Las correcciones (59 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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Cuando la vio entrar de nuevo en la sala de delineantes, Don levantó la cabeza y miró en derredor, incluyendo a todo el mundo menos a ella. Mientras su mirada le pasaba cerca, ignorándola, Denise sintió un curioso deseo de hundir las uñas hasta lo más profundo, o de pellizcarse un poco los pezones.

Era en St. Jude la estación del trueno. El aire olía a violencia mexicana, a huracanes o golpes de estado. Podían producirse truenos mañaneros en cielos revueltos hasta lo ilegible — aburridos despachos de municipios sureños de los que nunca nadie conocido había llegado a oír mención—. Y truenos a la hora de comer, desde algún solitario yunque merodeando por cielos casi despejados. Y truenos de media tarde, mucho más serios, que realzaban la refulgencia local del sol, mientras iba la temperatura desgastándose a toda acucia, como dándose acato de que no le quedaba mucho tiempo. Y el gran espectáculo de una buena reventazón a la hora de cenar, con las tormentas apelotonándose en los ochenta kilómetros de radio que cubría el radar, como arañas grandes en un frasco pequeño, con las nubes retumbándose unas a otras desde los cuatro vientos del cielo, y con sucesivas oleadas de gotas de lluvia tamaño diez centavos llegando como plagas, con la imagen de la ventana virando al blanco y negro, y con los árboles y los edificios, borrosos, dando bandazos bajo el resplandor de los relámpagos, mientras los niños en bañador y con las toallas empapadas corrían hacia las casas con la cabeza gacha, como refugiados. Y luego los tambores de la alta noche, las cajas batientes del verano en marcha.

Y la prensa de St. Jude recogía a diario los rumores de la fusión inminente. Los pretendientes de la Midland Pacific, los desfachatados gemelos Hillard y Chauncy Wroth, se encuentran en la ciudad, hablando con tres sindicatos. Los Wroth están en Washington enfrentándose al testimonio de la Midland Pacific ante un subcomité del senado. Según se dice, la Midland Pacific ha pedido a la Union Pacific que sea su séptimo de caballería. Los Wroth defienden su reestructuración postadquisitiva de la Arkansas Southern. El portavoz de la Midland Pacific ruega a todos los ciudadanos de St. Jude que se consideren afectados que escriban o que llamen por teléfono a sus representantes en el congreso.

Denise, bajo un cielo parcialmente cubierto, salía del edificio para ir a comer cuando hizo explosión la cruceta de un poste de alumbrado público situado a una manzana de distancia. Vio rosa brillante y sintió en la piel la onda expansiva del trueno. Corrían las secretarias, aullando, por el pequeño parque. Denise giró sobre sus talones, cogió su libro, su emparedado y su ciruela y se volvió a la décimo segunda planta, donde todos los días se formaban dos mesas de pinacle. Se sentó junto al ventanal, pero le pareció muy poco cordial y muy presuntuoso por su parte ponerse a leer
Guerra y paz.
Repartió su atención entre los cielos locos del exterior y la partida de cartas que se desarrollaba junto a ella.

Don Armour desenvolvió un emparedado y a continuación le separó las mitades, dejando al descubierto una rodaja de mortadela en la que podía verse, serigrafiada a la mostaza, la textura del pan. Dejó caer los hombros. Envolvió de nuevo el emparedado en su papel de aluminio y se quedó mirando a Denise como si ella hubiera sido el último tormento de su jornada.

—Declaro dieciséis.

—¿Quién ha manchado así las cartas?

—Ed —dijo Don Armour, desplegando en abanico sus naipes—, a ver si tienes cuidado con los plátanos.

Ed Alberding, el de más edad entre los delineantes, tenía el cuerpo en forma de bolo de bolera y el pelo gris rizado como de permanente de anciana. Abría y cerraba los ojos, muy de prisa, masticando plátano y estudiando sus cartas. El resto del plátano, sin piel, yacía delante de él, en la mesa. Le arreó otro fino bocado.

—La cantidad de potasio que puede haber en un plátano —dijo Don Armour.

—El potasio es muy bueno —dijo Lámar, desde el otro lado de la mesa.

Don Armour colocó los naipes boca abajo y miró muy gravemente a Lámar:

—¿Estás de cachondeo? Los médicos utilizan el potasio para inducir el paro cardíaco.

—Pues aquí, el viejo Eddie, se zampa dos y tres plátanos todos los días —dijo Lámar—. ¿Cómo vas del corazón, Eddie?

