de diez dólares. Plegado por el centro. Muy bonito.

Echando antes un vistazo al pasillo, se agachó. Deliciosa, la textura de la estampación.

Así reconfortada, bajó a la Cubierta B. Desde la sala llegaba un susurro de música de fondo, algo muy animado, con acordeones. Imaginó que la llamaban en una especie de balido distante, mientras metía la tarjeta en la cerradura y empujaba la puerta.

Halló resistencia y empujó con más vigor.

—Enid —baló Alfred al otro lado.

—Chist, Al, ¿qué es lo que pasa?

La vida tal como ella la conocía tocó a su fin en cuanto logró meterse por la puerta entornada. Todo lo diurno cedió ante una cruda sucesión de horas continuas. Encontró a Alfred desnudo, de espaldas a la puerta, sentado en una capa de sábanas puestas sobre páginas del periódico matinal de St. Jude. Los pantalones, la chaqueta sport y la corbata estaban encima de la cama, que Alfred había dejado con el colchón a la vista. Las sábanas y mantas y colchas restantes las había amontonado en la otra cama. Siguió llamándola incluso cuando Enid encendió la luz y ocupó su campo de visión. Su intención inmediata fue tranquilizarlo y ponerle el pijama, pero la cosa llevó su tiempo, porque Alfred estaba terriblemente agitado y no terminaba una frase, ni conseguía que los sujetos y los verbos concordaran en número y persona. Pensaba que ya era de día y que tenía que bañarse y vestirse, y que el suelo contiguo a la puerta era una bañera, y que el pomo era el grifo, y que nada funcionaba. Aún así, se empeñaba en hacerlo todo a su manera, lo cual dio lugar a unos cuantos empujones y otros tantos tirones, y a un golpe en el hombro de Enid. Estaba furioso, y ella lloraba, insultándolo. Él se las apañaba, con esas manos demencialmente temblonas, para irse desabrochando el pijama tan de prisa como ella se lo abotonaba. Nunca le había oído utilizar palabras como m***** o c*****, y la naturalidad con que ahora las pronunciaba ponía al descubierto muchos años previos de silencioso uso en la cabeza. Deshizo la cama de Enid mientras ella intentaba rehacer la suya. Le suplicó que se estuviera quieto. Él le gritó que era muy tarde y que se sentía muy confuso. Ni siquiera en estas circunstancias lo dejaba de querer. O lo quería más que nunca, en tales circunstancias. Quizá ella hubiera sabido desde el principio, desde hacía cincuenta años, que había un niño pequeño dentro de él. Quizá todo el amor que les había dado a Chipper y a Gary, obteniendo, a fin de cuentas, tan poco amor a cambio, no hubiera sido más que un entrenamiento para el trato con este hijo, más exigente que ningún otro. Lo tranquilizó y lo reprendió y maldijo en silencio el desbarajuste de su medicación, durante una hora o más, y al final se quedó dormido y el despertador de ella marcaba las 5:10 y las 7:30 y él se afeitaba con la maquinilla eléctrica. No habiendo llegado a conciliar un sueño profundo, se sintió a gusto al despertarse y mientras se ponía de tiros largos, pero catastróficamente mal camino del desayuno, con la lengua como un trapo del polvo y con la cabeza al espetón.

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