—Vamos a terminar esta mano, chicos, por favor —dijo Ed.

—Es que de pronto me ha entrado una preocupación terrible por tu salud —dijo Don Armour.

—No hace usted más que soltar mentiras, señor mío.

—Te estoy viendo intoxicarte a fuerza de potasio, todos los días. Mi deber de amigo es avisarte.

—Te toca, Don.

—Juega, Don.

—Y ¿qué es lo que saco a cambio? —dijo Armour, en tono de sentirse ofendido—. Recelos y rechazos.

—Donald, ¿estás jugando o lo único que quieres es calentar la silla?

—Claro que si a Ed le da un paro cardíaco y se cae al suelo, como consecuencia de la ingestión prolongada de potasio venenoso, yo pasaría a ser el cuarto más antiguo del lugar y tendría garantizado el puesto en Little Rock, con la Arkansas Southern guión Midland Pacific, de modo que no sé para qué me molesto. Anda, Ed, por favor, por qué no me comes a mí también el plátano.

—Eh, eh, cuidado con esa boca —dijo Lámar.

—Señores, creo que esta baza es toda mía.

¡Hijo de tal!

Barajar, barajar. Repartir, repartir.

—¿Sabes que en Little Rock tienen ordenadores, Ed? —dijo Don Armour, sin mirar ni por un segundo a Denise.

—¿Ah, sí? —dijo Ed—. ¿Ordenadores?

—Si te mandan para allá, no vas a tener más remedio que aprender a manejarlos.

—Eddie estará durmiendo con los ángeles antes de que aprenda a manejar un ordenador —dijo Lámar.

—Perdonadme que disienta —dijo Don—. Ed se nos marchará a Little Rock y aprenderá dibujo por ordenador. Y serán otros los que sientan ganas de vomitar viéndolo comer plátanos.

—¿Y por qué estás tú tan seguro de que no van a mandarte a Little Rock, Donald?

Don negó con la cabeza.

—Viviendo en Little Rock vendríamos a gastar dos o tres mil dólares menos al año, y pronto me subirían el sueldo otros dos mil. Es un sitio muy barato. Patty quizá pudiera trabajar media jornada, y así las chicas volverían a tener madre. Podríamos comprarnos un terrenito en las Ozark, antes de que las niñas fueran demasiado mayores para disfrutarlo. Con un estanque. ¿Y vosotros creéis que algo tan bueno puede ocurrirme a mí?

Ed ordenaba su mano a tirones, más nervioso que una ardilla listada.

—¿Para qué querrán tanto ordenador? —dijo.

—Para sustituir a los ancianitos inútiles como tú —dijo Don, con la cara de ciruela abriéndosele en una sonrisa nada benévola.

—¿Sustituir?

—¿Por qué te crees que los Wroth nos están comprando a nosotros, en vez de nosotros a ellos?

Barajar, barajar. Repartir, repartir. Denise miraba los tenedores de luz hundirse en la ensalada de árboles del horizonte de Illinois. Mientras tenía la cabeza vuelta, hubo una explosión en la mesa.

—Joder, Ed —dijo Armour—, ¿por qué no chupas las cartas y las llenas de pringue antes de echarlas?

—Tranquilo, Don —dijo Sam Beuerlein, el delineante en jefe.

—¿Es que sólo me da asco a mí?

—Tranquilo, hombre, tranquilo.

Don estampó las cartas contra la mesa e hizo rodar hacia atrás su silla con tanto ímpetu, que la lámpara tipo mantis religiosa lanzó un crujido y se quedó balanceándose.

—¡Laredo! —llamó—. Juega tú con mis cartas, anda. Yo voy a respirar un poco de aire no platanizado.

—Muy bien.

Don dijo que no con la cabeza.

—O lo dices ahora, Sam, o te vas a volver loco cuando suceda lo de la compra.

—Qué listo eres, Don —dijo Beuerlein—. Siempre caes de pie.

—No sé si soy o no soy listo. Pero, desde luego, ni la mitad que Ed. ¿A que no, Ed?

Ed estiró la nariz. Daba golpecitos en la mesa con sus cartas, impacientemente.

—Demasiado joven cuando Corea, demasiado mayor cuando
mi
guerra —dijo Don—. Eso es lo que yo llamo ser listo. Lo bastante como para bajarse del autobús y cruzar Olive Street todos los días, durante veinticinco años, sin que lo pille un coche. Lo bastante como para coger el autobús de vuelta todos los días. Eso es ser listo, en este mundo.

Sam Beuerlein alzó la voz.

—Escúchame, Don. Vete a dar un garbeo, ¿vale? Sal a la calle y cálmate un poco. ¿Me oyes? Cuando vuelvas, a lo mejor se te ocurre pedirle perdón a Eddie.

—Declaro dieciocho —dijo Ed, golpeando la mesa con las cartas.

Don se echó mano a los riñones y se alejó por el pasillo, cojeando y meneando la cabeza. Laredo Bob, con ensaladilla en el bigote, ocupó su sitio.

—Nada de perdones —dijo Ed—. Vamos a terminar esta partida, chicos.

Denise abandonaba el servicio de señoras, después de comer, cuando Don Armour salió del ascensor. Llevaba un chal de gotas de lluvia en los hombros. Alzó los ojos al ver a Denise, como si hubiera llevado un rato buscándola y por fin la encontrase.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

Él negó con la cabeza y siguió andando.

—Pero ¿qué pasa?

—Ya ha terminado la hora de comer —dijo él—. Tendrías que estar trabajando.

Cada diagrama llevaba una etiqueta con el nombre de la línea y el número del poste kilométrico. El Ingeniero de Señalización planeaba correcciones, y los delineantes enviaban copias de los diagramas, en papel, a los equipos situados sobre el terreno, resaltando las adiciones con lápiz amarillo y las substracciones con lápiz rojo. Los ingenieros de campo hacían luego el trabajo, improvisando a veces sus propios ajustes y acortamientos, y devolvían las copias a la oficina central, todas rotas y amarillas y llenas de dedazos grasientos, con pizquitas de polvo rojo de Arkansas o granzas de hierba de Kentucky en los pliegues, y los delineantes pasaban las correcciones a tinta negra en el Mylar o el papel de vitela originales.

Durante la larga tarde, mientras el cielo, blanca panza de perca, se iba poniendo del color del lomo y los flancos del pescado, Denise fue plegando los miles de separatas que había cortado por la mañana, seis ejemplares de cada, con los pliegues prescritos para que encajaran en la carpeta de los ingenieros de campo. Había señales en los postes kilométricos 26,1 y 20,0 y 32,3 y 33,5 y 35,4, y así sucesivamente, hasta llegar a la localidad de New Chartres, en el 119,65, donde moría la línea.

En el camino de vuelta a las afueras, aquella noche, le preguntó a su padre si los Wroth iban a fusionar la ferroviaria con la Arkansas Southern.

—No lo sé —dijo Alfred—. Espero que no.

¿Se trasladaría la sede a Little Rock?

—Ésa parece ser su intención, si toman el control.

¿Qué pasaría con los empleados de Señalización?

—Supongo que los más antiguos serían trasladados. Los que llevan menos tiempo, seguramente, quedarán en la calle. Pero no quiero que hables de nada de esto.

—No, no —dijo Denise.

Enid, como todos los jueves por la noche de los últimos treinta y cinco años, tenía la cena esperando. Había hecho pimientos rellenos y estaba ahervorada de entusiasmo ante la perspectiva del fin de semana.

—Mañana tendrás que volver a casa en autobús —le dijo a Denise, cuando aún no habían terminado de sentarse a la mesa—. Papá y yo vamos al lago, a la urbanización Fond du Lac, con los Schumpert.

—¿Qué es la urbanización Fond du Lac?

—Es un lío —dijo Alfred— en el que he cometido el error de meterme. Tu madre ha insistido tanto que no me ha quedado más remedio.

—Al —dijo Enid—, es
sin ningún compromiso.
Nadie va a presionarte para que asistas a las sesiones. Podemos pasarnos el fin de semana haciendo lo que nos apetezca.

—Cómo no van a presionarme. El promotor no puede estar dando fines de semana gratis sin tratar de vender unas cuantas parcelas.

—El folleto dice que sin presiones de ninguna clase, sin esperar nada a cambio, sin ningún compromiso.

—Lo dudo —dijo Alfred.

—Mary Beth dice que hay una bodega maravillosa cerca de Bordentown. Podemos ir. Y también podemos bañarnos en el lago Fond du Lac. Y el folleto dice que hay botes de remos y restaurantes de primera clase.

—No veo yo qué puede tener de atractivo una bodega de Missouri en pleno mes de julio —dijo Alfred.

—Tienes que dejarte imbuir por el espíritu de las cosas —dijo Enid—. Los Driblett fueron en octubre y lo pasaron muy bien. Dale dice que no los presionaron nada. Muy poco, dice.

—Teniendo en cuenta la fuente…

—¿A qué viene eso?

—Un hombre que se gana la vida vendiendo ataúdes…

—Dale es una persona como otra cualquiera.

—Yo lo único que digo es que lo dudo. Pero iré. Alfred añadió luego, dirigiéndose a Denise:

—Tendrás que volver a casa en autobús. Dejaremos aquí un coche.

—Esta mañana llamó Kenny Kraikmeyer —le dijo Enid a Denise—. Preguntando si vas a estar libre el sábado por la noche.

Denise cerró un ojo y abrió de par en par el otro.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que creía que sí.


¿Qué?

—Lo siento. No sabía que hubieras hecho planes.

Denise se rió.

—Por el momento, el único plan que he hecho es no ver a Kenny Kraikmeyer.

—Estuvo muy educado —dijo Enid—. La verdad es que tampoco te haría ningún daño salir un día, cuando alguien se toma la molestia de invitarte. Si no estás a gusto, con no repetir estás al cabo de la calle. Pero deberías empezar por decirle que sí a alguien. Van a empezar a pensar que te crees superior.

Denise dejó el tenedor en la mesa.

—Kenny Kraikmeyer me revuelve las tripas. Literalmente.

—Denise —dijo Alfred.

—No me parece bien —dijo Enid, temblándole la voz—. No te tolero que digas una cosa así.

—Vale, siento haberlo dicho. Pero no estoy libre el sábado. No para Kenny Kraikmeyer. Que, dicho sea de paso, si quiere salir, tampoco estaría de más que me lo preguntase directamente a mí.

Denise pensó por un momento que a Enid le encantaría pasar un fin de semana con Kenny Kraikmeyer en el lago Fond du Lac, y que Kenny, seguramente, lo gozaría mucho más que Alfred.

Después de cenar se subió a la bicicleta y se acercó al edificio más viejo de la zona, un cubo de techos altos, de ladrillo prebélico, justo en frente de la vallada estación de cercanías. La casa pertenecía al profesor de teatro del instituto, Henry Dusinberre, que había dejado su estrambótico banano de Abisinia y su muy llamativo sangre de drago y sus irónicas palmeras en maceta al cuidado de su alumna favorita, mientras él pasaba un mes con su madre en Nueva Orleáns. Entre las burdeleras antigüedades que ornaban el salón de Dusinberre había doce copas de champán de recargado dibujo, cada una con su columna ascendente de burbujas apresada en el tallo de cristal polifacético, en las que sólo Denise estaba autorizada a servirse, entre todos los jóvenes discípulos de Tespis y cultivadores de la literatura que gravitaban en torno a las botellas del profesor los sábados por la noche. («Las bestezuelas, que usen vasos de plástico», solía decir, mientras acomodaba las baldadas piernas en su sillón de piel. Había peleado dos asaltos contra un cáncer ahora oficialmente en remisión, pero su piel lustrosa y sus ojos protuberantes sugerían que no todo le iba oncológicamente bien. «Lambert, criatura extraordinaria», decía, «siéntate aquí, que yo te vea de perfil. ¿Sabes que en Japón un cuello como el tuyo sería objeto de veneración? Te adorarían»). Fue en casa de Dusinberre donde probó su primera ostra, su primer huevo de codorniz, su primera grappa. Dusinberre ponía un refuerzo de acero a su resolución de no sucumbir a los encantos de ningún «adolescente granujiento» (la expresión era de él). Compraba vestidos y chaquetas, a prueba, en las tiendas de antigüedades, y, si le sentaban bien, Denise podía quedárselos. Afortunadamente, Enid, a quien le habría encantado que Denise vistiera más en la línea Schumpert o Root, tenía en tan baja estima la ropa selecta, que era capaz de creerse que un vestido de fiesta de satén amarillo, bordado a mano e impecable, con botones de ojo de tigre, había costado diez dólares en el almacén del Ejército de Salvación, como le decía su hija. Haciendo caso omiso de las amargas objeciones de Enid, ése fue el vestido que llevó Denise para asistir al baile de fin de curso con Peter Hicks, un actor esencialmente granujiento que había hecho el papel de Tom, frente a su Amanda, en el
Zoo de cristal.
Aquella noche, Peter Hicks fue invitado a beber champán con Denise y Dusinberre en las copas rococó, pero el hombre tenía que conducir y hubo de resignarse a la Coca Cola en vaso de plástico.

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